Por Reinaldo Spitaletta*
Claro que había materia novelable en Antioquia a fines de la centuria del XIX, que se discutía, en revistas, corrillos y tertulias, acerca de si había posibilidades de crear una literatura regional, con una suerte de canon estético que diera no solo lustre sino identidad a letras, escritores y a las gentes del territorio, que para entonces poco tenía que ver con las tierras bajas e ignoradas del Magdalena Medio, Urabá y otras adyacentes. Casi al cierre del siglo, ya Tomás Carrasquilla se había erigido como un escritor que no estaba solo por asumir el asunto del color local, sino que, a través de sus personajes y circunstancias, apuntaba a una crítica social, de fondo, en medio de las ideas de progreso, riqueza y trabajo de entonces.
El escritor de Santo Domingo, radicado en Medellín desde su adolescencia, había publicado en la última década del siglo obras como Simón el mago (1890) y una novela de gran calado, por la construcción de personajes y el hondo cuestionamiento a los comportamientos de los nuevos ricos y otras actitudes sociales que los instalaron con creces en el realismo, como fue Frutos de mi tierra (publicada en 1896).
En el número 3 de la revista El Montañés se publicó en noviembre de 1897 (pp. 113-133) el relato Blanca, de Tomás Carrasquilla, para algunos un cuento; para otros, novela corta, en cuya forma y contenido quien se convertirá en el primer escritor profesional de esta comarca, retorna a la arena pública con sus cuestionamientos sociales a sectores de la élite, simuladora y arribista, y en su óptica minuciosa aprecia el rol de las mujeres y los niños, en la vida familiar. Hay que recordar que el autor se destacó en sus creaciones por la construcción maestra de personajes femeninos y de infantes, como se puede leer en obras como La marquesa de Yolombó, Rogelio, Entrañas de niño, El rifle, Ligia Cruz, entre otras.
Dedicada «a las Damas de Medellín», Blanca es un fresco en el que se pueden situar y examinar aspectos de la ciudad finisecular, los discursos del progreso, los imaginarios en torno a la religiosidad, el modelo mariano implantado por la Iglesia para ahormar las conductas y comportamientos femeninos, además de significados alrededor de la familia, con los papeles interiores, domésticos, o entre paredes, de la madre, y el afuera, el mundo y sus placeres, para el hombre, el padre, el macho.
Distribuido en ocho apartados, es un relato en el que, de inicio, surge el «sello disparatado de la estética infantil», en este caso de una niñita, un encantador ángel, apenas en flor, que ya muestra los influjos de las celebraciones y festividades virginales. Altares, plantas, arquitecturas domésticas, oraciones y cánticos van configurando una atmósfera del adentro, de una casa de generosas amplitudes, espaciosa, con presencia de servidumbre y en un ambiente sin aparentes perturbaciones, excepto las preocupaciones de una señora de nombre bíblico, Ester, el ama de casa, la que ya perdió un niño y en el que Blanca aparece como el centro del universo familiar.
Carrasquilla, un forjador de caracteres, muestra su sapiencia literaria al nombrarlo todo, como debe ser: plantas, flores, arquitecturas, vestuarios, y un ambiente doméstico en el que la niña, protagonista de la obra, construye un altar a la virgen, adobado con cánticos como aquel de Bendita sea tu pureza. La chiquilla, de inquieta vivacidad, con su voz presenta en un recurso literario de alto vuelo, a su familia con oraciones y ruegos: «¡Virgen María queridita! ¡Virgen linda de mamacita y de papá! ¡Virgen María de Pepito y de ‘Maximito’ hermoso, de Alberto, ¡de bebé y de Carlitos!».
Y además este es el momento de introducir en ese paisaje variopinto de lo doméstico, de la casona de familia distinguida y buen tono, a las mascotas, como Almamía, de «blancura de algodón boricado» y «manitas de felpa». Es, en un principio, el mundo multifacético visto por Blanca, que todo lo llena con su parla (no tuvo tiempo para la media lengua, se dice) e inocencia, con sus comportamientos y despertares lúcidos.
En las primeras partes del relato el narrador eleva casi a altares sacrosantos a la niña, siempre en primer plano, preparando el terreno para ir desvelando las relaciones familiares, la posición del padre, Alberto Rivas, el Negro, apuesto, una especie de donjuán europeizante, con ojos de árabe, agitanado, que se convierte en atracción de damas y en centro de miradas de los de su clase social. Ester, que desde los diecisite años se casó con el hombre que amaba desde los nueve, creyó que con ese matrimonio de alcurnia y sociedad había alcanzado la dicha, lo apetecido, el paraíso terrenal.
