Literatura Cronopio

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MISS THOMPSON

Por Carlos Mellizo*

La historia era demasiado triste y confusa, pero había que intentarlo. Llevaba años sin coger la pluma —fobias de sesentón asustado de la vida, siempre temeroso de dar el patinazo que viniera a destrozarlo del todo—, y tenía que hacer un esfuerzo especial para volver a las andadas. Además, ahora se trataba de escribir de un viejo conocido, José Miguel Ortiz, a quien había abandonado Rosa, su mujer. Aunque todo parecía ir bien en el matrimonio, Rosa dejó de pronto a su marido y a sus dos hijas y se marchó a la Guinea Ecuatorial con un cartero pelirrojo que respondía al nombre de Julio García. Rosa y el cartero se habían conocido cuando Julio llamaba al timbre para repartir los sobres certificados que José Miguel Ortiz recibía a domicilio. El cartero y Rosa hablaban brevemente y luego él le preguntaba por las niñas, cambiaban impresiones, comentaban la situación económica del país, el pronóstico del tiempo, las noticias del día. Una mañana, sin que ninguno de los dos lo hubiese previsto, las cosas pasaron a mayores. Rosa y el cartero terminaron revolcándose en la cama matrimonial que ella y su marido José Miguel habían compartido durante tantos años. Rosa era una mujer con los pechos y caderas de una hembra de verdad. Eso es lo que debió volver loco al cartero. Lo que ella viese en él no está del todo claro, pero el hecho es que Rosa dejó todo para irse con su amante a la Guinea Ecuatorial: marido, hijas, casa, seguridad económica, posición social, amigos, todo. Preparó las cosas en silencio, y cuando estuvo lista para la fuga les escribió a José Miguel y a las niñas la carta más sincera que pudo y desapareció sin dejar rastro. Nadie pone en duda que las profundidades del corazón humano son insondables. Pero en este caso particular, los que llegaron a conocer con algún detalle las circunstancias de aquella huida la encontraron disparatada y absurda, sin explicación posible. Una locura.

La humillación y tristeza sentidas por José Miguel Ortiz al leer la carta en que su mujer decía que lo abandonaba fueron brutales. Lo primero que se le ocurrió fue colgarse de un árbol. El pensamiento de cuidar a las hijas fue lo que le impidió hacer una barbaridad semejante.

Los amigos jugaron un papel esencial en la recuperación del marido abandonado. Sin su ayuda y sus consejos es poco probable que José Miguel hubiera salido del pozo de depresión en que se encontraba. Y como, por otra parte, tenía algún dinero, pudo atender los gastos necesarios que la nueva situación familiar exigía. Ya iba a la casa una mujer que se encargaba de limpiar y guisar. Ahora José Miguel añadió al servicio una profesora de inglés y señorita de compañía para que atendiese a las niñas en todo momento. Se llamaba Sheila Thompson. Miss Thompson arreglaba a las pequeñas, las peinaba, las llevaba y traía del colegio, se estaba con ellas por las tardes, las ayudaba con los deberes, les enseñaba las reglas de urbanidad y, sobre todo, les hablaba siempre en inglés, que es la única manera de hacer que los niños aprendan un idioma.

Que las niñas fueran bilingües había sido una idea que Rosa y José Miguel habían abrazado desde siempre. Pero entre unas cosas y otras no habían encontrado el momento de ponerse en ello con la dedicación que requieren esas decisiones. Elegir una buena profesora de inglés es uno de los pasos más difíciles que cabe dar en esta vida. Hay muchas mujeres inglesas y no inglesas que se anuncian como expertas en la enseñanza de la lengua de Shakespeare pero que luego se muestran incapaces de cumplir debidamente su misión. Una cosa es saber un idioma y otra muy distinta es saber enseñarlo. José Miguel corría, pues, un riesgo notable lanzándose a la búsqueda de una buena profesora. Siempre existía la posibilidad de equivocarse, lo mismo que se había equivocado creyendo que Rosa sería, además de la madre de sus hijas, su compañera inseparable hasta la muerte.

