NO LE VENDERÍA MI ALMA AL DIABLO, PERO SI DEBO HACER ALGO CON ELLA, MEJOR SE LA VENDO A ÉL PARA QUE ME DÉ CUATRO MILLONES DE PESOS A CAMBIO
Por Julián Silva Puentes*
Finalizando diciembre del recientemente difunto 2019, escribí un artículo bastante deprimente titulado «Vendería mi alma al diablo por cuatro millones de pesos», cuyo tema era justamente mi acuciante necesidad de esa suma para saldar unas deudas antes de finalizar el año. Me encontraba tan desesperado que en realidad lo hubiera hecho, me refiero a ofrecerle mi alma al Diablo si es que semejante cosa es posible. Entonces miraba al cielo y decía «si estás allí Diablo, llévate mi alma y dame lo que te pido porque de verdad estoy desesperado». Inmediatamente me sentía muy mal, debido a que fui criado para pensar que Dios y el Diablo existen y que el alma es el bien más preciado para los dos. Así que me santiguaba y pedía perdón a Dios sin dejar de picar el ojo al Diablo en caso de que se decidiera a mandarme el dinero como prueba de buena y desinteresada voluntad.
Pasé dos noches terribles después de eso pensando en la posibilidad de tener mi alma prendada en la compraventa del infierno. Mi mujer me preguntaba qué me pasaba, y yo no sabía si decirle que tenía miedo por mi alma o por los cuatro millones de pesos que debía. «Comí demasiada Nutela», le respondía, tratando de justificar mi ir y venir por la cama sin lograr conciliar un sueño que estaba demasiado lejos de alcanzarme.
Finalmente, al tercer día de mi tormento, la providencia me escuchó en lugar del diablo (no tengo manera de probar lo uno ni lo otro) porque recibí justamente la suma que estaba esperando. Me arrodillé y le di gracias a Dios sin dejar de pensar que el Diablo me sonreía desde debajo de una piedra; y así, con el peso de mi educación católica apostado en mis hombros, seguí temiendo por mi alma inmortal hasta que decidimos recibir el nuevo año en la costa. Entonces todo fue sol, música estridente, cerveza a las 11 a.m., y todas las cosas divertidas que haces cuando tu mujer es terriblemente hermosa y no importa adónde mires, todo lo que hay son palmeras y el reflejo de sol en el lecho infinito del mar.
Pero eso fue entonces y ahora es ahora. Antes de hoy, 27 de enero de 2020, las expectativas del nuevo año se presentaban como un abanico de oportunidades sin fin. Y así fue como llegamos de la costa: con el espíritu en alto sintiendo que el mundo era nuestra ostra. Eso pensamos hasta que empezó a llover y a hacer frío, porque así es Bogotá y a la costa se va únicamente a final de año cuando las posibilidades parecen infinitas y la esperanza y optimismo invaden hasta el más sarcástico de los existencialistas.
El artículo que escribí el año pasado acerca de venderle mi alma al diablo no lo envié para su publicación debido a que me avergonzaba mostrarme así de honesto en un momento tan deprimente de mi vida. No obstante, el fin de semana pasado me di cuenta de que no tenía dinero suficiente para pagar unas cuentas bastante urgentes, y de nuevo regresé al pequeño infierno que significa enfrentar la inevitabilidad de los bancos y las deudas. Entonces entré en pánico, una vez más, y me di a pensar en la única solución posible para salir del apuro: pedir dinero prestado. Ahora bien, cuando le has pedido dinero prestado a todo mundo, así hayas pagado cada una de tus deudas, resulta de alguna manera ofensivo para quien te prestó dinero en un principio pedirle una vez más. Eso es algo que jamás he podido entender; me refiero a que si tienes dinero y puedes y lo has prestado, ¿qué importa prestarle una vez más al pobre diablo que siempre está necesitando algo extra para llegar a final de mes?
