MI DIOS ES UN MENDIGO QUE BOSTEZA EN INVIERNO
Por Jacobo Santiago Ovalle*
I
El teléfono empezó a vibrar nuevamente en mi bolsillo. Era la tercera llamada en menos de cinco minutos. El celular, a través de la tela, parpadeaba al ritmo de las sacudidas. Un escalofrío me atravesaba de arriba a abajo, como un trueno, con cada vibración. Debo decir que sudaba bastante. El sol, arriba, escupía intensamente la luz amarilla y el ventanal se encargaba de cocinar el cerebro de todos los que estábamos en el aula. Ya había expulsado, de tanto sudar, todo el tequila de la noche anterior, pero ni siquiera así el malestar se largaba. Era la pesadilla del bloque diurno de filosofía de las ciencias naturales con el profesor Palomeque, un mediocre sin comparación. Disculpe usted, su señoría: prefiero la cicuta.
La lección de esa mañana iba sobre Newton y el docente insistía en que cada alumno expusiera un punto de vista. Todas sus clases eran un completo disparate. Nunca se hablaba realmente del tema. El profesor ni siquiera leía los textos que él mismo proponía para el semestre. Se rascaba la panza, adormecido, tras el enorme escritorio. Si algún alumno medianamente se acercaba a uno de los temas propuestos entonces intervenía y desviaba toda la discusión. Era increíble que después de tanto tiempo, después de tantas quejas, no le hubiesen dado una patada en el culo. Aún conservaba el puesto y se pavoneaba orgulloso por el campus. Debía acostarse con el decano o algo así. Ese era el rumor general.
El teléfono se había detenido. Unas moscas revoloteaban en el aire y la brisa golpeaba débilmente contra el ventanal. Tenía las manos empapadas y una sed del demonio. Increíblemente, algunos incautos se habían matriculado en el doble bloque del profesor y estaban obligados a permanecer otras dos horas en el aula. Hubiese sido más fácil arrancarse los testículos de golpe y tragarlos en medio de la habitación, como una bestia belicosa bajo el rayo del sol inclemente. El pobre Moisés estaba matriculado en el siguiente bloque. Sentí lástima por el camarada. De repente empezaron nuevamente las vibraciones en mi bolsillo. No pude soportar más, la resaca era increíble. Sentía un latido infernal en todo el centro de la cabeza. El teléfono no se estaba quieto. La aguda voz del regordete inundó la habitación cuando salté del pupitre:
—No tiene que emocionarse tanto, señor Rosales —soltó desde el otro extremo del aula, con una sonrisa incrédula que le marcaba todo el hocico como a un jabalí al que han puesto un arnés en la jeta—. Le ordeno que vuelva inmediatamente a su…
La resaca me estaba matando. La chirriante voz del docente podía castigar de forma mortífera unos cuantos tragos y yo lo sabía. No era la primera vez. El tono agudo hacía parte de su sistema represor. No importaba el tamaño del aula, su voz siempre resultaba irritante. El calor agobiante y la poca ventilación funcionaban como un mecanismo adecuado. Todo resultaba desesperante. Era la Bogotá del calentamiento climático y en las mañanas todo era ámbar y tostado bajo el círculo solar. Al mediodía, los objetos parecían derretirse bajo el rayo de luz. Hubiese sido fácil cocinar un filete sobre el asfalto. Le mostré el celular y, sin más, avancé hasta el pasillo mientras Palomeque iniciaba un escándalo. Salió tras de mí gritando:
—Le exijo, le ordeno… —El profesor parecía a punto de explotar. Me miraba rojo de ira, yo miraba al celular, como si la vaina no fuese conmigo. Me sentía bastante mareado—. Esta es la última vez… —volvió a contenerse. Increíblemente dirigía una gran parte del departamento de filosofía.
