MI DEFENSA
Por Gabriel Rodríguez Páez*
«Cómo ha cambiado mi vida,
Cómo ha cambiado mi suerte,
Terminaron mi tristeza,
Mi tortura y mi pobreza
En la gloria de quererte.
(Rodolfo Schiammarella.
Tango Que lo sepa todo el mundo).
Si alguien hubiera insinuado en mis días de facultad que yo sería condenado a muerte acusado de un crimen horripilante, habría reído a carcajadas hasta que el estómago me doliera o, en el peor de los casos, habría molido a golpes al atrevido. Nunca (y pongo el acento en esta palabra), nunca pensé que esto podría pasarme. A mí, que soy el mejor abogado de mi generación. O lo era, hasta hace unos meses que finalizó mi proceso y dictaron mi sentencia. Lo repito: nunca pensé que estaría de este lado de la justicia, del lado donde solía atender a mis clientes.
Yo no soy culpable, así las pruebas digan lo contrario.
Esa noche, es cierto, recibí un sobre con fotos donde mi esposa fornicaba con un hombre y, días atrás, me hicieron escuchar por teléfono los audios depravados de esas fotos. Al reconocer sus susurros placenteros y las cochinadas que jamás exclamó conmigo, bebí de un trago la botella de whisky que guardaba en el escritorio y conduje hasta la casa. Pero no la maté. La prueba: la amaba demasiado para lastimarla. Es cierto que al otro día encontraron el arma en mi mano: había sido descargada por completo sobre ella. Mis manos olían a pólvora y yo no lograba recordar nada. Pero yo no pude haber sido: su risa y su compañía me faltan y esta prisión es más inmensa sin ella. Tal vez el furor del licor y el orgullo herido por una traición atentaron contra su vida, tal vez la maté…
Pero, si lo hice, la maté desde antes de asesinarla. Al poner mi carrera sobre el hogar, al hacer que el dinero fuera el móvil de mis acciones pervirtiendo mi oficio. La maté al decidir que mi habilidad para torcer la ley me daría el prestigio y el dinero que siempre quise. En los años de facultad nos hablaron de la alegoría de la justicia: aunque ciega y coja, siempre llega y es tan implacable como la muerte. Pero yo corrompí los usos: hice de la oscuridad la más negra tiniebla para conducir a la ciega adonde yo quisiera y modulé su ritmo haciéndola lenta o ágil según dictara el manojo de billetes. Al entender ese lado oscuro de la jurisprudencia, me convertí en un buen abogado, uno de los mejores. La razón: mi escrúpulo estaba supeditado a la paga. Ofrecí mis servicios a quienes buscaran salir bien librados de investigaciones que, en Derecho, no tendrían un resultado favorable. Comprendí el sistema procesal con todos sus entresijos y conocía cómo funcionaba el aparato judicial. Aprendí que la mejor estrategia de un abogado no está en el acervo de los códigos sino en sus amistades entre la magistratura.
Mis clientes quedaban satisfechos y así me lo hacían saber. Pero mi prestigio como penalista se incrementó con el caso del hijo del industrial que había matado a su novia. El objeto de prueba era contundente, las evidencias que lo incriminaban no eran cuestionables con suficiencia y los testimonios de quienes lo conocían, lejos de ayudarlo, lo terminarían por condenar en primera instancia.
Culpable de feminicidio en cualquier estrado donde presentara el pleito, lo tomé como un reto personal. En lo profundo, sabía que un hombre no es enteramente culpable —así él mismo lo acepte— hasta que un tribunal no lo declare como tal. Y el tribunal era mi elemento. El papá, más preocupado por el escándalo que por el juicio, me ofreció una suma de dinero tan exorbitante y cuantiosa si lograba que el juez lo declarara inocente, que no lo pensé en lo más mínimo para aceptar. Y, además del dinero; también una firma de abogados propia. Prestigio, dinero y todo lo que un hombre puede desear tan sólo por sacar libre a un chico.
Me hice a la tarea de averiguar sobre el fiscal que llevaría el caso y la oficina del juez donde sería radicado. Con un contacto en la oficina de delitos de la policía conseguí el expediente. Contrario a lo que esperaba encontrar, la profesora era una mujer de bien: intachable en su empleo, estudiaba y trabajaba, era entregada a su casa, su trabajo y su estudio. Su único pecado fue haberse topado con un niño rico y malcriado que, al no poder tener sus favores sexuales, la golpeó hasta matarla. El chico debía ir a la cárcel y pagar por su crimen, tal como el espíritu de la ley lo decreta y la sociedad lo establece para funcionar como es debido, pero recordé que mi labor como abogado —como abogado con ambiciones, con una visión más amplia y completa del Derecho— no es interpretar la ley como lo hace todo el mundo. No es juzgar (labor exclusiva del magistrado) sino ofrecer todos los argumentos probables y las aristas posibles para que el veredicto sea justo. Además, estaba la bolsa de dinero. Tuve que hacer algunos cambios en el expediente, manipular evidencias, implantar pruebas donde no las había, quitar otras, conseguir los videos de las cámaras de vigilancia, volver a llenar el papeleo del levantamiento del cadáver, revaluar con un perito las pesquisas recogidas por los detectives… la cuestión era eliminar el crimen. ¿Cómo? Desvirtuando los argumentos acusatorios del fiscal. Para que el caso fuera viable y convincente, debía controvertir a la víctima para restarle credibilidad ante el juez. Y después alegar, a la luz que presenta la situación de subordinación del acusado, que el chico actuó en defensa propia ante una mujer que intentó abusarlo. La relación de poder entre el alumno y profesora lo llevó a un estado de alteración tan alto que no aguantó más y se desmoronó. Era fácil de demostrar: la profesora era soltera a sus treinta y cinco y no se le había visto una relación sentimental. El chico era un desequilibrado emocional, pero eso no lo convierte en criminal. Así fue como invertí los términos: la mujer pasó de víctima a pervertida que usaba a sus alumnos para su frustrada satisfacción sexual y el victimario se convirtió en un adolescente con una grave secuela de abuso para la cual tendría que visitar de por vida a un psicólogo y así superar el trauma.
