El Salto Cronopio

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MI ALMA POR UNA CONFESIÓN

Por Julián Silva Puentes*

La iglesia del padre Valencia se erigía orgullosa en un cerro escarpado entre la fábrica de pólvora y mi colegio. La abuela Carmen solía llevarme los domingos por la mañana porque me gustaba el olor del incienso. Era tan antigua como el pueblo —hablo de la iglesia, no de mi abuela—. Podía verla desde mi ventana y escuchar los redobles de la campana como una explosión infernal venida desde las estrellas. Solía esconderme debajo de la cama para escapar de lo que imaginaba era el fin del mundo, pero entonces recordaba que se trataba tan solo de la campana y regresaba tranquilo a dormir sabiendo que, de tratarse de un ataque fraguado en el infierno, la iglesia sería la primera y la única en venirse abajo.

En las vacaciones me gustaba leer revistas de superhéroes y hacer caricaturas mientras oía la radio en las noches. En las mañanas montaba en bicicleta con mi mejor amigo, Miguel Ángel Anath. Competíamos río arriba y él me ganaba por siete cabezas de distancia. Yo era muy buen perdedor debido a que siempre perdía. Anath era muy buen ganador porque siempre ganaba. Disfrutaba teniéndolo cerca; no obstante, disfrutaba aún más cuando se largaba lejos con su familia a la playa hasta el final de las vacaciones. Era mi mejor amigo en todo el mundo a pesar de que exigía constante atención, como una mujer, siendo él mucho más vanidoso y horrorosamente ególatra. Me gustaba divertirme con él aunque no veía la hora de que se fuera, y cuando por fin lo hizo, al día siguiente del cese de clases, las verdaderas vacaciones empezaron. Un mes sin Anath era en sí mismo tener vacaciones.

Debía encontrarme solo para dibujar. Siempre me gustó hacerlo. Aprendí a dibujar perros y gatos antes de saber escribir. Alguien dijo alguna vez que mi cara se parecía a la del gato de Alicia en el País de las Maravillas y por eso me gustaba dibujarlo, al gato de Cheshire, especialmente por sus ojos verdes y grandes tan similares a los míos. Eso era algo con lo que Anath jamás podría competir. La tía Victoria decía que mis ojos eran faroles de luz para la humanidad y yo le creí siempre. Los ojos de Anath eran cafés como la mierda.

Anath decía que todos y cada uno de los artistas del mundo eran maricones. Jamás entendí la relación entre dibujar y ser marica. Anath era muy orgulloso y por eso lo escuchaba sin abrir la boca. Se ponía muy bravo cuando alguien lo contradecía. No valía la pena correr el riesgo. Sus ojos eran del color de la mierda y eso bastaba para mí.

Me levantaba antes de mediodía y encendía la radio. Mi programa favorito era el de un grupo de personas que buscaba el camino de vuelta a casa en una tierra de gigantes, llamado Mundo perdido. El ruido de la estática de la radio me ayudaba a dibujar en la noche. Afuera de mi ventana la brisa de junio soplaba fresca.

Las vacaciones de las que hablo fueron las últimas de mi infancia, cuando todavía podían verse aquellas casas coloniales a punto de venirse abajo y los carros de manivela se hacían pedazos en las calles sin pavimentar. Yo no lo sabía en ese momento, ignoraba lo que haría más tarde ese año y definitivamente no sabía que mamá me obligaría a trabajar de monaguillo en la iglesia del padre Valencia. Fue algo de última hora. Me lo informó cuando llevaba tan solo dos días de vacaciones. En mi morral llevaba tres ejemplares diferentes de cómics y mi libreta de dibujo. No hay nada mejor que el primer día de vacaciones cuando se está en el colegio. A mamá no le importó nunca lo que hiciera durante o después de clases.

El padre Valencia había llegado de España siendo seminarista. Solía comparar al general Franco con Jesucristo. Nosotros nos encontrábamos demasiado lejos de Europa como para que nos importara. A la gente le llamaba la atención su acento, brusco y gangoso como el de las personas de su tierra, y por eso iban a verlo. Era una especie de curiosidad, el padre Valencia, a quien todos querían escuchar en la misa del domingo por la mañana.

