Literatura Cronopio

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MONÓLOGO DE SELMA ROCCA MIENTRAS PREPARA LA CENA PARA SUS SIETE HIJOS

Por Sonia Ramón*

Lejos de significar una tortura, mis largas sesiones culinarias son un placer que compensa de algún modo ese desequilibrio interno que he notado en mí desde que tengo uso de razón; uso de razón, qué expresión, preferiría decir más bien «desde que tengo memoria», que no es muy buena. Hoy me siento como una semidiosa en mi cocina rodeada por sartenes de cobre; decorada con loza de porcelana traída de los lugares más recónditos, a lo mejor con el fin de convertirla en un templo, aunque, si se mira bien, podría ser solo un vulgar espacio para un muestrario de colorinches insólitos. Me ajusto el delantal y me recojo el pelo en una coleta alta, lo más alta que pueda, necesito despejarme la cara, el cuello y la mente. Enseguida pongo bajo el grifo mis manos apestosas a trementina, me froto los dedos contra las palmas, contra los antebrazos, más jabón, las uñas actúan como palancas unas de otras; luego doy unos pasos hacia adelante y otros hacia atrás, agito la cadera, me dejo llevar por la música alucinante de Florence. Este es el espacio donde respiro y exudo eso que se parece tanto a la libertad. Mi padre repite con frecuencia que las personas de apellido Rocca estamos sometidas a continuos cambios físicos y emocionales por las acciones de los agentes geológicos. ¿Qué diablos será la libertad? La libertad es lo que haces con lo que te han hecho, me respondió Sartre en un libro de máximas cuando se lo pregunté. ¿Qué es lo que me entregan el calor obsequioso de los fogones, los hervores de los estofados de carne de res con sobredosis de laurel, los aromas dulzones, incluso tan eróticos, de las cremas de leche aromatizadas con vainilla, las fibras brillantes de las carnes, la crocancia irresistible de los vegetales? Todo esto no es sino una droga de la que no pienso desengancharme jamás. Quizá mi historia con la cocina no es sino la vía que me llevará cada vez más cerca de la mejor versión de mí misma. La cocina no es el calabozo para la tortura femenina, no para todas, al menos no para mí. ¿Qué demonios será la libertad? Lo ignoro, pero bien podría andar por aquí. Respirar y cocinar. Casi todos los días de mi vida, o al menos de lunes a sábado, a eso de las cuatro de la tarde, dejo los pinceles y los óleos; todavía me parece mentira que lleve treinta años dedicada al oficio de hacer réplicas de las más notables obras de la pintura universal. Por estos días ando trabajando en La lechera de Vermeer. Me han llamado falsificadora, y qué puedo decir al respecto, cada quien tiene un concepto del plagio o del respetuoso calco admirativo, yo prefiero autodenominarme copiadora experta. Sí, cuando termino de pintar me dedico a mi ritual culinario, a la preparación de la cena para cada uno de mis siete hijos. Nadie puede ser libre con siete hijos, dice mi padre. Mientras troceo, salteo, blanqueo, glaseo, caramelizo, gratino, aso, escalfo