Por Julián Silva Puentes*
Lo más lógico cuando te sacuden la cabeza y no hay nadie allí contigo es la presencia de fantasmas. Eso pensé cierta mañana hace muchos años. «En nombre de Dios o del Diablo, ¡quién anda ahí!», grité con un hilillo de voz apenas audible. Silencio. No había nadie más que yo. El silencio es terrible cuando no hay música que lo derrote. Sin embargo, el mareo, el zumbido que me llenó la cabeza, fue suficiente para atiborrarme de toda clase de sonidos que no estaban allí, pero que podía escucharlos como si tuviera una peonza infinita en mi cabeza.
A partir de ese momento, y durante cuatro días, debí tenerme de las paredes adonde quiera que fuera. «Es el azúcar», dijeron unos. «Es el oído medio», dijeron otros». No fue esto o aquello. Tampoco el colesterol. No fue nada que se pueda curar con una pastilla o una inyección. Simplemente apareció, mi Viejo Amigo, mi otro YO, y desde entonces no he podido hacer que se vaya.
—¿Recuerdas la vez cuando iba para la universidad y debí quedarme sentado por dos horas en un andén hasta que se me bajó el mareo? —le digo a mi Viejo Amigo (veinte años cumplimos este mes) rememorando una época más sencilla.
—Fue mi tercera visita —me responde con la seguridad de quien no se irá jamás.
—Esa ha sido la peor de las visitas —le digo, y nos reímos como los buenos amigos que somos, porque a diferencia de cualquier otro padecimiento, el Vértigo (mi Viejo Amigo) te da una especie de tontería que te hace dócil, lento de pensamiento y de movimiento también, y, sin embargo, no te disminuye como lo haría el Covid (me dio tres veces), una gastroenteritis o algo peor. Algo definitivamente peor.
Antes de continuar debo aclarar una cosa: no creo que el Viejo Amigo exista como lo hace una persona. No es un demonio tampoco, aunque a veces pareciera que lo fuera. Es una cosa que te embriaga y llena de pereza, pero a diferencia del alcohol o de la modorra del domingo en la tarde, te sustrae del mundo hasta el punto en que eres consciente de lo que está sucediendo, pero no te importa lo suficiente como para hacer algo al respecto. En todo caso, ¿qué podrías hacer al respecto? ¿Tomar dramamine y olvidarte del mundo durante doce horas? ¿Beber un doble de tequila para confundir lo que sientes con la borrachera del viernes en la noche? ¿Rezar el angele dei y esperar a que todo se solucione con fe y optimismo?
Ojalá el angele dei me sacara de esta bobería que me pesa en la cabeza. Ojalá sintiera fe y optimismo. Ojalá sintiera algo. Ojalá me sintiera espantosamente mal. Pero, aparte del mareo, cuando mi Viejo Amigo llega de visita, no siento nada. Ni felicidad o tristeza. Ni emoción o rabia. Una enorme y terrible nada. No por ello dejo de hacer aquel informe «urgentísimo» sin el cual la oficina y el mundo entero se prendería en llamas, porque si acaso algo bueno trae el Vértigo, es que te da una capacidad de concentración extraordinaria para el trabajo. Como no puedes mirar a los lados porque sientes que se te va a salir un trozo de cabeza por las orejas, debes fijarte en la pantalla de computador con la obsesión de un asesino en serie. Lo mismo pasa con aquel supervisor a quien le tienes tanto miedo y que, por lo general, cuando lo encuentras de frente y le dices con tu mejor tono de sirviente «buenos días doctor», con el Viejo Amigo acompañándote a todos lados (en tu cabeza y tus pies), miras al supervisor a los ojos y lo llamas por el nombre de pila en lugar del apelativo «doctor» tan común entre abogados. Ciertamente el supervisor lo nota y rehúye tu mirada porque no reconoce al titán de seguridad y confianza en sí mismo que tiene ante sí. «Gracias Viejo Amigo», le dices al Vértigo en la privacidad de tu mente. «Cuando quieras», responde en el interior de tu cabeza o de tu alma, o en donde sea que se mete esta plaga (su nombre es Legión), pero algunas veces me ayuda.
Algunas veces que necesito no me importe nada en lo absoluto, ahí está. Dispuesto a anular mi carácter para que sea más como una versión borracha, pero sin la euforia del alcohol, de mí mismo. Un Mimísmo que sabe lo que quiere, cómo lo quiere y cuándo lo quiere y que no le teme a este mundo espantosamente cambiante. Variable. Irreconocible.