Le llamaban padre Violencia por su carácter. Hablaba de los días del Antiguo Testamento y esperaba que el mundo volviera a ser lo que era antes. El barrio le temía. Venía desde muy lejos y hablaba de inundaciones universales y cruces de sal.

Mamá trabajaba de lunes a sábado y descansaba los domingos. Nunca nos obligó a ir a misa a pesar de ser amiga personal del padre Violencia. Mamá no le tenía miedo a Dios ni al padre Violencia, ¡no le temía a nada! Yo, en cambio, le tenía miedo a la oscuridad y a mi hermano mayor, a quien llamábamos Difunto por ser un retrasado mental del tipo semivegetal con ataques esporádicos de euforia bastantes violentos y muy sexuales también. Le tenía miedo a mamá, a Anath y a mi futuro primer amor llamado Mauricia; pero por sobre todas las cosas, me aterraban las iglesias. Trescientos años de nacimientos, matrimonios y funerales. Si las piedras supieran hablar, contarían historias de terror. Las piedras escuchan durante el día y lo cuentan todo en la noche.

Tuve el valor suficiente para decirle a mamá que no sería el monaguillo de nadie. Ella sabía qué decir para convencerme. Ofreció una solución alterna: cuidar a Difunto. Eso significaba cambiar pañales, bañarlo, darle de comer y vestirlo. De pronto el padre Violencia no parecía tan malo. No sabía en lo que me estaba metiendo.

Mi compañero del colegio, Puño, estaba ahí en la iglesia conmigo. Alguien les habló a sus padres de las revistas pornográficas y el negocio próspero de venderlas a los niños de primero de primaria. Su hermano era marinero y las traía del Japón. Las mujeres de las fotografías eran hermosas. Una mujer desnuda siempre luce hermosa.

A él también le dieron a escoger: la iglesia o trabajar en la fábrica de cajas de su tío en donde el aburrimiento era rey a pesar de que pagaban el salario mínimo. Imaginé lo que sería ganar un salario mínimo y me puse muy contento. En el barrio, la mayoría de la gente se quejaba porque ganaba el salario mínimo. Yo los veía regresar después del trabajo todos los días a las seis de la tarde. A pesar de tener dinero en los bolsillos, ponían esa cara tan fea. Pensé en todas las revistas de aventuras y dulces de anís que podría comprar con un salario mínimo. Iría al cine todos los días e invitaría a cualquier chica que quisiera besarme.

Las tareas de la iglesia eran bastante aburridas. Las manecillas del reloj se movían con la velocidad de una gota de alquitrán, y por eso matábamos el tiempo distrayéndonos con cualquier cosa con tal de combatir el aburrimiento. El padre Violencia no siempre estaba allí con nosotros; lo llamaban todo el tiempo para bendecir a un muerto o a un recién nacido. Puño y yo pasábamos el resto del día escarbando en los cajones de la sacristía en busca de monedas de oro. El papá de Puño tenía la teoría de que en toda iglesia hay un tesoro oculto debajo de la tierra o detrás de las paredes. Con eso bastó para que fuéramos esforzados exploradores. La idea de hacerme rico la adquirí trabajando de monaguillo en la iglesia del padre Violencia.

Nunca encontramos un cofre con monedas de oro, pero sí un fajo de billetes junto al altar. Jamás vimos tanto dinero junto. Hicimos planes para gastarlo esa misma tarde. De repente, detrás de las cortinas, apareció el padre Violencia. «¡Ajá!» —gritó. Debió permanecer más de media hora escondido. Era un cazador persistente. Sabía que reprobaríamos su examen de virtud. «¡La caridad para el orfanato! —gritó fuera de sí—. ¡Jesús bendito…! ¿Se habrá visto semejante cosa?».

Era corto de estatura, pero se hacía gigante cuando gritaba. Puño estrujaba los billetes en la mano, paralizado como estaba por el miedo y sin decidirse a soltarlos. Violencia nos ayudó a salir de nuestro espasmo dándonos un coscorrón a cada uno y forcejeando un rato con Puño hasta que finalmente se hizo al fajo con un zarpazo veloz. Jamás vi semejante pasión a la hora de perder los estribos. El padre Violencia debía sentirse vivo en momentos así.