Soy de la opinión de que todos los que no piensan como yo son unos imbéciles porque muy en el fondo me creo mejor que la mayoría. De manera que si tienes dinero y no me lo quieres prestar, pienso que eres un cretino sin alma ni corazón. En mi mundo, me refiero a la percepción que tengo del mismo, alguien que cuenta con dinero de sobra debería prestárselo a quien se lo pide sin chistar. Ahora bien, muy probablemente, si yo tuviera dinero de sobra, sería justamente como ellos y hasta peor, tan tacaño como un irlandés seguramente, pero como no tengo dinero ni propiedades, me deshago en palabras nobles y justas con respecto a mi persona. Ya se sabe: virtuoso es aquel a quien se le ha puesto a prueba. Yo me siento muy bueno y noble porque no tengo poder sobre nadie como para arruinarle la vida. De esta manera, se puede decir que la virtud es como la presunción de inocencia: se es una u otra cosa hasta que se demuestre lo contrario.
Soy consciente de todas las cosas que estoy diciendo en este momento, es decir, cosas tan agobiantes, pero a veces me dan ataques de sinceridad y creo que si se va a hablar acerca de algo personal, lo mejor es decir lo que se piensa así quedes como un cretino, porque cierto es que todos tenemos una idea muy elevada de nosotros mismos y pensamos que nuestras experiencias y por ende nuestra opinión, son más válidas que las del resto del mundo.
Eso pensaba hace unos días. Pero ayer fue ayer y hoy es hoy.
Después de un fin de semana de hacer las cosas divertidas que haces con tu mujer en la cama y de pedir comida a domicilio y ver películas de la mañana a la noche, llega el lunes como una patada en la cara recordándote todo aquello que debes y la imperiosa necesidad de conseguir a quien te salve una vez más la vida, porque en cuestiones de dinero, a falta del Diablo, siempre hay alguien a quien acudes para que te rescate de las garras de la dilapidación y falta de prevención para el futuro tan propias en ti, porque no importa qué tan bien ganes, siempre hay maneras de tratar el dinero como si fuera una tontería y no aquello que mueve los engranajes del mundo y del orgullo de las personas: el dinero, el verdadero Dios a quien aprendemos a rezar desde la infancia y hasta que partimos de este mundo, dejando la piel en el intento infinito de hacernos ricos para dejar de pensar en lo bueno que sería vivir sin la inacabable tortura del dinero o lo que es mejor: de la falta del mismo.
Lunes en la mañana.
Jamás he podido con la terrible sensación del lunes cuando soy consciente de todas las cosas que me esperan al salir de la cama. Y es justamente porque no puede uno esconderse de problemas tan específicos como las deudas y el contrato de prestación de servicios que está próximo a terminar, que debo enfrentarme a la horrorosa tragedia que me ha perseguido desde que tengo 24 años de edad y debí valerme por mí mismo: el dinero.
El mundo y la vida en general se ven más tolerables cuando tienes trabajo y una buena suma de dinero te llega sin falta a principio de cada mes: Australia se está incendiado… «¡Qué mal!», te dices sin dejar de pensar en los amigos que dejaste cuando viviste allá. Pero eso era antes y ahora es ahora. Ahora, estando tan lejos de Oceanía, poco te importa que el mar se lleve a Sydney de un lengüetazo o que a Melbourne se lo trague el río Yarra con todo y la monumental Flinders Train Station a cuestas.
Con dinero en el bolsillo la situación de cualquier pobre diablo que no seas tú, te tiene sin cuidado. Hasta hace algunos meses miraba con indiferencia a los venezolanos que venden dulces en los trasmilenios de Bogotá; incluso me atreveré a decir que me enfurecía escucharlos hablar de la situación de su país y lo duro que es para ellos hacer lo que hacen en las calles. «No es mi problema que no tengan para comer y que a su país se lo haya llevado el putas desde hace tantos años», pensaba. Pero ahora es ahora. Ahora que mi trabajo se acaba y que debo conseguir cuatro millones de pesos como sea, la miseria de esas personas que hablan tan parecido a nosotros los Colombianos y que incluso se parecen a nosotros, los venezolanos, me conmueve, porque mi situación, a pesar de no ser ni medianamente como la de ellos, es preocupante en el sentido en que dentro de poco deberé buscar trabajo una vez más, siendo uno de mis mayores temores regresar al call center en donde trabajé cuando regresé a Colombia hace unos años. ¿Deberé trabajar una vez más allí? Ganar menos de 500 dólares mensuales en este país es una abominación. Hay gente que no gana ni siquiera eso y que aún así debe trabajar 60 horas semanales, lo sé, y de verdad lo siento por ellos, pero yo no soy ellos y por ende, mis problemas son para mí más terribles que los de Haití y Venezuela a pesar de que tengo comida en la barriga y un lugar hermoso y lleno de lujos para protegerme de la lluvia y el frío en las noches.
