Diario de un cronopio salvaje

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OCTUBRE 31

Por Santiago Andrés Gómez Sanchez*

Satisfecho luego de un duro trabajo, tanto en la tesis como en el nuevo libro de cine. Esta tarde casi lloro enviando el texto ya listo de Sabedores del cine colombiano a Leo y Yuri.

Noviembre 2

Lo único que quiero es garantizar mi bienestar para leer lo que quiera. Para escribir con calma. Para descansar de verdad. Para estudiar historia del arte, historia de la literatura, historia de la música, historia del cine, historia universal. Lejos de las modas y las exigencias cualesquiera.

Ahora, ese bienestar solo puede estar garantizado por una actividad que permita mirar los árboles. Y mirar es un acto que se da en el tiempo. Un acto, por lo tanto, que da frutos. Pero también un acto que merece el abandono a una forma. Tal vez lo importante sea mirarlo a todo como a un árbol, como una forma espacial de la música. En ese sentido, enredarse en la apariencia de las cosas es saludable en sí mismo, y habría que ver si no solo consiste en eso la bondad de sus repercusiones, sino que es un sentido previo, un nuevo origen que revierte el sinsentido de todas las actividades.

Caminar, cocinar, hacer música.

Aunque todo haya terminado en devastación, preserva el disfrute de lo humano en ti.

Noviembre 17

Elige solo hacer lo justo.

En Cali tuve un sueño impresionante. No lo he transcrito por literal falta de tiempo. Requiere atención y pausa el hacerlo. Soñé que bajaba huyendo por una loma (todo esto era una acción en la que la loma era el bajar: podría decir mejor «por una loma bajaba huyendo») con una compañera de vida que podía ser Clemencia o podía ser Adriana, una verdadera cómplice, pero que quedaba rezagada. Yo sabía que ya estábamos a salvo, y que habíamos logrado superar algo. Nos descolgábamos por un sendero, aunque yo ya sabía que no íbamos juntos, que, de algún modo, podía cada uno de los dos seguir su rumbo. Yo no la volvía a ver, y el sendero estaba hecho de escalones de madera, como esos escaños que contienen al suelo, y de pronto se habían verticalizado, y eran marcos de ventanas, como si yo fuera bajando por la pared de un edificio. Mi misión estaba cumplida y yo no resbalaba ni caía, mis pies saltaban de ventana en ventana, y ahora estaba por Provenza, como por los lados del Social, o más abajo, por Berlín, y estaba atardeciendo en un día nubado y soleado al mismo tiempo. El cielo refulgía en malva, y yo sentía que ya era alguien, no en un sentido propiamente social, sino existencial, pero que comprendía también la condición humana. O sea, también era alguien socialmente, pero sobre todo como realización personal, de haber cumplido con un deber que era también un sentido, un sueño y un destino, un compromiso conmigo mismo. Me sentía libre de obligaciones, presto al descanso, no desatado del todo, sino al fin dueño de mí. Estaba en el Parque del Poblado, ya era de noche y oía una versión lenta de Satisfaction, y era que los Stones estaban dando un concierto allí, aunque no es que hubiera mucha gente. Estaban los que eran, o sea, los que valoraban ese tipo de música.

En su mayoría era gente no muy joven, pero menor que yo, como de treinta, y había gente como yo también, pero eso era algo que sentía más que veía. Todos estaban relajados, sentados, tomando cerveza. Lo que veía sobre todo era en el escenario a Chewbaka con guitarra eléctrica alzando los brazos y luego haciendo como una venia, doblándose hacia adelante, ayudado por sus amigos, que no eran los Stones, sino como cinco o siete personas del común, como si él estuviera viejo y cansado, y yo sabía que él era Keith Richards disfrazado, y yo me decía a mí mismo: por debajo está el disfraz, o algo así (ya lo olvidé, pero la variación es igualmente importante).