«Las tentaciones están a la orden del día, pequeñas bestias» —dijo el padre Violencia sin dejar de admitir que fue él quien fraguó el asunto de los billetes con el fin de probar nuestra virtud. Nos llamaba bestias porque decía que no teníamos alma. Hacía cuarenta años que vivía en la ciudad y seguía pensando que América estaba poblada por indios caníbales y sodomitas. Nunca visitó las selvas amazónicas, y aun así tenía la fuerte convicción de que todos eran caníbales en la jungla. También creía que en la selva los indios se dan por el culo porque son unos degenerados.

Llegué temprano a la mañana siguiente con mi sombra siguiéndome a todas partes para que no me sintiera tan solo. El padre Violencia se encontraba lejos inaugurando un nuevo mercado. Ahora bien, ¿dónde estaba Puño? Después del coscorrón del día anterior juró que no regresaría jamás y le creí. La fábrica de cajas le aburría, aunque nadie lo golpeaba en la cabeza.

Pasó media hora y nada que llegaba. Las bisagras del enorme portón de entrada estaban tan oxidadas que parecían hablar entre ellas; un millar de fantasmas se colaban por entre las grietas de las paredes, la abuela Carmen entre ellos, tocando el clavicordio sin teclas que permanecía mudo y carcomido por las termitas junto al altar. Pensando en todo ello sentí pavor, con las sombras arrastrándose por las paredes y una paloma aleteando en algún lugar. A lo mejor se trataba del diablo que debía de estar por ahí planeando con sus alas de murciélago sobre mi cabeza, a la espera del momento de llevarme al infierno con él.

Siendo niño me gustaba admirar las estatuas de los santos. Algunas tenían la pintura de la cara resquebrajada y llevaban una expresión general de dolor. Los artistas religiosos deben de sufrir mucho también, me refiero a que no se puede plasmar esa clase de dolor sin antes sentirlo. Jesús era el peor, siempre muerto, muriéndose o a punto de morirse. De niño tenía pesadillas bastante vívidas luego de ir a la iglesia. Prefería imaginarlo riendo con los apóstoles y comiendo manzanas junto a un río. Nunca lo dibujaban haciendo algo diferente a sufrir. Una fe basada en el dolor atrae a la peor clase de personas.

Puño se parecía mucho a una estatua de san Servando, siendo la estatua más colorida que él. Estaba siempre como una vela porque le gustaba toquetearse demasiado. Además, se la pasaba oliéndose las manos y eso da siempre una muy mala impresión. Lo conocía de toda la vida. No se burlaba de mí y eso era suficiente para ganarse mi aprecio. Era un genio para las matemáticas y nunca se negaba a prestarme la tarea. Anath decía que Puño olía a cloro. La gente lo evitaba y yo lo hacía porque Anath lo hacía. Con Anath lejos, nos convertimos en amigos, pero más que eso, fuimos aliados.

Finalmente lo vi, ya cuando pensaba en lo peor. Le tenía miedo a muchas cosas y en especial a una iglesia desierta. Apareció de repente. Me llevó del brazo al cuarto de ornamentos. Quise darle las gracias por permanecer conmigo. No había tiempo. Me hizo oler la copa de la consagración. Solo una cosa en el mundo huele a cloro sin tratarse de cloro. Yo quería vengarme tanto como él, pero masturbarme en una iglesia era demasiado. «¡Colaboras con el proyecto o me voy!» —dijo. Me negué a eyacular en la copa de la consagración y eso era definitivo. No obstante, debía hacer algo. Orinar no era tan malo como procurarse un orgasmo en la casa de Dios.

El vino de la eucaristía era del barato. A los sacerdotes les gusta beber vino antes de la misa, pero del bueno, y el padre Violencia no era la excepción. Teníamos la llave de su gabinete: vinos franceses y chilenos. Escogí el más antiguo de todos porque Violencia lo bebía varias veces al día. Sabíamos cuándo estaba ebrio porque nos llamaba bestias sin alma. Podía mantenerse de pie y la voz no le temblaba. Era un borracho funcional y Puño lo admiraba por eso.

