MÍSTICA Y TAO EN LA POESÍA DE FERNANDO ARBELÁEZ
Por Manuel Cortés Castañeda*
Cualquier concepto, idea o imagen, —por propia naturaleza—, tiende a convertirse en un lugar común, en objeto desgastado, incluso en la inestable estructura del poema. Y no solamente por el uso y el abuso, y desuso, sino por la necesidad de perecer, único posible mecanismo de restitución de lo que se nos niega, o sobre-excede nuestra voluntad de retener y de guardar, al menos lo necesario, lo que no es precisamente lo inherente a la condición humana: siempre buscando y acumulando y guardando.
Así que desde esta perspectiva, afirmar que parte o la totalidad de la obra de un poeta se nutre en las fuentes de la mística y el tao es una simple tautología ya que, aunque no todos los poetas buscan disolverse con sus palabras en un principio superior que los defina, toda poesía en sí misma conlleva una actitud mística, e implica un camino (vía) que hay que recorrer antes de que se nos otorgue esa «comunión» tan necesaria al poema y que garantiza un lugar al sacrificio, a la renuncia y a la soledad sin lo cual la vida misma perdería su valor. ¿Acaso no es el silencio lo que al final de cuentas toda poesía busca, o imagina?
Sin embargo, apoyado en lo obvio como método eficaz y en el deterioro del signo como categorías necesarias a la palabra en su proceso de renovación, reitero lo obvio, como los escurridizos cabalistas, que el triángulo tiene tres ángulos y que la poesía de Fernando Arbeláez (1924–1995), igual que muchas otras, es una mística sin Dios y sin religión. Palabra poética, más afín al tao que a la mística occidental siempre obsesa en colmar sus vacíos y sus derrotas con una entidad superior hecha a su imagen y semejanza. Y sin que esta afirmación tenga que eliminar de raíz similitudes o puntos de convergencia. Para Arbeláez la palabra tiene una gran significación, pero (igual que para San Pablo) es el espíritu lo que nos da vida y nos las palabras. Las palabras siempre están esperando en el «limbo» que el extravío de un extraviado las extravíe en la certeza de una nueva realidad y de un nuevo sueño: «El pescador/ lanza la red de nuevo/ y así el mundo/ permanece» (Serie 11).
Cuando se habla de mística y tao inevitablemente tenemos que sumergirnos en un universo cuyo espectro es muy complejo. Especialmente si nos referimos a la mística occidental donde el culto a la personalidad es tan definitivo. Tendríamos que empezar con Pitagóras, pasar por Platón, Fidón, San Pablo, San Juan, Santa Teresa, etc. hasta llegar al maestro Eckart; sólo para hablar de algunas de las figuras más destacadas. El Tao, por su parte, se ha creado su propio texto por tradición y por sistema. Para los taoístas, no es el místico lo que cuenta, sino el tao en cuanto tal, ajeno al mundo de las esencias en sí y para sí y al culto del yo. El Tao Te King no es un libro, sino el libro por excelencia, ya que la doctrina no solo debe unificarse en el entendimiento sino en la palabra. Y, sin embargo, Tao y mística occidental convergen en muchos aspectos, especialmente si nos referimos al tan recurrido «encuentro de la unidad perdida» y a lo que lo antecede en el proceso de perfección: la vía. En ambos sistemas la comunión sólo es posible por encima de la conciencia y el deseo, y ambos se demarcan y se definen dentro de una disciplina y el rigor de un método.
Las divergencias se dan fundamentalmente en la expresión y en lo que se concibe como principio totalizador. Las referencias al Tao en El Tao Te King son «oscuras» y el tono que se utiliza para referirse a esta entidad o falta de entidad es moderado y sereno. Falta la pasión, el lirismo y la tendencia a la definición que caracteriza a la escritura mística en Occidente (Welch 52). Y mientras que en Occidente los místicos consideran el universo como algo real, personal o divino, los taoístas sólo ven a Dios como algo impersonal y el universo como algo ilusorio (Welsh 58). Lao Tzu al hablar del ser sólo lo define como la no existencia o la no esencia (Welch 58).
Hay tres poemarios donde podemos ver, qué aspectos del Tao y de la Mística occidental permean la obra de Arbeláez. Serie china y otros poemas, Secuencias para un Brujo de Oro, especialmente el poema titulado «El exégeta» y La estación del olvido, donde son notables en esta dirección los tres sonetos a la soledad. Por problemas de tiempo sólo me apoyaré en Serie China etc. y de paso recurriré a otros poemas, si es necesario.