u horneo, me gusta beber varias copas de vino rosado, mi favorito desde hace varios años cuando admití, por fin, que no me sentía cómoda ni con el tinto ni con el blanco; qué placentero es cocinar y tomar mientras escucho un compilado de voces femeninas de todos los tiempos y geografías. ¿Qué demonios será la libertad? Le pregunto con amor de madre al pollo semicongelado que estoy a punto de colocar en el mesón junto con el atado de espárragos, la mantequilla fresca y las cebollas cabezonas blancas picadas en pluma. Todos deberíamos tener un placer doméstico, un pequeño ritual que pudiéramos disfrutar tanto como un masaje o una sesión masturbatoria. Cuando ese hombre holandés, bastante mayor, me pidió en la galería una réplica de La lechera, el corazón me brincó de contento porque me siento vinculada a esa obra, entonces recordé una escena de mi niñez: llegaba del colegio, me sentaba en el comedor, y me quedaba alelada ante esa pintura que mis padres tantos años después aún no han retirado de la pared, y tenía la impresión de que esa mujer, a lo mejor una criada, que está vertiendo leche fresca de una jarra en un recipiente de barro, saldría de ese marco dorado para ofrecerme un vaso de esa leche, quizá dos, y también un trozo de torta de chocolate, con una cubierta oscura y tan brillante como la mente Johannes Vermeer. En esa misma mesa donde la mujer sirve la leche, y en un primer plano, se puede notar una cesta de mimbre que contiene varios pedazos de pan y una jarra azulada, pues me parecía que la torta de chocolate estaba oculta entre los panes que al fin se robaban todo el protagonismo. Parece que no puedo dejar de hablar de mi misma. Por eso ahora voy a hablar de mis hijos. Mis siete hijos son muy diferentes entre sí, como la gran mayoría de los hijos. El mayor acaba de conseguir su primer trabajo en una productora de audiovisuales, llega tarde pero igual se come todo lo que le guardo, él no necesita peinarse gracias al don del pelo bello y dócil, un regalo de la vida que le ha sido negado a tantos. Come a una velocidad apabullante, es como si sintiera la necesidad de competir con algo o alguien, a lo mejor cree que el plato podría devorarse a sí mismo, quizá esa sea la ansiedad más primitiva, y claro, se enfurece cuando le digo que coma en paz, que baje la velocidad, y que al menos disfrute la cazuela de mariscos, su plato favorito. El segundo de mis hijos acaba de graduarse como arquitecto y pasa mucho tiempo en casa, tiene los párpados caídos y unos seductores ojos de color miel con visos de caramelo que casi no deja ver porque prefiere el encierro; sufre del colon, nada le gusta más en la mesa que disfrutar de un plato variado en colores. Es fanático de la comida creole desde una noche en que fue con la mujer más guapa de la universidad a un restaurante con esa especialidad, todo eso tan picante le asesina el sistema digestivo pero él asegura que no le importa, que prefiere morir antes que privarse de ese placer, algo raro en él… tan blando y tan desapasionado.