No quería poner mi bandera donde antes había puesto la boca el padre Violencia. Para orinar dentro de una botella se debe tener bastante puntería. Puño se ofreció a sostenerme el aparato para así evitar accidentes. Le agradecí la ayuda, no obstante, preferí hacerlo por mi cuenta. Cosecha de 1895. Treinta años esperando a ser bebido. Meé dentro. Puntería de francotirador.

El trabajo de monaguillo es bastante fácil: debes prestar atención y hacer las cosas al debido tiempo. Nosotros lo hicimos, durante dos semanas, todo a su debido tiempo. Meamos el vino y nos masturbamos en la copa de la consagración. Me hice muy bueno a la hora de orinar dentro de la botella del vino. Puño se venía dentro del cáliz y luego lo limpiaba. Los tres primeros días lo pasamos bastante bien. Después nos aburrimos.

«Debe haber otra cosa que podamos hacer» —solía decir Puño. Su ambición lo llevaría lejos en la vida. Las trampas de Violencia eran cosa de todos los días. Puño era su enemigo acérrimo. Podía amar u odiar con verdadero fanatismo cristiano. Yo disfrutaba sabiendo que el padre Violencia se emborrachaba con mis orines y con eso tenía suficiente.

La última semana de su servicio, el padre Violencia almorzaba espaguetis con salsa de carne y decidió, con toda la sevicia del mundo, volcar su plato en el piso para que lo limpiáramos. Aunque la mujer del aseo se encontraba cerca, el padre quería sacarnos el mayor provecho antes de enviarnos a casa aquel día. Nos amenazó con decir a nuestros padres que robábamos el vino de la eucaristía en caso de negarnos a limpiar. Él sabía que nosotros sabíamos que mentía. Su palabra contra la nuestra.

«¡A limpiar, bestias sin alma!» —gritó por segunda vez. La mujer del aseo sonreía. Nos dieron unos trapos ajados para fregar la salsa de carne y la pasta y retirarlas del piso. Pedimos agua para remojar los trapos. «¡Esto no es un hotel!» —respondió Violencia. Nos tomó dos horas terminar la tarea. Sin agua es bastante difícil limpiar salsa de carne. Puño estaba furioso. Nada movía más su ambición que la furia. «¡Piensa más allá de tu nariz!», solía decir para sí. También yo estaba furioso, aunque no tanto. El padre Violencia bebía mis orines a diario y eso me tranquilizaba.

«¡Piensa más allá de tu nariz!», decía Puño. Algunos años después repetiría la misma frase en un programa de televisión muy popular. Cada vez que lo veo en la televisión, me acuerdo de los días de monaguillo y me siento muy orgulloso porque inventó esa frase estando conmigo. «¡Piensa en Cristo y ve más allá de tu nariz!», dice al principio y al final del programa. Se nos ocurren las mejores ideas en los lugares menos esperados.

Puño era autónomo en sus decisiones y estaba deseoso de venganza. No me avisaba de un plan sino hasta que lo llevaba a cabo. «¿Por qué los sacerdotes tienen tanto poder? —me preguntó. Los sacerdotes tienen tanto poder porque conocen nuestros peores secretos», sentenció, sin esperar a que le respondiera.

El padre Violencia anunció que volvería dentro de una semana y desapareció quien sabe dónde. Otro sacerdote llegó a reemplazarlo, uno perfectamente nuevo, recién salido del seminario y a quién le importaba un pito lo que hiciéramos Puño y yo antes o después de la misa; llegaba para el sermón de la mañana, el del mediodía y las confesiones del jueves y el viernes. Tenía una de esas cabezas con forma de huevo que parece un milagro que no rueden por los hombros hasta hacerse pedazos contra el piso. Nos miraba a Puño y a mí desde un lugar muy lejano y con esa expresión constante de asco, como si masticara algo que supiera muy mal. Los sentimientos de Puño por Cabeza de Huevo eran más bien tibios; no permanecía cerca mucho tiempo como para que llegáramos a odiarlo. Además nos hablaba muy poco, únicamente lo necesario para alcanzarle los ornamentos durante la misa y entonces volvía a largarse sin decir palabra. Sobra decir que el terror que experimentábamos con los tormentos ideados por el padre Violencia para poner a prueba nuestra virtud mantenían el aburrimiento a raya, cosa que no sucedía con Cabeza de Huevo. Nos dejaba en paz casi todo el día y nunca nos determinaba cuando estaba presente. Sin embargo, tener mucho tiempo libre en el trabajo hace que ocupes la mente en otras cosas más lúdicas, la cabronería en nuestro caso; siendo Puño el más cabronazo de todos y yo el cabrón más afable, a quien le parecía bien seguir las directrices de cualquiera siempre y cuando supiera lo que estaba haciendo.