Con la profesora, José Miguel tuvo más suerte. Desde el momento en que la conoció se dió cuenta de que había acertado. Se había visto obligado a recurrir a una agencia de empleos para obtener información sobre posibles candidatas, pero sólo tuvo que entrevistar a la primera para convencerse de que ella, Miss Sheila Thompson, era el tipo de profesora que las niñas necesitaban: natural de Londres, soltera, de unos treinta años de edad, discreta de apariencia, con buena figura y amable sonrisa. A poco del año de la desaparición de Rosa, los días en el hogar de los Ortiz volvieron a cobrar sentido. Las niñas se negaban a reconocerlo abiertamente, pero en su manera de actuar, en el cambio que era posible observar en sus gestos y modales, era fácil ver que Miss Thompson se había convertido en una segunda madre para ellas, a lo mejor más cariñosa que su madre de verdad. José Miguel fue el primero en darse cuenta de ese cambio. Lo comentaba casi a diario con los compañeros de bufete (José Miguel era abogado), deshaciéndose en elogios para la mujer que de manera tan imprevista había hecho aparición en su vida. Tanto hablaba de ella, que fueron los amigos quienes, sin duda cansados de escuchar las constantes alabanzas que José Miguel dedicaba a la joven institutriz inglesa, le pidieron que todo lo que tuviese que decir acerca del asunto se lo dijese directamente a ella, y no a ellos; en otras palabras, que no les diese ya más la tabarra con aquel asunto.

—Mira, José Miguel —le aconsejó una mañana Paco Flores, colega de muchos años, persona que se había ganado la merecida reputación de no tener pelos en la lengua—. Está claro que Sheila Thompson ha venido a ocupar un sitio importante en tu vida. ¿Por qué no te sinceras con ella y le haces saber lo que piensas de su buen trabajo, de su dedicación como profesora de inglés y señorita de compañía, de lo mucho que su presencia ha significado para la familia? Miss Thompson agradecerá que te abras así con ella, y hasta es posible que entre ambos surja una relación de la que ninguno habíais tenido sospecha hasta ahora. Hablando se entiende la gente.

—Sí, de acuerdo. ¿Pero no crees que sería un error por mi parte meterme otra vez en esos jardines? —se defendió José Miguel—. Aunque Sheila lleva con nosotros casi un año, lo cierto es que no sé cuál es su verdadera personalidad, su carácter. A lo mejor da un respingo si me pongo en ese plan, y nos quedamos sin institutriz, sin acompañante y sin nada.

—Hazme caso, José Miguel, hazme caso, y ya verás cómo no te arrepientes —insistió Paco—. Lo peor que puede pasar es que Sheila no entienda lo que su papel ha significado para vosotros; si es así, cierras la boca o cambias de conversación. Seguís como hasta ahora y asunto concluído. Ella saldrá perdiendo.

José Miguel nunca pensó que las cosas fueran a resultar tan fáciles. Con la excusa de comentar con la institutriz el inglés de las niñas, invitó una tarde a Miss Thompson a merendar en una cafetería y allí charlaron de ésa y de otras cuestiones. Las niñas — dijo Sheila con su dulce acento británico— lo estaban haciendo muy bien. Pronto serían capaces de llevar adelante en lengua inglesa una conversación sobre asuntos normales y corrientes. En cuanto a su nivel de urbanidad, también estaban alcanzando con rapidez el estilo social que les correspondía: el de dos niñas de la alta burguesía madrileña, que en muy poco tiempo estarían en edad de participar en el mundo que les había tocado en suerte.

—Y a usted, Sheila —se atrevió a decir de pronto José Miguel— ¿qué vida la espera? En todo el tiempo que mis hijas y yo hemos disfrutado de su grata compañía, apenas si hemos sabido alguna cosa sobre usted misma, sobre su presente y su futuro, como si ello no nos importase en absoluto. ¡Pero ya lo creo que nos importa! Cuando las niñas crezcan, ingresen en la Universidad y se independicen, ¿dejaremos de saber de usted para siempre?

—No lo sé —respondió Sheila tras un breve silencio—. Las cosas cambian a veces tan de prisa, que es difícil hacer predicciones. Si de mí dependiera, podría decirle lo que deseo; pero sería inútil hacerlo sabiendo que, en definitiva, serán las circunstancias las que decidan.

—¿Y si yo le dijese que puede usted estarse con nosotros el tiempo que quiera? Cuando las niñas se hagan mayores me quedaré solo. Y para un hombre no hay nada peor que mirar hacia el futuro y no ver en él otra cosa que soledad y abandono. Sé que vivir en su compañía sería para mí un premio que no merezco, pero…

Hizo una breve pausa, y luego resumió así sus sentimientos, utilizando el tuteo casi sin darse cuenta de lo que hacía:

—Pienso en ti todo el tiempo, Sheila, tanto si estoy con gente como si me encuentro a solas; en el trabajo, en casa. Créeme: tú eres la imagen que preside constantemente mis reflexiones y mis sueños.