Finalmente, al no encontrar las palabras, se lanzó por las escaleras mientras soltaba maldiciones. Era como una gran pelota de playa rebotando contra los muros y cayendo estrepitosamente. Algunos curiosos se asomaban desde la puerta del salón. El teléfono seguía vibrando. «Número desconocido», en la pantalla. El pasillo estaba desierto. En un extremo de la planta inferior, una aseadora barría el suelo lúgubremente. Yo sabía que la cosa no pintaba bien. Recuerdo que pensé de inmediato en Andrés, su rostro me vino de golpe. Era como si ya supiera de qué iba la cosa. El teléfono se había detenido. Las voces llegaban desde los demás salones. Dentro del aula todo el mundo charlaba. La cabeza me daba vueltas, tuve que sostenerme del barandal. Entonces, nuevamente, comenzó a vibrar. Pulsé el botón para contestar cuando escuché pasos por la escalera:
—Buenos días… —solté, esforzándome por no parecer inquieto.
—Buenos días —respondió la voz de una mujer de mediana edad al otro lado de la línea—. ¿Estoy comunicándome con el 315 3046369?
—Sí, este es el número.
—Señor Juan —mala señal—, ¿cómo se encuentra hoy? —sin esperar respuesta arrancó—. Le informo que esta llamada será monitoreada con el fin de mejorar la calidad de nuestro servicio. —Al otro lado se escuchaba a la mujer tecleando frenéticamente y las voces de muchas otras mujeres, pegadas a otros teléfonos, resonaban a corta distancia—. En primer lugar, queremos ser enfáticos en que nuestro mayor deseo es ayudarle…
Pensándolo bien la llamada hubiese podido ser por cualquier otro motivo. Nuestra sociedad llevaba tiempo enloqueciendo por teléfono. Los bancos, por ejemplo, desquiciaban a los deudores con llamadas sin tregua. Aún así, yo, desde el inicio, estuve completamente seguro de que todo estaba relacionado con Andrés, el perro. Estaba destinado a no colgar, me esforzaba por concentrarme. Por momentos, el intenso latido en el centro del cráneo aumentaba:
—…nuestra sede administrativa se encuentra ubicada en la carrera décima con calle 22 sur. Sin embargo, y como seguro usted conoce, contamos con varias instalaciones en toda la ciudad. Usted puede conocer todas nuestras sedes desde el portal web que le facilitaremos en breve. —El ruido maquinal del teclado, al otro lado de la línea, el sol, las náuseas, la sed y la jaqueca eran demasiado. Me incliné, mientras sostenía el aparato. Iba a vomitar—. En este momento, lo principal es establecer una cita para su inmediata internación en nuestra institución…
—¿Qué internación? —solté febrilmente. Sentí cómo se me cortaba la respiración. Me reincorporé de un salto— ¿De qué carajos me está hablando usted? —Me arrepentí de inmediato, no podía contenerme. Ya era tarde. Mucha boca y poco cerebro.
La mujer ni se inmutó:
—Conocemos de primera mano su problema con el consumo de estupefacientes. —Al fondo el teclado se detuvo y en su lugar la mujer empezó a revolver, entre hojas, muchas hojas, un océano de documentos mientras las demás mujeres, al otro lado de la línea, continuaban con sus discursos—. Andrés Camilo Rincón…—hizo una ligera pausa— se internó de forma voluntaria la noche anterior en una de nuestras sedes. Él mismo nos facilitó su contacto.
Sentí una especie de silbido eléctrico, como si me hubiesen conectado una antena parabólica en el trasero. Solté una risita nerviosa. El profesor Palomeque apareció por las escaleras. El decano de la facultad le seguía, esforzándose por alcanzar el último peldaño. La diferencia entre ambos era abismal. Mientras Palomeque parecía un trozo de carne cruda metida en una bolsa plástica, el otro era solo huesos. Un puñetazo bien puesto en el vientre y nadie lo hubiese armado sin un manual de instrucciones. El decano comenzó a llamarme desde la puerta del aula, con un gesto. Palomeque le hablaba rapidísimo, muy de cerca. El gallifante parecía que fuese a reventar en cualquier momento. La mujer retomó su labor:
—Somos Fundación La Luz. —El teclado repiqueteaba otra vez—. ¿Podría facilitarnos un correo electrónico?