* * *
Debemos ser justos de vez en cuando. En este día, por ejemplo, me siento fatal. El Viejo Amigo está jugando a la pirinola con mi cabeza y quisiera quedarme en casa mirando a un punto de luz en la pared. No puedo. Debo ir a trabajar así tenga diarrea, esté lloviendo y mi casa se inunde, truene o tenga al Viejo Amigo de visita. En todo caso, debemos ser justos cuando no lo somos, y la verdad es que no todos los días nos sentimos como un sábado en la playa. De hecho, la mayor parte de los días, días sin vértigo, nos paramos de la cama porque toca. A lo mejor te comiste una caja completa de Lucky charms mirando películas de vaqueros y despertaste con dolor de cabeza. Quizás apagaste el televisor a las tres de la mañana viendo por cuarta vez el capítulo final de Mad men, y sientes guayabo de sueño. En otras ocasiones amaneces de mal genio porque sí y porque no. El tinto te sabe a tierra y el té es aguado y simple como la gaseosa sin gas.
De diez despertares, dos cuentan con los ingredientes perfectos para que tengas un buen día. Ignoro cuáles sean esos ingredientes perfectos, pero ciertamente abres los ojos sintiéndote descansado y con los pensamientos claros. Tienes tanta energía como si hubieras bebido cuatro tintos negros y por eso no necesitas beber nada. Un té (insípido té) es suficiente para amarrarte los zapatos, ponerte la chaqueta y salir a enfrentarte al mundo con la seguridad de que todo saldrá bien. Incluso todo aquello que definitivamente sale mal, sale bien a los ojos de tu YO descansado. «Cuando una puerta se cierra dos se abren», te dices, y realmente sientes como si aquello tuviera algún sentido, y en efecto, crees que por cada putada de la vida el destino te tiene un premio para compensar lo perdido.
«¡Buen día mundo!», te dices a ti mismo, e incluso el administrador de tu edificio que pone tan mala cara siempre, te sonríe como si fueran grandes amigos y te desea un buen día. Un buen día para ti y tu familia. Llegas al trabajo y te comportas adecuadamente, eficiente y servil, y sonríes cuando tu jefe te llama incompetente delante de toda la oficina. En la fila del OXXO un hombre se pone frente a ti y te mira con expresión desafiante. Usualmente no harías nada porque en Bogotá siempre existe la posibilidad de que te asesinen por menos que eso. Pero ese día sientes ganas de sonreírle a esa persona. Lo haces: le sonríes y sigues tu camino, a pesar de que te saliste del OXXO sin haber comprado nada porque el hombre te acaba de insultar, pero sonreírle es mejor que correr por tu vida cuando un loco siente que puede vengarse contigo de todas las cosas que le salieron mal en la suya. Contigo que amaneciste tan descansado.
Ahora, si tienes la fortuna de encontrarte al día con tu trabajo y puedes permanecer en casa haciendo nada, justamente eso haces: nada. Todo lo que puedes hacer es permanecer quieto pensando en cosas que se salen de tu control: ¿y si deja de llover del todo y nos morimos de sed? ¿Acabamos de retroceder en el tiempo a la Colombia de los 90, cuando secuestraban personas cada semana y los asesinatos de sicariato en la calle eran cosa de todos los días? ¿Llegará el día en que el Viejo Amigo se convierta en otra cosa? ¿En algo aterrador e irreparable?
¡Nada es aterrador e irreparable excepto la muerte! También es cierto que la visita del Viejo Amigo te quita el miedo a morir. Miras la vida y a la muerte como «todas las cosas están en su camino a convertirse en algo más». Llegas hasta el punto de sonreírte porque crees haber alcanzado un estado de consciencia superior. Eso te dices y llegas a convencerte. Hasta que se te va el Vértigo, y todo aquello que permaneció relegado en alguna parte de tu cabeza, regresa con sed de venganza. Es en ese momento que quisieras que volviera para alejarte de la vida una vez más. La cura es más amarga que la enfermedad en algunos casos. Eso te dices y lo crees hasta el punto en que extrañas al Vértigo cuando un problema es insalvable al primer vistazo.
Cuando el Vértigo o mi otro YO aparece, todo queda en segundo plano. Incluida Diana.
—Te aviso para que no te cuenten —le digo—: el Viejo Amigo llegó.
—¿Puedes quedarte en casa? —pregunta.
—Debo entregar un informe antes de las 2 p.m.
Diana leyó en alguna parte que el té de jengibre y romero tiene propiedades curativas. Yo le sigo la cuerda y me lo tomo, pero ella no conoce la voluntad irredenta de mi Viejo Amigo.
—Tú sabes que él se va cuando le dé la gana —le digo.