Rivas era, como lo advierte el narrador, el «gran partido» de Medellín, que, en medio de las poses, los atuendos, las superficies y relumbrones, los buenos modales, es capaz de solapar una «lepra que lacera». Era un sibarita. «El placer era su meta». Un buenavida. Uno que se casó con una dama de alcurnia, de su misma clase, y que, tras las enfermedades de la mujer, comienza a denotar los cansancios de la vida conyugal, sobre todo en alguien como él, que está más pendiente de viajar a Europa, de distinguirse como alguien que gusta del Sport, de lo mullido y placentero, que de pararle bolas al hogar.
Con el escalpelo del narrador minucioso, certero, se van abriendo los caracteres de uno y otra, y, en el medio, como una enviada divina, angelical, Blanca hace las veces de sustancia equilibradora, de catalizador, en un matrimonio inestable, en el que la niña, con sus declamaciones, ocurrencias y ternezas, es la que mantiene una especie de ambiente feliz, en el que hay presencias de abuelos, tíos y las muchachas del servicio.
En el relato, adobado con novenarios, canciones de época, trabalenguas, recitaciones, se va dando una radiografía del mundo interior, de la casa, de las relaciones de familia, del desmoronamiento de unas relaciones hasta cuando un hecho pone al hombre de sociedad, de fiestas y clubes, en un encierro obligado por un accidente que sufre al caerse de una bicicleta. Alberto hasta entonces se preocupaba más por el «sport rodado», por la diversión y la fama de ser el ciclista número uno de la ciudad, por sentirse visto por las muchachas que suspiraban por ese «meteoro», esa fulgurante estrella de sociedad. No era de su interés lo que sucedía de puertas para adentro en su casa.
Y, de súbito, ante lo inevitable, la convalecencia casera le cambia el punto de vista a Alberto, y a la vez se torna en ocasión nada desdeñable, en coyuntura precisa para el ejercicio de un género de venganza mujeril. La alianza tácita entre Ester y Blanca para atenderlo, para consentirlo, casi que hasta asfixiarlo con excesivas atenciones, para que la niña vaya y venga con mimos y caricias para papá, hace que el «hombre de mundo» vuelva sus miradas hacia la familia.
Todos los cantos que Blanquita aprendía de la dentrodera, los rezos transmitidos por la mamá, los cuentos de la planchadora (la misma que en una parte del cuento dice: «esta niña no se cría»), toda esa balumba de decires y orares, los transmitía la niña con la intención de divertir al papá. Era toda gracejos, coplas, invocaciones. Blanca, dueña de imaginación y creatividad, de inteligencia y simpatía, hacía de la estadía del padre en casa una especie de jolgorio, con muchas dichas. Y así, al ir disminuyendo las visitas de sus amigotes de casino, la reclusión doméstica de Alberto se convirtió en una novedad para él en su relación con esposa e hija. Un descubrimiento forzoso del clima hogareño.
La sutileza del narrador es tal que en un momento dice que por Alberto no tener «el dulce vicio de la lectura, si se exceptúa la de periódicos europeos», al hombre solo le quedaba aceptar sin remedio la permanente presencia de Ester y Blanca. En este punto de la obra ya hay cuestionamientos hondos a la simulación, la pose, el esnobismo de un sujeto de la «Jai», insustancial y vacuo. Y como a propósito del accidente y su obligatoria estancia en casa, el Negro se da cuenta de su condición de ser irresponsable e indiferente que no había cumplido con sus roles paternales, maritales, caseros. Y encuentra, lo dice el narrador, una especie de redención como padre y esposo.
Y al paso del tiempo también la virgen María (en la obra hay una intensa manifestación de las representaciones marianas con las que durante muchos años se modeló a las «damas de Medellín») trajo un bebé y la felicidad de Blanca aumentó. Era cada vez más vivaz ante la presencia de un hermanito traído del cielo. Aparecen arrorrós y los maderos de San Juan, con su aserrín y aserrán. El mundo es una festividad, vista por los ojos de la despierta muchachita que es el amor de todos.
Y en medio de una nueva vida, por lo menos así la ve Alberto, llegan los preparativos de la fiesta de cumpleaños de Pepito, el abuelo, al que habrá que cantarle bambucos y Blanca lo quiere sorprender con declamaciones nuevas: «Soy la princesa Blanca —tú me lo has dicho— / De tal tengo los mimos, tengo el capricho; / Yo soy un angelito blanco y hermoso; / De ángel tengo lo dulce, lo candoroso».