—Señorita, no estoy interesado en servicios de este tipo…
Empecé a caminar hacia la pareja. Palomeque, al ver que me acercaba, cerró el hocico de inmediato. Había un aire de satisfacción en su gesto, era como si hubiese alcanzado a explicarlo todo. La mujer seguía parloteando, hubiese sido una alumna meritoria del gordinflón:
—La solicitud podrá ser enviada al correo electrónico que nos facilite, espero, con la mayor prontitud. —Nuevamente tecleaba de forma infernal. Parecía una grabación.—La recomendación inicial…
Colgué la llamada exactamente cuando llegué hasta la pareja. Jesucristo había recargado el saldo del celular, había invertido una parte de su sueldo en la factura. Yo cortaba la comunicación por pararme al frente de este par de fracasados disfrazados de académicos. A la castidad siempre se la traga el escusado. Que levante la mano el primer académico que vale más de un centavo y me retiro del mundo, señoras y señores. La cabeza me daba vueltas y las manos me temblaban, ligeramente. En medio de la perorata del decano encontré una pausa:
—Profesor Hernández, se trataba de una emergencia.
El profesor Palomeque desviaba la vista del decano hacia mí y de mí nuevamente hacia el decano, estúpidamente. Seguro esperaba que el académico me nalgueara en todo el pasillo. El decano me escuchaba tranquilamente. Palomeque ya no tenía ningún gesto de satisfacción. Al final, el decano me dio un pequeño discurso sobre los celulares en el aula. Cuando entraba al salón escuché que llamaba a Palomeque por su nombre de pila. Charlaron un rato en el pasillo. Era imposible que no cogieran. Me senté nuevamente contra el ventanal. La cabeza no me mataba como antes, pero la sed persistía. Era como si hubiese vagado semanas enteras por el desierto. Aunque el dolor en el cráneo se había acentuado, ya conocía el olor de la nueva marea. Venía la ira, podía verla, asomaba los dientes desde la siguiente esquina. Andrés, un camarada con los nazis. Era temprano para una noticia así. Todo el asunto me dejaba de una sola pieza. Siempre había parecido un tipo legal, de una sola talla. De tanto darle vueltas al asunto, la cabeza empezaba a latirme nuevamente. Debía esperar un poco más para enfocarme en todo el embrollo, sin embargo, era difícil.
La dinamita estaba puesta. Cuando Palomeque volvió al salón todo el mundo charlaba animadamente. El bullicio fue apagándose conforme el profesor volvía a tomar asiento, esforzándose por meter las grasientas y «morcillezcas» patas dentro del mueble. Me miró antes de dar inicio a la clase, con asco. «Es mutuo, gordinflón», pensé sosteniéndole la mirada. Aún así un dejo de vergüenza oscurecía su rostro. Algo no iba bien. Me lo imaginé babeando el bigote del decano, escondidos tras la puerta, discutiendo como dos jovencitos homosexuales en alguna plazoleta de Chapinero. Los alumnos empezaron a discutir nuevamente, mientras el docente miraba hacia el techo del aula, pensativo. Las manos ya no me temblaban aunque, por momentos, sentía un ardor en las yemas de los dedos. Ya no era únicamente la resaca, ni el sol: todo el mareo venía preñado de angustia. Vendrían tiempos difíciles, era la única señal. Me costaba entender lo que decían mis compañeros. En la avenida los andenes empezaban a llenarse de vendedores ambulantes, policías, estudiantes y oficinistas. Toda la estación de buses estaba abarrotada. El tráfico iba de mal en peor conforme avanzaban las manecillas. Hombres furiosos le daban al claxon y amenazaban con el puño. La gente se arremolinaba bajo los semáforos. Un tipo atravesaba la 71 en una bicicleta, deslizándose lentamente. Volví a pensar en Andrés, todo era una lástima. El único centro de rehabilitación que ilumina es el que arde.
II
A la seis de la tarde empecé a pedalear por toda la avenida once hasta la casa de Juan. La gente empezaba a salir de las oficinas y todos los andenes estaban a reventar. Cuando silbé, se asomó por el enorme ventanal y me saludó haciendo una mueca extraña. Ya abajo empezamos a caminar sosteniendo las bicicletas a cada costado, hasta el parque que daba exactamente detrás de su edificio. Liamos un canuto en medio de los matorrales. La gente paseaba los perritos que se quedaban mirándonos soltando largas babas, como vacas pastando en los antiguos terrenos de la vieja América. Nosotros, como campesinos veteranos, también los mirábamos mientras nos pasábamos el porro.
