CÓMO ENCONTRÉ DE NUEVO A MARÍA
Por José Ignacio Escobar*
Me dije mil veces que no estaba solo, tonto yo, tonto el inconsciente, tontas y estúpidas mentiras piadosas. María ya no estaba, era la única certeza. Pero la veía en cada rincón, pensaba en ella todo el día, la poseía cada que tomaba mi miembro con presteza bajo las cobijas y miraba el techo. Proseguí mi vida como si nada hubiera sucedido, parecía un fantasma de esos que ni siquiera asustan a las abuelas dormidas plácidamente en sus lechos de muerte. Salía a hacer la compra, ventilaba la casa, abría persianas y ventanas, lavaba con ahínco el baño y trapeaba y barría la casa. Parecía todo normal. Hasta trabajaba, que ya es mucho decir. Y me levantaba en las mañanas con ganas de tomar un café y comer un cruasán. Lo típico de cualquier humano.
Pensaba en mi soledad todo el día. Me hartaba sin embargo pensar en ella. Me dejaba la lengua con sabor a óxido. Pero no tenía más. Saludaba a los vecinos al salir del ascensor, en el parque con un par de conocidos hasta podía cruzar dos palabras. Todo era insípido. Cada día, cada hora, cada minuto. Beber solo por pasar las horas. Escuchar música para lo mismo.
Tuve una sensación extraña, no obstante, una vez que salí al centro de la ciudad. Al salir del metro y ver las construcciones milenarias, gigantescas, majestuosas, todos los almacenes de las grandes marcas, los teatros, las últimas películas exhibidas en carteles luminosos, ostentosos, sentí que aunque yo era minúsculo a su lado lo era tanto como el resto. Pequeñas e insignificantes marionetas tratando de sobrevivir en nuestras cochambrosas moradas. Me agradó caminar por allí, topo salido a la luz del sol, con mi soledad a cuestas. ¿Quién era yo? ¿Quién había sido? ¿Quién sería? Lo desconocía. ¿Mi historia con María estaba suspendida? No sabía absolutamente nada de ella ni de mí.
Lo único que pude rescatar esa mañana mientras paseaba por la gran avenida rodeado de grandes edificios fue: me encantaba el olor del cabello de María. Lo llevaba pegado a mi nariz, cada paso me llevaba más hacia el interior de su cabello. Al entrar a la estación Callao me sumergía en su cabeza, en sus pensamientos; tomaba el metro e iba a la biblioteca y ya atisbaba tras su oreja, su mejilla, y olía con fruición, degustaban mis labios esa piel tersa y suave. Luego tomaba una bicicleta y me dejaba llevar por la velocidad, cuesta abajo, los buses raudos pasaban por mi derecha y las patrullas de la policía perseguían a algún infractor de turno.
¿Cómo percibir que mi vida estaba suspensa, como María, como mi alma, como su alma, como una historia de tantos años? Cuando terminé mi recorrido en bicicleta fui al parque del barrio donde solía tomar el sol la gente en otoño. Me tumbé en el césped aún con el rocío de las diez de la mañana y me olvidé de todo. Recorrí el cuerpo de María con timidez. Atisbé sus tetas y la abracé sin pudor. Tuve frío a pesar del sol y me arropé como si estuviera en casa, cerrándome el abrigo lo más que pude y colocándome en posición fetal. Luego dormí mucho rato sobre ese césped aún húmedo.
Mis pasos al levantarme y marcharme se hicieron dubitativos, algunas veces. Sonreí a la duda, le escupí en su cara. Le dije que podía o no tener respuestas. Así es la vida, le dije tontamente a mi duda. Tomé con miedo la mano de María, o lo que creía que era su mano, y me llevó hasta un lugar donde compré comida. La mano de María luego siguió y se perdió en una calle que no tenía fin. Luego me topé con su rostro en la vitrina de una farmacia, pero cuando volteé a mirar no había nadie. Así era María: impredecible. Me fui a comer fuera de un museo mientras observaba a miles de familias al parecer felices. Niños en patines, niñas apostando carreras por la misma acera y carcajeándose por ganarles a sus hermanitos mayores. Un padre con su hija sobre los hombros. Una madre sosteniendo la bicicleta de su hijo. Y una chica que pasaba se rio de la escena idílica. Alcancé a ver a lo lejos una peluquería y un Burger King. Y muchos carros y buses, y personas que pasaban en las bicicletas eléctricas hacia sus trabajos.