Aparte de los «nuevos» matices o resonancias, que es lo único que le corresponde al poeta como suyo en el proceso de la creación, hay que decir que en Arbeláez también se dan esos tres estadios o momentos donde el místico se juega su vida en relación con la divinidad: a. La intuición de lo extraño que se insinúa, también de forma extraña, a través de los sentidos espirituales. b. La vía («método») que antecede a la visión de ese inexistente. c. La comunión como reafirmación de la pérdida y consolidación de lo que ya no se desea.
Absurdo y poco humano sería afirmar que Arbeláez (e incluso los llamados verdaderos místicos), en su intuición del proceso de despersonalización, sigue una fórmula de eliminación hacia la consolidación de ese posible encuentro cuya raíz misma es la negación, o quizás el silencio. Las vicisitudes de la carne y los elementos de la duda no son solamente un momento decorativo en el proceso mística-tao, sino que están ahí de manera permanente sobreviviendo dentro de lo posible. Transmutados en un hondo sentimiento de pérdida que Arbeláez percibe como la nada y donde la palabra no es más que presencia o corporeización de esa no entidad. Un estado de «quietud» o de parálisis, no ajeno al sufrimiento como en San Juan y Santa Teresa y que sólo aspira a la disolución por adición y no por eliminación absoluta. Y, gravitando sobre esa «innecesaria necesidad», la intuición de un secreto, de una puerta que conduce al misterio, donde todo, incluso lo innecesario, parece configurarse en el instante de la «armonía».
Primero es la intuición espontanea de la vacuidad en íntima relación con la palabra que se dice a sí misma y se crea en consonancia con otras realidades, a la vez que se niega como necesaria reafirmación en disonancia con el tiempo: «Antes del resplandor/ la palabra/ hija de la voz/ persiguió/ su terrible naufragio…/ en lo más negro/ negando» (Serie 11). Y junto a esa vacuidad, la necesaria quietud y el silencio, única aspiración de la nada, en yuxtaposición al conocimiento, o sabiduría, que es en sí mismo una negación que no aspira: «El punto sin soles/ fijo/ con la sombra de las cosas/ que vendrán./ Lo hemos recibido todo del vacío (Serie 12). Vacuidad y quietud en el espectro o visión del silencio se permean y se convierten en presencia; pero solamente al ser devoradas por la reiteración de las antítesis que a la vez que niega la disolución la reafirma con más intensidad: «Caída en la piedra/ la oscura reflexión/ del claro rostro» (13).
Sólo que la intuición del vacío y su llamado, igualmente, levantan en lo más profundo de la soledad del poeta una muralla que hay que franquear, sin recurrir a las trampas del cuerpo o del conocimiento. Como en el Tao es necesario «ver sin ver» (Lao Tzu).
La aspiración a la nada es pérdida y a la vez negación, tanto del deseo que aspira como del objeto de ese deseo ya sea su fundamento el placer o el conocimiento, o la iluminación: «Sólo hasta borrar/ lo sombrío de la luz/ sólo hasta borrar/ lo sombrío de la sombra/ llega lo real» (12). Así «El árbol/ nos da su vino de siglos…Y el pájaro un nido/ para el huevo áureo/ de la noche» (12).
Visiones, intuición del misterio y consolidación del secreto que a cada cual nos pertenece, solo son entidades posibles cuando ya el deseo no media, ni desea. Lo mismo ocurre con la palabra del poema, o el acto creador. Es un encuentro con algo que siempre nos ha pertenecido, pero que nos es ajeno. La nada, si se da, se da como algo distinto, ocurre sin que podamos evitarlo y sin que medie la necesidad, o el poder de una voluntad irreductible. Pues como bien dice Lao Tzu, «One can only know a thing in relation to what is not». «Only he that rids himself forever of desire, can see the secret essences (Welch 54). «Hasta que el espíritu se vuelva sutil y delgado» (San Juan, Noche II, 5-7): «Solo se puede conocer una cosa en relación con lo que no es. Solamente el que es capaz de renunciar al deseo para siempre, puede ver las esencias secretas».
Así que, lo mismo que el narrador inexistente del Tao intenta decirnos sin decirnos, el narrador transparentado de los poemas de Arbeláez parece susurrarnos al oído que la poesía no es más que renuncia al deseo, ya que en él sólo es posible lo que se desea, pero no la palabra que en si misma es ausencia total, derrota, vacío. Sin embargo, para Arbeláez, la negación del deseo no es más que la reafirmación del mismo. La paradoja del deseo es, no ser el poema, aunque este esté hecho de su misma sustancia. Y si la renuncia y el desprendimiento se dan por convicción, intención o mascarada, entonces el poema no es más que palabras sin el espíritu que lo vivifica y que no es cosa de hombres: «Cuando el deseo/ no es ya más/ lo que es/ regresamos/ al eterno/ ahora» (Serie 18). «Si quieres saber/ qué es el agua/ sal de ella» (19). Pues para Arbeláez, esa búsqueda del CERO absoluto que cierra su poema «El Exégeta», solo es posible, como en la mística, desde una «Experiencia sin experiencia» (20).