Empezamos a pedalear nuevamente por toda la 92 hasta la 11, y de ahí escalamos hasta la séptima, por la que enfilamos hacia el centro de la ciudad. Lo de Andrés era una completa putada. Después de tanta guerra, de tanta bulla, ¿largarse así? Juan me lo contó mientras caminábamos hacia el bicicletero, en la universidad. Parecía bastante afectado, no comprendía un comino. Había recibido una llamada en medio de la clase. Yo tampoco entendía muy bien la cosa. Le dije que creía que sus padres lo habían obligado, pero era como si no me escuchara. Estoy seguro, no sé muy bien por qué, de que mientras caminábamos por el campus, hablando sobre Andrés, Juan pensaba en Angélica. Tenía muy mala pinta.
A esa hora de la tarde el tráfico era terrible, por lo que nos tomó bastante llegar hasta Chapinero. Uno trataba de esquivar los carros y tomar toda la calzada que estaba pegada al andén, pero se encontraba de frente con que contra el andén también había más ciclistas, motos e inclusive algunos transeúntes que se hartaban de la aglomeración y empezaban a caminar sobre la vía. De vez en cuando aparecía un policía de tránsito estirando los brazos, luchando contra la marea de vehículos como el Moisés bíblico contra la mar. La séptima, vista desde el cielo, debía parecer otro cielo mucho más escandaloso con todas las luces, y los sonidos y la gente yendo y viniendo como en una extensa coreografía en la que nada salía bien.
Los trancones también tenían sus ventajas. Era mucho más fácil camuflarse para darle unos toques a la pipa. Cuando avanzaba la marea algunos conductores, desde sus ventanas, se quedaban helados mirándote mientras dabas un par de caladas. Era como si en toda su vida nunca hubiesen visto a alguien fumar marihuana. Uno podía sobrepasarlos y aún tenían marcadísimo el gesto como si posaran para algún escultor. Posiblemente hubiesen llamado a algún policía, de tener la oportunidad. Por fortuna, la tómbola nunca aparecía en el momento indicado y si aparecía era momento de pedalear, enérgicamente. En la 72, el flujo vehicular cambiaba drásticamente y ya era posible dejarse caer por los descensos y patear el suelo en cada semáforo para alcanzar la siguiente esquina. Veía a Juan bajando a toda velocidad, abrazando el aire y sin sostenerse del manubrio con la cabellera sacudiéndose contra el viento. Era como un Cristo cayendo sobre los subterráneos de Jerusalén.
Encadenamos las bicicletas frente al edificio, en toda la 57, a la salida de la recepción. En la ventana del tercer piso se veían varias sombras y la algarabía llegaba hasta el andén, escapando como un chorro de cerveza de una lata que agitaron segundos antes. El vigilante nos abrió de mala gana y ni siquiera nos saludó, seguro harto de lidiar con los intrusos y las parrandas del buen Simón. Empezamos a subir. Frente a la puerta el bullicio era brutal.
—Ya deben venir remando los cerdos —dijo Juan mientras empezaba a golpear con la palma en medio de la puerta. No entendí muy bien a qué se refería, pero tampoco le dije nada. Desde la mañana parecía ensimismado. Tras un minuto de golpeteo abrió Raúl Gonzales [sic] sosteniendo un megáfono en una mano y un cigarrillo casi extinto en la otra. Tras él, en el terremoto de gestos en la sala del diminuto apartamento, destacaba la figura de Simón sacudiendo las manotas.
—Si uno no tiene un megáfono ni lo escuchan —dijo justificándose mientras señalaba el artefacto. De inmediato, sin dejarnos pasar, nos ofreció un pase de cocaína.