A Puño le gustaba disfrazarse con las sotanas del padre Violencia y actuar como él. Montábamos pequeñas obras de teatro en las que yo confesaba barbaridades atroces y él me perdonaba, me lo perdonaba todo, en el confesionario, durante las horas muertas después del almuerzo que era cuando nadie venía. De esta manera combatíamos el aburrimiento. No era lo más emocionante que podíamos hacer con nuestro tiempo; de hecho, empezábamos a aburrirnos. Hasta que una tarde, mientras volvía del baño y Puño permanecía en la cabina del sacerdote esperando a que yo regresara, alguien recitó las palabras mágicas: «Bendígame, padre, porque he pecado».

Yo la había visto acercándose al confesionario, pero antes de que lograra llegar hasta ella, había entrado sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Me acerqué todo lo que pude con un plumero en la mano; sin embargo, no había nada que pudiera hacer para sacarla de donde estaba. Debí quedarme muy cerca para saber lo que le decía a Puño, las cosas más extraordinarias, porque allí, desde donde estaba yo, podía escuchar algo a pesar de los susurros y los suspiros.

Era muy hermosa y tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco años. Estaba casada y tenía tres hijos. Le gustaba hacer el amor con hombres extraños en lugares inusitados. «Usa un disfraz», le aconsejó Puño. «No entiendo padre, un disfraz para qué» —preguntó la mujer. «Usa un disfraz cuando estés con otros hombres y así nadie sabrá lo que haces», respondió.

Puño tenía un gran talento para la improvisación. Decía cosas al azar. «Yo sabré lo que estoy haciendo y Dios también», replicó la mujer. «¿Cómo te va a reconocer Dios si estás disfrazada?», preguntó Puño. Ella no supo qué decir. En aquellos días la palabra del sacerdote era ley divina sin importar que fuera un disparate. Puño supo asumir la responsabilidad y actuó con la autoridad de su cargo dándole a rezar tres avemarías y un padrenuestro. Se marchó muy contenta. No esperaba una salida tan fácil. Puño era benévolo porque le parecía que todo estaba bien.

«Puedes ir en paz, hijo mío», le dijo al siguiente pecador. «Ve con Dios», le dijo al otro. No podíamos creer lo que oíamos. La mujer del alcalde tenía amoríos con el inspector de policía y el alcalde los tenía con el mismo inspector de policía. Durante el día, veíamos caminar a toda esa gente por la calle con sus ropas majas y pulcras. En la noche era otra cosa. Sus secretos nos pertenecían y, en cierta medida, ellos nos pertenecían también.

Recibimos las confesiones de una docena de personas entre lunes y miércoles. Las puedo recordar a casi todas, especialmente a una que tardó menos de diez minutos. Las confesiones rápidas eran las peores. Cuando tenían oscura el alma, se soltaban más rápido. Después de la confesión partían ligeras como plumas. Puño tenía la paciencia de un santo. Podía escuchar en silencio por más de una hora. Le divertía conocer el material del cual estamos todos hechos por dentro.

Todavía me acuerdo de ella, de la mujer del tesoro. Entró al confesionario dando pasitos inseguros. Tenía unos pies tan pequeños que no entiendo cómo podía mantenerse en pie. Puño la escuchó durante media hora sin decir palabra. Ella hablaba con la voz entrecortada. Puño nunca antes lo había hecho, imponer una condición para absolver a alguien. Pero ella era un caso especial y tenía muchas posibilidades. Su historia empezaba con una mejor amiga moribunda y las joyas que deseaba dejar a su hermana menor en cuanto falleciera. Finalmente, la amiga se fue de este mundo y ella se quedó con las joyas.

