MIRAR LAS ESTRELLAS
Por Catalina Franco Restrepo*
Me encontré hace poco bajo un cielo estrellado descomunal. Incontables destellos de luz convertidos en imanes me atraían con la fuerza de la libertad hacia un telón negro infinito que me hablaba claramente sobre la relatividad. Me quedé mirándolo, recibiéndole belleza y asombro. Era descomunal no solo por su majestuosidad, sino también porque, tras observarlo con binóculos y darme cuenta de que segundos antes no había visto nada, sentí también algo tan maravilloso como atemorizante: una poderosa pequeñez y una sensación de rareza y novedad absolutas, como si nunca antes hubiera visto las estrellas.
«Todos los días me quedo sin palabras ante lo más próximo, que, de tan conocido, pasa a ser desconocido», decía John Fowles en El árbol, su ensayo sobre la naturaleza. Hemos normalizado el universo y asumido la noche, pero lo raro es poder contemplarla: que el cielo cambie de color cada día y nos abra ese espacio en el que tener algo de perspectiva, con la ayuda de un montón de luces cuya lejanía no podremos dimensionar jamás, hablándonos también sobre nosotros y sobre la magia de la naturaleza, que es a su vez lo único que posibilita nuestra existencia.
Extasiada, miré una y otra vez ese telón salpicado de brillo que nos contiene y deseé flotar indefinidamente en dirección a las estrellas gracias al poder de aquel imán. Quise eternizar ese momento e intenté fotografiarlo con la mirada, consciente de que esa imagen se comportaría como las fotos polaroid: se iría desvaneciendo con el tiempo y la luz.
«La capacidad de maravillarse es el motor mismo de la vida», dice por su parte el noruego Erling Kagge en El silencio en la era del ruido. Bajo esa inmensidad oscura y a la vez llena de luz, cuya belleza justifica vivir, pensé también en lo que dice del ser humano el hecho de que, pudiendo observar aquello, desde la pequeñez que le han confirmado sus avanzadas herramientas, siga poniéndose en el centro (o, mejor, por encima de todo). Tuve la certeza de que nuestro alrededor es magia, inmensidad. De que somos nosotros los únicos perdidos.
Pensaba en cómo hemos estructurado nuestra idea del universo y, por ende, nuestra vida, en función del poder y la producción. La naturaleza, tanto más grande, extraordinaria y resistente que el hombre, es vista como objeto de dominación, como fuente ilimitada de recursos, existente con el único propósito de satisfacer las necesidades del hombre y carente de dolor porque, aunque esté viva, no lo puede expresar, o, al menos, no de la forma en que sepamos o queramos entenderlo. Decía John Fowles en el mismo ensayo que la versión moderna del infierno era la carencia de propósito. Necesitamos que todo sea para algo y produzca algo. Casi que eso sería equivalente a decir que la vida no vale nada.
Veía también hace unas semanas la portada del periódico colombiano El Espectador, con una imagen grande de un grafiti callejero de Berlín en el que se enfrentaban las caras con tapabocas y ojos cerrados de Donald Trump y Xi Jinping. El periódico titulaba «Virus de poder», haciendo alusión a la competencia entre naciones poderosas para encontrar una vacuna para el COVID-19 y al temor de que su producción y distribución se politizaran, desdibujando así el sentido mismo de hallar la vacuna, que, en una verdadera humanidad, sería proteger a la totalidad de los seres humanos. Pero todo es una carrera, una trampa.
Cuánta falta nos hacen el silencio y la quietud, la vida por sí misma, sin objetivos y medidas infinitos. Es que hemos convertido al hombre en una termita pensante —así lo describe Fowles y me suscribo plenamente— y la naturaleza ha tenido que salir a decirle que así no va más: con la pandemia nos ha prestado algo de silencio y quietud a sabiendas de que con el hombre se trata solo de lecciones pasajeras, de que volverán el ruido y la velocidad, y de que el verde y el azul seguirán siendo remplazados por ladrillo, esa medida risible de su progreso.
Cuenta Erling Kagge cómo en casa estaba acostumbrado a grandes porciones y en medio de la naturaleza valoraba pequeños placeres. Así, rodeada de naturaleza por unos meses durante la cuarentena, aprendí yo a sonreír al oír la llegada del viento, a percibir el zumbido de las abejas recorriendo las flores y a mirar las estrellas como si tuviera ojos nuevos. A sentir plenitud en días de contemplación.
Tan sabios, poderosos y bellos el viento, las abejas, las estrellas, y tan vulnerables (aunque los fugaces seamos nosotros). «…Los árboles no poseen la capacidad de defenderse cuando se les ataca. Sus posibles armas de ataque, por ejemplo, las espinas, son estáticas. Esta inmovilidad y su gran tamaño hacen que los árboles no se puedan ocultar en ningún caso. Son, por tanto, las criaturas más indefensas que existen en la creación en relación con el hombre, que los ha situado por debajo del nivel de la sensibilidad», concluye John Fowles. Ojalá no tuviéramos que analizar siempre en términos de defensa basados en nuestra capacidad y ansias destructivas, en ese egoísmo que se empeña en designarlo todo de acuerdo con lo que puede producir, desdibujando su posible dolor y su esencia.
Qué bonito sería observar el mundo que habitamos desde una mirada más generosa, sin superioridad sobre los animales y la naturaleza, contribuyendo a que, en vez de ser una desventaja, su vulnerabilidad fuera la base de la obligación y el deseo por parte del hombre para protegerlos, respetarlos y garantizarles el derecho a la vida y el bienestar (y no solo porque estos sean condición necesaria para la propia existencia del hombre).
El silencio es dejar al mundo ser. En silencio somos sin tener que demostrarlo. En silencio observamos y crece nuestro fondo, suena la naturaleza, lo que tenemos dentro. Como dice Kagge, y como hemos comprobado en estos tiempos, «la naturaleza me decía que guardara silencio. Cuanto más silencio hubiera, tanto más oiría yo».
El sentirme diminuta bajo ese cielo estrellado descomunal y revelador, fue también llenarme de poder, pero no del poder que les gusta a los hombres, no el de las carreras por acumular papeles numerados y espacio entre ladrillos, sino el poder de la esperanza gracias a la naturaleza, cuando se siente la certeza de que el tamaño de nuestras preocupaciones es invisible entre las estrellas, de que mirándolas no estaremos jamás solos y de que, a pesar de todo, ellas permanecerán. Observando el universo se viaja aun cuando no se puede viajar.
Me quedo con esta preciosa idea de Kagge para aferrarme a su esencia cuando parezca desvanecida la imagen que quise eternizar bajo ese cielo: «La soledad en la naturaleza nunca me ha asustado ni la décima parte de lo que puede llegar a asustarme la soledad en las ciudades y en el interior de las casas».
Habría que mirar las estrellas con más frecuencia.
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* Catalina Franco Restrepo es periodista, internacionalista y bloguera (tiene los blogs OjosdelAlma y Cartas a la humanidad, y un canal de viajes en YouTube), y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora apasionada que ha recorrido cerca de 50 países que se han convertido en su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.
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