En la sala había, además del anciano, 7 personas que discutían a toda voz, apeñuscados unos contra otros en la pequeña habitación. Por lo general, los frecuentes en la casa de Simón eran «comeajos» de familias acomodadas. Esas mismas familias que habían invocado a Enrique Peñalosa en las urnas para que salvara la tarde. Era toda una fauna de fracasados que vivían o de la rentas de sus padres o de las pensiones militares del abuelo fallecido. Jóvenes de la última estación que nunca habían trabajado y que fracasaban estrepitosamente en todas las empresas propuestas. Escritores de medio pelo, periodistas a medio graduar, bailarinas mediocres, ingenieros adictos al juego y a las pastillas tranquilizantes: todo un catálogo de los altos barrios de Bogotá. A veces aparecía por la puerta algún personaje imposible de clasificar que no te quitaba los ojos de encima en toda la noche y que encendía un cigarro tras otro, febrilmente. Por lo general, los asistentes nunca eran los mismos. Aún así, todos éramos las ratas de laboratorio del buen Simón, el cocinero de élite y, al parecer, a todos nos agradaba la idea.
El mobiliario era bastante simple: una mesa de vidrio en todo el medio estaba rodeada por butacas de madera, un televisor colgaba de uno de los muros. Abajo del aparato había un estéreo enorme con dos bocinas gigantescas. Unas cortinas de un verde fosforescente se sostenían en el ventanal. Lo demás eran desperdicios de bacanales anteriores: latas de cerveza arrumadas en una esquina, colillas desperdigadas por el suelo, empaques de frituras y vasos sucios. Con toda la gente que Simón metía al apartamento hubiese sido imposible pensar en otro mueble. Todos se callaron inmediatamente entramos. Del grupo solo distinguí a Paulina, recostada sobre uno de los muros, y a Manuela, la sobrina de Simón, quien por fortuna empezó a charlar bajito con un tipo que tenía al lado. Me senté al lado de Paulina, quien me pasó una cerveza y me preguntó por el semestre, o algo así. No le entendí muy bien y tuve que pedirle que me repitiera la pregunta.
Estaba drogadísima y tenía una cortina de saliva seca alrededor de los labios. De inmediato pensé en los perros y vacas pastando al norte de la ciudad. Habrían pasado un par de minutos y aún nadie decía mucho. Paulina se esforzaba por sostenerse en su butaca y había dejado de preguntarme estupideces. Todo el mundo parecía incómodo con nuestra llegada. Era como si minutos antes hubiesen estado planeando un crimen. Manuela seguía hablando con el hombre, muy bajito, y unos tipos que estaban al frente desocupaban los últimos cunchos de cerveza. De un momento a otro, como si hubiese sido una especie de plan, todos empezaron a reírse pasito y a inclinarse sobre las butacas, hasta que iban subiendo el volumen de las risas y entonces reventaban en risotadas y se tiraban al suelo cogiéndose las costillas como si les fuesen a salir volando. Miré a Juan y vi que también se reía. Era obvio que todo el mundo iba de pastillas. Simón, esforzándose en ahogar la risa y usando las manos como un director de orquesta, trataba de controlar al público. Cuando la mayoría se calmó, se detuvo justo en frente de mí e hizo una reverencia exageradísima. Nuevamente empezaron las risotadas en cada rincón. Un tipo aplaudía frenéticamente. Todos estaban demasiado arriba. De ahí en adelante la noche fue un pasar de porros y de botellas y de conversaciones mezclándose, y de más porros y de más botellas yendo y viniendo por todo el lugar.
Manuela nos pasó un cenicero. Todos iban tomando una o dos pastillas amarillas antes de rotarlo. Simón empezó a explicarnos sobre el nuevo producto. La mezcla, de la que sobresalían los contenidos anfetosos, aún no tenía nombre. Había empezado a cocinarla la semana pasada y solo hasta ahora, aparentemente, estaba logrando los resultados propuestos. Lo dijo tranquilamente. Yo ya me había tragado dos y sentí un ligero remordimiento. Di un largo trago a la botella cuando llegó hasta mí. El cocinero siguió explicando que Manuela se había intoxicado en la primera ingesta y que habían tardado mucho tiempo en el hospital explicándole a la policía de qué iba la cosa. Al final consiguieron salir sin una orden de detención gracias a un generoso soborno. Aun cuando ambos policías entendían a la perfección que todo se trataba de una prueba de estupefacientes, ni siquiera les habían asignado una charla pedagógica. Atravesaron un poco la línea y volvieron ilesos.