—A lo mejor esta vez es diferente —me responde
Me termino de tomar el té y nada sucede. Es el día dos de mi otro YO tratando de salir de mi mente embotada. Según me dijo ayer (es común tener conversaciones con tu padecimiento), se quedaría tres días… una semana máximo, y pueden decir lo que quieran de mi otro YO, pero mentiroso no es. Tampoco lo soy yo cuando me conviene. Cuando no me conviene no digo mentiras. En este momento no me conviene, es decir, que así no tuviera Vértigo mientras escribo esta… crónica (¿?), diría que no puedo ni siquiera bajarme de la cama. Pero, si debo ser sincero (Diana y el gato de la casa son los único que leen esta historia, así que no debo hacer nada), desperté sintiéndome bastante bien (llevo tres días escribiendo el presente). Mi amigo el Vértigo no se ha ido del todo, pero sí empezó a decir su largo adiós que dura aproximadamente dos días. Por lo general, cuando las vueltas pierden potencia, queda una especie de tontería en la cabeza muy parecida al postorgasmo, pero sin el elemento sensual. En este sentido ya no es la apatía sino el optimismo aquello que ocupa tus energías. Las mías están diezmadas en este momento, sin embargo experimento un optimismo en ciernes aun cuando los cerros de Bogotá se incendiaron de nuevo. Puedo ver el humo desde mi casa y no deja uno de preguntarse cómo es que una montaña en este clima se enciende dos veces en menos de sesenta días. Ayer, por ejemplo, llovió granizo y la temperatura bajó a los 10°. Hoy hacen 25°. Mañana podría caer nieve o candela dependiendo del fenómeno en el que nos encontremos: ¿Niño? ¿Niña? ¿Niñe? ¿Carro? ¿Puerta? Ya no se sabe en qué fenómeno estemos, o cómo llamarlo. Lo que sí sé es que el mundo gira como un trompo y no quiere parar. El postorgasmo no dura para siempre, e incluso el sentimiento de bienestar y optimismo está yéndose.
—¡Llévame contigo, sensación de postorgasmo sin el elemento sensual! —grito.
—¿A quién le gritas? —pregunta Diana desde el cuarto.
—¡Al hijueputa este que no quiere irse! —grito desde el mesón de la cocina que es el lugar en donde me siento cuando quiero escribir.
—Hoy es el cumpleaños de Mauricio —me recuerda—. ¿Te sientes muy mareado para ir?
—¡Vamos! —respondo— y nos llevamos al Viejo Amigo a ver si con dos tequilas se aburre y se va.
—Con dos tequilas cualquiera se queda —acierta a decir Diana.
Tomar un trago teniendo de por sí la cabeza embotada puede ser una buena idea para alguien; sin embargo, «alguien» no es todo el mundo y únicamente el Viejo Amigo y yo sabemos lo que se siente vivir con un carrusel de niños obesos en la cabeza que nunca para de dar vueltas.
—¡O él se va o me voy yo! —grito de repente.
—¿Qué dijiste?
—Le estoy diciendo al Vértigo que mañana se tendrá que ir o de lo contrario…
—¿De lo contrario qué?
—De lo contrario tomaré un dramammine para dormir todo el día.
—Vas a amanecer bien. Te lo prometo.
A Diana le creo todas sus promesas, desde tecitos de jengibre con romero para curar el vértigo, hasta la promesa de que mañana todo estará bien. Ella no ha experimentado jamás la visita del Viejo Amigo, pero tiene tanta confianza en las circunstancias de la vida, que nunca habla por hablar.
—Si tú lo dices, mañana amaneceré bien —le respondo después de mil cavilaciones, y a pesar de que afuera está lloviendo sin truenos ni centellas, pero sí con mucho granizo, nos subimos a un taxi luciendo como un millón de dólares, y nos dirigimos a la fiesta de un tal Mauricio a quien escasamente conocemos.
—Creo que se llama Camilo —dice Diana.
—Yo creí que se llamaba Darío —respondo.
—Da igual —sentencia ella.
—Es cierto. Da igual.
El taxi se aleja en medio de una fuerte tormenta de granizo. El conductor grita «¡se me va a joder el capó!» y voltea y nos mira. Sentimos como si nos culpara por el granizo y el capó de su carro. No es la primera vez que la gente desaparece después de tomar un taxi en esta ciudad. El taxista lo sabe y Diana y yo lo sabemos. En todo caso, pedimos el carro por aplicación, así que nos sentimos relativamente seguros. «Déjenos aquí por favor», le dice Diana de repente. La miro sin saber qué pretende. Faltan unas veinte cuadras para llegar a la fiesta de Camilo, Casimiro, Darío…
—¿Qué haces? —le pregunto en voz baja.