«¿Todavía tienes las joyas en tu poder?», le preguntó Puño. «Sí, padre, todavía las tengo», respondió. «No descansarás hasta que te deshagas de ellas». «Cree que debería dárselas a la hermana de mi amiga, ¿no será demasiado tarde?». «Jamás es tarde para la redención, hija mía». «Se las entregaré personalmente y le confesaré mi pecado». «Es demasiado tarde para eso». «¿Cómo dice padre?». «Es demasiado tarde para que hagas lo correcto». «¿Qué hay de los deseos de mi amiga? Además, usted acaba de decir…». «¡Ese barco ya zarpó hace tiempo! Lo único que puedes hacer ahora es dármelo todo a mí». «¿A usted padre?». «Sí, a mí, y puedes empezar con el brazalete que llevas puesto». «Pero, padre, yo pensé…». «Por la vara que midas serás medido». «¿Cómo dice padre?». «No juzguéis porque seréis juzgados». «No le entiendo padre». «No todos somos ladrones como tú, hija mía». «¡Yo no le robé a nadie!». «Hiciste algo peor, algo más terrible, mi niña, pero eso no importa ahora. Mañana me darás las joyas que dejó tu amiga, empezando por ese bonito brazalete que llevas puesto». «¿Qué va a hacer con todo eso, padre?». «¿No confías en mí?». «Con mi propia vida, solo pensé que…». «Qué pensaste, ¿que con un padrenuestro y tres ave- marías tendrías?». «No dije eso, padre. Creí que a lo mejor yo podría entregarle las joyas a la hermana de mi amiga y…». «¡Traicionaste a una moribunda y no hay nada que puedas hacer! Francamente, no creo que te salves de ir al infierno, a lo mejor rece por ti para que te vayas al purgatorio, pero no puedo prometer nada. Tal vez decida no contarle a nadie lo que hiciste a pesar de que podría. Además yo sé quién eres y también quién es tu marido, y no creo que una cosa como esta le ayude a ganar las próximas elecciones».

La mujer le dio el brazalete y prometió volver al otro día a las cuatro de la tarde con las joyas de su amiga. Puño le advirtió que no esperaría ni un minuto más después de las cuatro.

En cuanto terminó la misa nos dirigimos a una prendería dispuestos a vender el brazalete. Luego de revisarlo detenidamente, y tratando de disimular su sorpresa ante tan inesperado botín, el agiotista nos pidió muy amablemente que nos largáramos o de lo contrario nos partiría la cara. Tenía una expresión de asesino propia de la gente de su línea de trabajo; además, no le tomó un minuto robarnos. Un ladrón que roba a otro debe ser muy peligroso. Aprendí la lección. Me serviría de mucho algún tiempo después.

Nunca vi una cosa tan brillante. Debía de valer mucho dinero. Salimos de allí bastante molestos, pero al otro día nos haríamos a una caja llena de brazaletes como el que perdimos. Uno más, uno menos, no haría mayor diferencia.

Un hombre que no era el padre Violencia ni Cabeza de Huevo se encontraba en la iglesia. Vestía ropaje púrpura de liturgia. Se parecía mucho al padre Violencia. Tenía papada y ojos achinados. «¿Dónde está el sacerdote provisional?», le preguntamos. «Volverá mañana», respondió. «¿Y el padre Valencia?», pregunté yo. «El padre Valencia está de vacaciones», respondió.

Era nuestro último día y debíamos ayudarlo con los ornamentos y el servicio. Se mostraba demasiado amable para ser lo que era. Decía «por favor» y daba las gracias. Nunca creí que a los sacerdotes les dieran vacaciones. Pensaba que trabajaban todos los días de su vida hasta que finalmente morían y alguien nuevo los reemplazaba.

Eran las cuatro de la tarde. La mujer llegaría en cualquier momento. El sacerdote de sotana púrpura se encontraba cerca. Puño debía entrar en el confesionario y recibir el botín cuanto antes. Yo era el ojo avizor. La vi venir. Llevaba una caja de madera en las manos. Silbé. El silbido de un pollo era nuestra señal. Siempre fui buen silbador. Podía imitar a cualquier ave de corral. Puño era una especie de ave de rapiña él mismo.

La mujer se detuvo en la entrada del confesionario. El sacerdote de sotana púrpura llegó caminando desde el altar antes de que pudiéramos hacer cualquier cosa. Puño se escabulló fuera del habitáculo y el sacerdote tomó su puesto. Tuvimos suerte. No hubiéramos sabido qué decir.