Simón lo contaba todo con gracia. Tenía una facilidad alarmante para congraciarse con las personas. Juan decía que el muy cabrón podía venderte un trozo de madera prendido en fuego en medio de un incendio y yo creo que tenía razón. Manuela parecía incómoda y casi no se reía. Los otros tipos no dejaban de soltar risotadas a cada comentario. El que aplaudía por momentos parecía absorto: empezaba a mirarse las palmas y se quedaba helado. Paulina me preguntó por Lorena y empezamos a charlar sobre esa clase de cosas de las que uno habla cuando está drogado. Todos parecían muy cómodos sobre las butacas, encaramados sosteniendo un cigarrito o una botella, charlando con los vecinos que tenían en la torre de al lado. De un momento a otro cualquiera podía charlar a gritos y al siguiente instante caer en un mutismo nervioso. Si uno se fijaba bien, algunos de los gestos, de las palabras o inclusive las mismas conversaciones, podían asustar. Por fortuna uno no se fija en esas cosas cuando va de pastillas. Lo peor de todo el asunto de las drogas era no estar drogado.
El efecto difería bastante de los anteriores productos del anciano. Por lo general sus mezclas eran demasiado fuertes. Medio puñado de pastillas eran suficientes para enloquecer a un caballo. En una ocasión yo mismo tomé cuatro, de fabricación sospechosa, y perdí el control por completo. Deambulé por toda la ciudad en la bicicleta, esquivando coches y gritando por las avenidas atestadas de gente. Me acosté en un pastal en el que dormí varias horas. Después me devolví hasta el centro y solo hasta ese momento caí en cuenta de que llevaba varias horas haciendo el ridículo por toda la ciudad. Ese episodio fue suficiente para perder la fe en los productos del anciano. Después vino un corto periodo en el que me negaba rotundamente a probar cualquiera de sus experimentos. Inclusive conseguí un nuevo proveedor. Manuela me decía que era un Judas y la cosa hubiese seguido así de no ser porque en una fiesta, y sin que yo me enterara, Juan y Valentina habían puesto un poquito de la mezcla del vejete en las bebidas. Todo había ido de forma inmejorable. Juan me lo contó al otro día y me aseguró que el anciano estaba de nuevo en la carretera. Lo recordé todo de golpe, mientras miraba al cenicero. Esta vez las pastillas daban una sensación regular de calma que empezaba a desaparecer cuando uno dejaba de beber. Simón insistía al respecto y destapaba una y otra botella evitando la sequía en el reino. Todos daban largos tragos y en periodos más bien cortos volvían a tomar una que otra pastilla.
Del viejo Simón se decían muchas cosas. Demasiado tarado como para dejar la droga y no lo suficiente como para dejar de cocinarla. Era todo un sobreviviente. Tenía más de 60 años y llevaba más de 30 cocinando. Su carrera había empezado en la tierra de los gringos, en los setenta. Vendía narcóticos truchos a los hippies desarrapados de San Francisco, los últimos supervivientes del holocausto químico de los sesenta. Fantasmas demacrados que deambulaban por la ciudad en busca de tranquilizantes y a los que tanta pastilla les había fritado el cerebro. «Era el nacimiento del Hard–Rock viejo», decía Simón alargando las manos como si tratara de tocar el pasado. Después, tras circunstancias de las que nunca hablaba, había estado preso cinco años en Baltimore. «La prisión gringa era como si te pusieran carbones calientes en las pelotas día y noche», explicaba. Cuando salió no tenía un solo billete y todas las puertas en las que tocó cerraron estrepitosamente. Atravesó el estado de Pensilvania como un mendigo y alcanzó, por motivos que aún no podía ni entender ni explicar, a atravesar la frontera canadiense.