—¡Este tipo está loco! —responde.
Está lloviendo tan fuerte que pareciera que el mundo se está acabando.
—No tengo ganas de ir a esa fiesta —dice Diana— además, ¡mira en donde estamos!
Nos encontramos en la entrada de la Cinemateca, y sin ponernos de acuerdo nos dirigimos a la sala de cine.
—Deberíamos ver una película del final del mundo. ¿Te has dado cuenta que ya no hacen películas como Impacto Profundo o 2012? —digo.
—Veamos una película de terror que nos deje con miedo de dormir esta noche —propone Diana emocionada.
Por primera vez en una semana siento como si mi YO interior se hubiera largado muy lejos. Mi mundo interior es un lugar muy frágil como para compartirlo con una enfermedad.
—¡Estoy mejor… estoy muy bien! Pero quedé como si me hubieran tirado de un carro en movimiento —le digo sin venir al caso.
—Ese taxista estaba loco.
—«Se me va a joder el capó» —digo imitando al conductor.
—¿Ya se fue el Viejo Amigo? —pregunta Diana.
—Una parte de él estará siempre con nosotros —digo con acento españolete.
Diana responde algo con acento alemán que a la larga no significa nada, porque ninguno de los dos habla esa lengua. Tampoco hablamos la lengua de la película que escogimos, porque está en tailandés y no trajimos gafas como para leer los subtítulos.
—No entiendo un carajo —digo.
—Cualquier cosa es mejor que estar en esa fiesta horrible.
—En Tailandia existen templos en los que si uno paga lo suficiente, puede vivir como un monje durante un año.
—¡Vámonos a vivir a un monasterio! —exclama ella.
—¡Qué estamos esperando!
«Cállense y dejen ver la película!», grita alguien del público, lo cual hacemos, porque vivir en la punta de una montaña, lejos de la rapiña y crueldad del mundo (hic sunt leones) es una fantasía nuestra y por eso guardamos silencio; no debido a que nos mandaron a callar, sino por el hecho de que en la obscuridad del cine, y con el delicioso anonimato que este prodiga, podemos soñar con un lugar en donde… «¡Presta atención!», me susurra Diana. No creo que entienda ni papa de la película, pero debe ser muy interesante como para que no se haya dormido ya. Tampoco entiendo cómo hizo para saber que no estaba prestando atención a la trama. A veces siento que ella me puede leer la mente. O tal vez yo estaba fantaseando en voz alta. Entre más años tengo más mañas de viejo orate se me pegan. En todo caso, de fantasía en fantasía, me alejo cada vez más de este mundo en el que, como si fuera un espectador en una sala de cine mudo de los años 30, miro con maravilla y terror los enormes cerros de la vida prenderse en llamas aún cuando llueve, como aquí en Bogotá, en donde hasta sin agua nos estamos quedando.
Hablando de quedarnos sin agua… tengo sed. Decir que los cerros se están incendiando y que nos estamos quedando sin agua puede (todo es verdad) ser la analogía que busco para acabar con la crónica de esta tontería que lleva conmigo 20 años. ¡20 años! ¡Acabo de caer en cuenta! El viejo Amigo y yo estamos de aniversario justo hoy. ¿Dónde se habrá metido? Debería estar aquí con nosotros para celebrarlo como se debe. Le voy a decir a Diana que nos vayamos de fiesta los tres. No todos los días se cumplen dos décadas de relación con alguien. Relación. La llamo así por decirle de alguna forma. Más bien es una tara, una piedra en el zapato, una cosa horrible que… «¡presta atención!», me reclama Diana. Un segundo después se queda dormida y me siento muy solo de repente. Me encuentro en este enorme teatro y no tengo con quién compartirlo. Si tan sólo el Viejo Amigo llegara para apartarme de la vida una vez más. Si tan sólo hubiera traído las gafas para entender la película. Si tan sólo… «¡presta atención!», me dice Diana una vez más. Se despertó de nuevo. Ahora me siento mucho mejor. Todo estará bien de aquí en adelante. No necesito al Viejo Amigo para que me esconda del mundo. La película sin subtítulos no está mal después de todo. Tampoco la vida con Vértigo.
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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.
Si Supermán, Batman y Pigafetta tuvieran un hijo producto de la imaginación, ese hijo se llamaría Julián Silva Puentes. Dónde vive este escritor para estrecharle la mano y darle las llaves de mi avión privado?
Wow que buen relato!
Me encantó! Buenísimo