Con un plumero en la mano me hacía invisible. Nadie nota a quien limpia. Con un plumero en la mano dejas de existir. La mujer no me vio y por eso pude acercarme. Hablaba en susurros, pero podía escucharle. Era nuestra oportunidad de oro y se nos escapaba de las manos. No podíamos hacer nada y yo lo sabía.

Cinco minutos después, ella se marchó sin la caja. El sacerdote permaneció media hora en el confesionario. Luego fue la hora de la misa. Puño y yo lo asistimos.

Nos rebelamos a punta de mutismo pasándole los ornamentos de mala gana, como con pereza, porque sabíamos que debajo de la sotana escondía la cajita con nuestro tesoro. Le sobresalía debajo del hábito, de manera evidente además, como una segunda barriga deforme. No obstante, difícilmente podríamos llamar «nuestro» al tesoro, porque en primer lugar nunca nos perteneció; se trató solo de una promesa, del tiquete para salir de mi casa y del viejo barrio. Puño no me lo dijo nunca, pero sé que veía el tesoro como una oportunidad para marcharse lejos también. Además, su ambición iba más allá de la iglesia del padre Violencia y de todos los padres Violencia del mundo. Llegaría muy lejos en la vida hablándole a la gente en televisión acerca de Jesucristo, y de los misteriosos caminos del destino que te llevan al cielo. Claro, nunca mencionó en su programa las marranadas que hicimos en la iglesia ni mucho menos el tesoro que en últimas se ganó el sacerdote de sotana púrpura, más cercano él mismo a Jesús que nosotros, por cuanto su camino lo llevó a quedarse con lo que solo pudimos imaginar eran las riquezas del rey Salomón.

Hablando de caminos, el suyo lo llevó bastante lejos, porque nunca nadie lo volvió a ver después de esa misa, así como tampoco al padre Violencia, quien a lo mejor sigue vacacionando hasta el día de hoy. Y en cuanto a Cabeza de Huevo, no creo que le haya importado demasiado la ausencia de Violencia, porque ofició el servicio de lunes a domingo como si nada; tomó su lugar sin pena ni gloria, hasta que un día la gente dejó de mencionar a Violencia del todo y desapareció del imaginario del pueblo como si nunca hubiera existido.

En cuanto a mí, jamás tuve mayor ambición que la de vivir en el lugar en donde me encontraba; no obstante, a causa del tesoro soñé con otros mundos que debían existir fuera de mi ventana. Pensé entonces en convertirme en sacerdote para irme de vacaciones algún día con un bonito tesoro escondido debajo de la sotana. Sin embargo, nunca conté con la inventiva de Puño para la actuación, ni con la paciencia de los sacerdotes para la castidad.

* * *

El presente cuento hace parte del libro «Que me lleve el diablo si me voy de la luna», publicado por editorial Zenu, Colombia, 2018.

https://editorialzenu.com/escritores-colombia.php?idesc=77

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* Julián Silva Puentes nació en San Gil Santander (Colombia) en 1980. Estudió derecho en la ciudad de Bucaramanga, Colombia. Viajó por Sudamérica, Australia y el Sudeste Asiático haciéndose de toda clase de trabajos para sobrevivir. Influenciado por Jack Kerouac, Henry Miller y Louis Ferdinand Céline, publicó su primera novela, Pirotecnia pop, con la editorial ZENÚ (2011). Fue finalista en el concurso de cuento Floreal Gorini de Argentina (2015) con el relato Las tetas fugaces de Marielita Star, y del concurso de la Oval Magazine de Estados Unidos (2015) con el relato Gretchen´s pink panties. Que me lleve el Diablo si me voy de la Luna, es una compilación de artículos y relatos publicados tanto por la editorial ZENÚ como por la revista Dossier, acerca de algunos de los viajes que el autor realizó desde el año 2014 hasta finales de 2016 en Australia y el Sudeste Asiático, comprendiendo así un testimonio de la vida de los inmigrantes en las grandes potencias mundiales, y aquel mito del nuevo sueño Americano, aún persistente en el imaginario colectivo de quienes abandonan patria y nombre persiguiendo mejores oportunidades para vivir.

 

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