Gracias al cobro de favores pudo conseguir un tiquete hasta Cali, donde siguió «camellando» con estupefacientes. Nuevamente la suerte no le favoreció cuando tocó con quienes no debía y tuvo que salir corriendo de la ciudad para aterrizar en la capital. En Bogotá había trabajado en restaurantes, cantinas, lavaderos y tuvo una semana en la que hizo de ayudante en un taller. Al final consiguió trabajo en un hostal y conoció unos tipos que fabricaban LSD en una de las habitaciones y daban una gran parte de las ganancias al dueño del establecimiento. El LSD era como una trinchera, hermano, le soltaba a todo el que estuviese dispuesto a escuchar. Pasabas todo el día en una hamaca, tomando leche, echando ojo para que no se fueran a robar los esferos [1] de la recepción o cuidando de que algún mendigo, hijo de mala madre, no se fuera a cagar en la entrada del hostal. Pero casi todo el día era en la hamaca, tomando lo que cocinaban los muchachos y escuchando a otros adictos al otro lado del muro, en el frío centro de Bogotá de los años 80.
Simón decía que podía oírlos mientras aullaban de dolor. Insistía en que el producto era tan bueno que inclusive, por momentos, podía verlos sacudiendo la cabeza y gimoteando mientras algún cabrón policía descargaba la cachiporra. Dentro del hostal era inmune y podía relajarse, inclusive cuando sabía que afuera pasaban cosas tan terribles como esa. Empezó a vender LSD por toda la ciudad. Por lo general sus clientes eran extranjeros ávidos de sustancias, aunque en las universidades de Chapinero la vaina no iba tan mal. Después todo se calentó en el hostal y terminaron todos en la calle.
Con la cocaína, explicaba mientras abría los ojos, la vaina se puso de otro color. Ya no escuchabas a los adictos gimoteando de dolor sino un «TA TA TA TA TA TA RA RA RA RA RA RA» y era como si los putos marcianos hubiesen aterrizado y le estuviesen prendiendo llamas al puto planeta Tierra, pero tú ya no estabas meciéndote en una hamaca, tomando leche y tal, sino sobre un wáter soltando toda la mierda blanca mientras la policía golpeaba furiosa en la puerta. Con la cocaína todo había ido mal. Había empezado a vagar por toda la ciudad, durmiendo donde hubiese un rincón y alimentándose de desperdicios. Había vuelto al centro de Bogotá, pero esta vez de mesero e «increíblemente» de nuevo estaba vendiendo sustancias en el bar. Era como si yo tuviese una especie de imán en el trasero que me llevaba hacia el centro, pero acercarme al centro significaba acercarme también a la droga y a venderla y tal.
Con la marihuana sintética y las pastillas y los tranquilizantes, explicaba, ya no se podía escuchar nada. No era como la calma, ni nada parecido. Era más bien como si hubiesen prohibido el sonido. Todos eran como sacerdotes budistas vestidos de alguaciles que pasaban a tu lado guiñando los ojos y sí, sonaba algo. Un ruido seco, un «MMMMMMRRRR», pero era después de que pasaban los alguaciles budistas y nunca antes. Explicaba que vista así la cosa era muy difícil decidir si en ese periodo había sonido o no. Con las drogas, por lo general, siempre había mucho ruido. Sin embargo, también había casos en los que el mundo había quedado suspendido en una bruma silente, mediante el consumo prolongado. Y podía continuar hablando del tema por horas y horas, moviendo las manos y explicándolo todo con un énfasis casi clínico.
Nunca le preguntábamos de dónde sacaba el billete para las nuevas recetas. Tampoco sabíamos muy bien de dónde había salido Manuela ni de dónde conocía toda la gente que aterrizaba en su apartamento. Dejando de lado la épica, también se decían cosa terribles. Mucha gente en nuestra facultad creía que Simón enviciaba a cuanta muchachita conocía. Eran usuales los chismes protagonizados por el anciano en los que aparecía como una especie de pervertido que regalaba droga a las menores. Para mí eran puros cuentos. Aunque hacía rato que el vejete no andaba en sus cabales, tampoco le cuadraba todo eso de andar persiguiendo muchachitas. Para mí, aunque no lo descartaba por completo, todas esas historias no eran de su talla, sencillamente no le casaban. En lo que concierne a Juan, Simón era un tipazo, un cabrón muy legal. Tampoco creía en todas las historias que escuchábamos en la facultad. Por otra parte, en Bogotá no había cocinero igual, o al menos no uno que conociéramos.