Quise despejar mi mente porque me empezó a arder la cabeza. ¿A dónde ir luego? A trabajar a casa. Esa era una posibilidad, pero no necesariamente una respuesta. ¿A amar a alguna chica en la noche mientras bebíamos en un bar de la periferia? ¿Qué era aquello que perseguía con dulzura, con fascinación? ¿Qué era aquello por lo cual podría recorrer kilómetros, miles, millones, sin sonrojarme?
María de nuevo me tocó la espalda y sentí luego una caricia en la mejilla. Era ella, tuve la certeza, aun cuando no alcancé a girarme de inmediato. Comencé a pensar que era un juego. Macabro. Y me cansé al instante. Me entró un sueño de los mil demonios. Pero no quería regresar a casa a trabajar. Al menos no hoy. Solo tenía dos opciones: o seguir allí estacionado o caminar. Así que deduje que las calles podrían llevarme a algún lugar. Tal vez a otro parque. Y efectivamente me encaminé hacia El Retiro. Allí las hojas caídas sobre las aceras, sobre el césped, me trajeron tranquilidad. Y de nuevo una aparición instantánea a lo lejos: María sobre el césped boca abajo, sus nalgas perfectas, su cabello lacio, su incógnita presencia toda para mí.
Me dirigí al lugar confiando en que no desapareciera. Tuve un miedo terrible, un miedo que me heló los huesos. No quería que desapareciera. Quería echarme a su lado en el césped y contarle todo. Mis errores, mis culpas, todo yo allí, desposeído, desprotegido, en esa charla del resto de tarde, noche y amanecer. Me recosté boca arriba mirando el cielo que ya anunciaba el atardecer. Ella me dijo, mientras yo suplicaba que fuera su voz, su tono, su calidez:
–Hay arreboles.
Luego me fue narrando cómo se escondía el sol, cómo se movían los árboles, cómo cada hoja caía tímida sobre el césped. Yo parecía un ciego dejándome guiar en ese mundo desconocido. Fue tan valiente como lazarillo que incluso se atrevió a pasar del atardecer al pasado y me habló de mi mano sobre su mano, de mis mejillas, de mis dedos y mi pene erguido; me narró noches pasadas, fuegos artificiales, vinos y festejos en familia, viajes, carreteras olvidadas y hoteles malolientes o con vista al mar. Se atrevió a escarbar en mi pasado, en el suyo, mientras yo embelesado escuchaba ya en la oscuridad del parque, cuando solo nos abrigaban las estrellas en esa noche de otoño.
Fui todo oídos y no quise pensar en más. Ni en calles, ni en trabajos, comidas, vitrinas, violencia. Estaba calmo por fin. Hasta que después de horas enteras, ya cuando no descifraba nada de su rostro, de su cuerpo, sentí el olor de su cabello sobre mi nariz. Luego no me preocuparon las respuestas. Tampoco mi soledad. Sentí que me acariciaba los cabellos y yo, atrevido, posé mi cabeza sobre su regazo. Nunca supe cuánto tiempo pasamos allí. Yendo al pasado, palabra va y viene, yendo al futuro, con palabras que se iban también como volando sobre la negrura de ese firmamento frío y azaroso. Le dije que no parara, el silencio no me hacía bien. Tiempo después, desconfiado yo, quise preguntarle su nombre. Pero no hubo respuesta, solo una caricia en mi mejilla, y más historias. Así fue como encontré de nuevo a María.
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*José Ignacio Escobar (Medellín, 1979). Escritor y editor. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Máster en Edición de la Universidad Complutense de Madrid. Publicó en 2010 Historia de un hombre que soñó (Hombre Nuevo Editores). El mismo año obtuvo el Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán, con el libro Tiempo de zozobra. Finalista en 2017 del I Concurso de relatos Yarning (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, Gobierno de España). Ha colaborado en diferentes medios nacionales e internacionales, como la revista Comunicación, Letralia, Libros & Letras y el Literario Dominical El Colombiano. Ha trabajado como corrector y editor en España y Uruguay. Actualmente es colaborador del Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República y trabaja como corrector de estilo para varios Fondos Editoriales.