No dijo más. Cruzó las manos, cerró los ojos y esperó el momento de la catástrofe. En sucesión vertiginosa imaginó las consecuencias que podían seguirse de su inesperada declaración: que Sheila se levantara de la silla y se marchase de allí al instante sin decir una palabra; que, humillada por tamaño abuso verbal, rompiese a llorar como una Magdalena y le presentara su dimisión; que en un conato de furia, agarrase cualquiera de los objetos que había en la mesa —un vaso, el platillo de las ensaimadas, un tenedor, una taza, el azucarero, cualquier cosa— y se lo arrojase a la cara.

Nada de eso sucedió. Miss Thompson guardó silencio, y con su mano derecha buscó el brazo del hombre que le había hablado de aquella manera. Al sentir aquel contacto, José Miguel abrió los ojos y pudo ver que la mujer le miraba con tierna expresión de asentimiento y le decía en un susurro:

—I will never leave you.

Pasó el tiempo, y la vida en el hogar de los Ortiz fue transformándose poco a poco. Sheila había continuado regresando por las noches a su domicilio alquilado, después de cumplir con sus obligaciones de institutriz y señorita de compañía. La castidad inicial de aquella relación fue completa y, desde luego, incomprensible en estos tiempos. Pero un día en que estaba cayendo en Madrid un aguacero del diablo, a petición de las niñas Sheila se quedó a dormir en el cuarto de huéspedes que había en la casa. Por la mañana desayunaron todos juntos, y luego anduvieron los cuatro hasta el colegio donde dejaron a las dos pequeñas. Al quedarse solos, José Miguel y la profesora, cogidos de la mano, pasearon sin prisa hablando de mil cosas, contentos y felices como una pareja de tórtolos. Aquella tarde durmieron juntos en un hotel. Después la relación fue normalizándose hasta convertirse en un arreglo sereno y firme del que ambos parecían estar satisfechos. Sheila, que no tenía apenas familia en Inglaterra y era propietaria de muy pocas cosas, se mudó definitivamente a la casa de los Ortiz. Esto llenó de alegría a sus discípulas y a José Miguel. Y así, una nueva vida empezó para todos.

Con Sheila Thompson por compañera y amante, un ancho horizonte se abrió ante José Miguel. Vio con claridad que su anterior matrimonio con Rosa había sido una equivocación. La madre de sus hijas se le presentaba ahora en la memoria como una persona extraña, a pesar de haber vivido con ella tantos años. Nunca se había atrevido José Miguel a contarle a Rosa sus secretos más profundos. Creía que la amaba, pero en realidad aquel matrimonio había sido una farsa, una representación en la que tanto ella como él habían sido actores obligados por las circunstancias. Presiones sociales, condicionamientos de espacio y de tiempo, tradiciones y costumbres habían sido las fuerzas causantes de su falsa unión. Y lo mismo que Rosa había encontrado su media naranja en el cartero Julio García, José Miguel había descubierto en Sheila la gran respuesta a sus deseos.

Alguna gente pensaba que éstos eran principalmente de carácter sexual y que los atractivos físicos de la inglesa habían desempeñado un papel dominante en aquel asunto. Nada más lejos de la verdad. Indudablemente, los momentos en que él y ella se acariciaban desnudos en la semioscuridad de la alcoba habían sido para José Miguel una revelación. Sheila (muy parecida en esto a Rosa) tenía una figura escultural. Pero era como si con ella, besos y caricias hubiesen adquirido una fuerza hasta entonces desconocida. Los pechos generosos de la institutriz, suaves y punzantes al mismo tiempo; el rítmico e infatigable vaivén de sus caderas; la poderosa presencia de aquellos muslos blancos y redondos, unidos en el triángulo de un sexo abundante y húmedo: todas esas cosas, junto con otros mil detalles que no es del caso referir ahora, habían cautivado a José Miguel. Sin embargo, el motivo más fuerte de su unión con aquella mujer fue desde el principio de naturaleza muy distinta —como le dijo el propio José Miguel a su amigo Paco Flores una tarde, a la salida del trabajo.