De lado del deseo que sólo nos entrega un mar de «apariencias», también pesa en nuestra cultura el culto exagerado al conocimiento como mecanismo de seguridad, en disonancia con la libertad. Para Arbeláez este es el mayor obstáculo del entendimiento y aparece enmascarado en antítesis que hacen difícil, cuando no imposible, el «mecanismo» de la renuncia. Arbeláez insiste en la oposición corazón/razón, pero deja entrever más a fondo esta paradoja en el paradigma limitado/ilimitado. Las cosas categorizadas («nombradas») en la antítesis, son garantía de equilibrio en la frágil estructura del hombre que está condenado a fijarse unos límites, pero esto es precisamente la negación de la vía: creamos y creemos en un sistema como una forma de negarnos el ser que reclama a cada instante ser creado y negado. Nombrar para Arbeláez no es más que síntoma de cansancio e incapacidad de participar en la vacuidad que se nos da solamente por encima del entendimiento: «Lo que se nombra/ es el límite» (15).
Pero Arbeláez también es consciente que el hombre, por la fuerza de su mismo deseo, es ajeno a la noción de límite. El fundar es un síntoma, o una ficción que no nos pertenece, puesto que el hombre es un desconocido de sí mismo (Pessoa) y la falta de voluntad es lo que en el fondo define su voluntad. Así que el poeta como el místico, preso de la contradicción necesita cierta «moderación» («técnica») en la vía que nos conduce a la nada, donde todo es posible: «Puesto que no conocemos/ nuestros límites/ debemos obrar/ con moderación/ podríamos destruir/ un imperio/ con las manos» (18). «No se procede por la mutación/ sino por adición/ en la verdad» (17).
El conocimiento, por otra parte, estaría en contradicción con la» razón de ser» de la visión final. En la poesía como en la mística lo que cuenta no es la realidad, sino la capacidad que tiene esa realidad de hacerse irreal, para volver a su naturaleza más cierta: «La huella de un ave/ en la pulpa asidua/ del sueño/ […] Secreta/ es la formación/ del hombre/. Así también/ es secreto/ cada universo/ descubierto por sus ojos/ […] La prudencia del sabio/ alcanza los extremos/ del gran cuadrado/ sin ángulos» (16-7). Es decir que solo es posible el entendimiento fuera del entendimiento y el conocimiento por encima del mismo o como su propia negación. Sólo existe el cuadrado que no existe, pues sin ángulos no hay cuadrado y sin cuadrado tampoco ángulos: la realidad no es más que una invención transitoria. La ciencia es el conocimiento falso por excelencia y, sin embargo, el más necesario en el mundo del deseo y de la necesidad, puesto que el hombre como bien decía Nietzsche prefiere creer en la nada a no creer (Ecce Homo).
Desconocimiento, «falla» del entendimiento, deseo que ya no desea, pérdida de la vía que nos conduce a nosotros mismos y fuera de nosotros mismos; confianza en el secreto de nuestro propio misterio que no es nuestro misterio y de lado de la palabra que ya no dice, es decir, en el fondo de nuestro propio corazón, la nada se revela en su armonía de luz y de sombra: «Más allá/ de la montaña/ y más acá/ del río/ la voz unida/ al hablador silencioso/ el canto/ por sí mismo/ cantado/ el sueño/ que sueña/ despierto» (18).
La poesía para Arbeláez estaría en la falta de poesía que es lo que nos acerca más a la poesía; el poema no sería otra cosa que la ausencia del poema: el encuentro con el silencio, que no se dice, pero se siente. Producto a la vez de un sueño que ya no sueña y de una palabra que sólo puede regenerarse y regenerar al universo a través del silencio que se dice solo a sí mismo. La palabra no es más que «Don de lo irreal» (21). El poema para Arbeláez está hecho de palabras y, sin embargo, está más allá de las palabras: «Mejor el vino/ (símbolo de comunión) que el renombre, / dijo Li-Po/ quien conoció todo/ salvo/ la disciplina/ y rechazó al mundo/ como inútil y complicado» (21).
El estado de comunión es producto del desconocimiento y de la pérdida del yo transmutado con anterioridad en la sustancia de la soledad: «Su desnudez, espejo que me sueña/ y su silencio canto que me olvida! ¡Libre prisión! ¡Mi soledad! ¡Mi dueña!» (Soneto III, 133). Pero, aparte de esto, Arbeláez reitera sin miedo a la contradicción que «solamente se le da/ al que tiene/ de antemano» (15). Como en una vaga reminiscencia de Píndaro parece insinuarnos que sólo se trata de encontrar o de entender lo que ya somos. El hombre sólo se hace, o se pierde con lo poco que tiene y que no sabe que tiene. De otra forma el corazón del hombre no sería más que un saco lleno de lo que no le pertenece: «La obra/ puede completarse/ únicamente/ en los otros» (16). Somos únicos, pero solamente fuera de nosotros mismos (en el otro). Por consiguiente, «Un buen mercader/ esconde cuidadosamente/ su ganancia» (16). Para Arbeláez como para los taoístas y los místicos de nuestra controvertida cultura occidental, sólo se trata en última instancia del corazón: «Una agradable sonrisa/ es la vía secreta» (14).