A pesar de las objeciones de la fiscalía, todas las partes fueron satisfechas. El juez absolvió al chico y el asunto quedó arreglado. Para mi cliente, aunque —y hasta ahora lo advierto— no para mí. ¿Por qué? Cuando se dictaba el veredicto absolutorio, alguien juró detrás de mí que ese crimen no quedaría impune. Pero ese juramento, como todas las cosas que se dicen y se dejan de decir en los juzgados, pasó desapercibido ante la visión de los maletines de dinero que recibiría en mi nueva firma de abogados.
Muy joven, tenía todo lo deseable por un profesional curtido en años de trabajo: prestigio y reconocimiento. Y por supuesto, una bella esposa. La sangre de la profesora injuriada clamaba desde el foso la justicia que yo le había negado. La ignoraba entonces y ahora no puedo dejar de escucharla. Y llegaría. Llegaría de la misma forma como yo se la había arrebatado: invirtiendo los términos. Advertí tarde el descuido en que tenía a mi esposa. Pensé que su silencio era comprensivo, que entendía los fines de semana pasados por trabajo, las noches en que debía llevar el computador a la cama para terminar un perfil psicológico pendiente. Me convencí de que ella entendía lo agobiante de mi trabajo y me dediqué a verla desde ese convencimiento: tenía mi ropa lista, acomodada en el armario.
La casa aseada, aséptica hasta el hartazgo. No la tocaba ni la buscaba bajo las sábanas, aunque tampoco protestó por eso. No sé en qué momento perdí a la esposa y conocí al ama de casa. Ignoraba qué hacía mientras yo me sumergía en un océano de papeles y más papeles. Lo cierto es que una mañana recibí la llamada del hombre que decía ser el amante de mi mujer. Al principio no le di la importancia que requería, pero las llamadas se hicieron más frecuentes y obscenas. Grabaciones, frases sucias, descripciones de mis sábanas de seda y sus pijamas de muselina fría… entonces reconocí que no era broma.
Yo no soy culpable, aunque tal vez lo soy.
He recibido la visita de ese hombre. En el momento no lo reconocí, pero se encargó de recordarme: el crimen de su hermana no quedaría impune, como lo juró ese día nefando en el juzgado. Me relató la rutina que tomó, luego del juicio, para acercarse a mí sin ser descubierto. Con la calma que ofrecen los planes ejecutados desde la paciencia fría de la venganza, me explicó la estratagema empleada para llevarme tras las rejas: enamoró a mi esposa y la obligaba a tener relaciones en mi cama y con mis prendas. Sin que se diera cuenta puso una cámara frente al televisor de la habitación y lo grabó todo. Se hizo amigo del celador del edificio y consiguió la llave de mi oficina. La noche del asesinato entró y cambió la botella de licor anticipando lo que haría al recibir las fotos. Viajó en el baúl de mi auto, aprovechó el estado de embriaguez en que me encontraba y disparó una y otra vez contra ella. Acto seguido puso el arma en mi mano y, para que estuviera impregnada de pólvora, hizo unos disparos más.
Yo no soy culpable, aunque en verdad lo soy.
La inversión de términos se hizo: fui condenado como retribución por un culpable que fue absuelto. ¿La justicia? Los abogados harán lo posible para que la pena de muerte no pueda ser conmutada. De nada servirán ahora, tan bien como conozco el sistema, las reclamaciones que quiera hacer: se retiró diciendo, regodeándose en su astucia y mi miseria, que la oficina de abogados que antes dirigía llevaría el proceso de apelación. Que ellos aprendieron muy bien de mí y averiguaron qué fiscal llevaría el recurso de apelación y en cuál oficina éste sería radicado.
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* Gabriel Rodríguez Páez es escritor colombiano, residente en Bogotá. Actualmente cursa cuarto semestre de Filosofía en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia UNAD. Recibió un reconocimiento de la Real Academia Española de la Lengua en 1999. Egresado del taller de cuento Ciudad de Bogotá 2010. Taller de cuento Ciudad de Bogotá 2013 donde participó como corrector de estilo. Ha publicado la novela No te fíes de las voces en Amazon.com y autoreseditores.com. Su texto «No mamá, no eran» fue publicado en la revista literaria Noches Extrañas, en su edición de abril de 2018. Escritos suyos están publicados en la página literaria Falsaria.com
Sitio web: https://www.falsaria.com/miembros/gabriel-rodriguez-paez/profile/
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