—Lo que ví en Sheila —le confesó— fue la posibilidad de comunicarle a una mujer los secretos que me habían atormentado siempre y que Rosa, sólo con su mirada, me impedía revelarle.

—¿Y qué secretos eran ésos? —se atrevió a preguntarle Paco.

—No sé cómo decirte. Episodios oscuros, escondidos; frustraciones, desengaños y miedos que a lo mejor toda la gente lleva dentro pero que sólo algunos sentimos la necesidad de hacer frente. En su manifestación directa y simple, los hechos pueden entenderse; es lo que íntimamente comportan lo que puede resultar un tormento para quien los vive y lo que es casi siempre imposible grabar en el alma de otra persona. Imagínate el suplicio de contar con pelos y señales algo fundamental a la mujer que amamos, y darnos cuenta de que ella, aun entendiendo las palabras, es incapaz de descubrir su sentido más hondo. Es lo que me pasaba con Rosa.

—¿Un ejemplo?

—Podría darte miles: un recuerdo que nos presenta la realidad perdida en una nueva dimensión inescapable; una cara, una melodía, un diálogo que de pronto nos asalta desde un ángulo lejano, desconocido y brutal. Queremos compartir esas cosas porque sentimos que, de no hacerlo, podríamos acabar perdiendo el juicio. Lo trágico es que tenemos que falsificarlas para facilitar así la labor de quien nos escucha o finge escucharnos. Hablar con Rosa era chocar contra un muro de incomprensión. Con Sheila no es así. Yo sé que, aunque no me diga nada, entiende todo lo que le quiero decir. Sólo tengo que mirarla a los ojos para darme cuenta de que estamos unidos en lo que única y verdaderamente puede vincular a dos personas. Es verdad que se calla algunas veces, pero ese silencio suyo me dice lo que quiero oír; no me hacen falta sus palabras para percibir que existe una total transparencia entre nosotros.

Paco no tuvo nada que responder. Supo que su amigo y la institutriz habían encontrado la felicidad. Por eso se alarmó lo indecible cuando una mañana, a poco de empezar la jornada de trabajo, José Miguel se le acercó para decirle en voz baja, como en secreto, que Rosa, su ex–mujer, había vuelto.

—¿Lo dices en serio? —preguntó alarmado Paco.

—Completamente en serio. Ayer me llamó desde un teléfono público para decirme que estaba aquí, en Madrid, y que necesitaba hablar conmigo. Sobre todo, que necesitaba ver a las niñas.

—Y tú, ¿qué le contestaste?

—Al principio no supe qué decir. Me quedé como mudo, confundido, sin saber cómo reaccionar ante semejante imprevisto. Lo único que se me ocurrió fue preguntarle si ella y el cartero Julio seguían juntos.

—¿Te respondió?

—Sí, me respondió para decirme que había dejado de ver a su amante para siempre. Durante más de un año habían vivido dichosos en un rincón de la jungla guineana, olvidados del mundo, sin otro interés que no fuera acompañarse mutuamente, queriéndose de verdad. Pero un día, paseando por un trecho de selva cercano al barracón de paja en el que dormían juntos, Rosa descubrió a Julio desnudo y jadeante, haciendo el amor con la mujer de Río Muni que les traía de comer dos veces por semana. Ante tan devastadora revelación, a Rosa no le había quedado otro remedio que mandar a Julio al carajo. Y ahora volvía al calor de la familia, al nido que nunca debió haber abandonado de modo tan irresponsable y vulgar. Pedía compasión, entendimiento, ayuda. Estaba dispuesta a pagar sus faltas con cualquier penitencia, fuera la que fuese. Todo, menos tener que pasar el resto de su vida condenada a la soledad y el abandono. Sus hijas y su legítimo esposo, a quienes había traicionado sin darse cuenta de lo que hacía, eran en realidad el centro de su vida, el único norte que podía dar dirección a sus pasos. La Embajada de España la había ayudado con el pasaje de avión, dándole también unos euros para que pudiera sobrevivir en Madrid los primeros días. Y ahora estaba allí.

Paco se quedó pensativo tras oír la historia inverosímil que José Miguel le contaba. Sin saber al principio cómo proceder, guardó largo silencio antes de abrir la boca para decir a su amigo:

—Debes mantener a Sheila informada de lo que está pasando y seguir puntualmente el consejo que ella pueda darte. Las mujeres se entienden bien, y saben cuándo estos arrepentimientos son verdaderos, y cuándo no.