SELECCIÓN DE POEMAS
Fernando Arbeláez (1924–1995). Poeta y ensayista colombiano. Nació en Manizales (Caldas) en 1924. Perteneció a la llamada generación de Mito, en cuya revista colaboró. Traductor de Giorgios Seferis, Constantin Cavafis y Boris Pasternak. Es autor de El humo y la pregunta (1951), La estación del olvido (1955), Canto Llano (1964), Panorama de la nueva poesía colombiana (1964), Serie China (1979), El viejo de la ciudad (1985), Textos de exilio (1986), Testigos de nuestro tiempo (1956). En este libro incluye ensayos sobre Saint–John Perse, Rainer María Rilke, Pablo Neruda, Federico García Lorca y T.S. Eliot.
POEMA IMPOSIBLE
Altas montañas nos separan y el océano.
Envío cartas que no tienen respuesta
y escribo cartas que nunca envío.
Si me volviera a ver en tus ojos
un poema deslumbraría al imperio.
ESPACIO DE LA BESTIA TRIUNFANTE
«El loco que persiste en su locura se vuelve
cuerdo».
(W. Blake).
En Patmos me acordé de ti
y de todos mis pecados
hasta la consumación de la carne
—sweter y medias tobilleras—
la enloquecida luz de tu cuerpo
tu sexo cegador
como una nave de Egipto
en el crepúsculo así
doblando la página
entre una noche
y un día
de Brahma.
LA LLUVIA DE ORO
Tu visita pasó como un susurro de sombra
como un perfume que se desvanece
pero ahora puedo creer en las viejas leyendas
pues durante tres días llovió oro del cielo.
TRANSPARENCIA
Los párpados dolidos al final del día
llevan el peso y la amargura de la piedra.
Esta lágrima
la final transparencia que me queda
para verte mejor cuando me dejas.
CENA DE CENIZAS
«La profundidad debe estar sólo
en la compasión. El conocimiento
se da por añadidura».
(F.A., Notas de Viaje)
Meto el otoño en este abrigo roído
salto a las multiplicaciones
de lo irreal
para buscar el misterio del día
murmullos de acero el extremo
malva invade la tarde
debemos rehacer el espectro
del hombre con gusanos
y dioses
adoradores de la mentira
escrutando en la negrura
del ojo las grandes visiones
del tiempo y del espacio
habitantes de ciudades decrépitas
con bestias iguales a nosotros
que nos rodean.
¡Hijo! Leamos en estos muros
las profecías de ayer
son más grandes que las tablas antiguas
más altas que las arrogantes pirámides
hay guerra en los confines del imperio
Mylai y el rio Perfume
humillan este día ostentoso.
CARBUNCLO DE SOL
«Nuestra infelicidad proviene en la mayoría de
las veces de no tener fuerza suficiente para luchar
contra los dictados de la razón».
(F.A. Op. cit.)
El agua seca
la raíz húmeda
el fuego invisible
la piedra alzada por el viento
el dragón alado y el desalado
el de inmensos ojos relampagueantes
el fermento metálico y el oro rojo
en otras palabras
el final y el comienzo
y en la mitad de la conjunción
el monstruo que cambia de piel
en nosotros.
CANTO LLANO, IX
Tengo miedo de muchas cosas corrientes,
de este vivir, entre los edificios y las fábricas;
entre los grandes humos que borran las estrellas;
tengo miedo de los negocios de los hombres,
de las pesadas transacciones,
de los contratos misteriosos,
de los diccionarios que no me dejan hacer
la huelga de todos los días.
Tengo miedo de los sueños
de los poetas, de los santos,
tengo miedo de estar mirando
las cosas desde el fondo del alma.
Tengo miedo de todo, pero nunca me canso
de mirar al hombre,
de verlo
con su traje inaudito,
Todo es extraño a mí, pero los hombres
Siempre me dicen algo,
y sus sueños no más
pueden hacer mi poema.
REFERENCIAS
Arbeláez, Fernando. Serie china y otros poemas. Bogotá: Colcultura, 1968.
Cilveti, L. Ángel. Introducción a la mística española. Madrid: Cátedra, 1974.
Welch, Holmes. Taoism: The Parting of the Way. Boston: Beacon Press, 1957.
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*Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj–Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.