Como si Richards fuera el disfraz de Chewbaka, un disfraz interior, una meta que uno se pone, un objetivo y una certidumbre secreta. Al fin el monstruo cansado se retiraba, y la música volvía a tomar su ritmo habitual, en medio de las aclamaciones de la gente. A Jagger no lo veía, pero su voz seguía en el aire y era la de alguien sabio, que se mide, un viejo que no trata de subir mucho el tono. Será que ya hecho el trabajo, uno se hace eterno, o uno logra eternizar una imagen (una imagen que vela o esconde a su conciencia, a su secreto). En verdad, como si despertara a una realidad superior, todo era una gran llanura en un día iluminado pero no soleado. La hierba no era crecida, era menuda, no verde, como amarillenta. Era un territorio alto, más bien frío, pero árido. Y en la lejanía pasaban montañas. Era también como un valle, entonces. El día era fresco, privilegiado, de un clima sano, exaltador. Y en el centro, había un montículo, con un libro, como una Biblia abierta. Yo me acercaba y leía varias frases al azar en páginas que buscaba sin orden pero señalaba con interés con mis dedos, hasta que di con un pasaje que me di cuenta con una convicción clara de que era el preparado o escrito para mí. Era un párrafo largo, como una oración, y una de sus frases era: «Que la onda de la vida te colme en su plenitud de paz». Esa frase sí la recuerdo a la perfección. La frase final también: «Nadie te ha olvidado».

Por el lado pasaba sin que yo le prestara mucha atención Alejo Cock. Era como si yo supiera que él siempre está por ahí. Y Alejo hacía un comentario ininteligible, como un sonido gutural de asentimiento, y seguía hacia adelante, hacia una hondonada que bajaba hacia una laguna. En el aire sonaba un bello canto de pájaros y Alejo, mientras se metía descalzo a la laguna, que no era muy honda, me decía: «Te voy a dar un regalo». Yo sabía que el canto era de una parejita de pájaros que estaba en un arbusto adentro de la laguna. Pero ya los pájaros eran unas garzas que enfrentaban a Alejo a la defensiva. Entonces Alejo se sumergía y el canto se volvía un par de frecuencias puras, una sobre otra, y las garzas eran ya dos peces azules con filamentos amarillos iluminados que nadaban en el fondo. Alejo pasaba una bolsa de plástico alrededor de ellos y los capturaba limpiamente, para Adriana y para mí, sonaban dos notas hermosas, como dos pasos en el aire, y yo me daba cuenta de que mi amigo los había cazado y eran para nosotros, pero me dolía verlos presos y me dolía que el plástico sea tan dañino para el planeta. En ese momento desperté.

* * *

La presente columna, Diario de un cronopio salvaje, son tajadas de vida, como llamaba el gran cineasta Louis Feuillade al cine, son estas páginas extraídas del diario de un crítico solitario, narrador alucinado, estudiante eterno de literatura, cine y música.

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*Santiago Andrés Gómez Sánchez (Medellín, 1973) es periodista de la Universidad del Valle, magíster en literatura de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los libros Madera Salvaje (novela, Ediciones B, 2009), El cine en busca de sentido (crítica, Universidad de Antioquia, 2010), Los deberes (cuentos, Universidad de Antioquia, 2012), Todas las huellas. Tres novelas breves (novela, Universidad de Antioquia, 2013), La caminata (cuentos, EAFIT, 2015), El cuarto asesino (novela, Universidad de Antioquia, 2016), Certeza de lo imborrable. El cine en busca de sentido, vol. 2 (crítica, Universidad de Antioquia, 2017), La Musa asesinada. ‘Conversación en la Catedral’, de Vargas Llosa: novela marxista (crítica, Universidad de Antioquia, 2018), Régimen de criterios. Cines y cineastas colombianos (crítica, Editorial Deliberar, 2019) y Diálogo de raíces (cuentos, EAFIT, 2019). Entre 1992 y 2011 fue crítico de la revista Kinetoscopio y del diario El Colombiano, de Medellín. En 1994 fundó la Corporación Cultural de Video Independiente Madera Salvaje, con la cual ha realizado 28 obras audiovisuales de corto y largometraje en los géneros de documental, ficción y experimental. En 1996 recibió el Premio Nacional de Video Documental por Diario de viaje, considerada una obra pionera en el cine de ensayo en Colombia. En 2014 fue merecedor de una beca a la creación del Municipio de Medellín para la escritura de su libro La caminata. Ha sido profesor de historia del cine, apreciación cinematográfica, lenguaje audiovisual y teoría del cine en EAFIT, la Universidad de Antioquia y el Politécnico Jaime Isaza Cadavid. También ha sido jurado en la convocatorias del Ministerio de Cultura, el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, IBERMEDIA y la selección de la película colombiana para los premios Oscar, Goya y Ariel. Actualmente es candidato al Doctorado en Literatura de la Universidad de Antioquia. Como músico, grabó el disco Savia con el grupo Los Dados y persiste en ser rockero de tiempo completo.

 

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