Y así lo hizo José Miguel. Aquella misma noche, durante la conversación diaria que mantenía con su amada antes de meterse los dos en la cama, le transmitió a Sheila todo el asunto: el perverso acto sexual cometido por Julio en un claro de las selvas africanas; el comprensible enojo de Rosa al descubrir que su novio la había engañado de aquella manera; su decisión de olvidarse de él para siempre; su soledad; la urgencia de regresar a la familia perdida, sintiéndose culpable por todas sus faltas y dispuesta a cumplir cualquier pena que se le impusiera.

No bien hubo concluido José Miguel su relato, cuando Sheila, con una sonrisa en los labios que sólo exhibía en momentos de dicha extrema, y adornando sus palabras con el soniquete de su tierno acento londinense, asintió con la cabeza y le dijo a José Miguel que sí; que recibiera a Rosa; que en aquella casa donde ellos y las dos niñas vivían, siempre habría sitio para una madre herida por las fuerzas del destino, ahora decidida a enmendarse dándolo todo por sus hijas.

Con su respuesta sorprendente, Sheila abría en el alma de José Miguel nuevas posibilidades de arreglo, insospechadas opciones morales. ¿Vivir todos juntos? ¿Tener que explicar a sus hijas una filosofía de la vida tan diferente de la que hasta entonces habían recibido? ¿Dar cobijo a la mujer que no mucho antes había profanado la santidad del hogar marchándose a la Guinea Ecuatorial con un cartero vicioso? ¿Consentir en un ménage à trois de aquellas dimensiones?

—Es la madre —aclaró Sheila en un susurro—. Olvídate de lo demás. Rosa es la madre ¿te das cuenta? A ella la dejaríamos a cargo de las niñas. Sería su nueva institutriz, pero esta vez una institutriz unida a sus discípulas por los lazos de la sangre, que son los más fuertes. Le daríamos un cuarto alejado de nuestra alcoba, y de ese modo nosotros tendríamos más independencia y tranquilidad para nuestras cosas. Es posible que algunas noches surgieran en ella deseos de yacer contigo, resucitando así los hábitos de otro tiempo. Pero Rosa sabría cumplir el tremendo castigo de estar al mismo tiempo tan cerca y tan lejos del hombre que fue suyo.

 

El día en que la nueva institutriz hizo su entrada en el hogar que antaño abandonara, fue soleado, con inmaculados cielos azules, uno de esos días magníficos tan frecuentes en las primaveras de la Meseta. Hombres y mujeres andaban felices por las calles, orgullosos de poder disfrutar de aquel paraíso de luz y alegría. Sin decir nada, Rosa se dejó conducir por Sheila al estrecho ático que le asignaban y escuchó dócilmente su lista de deberes. Ya sola frente a la ventana abierta, pensó en el horror de su vida y notó, antes de lanzarse al vacío, que las lágrimas se le venían a los ojos mientras contemplaba por última vez los interminables tejados de Madrid y el inquieto revuelo de las golondrinas.

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* Carlos Mellizo. Profesor Emérito Distinguido de Filosofía en la Universidad de Wyoming, y también docente de Literatura Española en la misma institución, forjó un estilo propio en su calidad de prosista de ficción: Los Cocodrilos (Madrid, Indice Editorial, 1970), Historia de Sonia y otras historias (Tempe, AZ, Editorial Bilingüe, 1987), Una cuestión de tiempo (Miami, FL, Ediciones Universal, 1991), Un Americano en Madrid y otros amores difíciles (Madrid, Editorial Noesis, 1997), La lengua de Buka y otros casos singulares Ediciones Nuevo Espacio, 2004) y Antes del descenso y otras palabras finales Greeley, CO, Leyenda Publishing House, 2004). Es también autor de numerosos ensayos, y traductor de obras canónicas de filosofía y teoría política, como Leviatán y De Cive, de Thomas Hobbes, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, de John Locke, Teoría de la clase ociosa de Thorstein Veblen, Investigación sobre los principios de la moral, de David Hume y Autobiografía de John Stuart Mill, entre otras. Carlos Mellizo es Miembro Correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. En el año 2013 le fue concedida por el Estado Español la Cruz Oficial de la Orden de Isabel la Católica en reconocimiento a su comportamiento extraordinario de carácter civil como profesor e investigador.

 

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