Estaban, por ejemplo, los cocineros de la 45 con 13. Unos drogatas de ligas mayores que distribuían sus propias sustancias por Galerías y la Soledad. También estaban los cocineros de Rodrigo, que preparaban su mercancía en unos sótanos de Ciudad Bolívar y lo distribuían por todo el norte. Gente peligrosa, irreconciliable con el mundo y con un destino penitenciario escrito en la frente. Aunque Simón no contaba con una red de distribución decente, la experiencia del anciano, la nitidez de la edad, lo colocaban en la cima. En Bogotá casi todos los cocineros eran muchachitos que habían visto mucho Breaking Bad o Transpotting. Creían que no había muchas diferencias entre su profesión y la de una estrella de rock. Se pavoneaban con cada receta. Un buen drogata sabe que no hay que acercarse a un cocinero bocazas. Uno puede comprar un poco varias veces, pero con el tiempo la distancia se vuelve crucial. La sensatez y la discreción, en todo el mundillo de las drogas, son igual de importantes al producto final, a la mercancía.
Ya de nuevo en la séptima tardé mucho más de lo normal desamarrando las bicicletas. Juan daba tumbos en el andén. Yo estaba tan borracho y drogado que ni siquiera recordé prender las luces traseras de la bici. Cuando llegábamos a la 70 me detuve para esperar a Juan, que se había rezagado. Ni siquiera podía distinguirlo entre las luces de los automóviles. Me senté sobre el andén tomándome la cabeza. Todo me daba vueltas. Sentía cómo los buses pasaban bruscamente a centímetros y ni siquiera me preocupaba por moverme. Cuando Juan apareció tenía muy mala pinta. Se veía mucho peor que en la mañana. Me explicó que le costaba mover los dedos de las manos y que había tropezado dos veces contra el andén. Se había desparramado en el suelo y lo habían ayudado a levantarse unas señoras que pasaban. Nos reímos mucho tiempo, con los pies puestos sobre el asfalto y el culo sobre el andén. Fascinados ante la idea de que el efecto de las pastillas no había desaparecido por completo. Bromeábamos estúpidamente. Las bicicletas descansaban contra la acera. Vistos desde el otro lado de la avenida debíamos parecer unos dementes. Por fortuna, Juan tenía un tarro con agua que nos turnamos hasta que se terminó. Empezamos a pedalear nuevamente. Nos despedimos en la 92. En toda la avenida 15 tuve que vomitar en una esquina mientras un grupo de chicas me miraban asqueadas. Inclusive, por un momento, me pareció que me grababan mientras lo soltaba todo contra el andén. Sostenían los celulares como si fueran escopetas. Pedaleé hasta casa sintiendo que a cada tramo la tierra se sacudía ligeramente. No recuerdo cómo entré al apartamento.
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El presente texto hace parte del primer capítulo de la novela «Mi Dios es un mendigo que bosteza en invierno», publicada por Editorial Letrame.
NOTA:
[1] Bolígrafos. N. del e.
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*Jacobo Santiago Ovalle nace en la ciudad de Bogotá, en 1992. Mientras adelanta sus estudios en filosofía, trabaja en librerías, bibliotecas y la cinemateca de la ciudad. Publica dos poemas en la revista literaria Underground para psicópatas. Tras culminar sus estudios en filosofía, junto a otros poetas y pintores, funda el movimiento artístico Caracolismo. Este movimiento literario, de difícil clasificación, se centra en una lectura burlesca de los clásicos de la literatura del siglo XIX, en Colombia. Tras este episodio decide viajar por Europa donde se dedica a la escritura. Al volver a su ciudad, inicia la redacción de su único libro publicado hasta el momento: Mi dios es un mendigo que bosteza en invierno. Actualmente trabaja para distintos colectivos de cine y otros proyectos literarios.