En pocas palabras: me importa un comino el mundo entero porque yo no como o dejo de comer si en Zimbaue la gente muere de hambre o a la China la está invadiendo una nueva y terrible enfermedad que según se dice, puede convertirse en pandemia dentro de poco.
Quisiera hablar con más gracia y decoro acerca de mí mismo, pero estoy cansado de pretender ser una mejor persona de la que en realidad soy. Yo, Julian Silva Puentes, soy tan egoísta como el resto de ustedes y también puedo ser bueno cuando mi situación es buena, especialmente si tengo dinero en el bolsillo y veo con magnanimidad a un mundo hermoso pero bastante brutal cuando no cuentas con una bonita suma en el banco.
Viernes 31 de enero.
Han pasado cuatro días desde que conseguí los cuatro millones de pesos que me hacían falta. Al final del lunes me los prestaron y entonces me puse muy feliz. El día de hoy, sin embargo, mi contrato de prestación de servicios llegó a su fin. Hoy viernes 31 de enero de 2020, regreso a las filas del desempelo, justo como me sucedió cuando regresé de Australia en 2017. En ese entonces trabajé en un call center (en tres ocasiones diferentes) y en una firma de abogados en donde me pagaban como a un practicante, incluso ganaba menos que en el call center a pesar de que en la firma legal representaba los intereses ante los estrados judiciales de los pobres diablos que no podían pensionarse y debían morir, como sucede tantas veces en este país del Sagrado Corazón, trabajando a los 70 años de edad, enfermos y solitarios vendiendo cigarrillos en las calles.
De manera que aquí estoy: viernes 31 de enero de 2020 a medio día, tomando una cerveza y pensando cuál será mi siguiente movimiento. Al igual que yo, muchos otros colombianos están pensando qué hacer ahora que su trabajo llegó a su fin. Contratos de 3, 6 y 11 meses si es que tienes suerte, es lo que Colombia tiene para ofrecerte. Conseguir un contrato laboral a término indefinido en este país es como ganarse la lotería. No importa qué tan bien o qué tan mal hagas tu trabajo, cuando una nueva administración llega debes despedirte de tu estabilidad y saludar una vez más a la grandísima puta de la incertidumbre.
Hace mucho no bebía a esta hora entre semana y mucho menos a esta hora. Por un momento alcancé a pensar que me encontraba en Manila en 2016, cuando debí permanecer 3 meses allí esperando a que me llegara la visa para regresar a Australia. En aquel momento mi situación era realmente desesperada: no tenía dinero para volver a Colombia y no tenía visa para regresar a Australia. Debía permanecer día tras día en Filipinas con unos pocos dólares en el bolsillo rogándole al cielo o al infierno que me llegara la visa para regresar a Melbourne una vez más y así trabajar hasta pagar la deuda que me pesaba más que nada en aquellos días. Sobra decir que todo salió bien porque al final regresé a Colombia. Así que aquí estamos otra vez. ¿Qué hacer ahora? Los cuatro millones de pesos los conseguí, de manera que ese no es el problema del momento. Ahora el problema consiste en ¿qué voy a hacer ahora que no tengo trabajo? Podría dedicarme a escribir, pero esto que hago aquí y ahora no me representa ni siquiera diez mil pesos así como tampoco las novelas ni los cuentos que tengo por todas partes publicados o en espera de que se publiquen.
No sé qué será de mí ahora, pero sí sé lo que los tres pobres diablos que me leen harán a continuación: salir a beber a las 2:04 p.m. o permanecer en la casa porque no tienen dinero para beber ni para hacer nada que represente más de veinte mil pesos. Yo tengo mi último pago en mi cuenta bancaria, así que puedo emborracharme hasta mearme los pantalones en la calle. Y eso es justamente lo que haré.
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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.