NO CREO QUE DOSTOIEVSKI SUPIERA LEER LOS MAPAS
A la izquierda, Monumento a Dostoievski, dice el plano. Y se retuerce.
La geografía es la cara opuesta de la literatura. Uno entra en un relato con la esperanza de no saber por dónde va a salir. Sin embargo, de las guías, los planos, los mapas y los atlas nadie espera el asombro, mucho menos la confusión. Se exige la certeza. Ahí está el hotel, las ciudades con río no tienen pérdida, justo aquí encontrarás la tienda de souvenirs. Por eso hay cierto desasosiego, un escalofrío casi tectónico, cuando uno pasea por Dresde, Alemania, a orillas del Elba, y se topa con una estatua de Dostoievski. La primera reacción es sacar el plano retorcido y comprobar que no es el de San Petersburgo. La segunda, asomarse al puente más cercano con la punzante angustia de no querer encontrar a La Maga. Aunque eso va en gustos. Vale también buscar a Leopold Bloom con su ración de riñones, por ejemplo. O sospechar del cuervo que cabecea en el parterre de al lado, con cara de nevermore. La tercera, aplicar el oído a la gente que se acerca y comprobar que hablan en alemán, aunque no se sepa distinguir el acento de Sajonia.
No creo que Dostoievski supiera leer los mapas.
Quizá despiste el hecho de que se recorriera media Europa, en un viaje organizado para ludópatas con tendencia a la derrota y la bancarrota, tratando de huir de su sombra después de haber escapado de un pelotón de fusilamiento y del destierro sin necesidad de salir de su propio país. Dostoievski es, de hecho, el primer cronista del ser humano perdido en medio de la nada. Sin brújula, sin reglas, sin mapas ni asideros. Con Dios postrado en la cama exhalando su último aliento y una marea de hambre y rencor acercándose lentamente a los palacios del zar. Sus personajes son los primeros que reciben el castigo de ser responsables de todos sus actos. No hay excusas ni opresores ni instrucciones. Los Karamazov o el príncipe Myshkin son niños que preguntan por sus papás, adolescentes rebeldes que quieren salir volando, rehenes de la historia liberados en medio del desierto, Adán y Eva en las puertas del paraíso, Joseph K. despertando en Marte. Deambulan entre la niebla del día siguiente. Y tampoco saben leer los mapas.
En la otra orilla se come bien, dice el plano. Y se vuelve a retorcer.
Probablemente, nunca hemos estado tan perdidos como ahora. Ni siquiera en la época de Dostoievski. Y uno de los motivos, sin duda, es que ya no nos podemos perder. De camino al Neustadt, el barrio más subterráneo de la ciudad, la biografía dice que Dresde es la última parada en el itinerario de las miserias de Dostoievski, antes de volver a San Petersburgo. Tiene mujer, una hija recién nacida, deudas de juego, hambre, cobros pendientes, nostalgia de país, la inspiración de un cuadro en el museo, problemas de identidad, un nihilismo acelerado, un talento portentoso para escribir y un billete diario de ida y vuelta al infierno. En Dresde redacta Los demonios, donde vuelve a convertir la realidad rusa en la realidad de todos los demás. Dostoievski no sabrá leer los mapas, pero al ser humano, como nadie. En la novela, como en casi todas las que firma, hay personajes empeñados en vivir. Pero en cada página hay un disparo a bocajarro, un puñetazo en el estómago, la sensación de que alguien nos ha dejado a oscuras y somos incapaces de encontrar el interruptor. Y en una ocasión, un fogonazo de esperanza que se marchita tres páginas después. Hambre, patria, dolor y desolación. La literatura de Dostoievski es lo contrario a las guías de viajes, a las crónicas tahitianas de Stevenson, a los cuadernos de bitácora de James Cook. La verdadera aventura no consiste en descubrir dónde vamos, sino desentrañar cómo hemos podido caer donde estamos. Tolstoi recorre la fe en el ser humano. Dostoievski desata la tortura de querer tener fe en la humanidad.
Plato del día, pelmeni.
Nadie espera encontrar un monumento de Dostoievski en Dresde, Alemania. Pero, luego, nadie se sorprende de que exista un restaurante llamado Raskolnikoff. Es la lógica del País de las Maravillas, una vez desencadenado el asombro, ya no hay quien lo pare. Y así, se puede dedicar un restaurante al asesino de Crimen y castigo. Y entrar. Y pedir un plato de pelmeni, los ravioli rusos, y una ensalada. Y comer bien. Y recordar con ternura al pobre Rodión Romanóvich Raskolnikov, homicida a su pesar, víctima sin coartada ni atenuantes. Dostoievski es un autor que conviene leer con las ventanas atrancadas, la lejía y los cuchillos del pan a buen recaudo y la llave del gas cerrada. Pero es capaz de convertir la confesión de su adicción al juego en un divertido relato en El jugador. Y de llenar de entrañable cotidianidad, buenas intenciones, trabas burocráticas y juegos de palabras el tortuoso camino de la redención de un criminal sin vocación. El castigo da la libertad, como en el Sísifo de Camus. El Nobel franco-argelino era devoto de Los demonios. El círculo se cierra, como las fronteras de los mapas.
El hotel está a veinticinco minutos, calcula el plano. Y esta vez, se pliega.
________
* Rafa Burgos es periodista (Alicante, España, 1971). Comenzó su trayectoria profesional en 1997 como colaborador y crítico de cine en el periódico local La Prensa y posteriormente pasó por El Periódico de Alicante (donde asumió también la labor de editor) y Las Provincias (crítico de cine). En 2003 se incorporó a la plantilla del diario El Mundo, en el que ejerció de redactor de Sociedad y Cultura y columnista. En 2012 dejó el puesto para dedicarse a proyectos personales, como el blog El Faro del Impostor (www.elfarodelimpostor.com), un documental sobre el boxeador Kiko ‘La Sensación’ Martínez (actualmente en post-producción) y el libro ‘La feria abandonada’ (Barbara Fiore Editora, 2013), del que es coautor junto al dibujante Pablo Auladell y el poeta Julián López Medina y que acaba de ser traducido al francés (‘La fête abandonnée’, Editions de l’An 2, 2016). En la actualidad, escribe la columna semanal ‘Vals para hormigas’ para el diario Alicante Plaza. Se le puede seguir en Facebook (El Faro del Impostor) y Twitter (@Faroimpostor).