Los preparativos de un jubiloso festejo, en el que además el Negro Rivas va a estrenar un landó tirado por caballos ingleses en el que pretende dar vueltas por el parque Bolívar y exhibir sus galas por la Quebrada Arriba, con Pepito y Blanca, son la antesala de un final inesperado. Carrasquilla, el del humor satírico, el de las finas ironías, también supo del sentimiento trágico de la vida, y en buena cantidad de sus obras están presentes los finales dolorosos y tristes.
Blanca es una ficción en la que se pueden leer y analizar las mentalidades de aquel tiempo, los imaginarios religiosos, la tradición oral, la vida interior de una casa de familia de clase alta y también el afuera, con sus clubes exclusivos para los de la élite y los comportamientos de un sector social que está por aparentar y ser parte de las modas de figurín. Tiempos de pose e imitación de modelos extranjeros.
Se puede leer parte de lo que era el centro de la ciudad decimonónica que ya estaba ad portas del siglo XX. Por ejemplo, según mención que hace la niña, El Poblado era entonces un temperadero de los ricos, un lugar para el recreo y las fiestas de fin de año. Se aprecian, a través del personaje de Rivas, los esplines a la británica y, más que todo, la «neurosis franco–antioqueña». Y se puede ir a caballo por el antiguo sector de Quebrada Arriba, habitación de la crème de entonces, en sus casonas o quintas a lado y lado de la histórica y mítica Santa Elena.
A propósito, esa zona, que con la delimitación moderna iba desde Junín hacia el oriente, casi hasta llegar al hoy conocido como Puente de La Toma (o, con la denominación popular contemporánea de Puente Brooklyn), comenzó a llamarse La Playa, tras el concurso que realizó la Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín en 1900 para buscar un nuevo nombre al tramo.
Blanca es un relato con mezclas teológicas, familiares, interiores, y, a su vez, una demostración del influjo del afuera sobre el adentro. Lo doméstico y lo público se toman de la mano, en distintas proporciones. Alberto, el de la vida disipada y dedicada a los placeres mundanos, es una conexión entre ambos mundos, el de lo privado y el de la esfera de lo público. Cuenta Leticia Bernal Villegas, en su libro Tomás Carrasquilla, una biografía que el «angelito» le venía aleteando desde hacía rato al escritor, que una noche, entre charlas y chascarrillos, le contó el argumento a Mariano Ospina y, además, que era un encargo para la revista El Montañés.
«Al día siguiente ya estaba el Gabriel Latorre en la hebra […]. Se me sentó en casa, y en seis sesiones nocturnas me arrancó a Blanca de las entrañas», contó Carrasquilla en carta a Max Grillo, el 21 de abril de 1898. En El Montañés también publicó Carrasca En la diestra de Dios padre y Dimitas Arias.
Blanca es una obra en la que no faltan los símbolos, aspectos de la cultura popular a través de las menciones que se hacen de la planchadora, la dentrodera y sus transmisiones de consejas y dichos a la encantadora niña. En ella vuelve a advertirse la enorme riqueza lingüística del autor, sus denominaciones de alta precisión, y, cómo no, hasta cierto barroquismo en el lenguaje. Se pueden rastrear arquitecturas, maneras de ser, disposiciones de los objetos, las presencias de especies vegetales y, ya verán, el vuelo agorero de un colibrí. Y, como si fuera poco, el lector se puede obnubilar con los fulgores reverberantes de las flores fucsias de un curazao. Y no olvidará nadie cómo flota un sombrerito blanco en un baño de inmersión.
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* Reinaldo Spitaletta. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Es columnista de El Espectador, colaborador de El Mundo, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como «el mejor columnista crítico de Colombia». Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Coordinador de la Tertulia Literaria de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín y el Centro de Historia de Bello. Coordinador desde 2010 de seminarios de literatura en Comfenalco-Casa Barrientos.
Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (Relatos, 2013), Viajando con los clásicos (coautor Memo Ánjel, 2014), Escritores en la jarra (ensayos literarios, 2015), Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas, 2015), Historias inesperadas (crónicas, 2015), Macabros misterios y otros ensayos (ensayos, 2016), Tango sol, tango luna (crónicas, 2016), Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017), Balada de un viejo adolescente (novela, 2017) y Tiovivo de tenis y bluyín (2017).
En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro «Espíritus Libres», como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.
Maestro Reynaldo. Que buen análisis sobre Carrasquilla!