La tercera de mis hijos está en la mitad de su carrera universitaria y cuando termine quiere diseñar vestuario para producciones de teatro y cine, tiene una obsesión por Audrey Hepburn y anda tan elegante como Holly, su personaje en Desayuno en Tiffany’s. Rosquillas de canela recién horneadas y café negro sin azúcar al desayuno, y también a la cena; ella es la más glamurosa y también la más descomplicada de mis hijos a la hora de comer. La cuarta está en la mitad del bachillerato y sueña con ser reportera gastronómica, se viste de negro, se maquilla como una vampiresa y es aficionada a hacer grabaciones con su celular, son videos sobre comidas y bebidas, de treinta segundos, que luego publica en YouTube. Ella asegura que los ingredientes de la naturaleza que más se quieren son el chocolate y las almendras, es más, no solo se quieren, se aman, se idolatran, por eso no pueden faltar en nuestra cocina. Mi hija está haciendo una larga lista de relaciones entre alimentos, como si fueran personas, ayer me la enseñó. Los que se aman: la manzana y la canela; los que se detestan: los testículos de toro y las habichuelas; los que no deberían estar juntos: el chicharrón, el chorizo y la carne molida en la bandeja paisa; los que sienten una fuerte atracción: el maíz y el queso; los casados para siempre: el pollo y los champiñones; los casados que no se quieren, arroz con Coca–Cola; los que posan mejor para la foto: fresas con crema; los que tienen relaciones poliamorosas de éxito: todo lo que se le ponga a un wok de verduras. Y la lista continúa. El quinto de mis hijos está en último año de primaria y hace figuras en plastilina, sobre todo de personas y de comidas exóticas como el algodón de algas, el arroz de granos azules efervescentes, y la ensalada de panes bañada en salsa de masmelos. El sexto de mis hijos está en segundo grado y atraviesa el periodo de la inapetencia, es poco lo que quiere echarse al estómago, lo único que parece disfrutar son los sánduches de pavo con queso tilsit acompañados por yogurt de mora casero. El séptimo de mis hijos está en kínder, habla con una impresionante fluidez para su edad, es tan rubio y tan caprichoso como su padre y me acompaña en la cocina los sábados. Algunas veces le preparo sopas dulces que sus amiguitos envidian, gracias a esto, él se siente como un pequeño rey, asegura que las sopas de sal son para los niños comunes, y las sopas dulces, para los soberanos. Va por toda la casa gritando: «Mamá ¿cuándo vuelves a prepararme la sopa de fresas con ralladura de coco tostado?» Hoy después de dos semanas por fin podemos cenar todos juntos. El pequeño rey soberano de las sopas dulces, me pregunta qué demonios será la libertad, y si iremos el domingo donde papá, le respondo que no tengo muy claro lo que es la libertad, pero que intuyo que es lo más importante que tenemos, y que es como me siento en la cocina; con respecto a la segunda pregunta, le digo que sí, que iremos a visitarlo. El último día de la semana, mis hijos y yo almorzamos con su padre, nos acompaña siempre su nueva pareja, un guapo cocinero madrileño de ojos tan negros como la tinta de calamar que le pone a los mejores espaguetis que mi ex marido, mis siete hijos y yo hayamos probado en la vida. Mi estómago está agradecido con el novio de mi exmarido por todos los platillos dominicales, aunque al comienzo lo detestó por arrebatármelo sin reparos. ¿Cuántos estómagos podríamos tener los seres humanos? Ahora mismo puedo pensar en el del enamoramiento, en el del miedo, en el de la ira y en el del vacío. Cuatro, como los de las vacas. Mi exmarido conoce muy bien el significado de esa palabra que a mis hijos y a mí nos ronda, nos inquieta y para la que cada día encontramos flojas definiciones. Mis hijos se sientan a la mesa, conversan sobre comida, películas de la cartelera reciente y sobre la impresionante colección de discos de su padre. Devoran, o mejor, devoramos. Y hoy, luego de la cena con mis hijos, cuando los platos quedan vacíos, me levanto de la mesa, los beso en la frente a todos y cada uno, y me voy a mi habitación, al tiempo que ellos llevan los platos al fregadero y los lavan entre bromas y risas. Ya tendida en mi cama, pensando que mañana madrugaré a ser otra vez una copiadora experta, veo junto al tocador a la lechera de Vermeer, no, no es la de Vermeer, es la mía, porque no son la misma, son diferentes; el caso es que es la mía y está de pie muy cerca de mí, bañada en penumbra, con la jarra en la mano, concentrada en ese acto simple y delicado de vaciar en un cazo negro la leche tibia que yo beberé con un toque de miel para dormir mejor, para soñar que soy libre, que mi estómago no odia al novio madrileño del padre de mis siete hijos, leche con miel para soñar que cocino nuevos platos para ellos, pero que un día, sin decirle nada a nadie, me escapo a Europa durante un mes solo para comer y comprar piezas de porcelana para mi cocina. Huiré luego hacia el espacio sideral para soñar, además, que no por ser una Rocca estaré sometida el resto de mi vida a continuos cambios físicos y emocionales causados por las acciones de agentes geológicos.

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* Sonia Ramón

sonia@soniaramon.com

[Reseña pendiente]

3 COMENTARIOS

  1. Tan real e intenso como la vida misma. Repleta de hijos, sueños y deseos por devorar. ¡Bellas letras Sonia Ramón!

  2. Como todo lo de Sonia. Un viaje por entre la metáfora y la fantasía que nos hace tocar hasta las arrugas de la ropa de sus personajes antes de llegar a la moraleja de todos los cuentos donde son sus protagonistas quienes nos tocan.

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