Cronopio Leído

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OLGA TOKARCZUK Y LA OTRA GUÍA DEL VIAJE: SOBRE LOS CUERPOS ERRANTES

Por Memo Ánjel*

«Precisamente lo volátil, lo móvil,
lo ilusorio equivalen a lo civilizado»
(Olga Tokarczuk. Los errantes).

OTRA GUÍA DE VIAJE

Antes se viajaba para conocer lo desconocido y en el viaje se aprendían lenguas, costumbres, culinarias, gentes diversas, nuevos paisajes, animales y plantas. Esos viajes se hacían a pie, a caballo, en barco, en los primeros aviones, y contenían aventuras, incertidumbres, conjeturas, aires de superioridad, miedos y alucinaciones. Y cada uno, con sus maletas o baúles, sus mapas y guías, trataba de conservarse a sí mismo para no irse a perder. Y si bien muchos se perdían, pues el viaje los transformaba o deglutía, los que sobrevivían a los nuevos lugares llenaban sus libretas con datos geográficos, botánicos, zoológicos, políticos, climáticos y daban a conocer sus apuntes en conferencias, conversaciones, libros o espacios de periódico.

El siglo XIX fue el tiempo de los viajeros. Humboldt, Bonpland, Goethe, Bolívar, Napoleón, hablaron de las tierras y las alturas, de las plantas y los caminos, de las nubes y los sitios en los que abundaba el calor o el frío. Esos viajeros, hijos intelectuales de Herodoto, Julio César, Benjamin Tudela, Ibn Batutta, Marco Polo, los peruleros de los Andes y los tantos piratas de los mares, fueron midiendo la tierra y dieron cuenta de etnografías (gentes de acuerdo al territorio), recursos económicos, extensiones áridas y heladas donde solo sobrevivían las serpientes y las arañas, los lobos y los iluminados. Y de tanto ver construcciones, puentes distintos, formas de naves y de olas, de nubes y de galaxias, llegaron incluso, después de muchos delirios y discusiones acaloradas, a crear un manual sobre cómo construir un océano. Este dato lo da Olga Tokarczuk, en Los errantes, sin nombrar al autor. A lo mejor se burla de Julio Verne, pues los viajeros son burlones. Incluso las momias de los viajeros se burlan.

Ya, en el siglo XX, los caminos se agotaron, incluso los que llevaban a la Luna y a Marte. Todo se midió, se clasificó, se calculó, y los viajeros tradicionales fueron reemplazados por hordas de turistas de camisa de flores y cámara fotográfica, y lo que significaba construir se convirtió en destruir. Yendo todos al mismo lado, tomándose fotos frente a lo mismo, comiendo lo mismo, los significados del lugar se convirtieron en meras direcciones, datos repetidos y rastros enormes de basura. Y en destrucción de memoria, pues a pocos les importa lo que hay en el viaje, a no ser regresar a salvo a casa con el celular repleto de imágenes donde aquí estoy yo y lo de atrás que sea cualquier cosa.

Los viajes, debidamente catalogados y haciendo parte de la inteligencia artificial, de las promociones de agencias y de cantidades ingentes de datos repetidos, ya no son posibles de hacer siguiendo las normas de antes: botas, brújula, pastillas de quina, cien palabras para entender al otro, posibilidad de mestizaje y sensación de asombro, una muerte distinta y quizá la aparición de algún santón todavía no catalogado como parte de un mito o leyenda y no como un actor de circo.

Negados ya a la posibilidad del viaje tradicional (todo se sabe, se puede buscar en el teléfono celular; hasta los burros se les escabullen a los turistas gordos), queda un último viaje: el de lo no-lugares (aeropuertos, estaciones, bibliotecas) donde el viajero se encuentra con otros viajeros solucionando el encuentro con tres preguntas: ¿De dónde eres? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?, reafirmando lo que se pregunta con un existo y estoy aquí. ¿Y quiénes son esos viajeros? Los que saben de algo y van a buscar si eso que saben es cierto o sobrepasa lo que dan por certidumbre. Así, no está mal un viaje por el saber, pero no desde un sitio con una computadora o muchos libros, sino por el saber mismo, cargando con él, buscando otros datos, imaginando mientras se come o se está a diez mil pies de altura. Y en ese viaje vamos con nosotros, pues viajamos porque tenemos cuerpo, sentidos, ideas, preguntas, aburriciones, deseos, conjeturas, aberraciones, posibilidades de que lo que sepa no sea cierto y, en esto de ser otra cosa, descubrir que el viaje solo se hace con lo sabido (la conciencia de las cosas), situándolo en cada parte de un escenario que se mueve. Como en la mecánica cuántica, estamos ahí sin saber en qué dirección o vamos en una dirección sin estar ya ahí.

EL CUERPO VIAJANTE

Baruj Spinoza decía que el alma se moría cuando moría el cuerpo, pues esta se vale de lo que el cuerpo tiene para poder entender lo que hay afuera y adentro. Según el filósofo judío-holandés, que vio en cada individuo líneas, superficies y poliedros y si hay un espacio adelante, allí lo que somos no existe, el contenido del cuerpo es lo que permite al alma entender y esta entiende mientras el cuerpo que habita esté vivo. Y entiende según el estado de los sentidos, los músculos y los huesos, los órganos, las ligaduras y los tendones, la temperatura y el espacio que ocupa. Así un cuerpo limitado por la enfermedad, por ejemplo, limita también el mundo y su contenido, que es lo que el alma entiende desde esa situación corporal. ¿Y qué es un cuerpo? Es algo que se pierde y es buscado (a veces encontrado); es un manual de anatomía; es una suma de movimientos; es algo que se ofusca y desea, que sufre de hambre y de pasiones, que se desborda y es capaz, mientras vive, de almacenar ideas, fantasías, certezas, normas. El cuerpo es algo que toca, que oye, que habla, que gusta, que huele, que habla y conversa. Y que tiene un talón de Aquiles (un Chorus Achillis) y unas manos que escriben, pintan, moldean, luchan, acarician y no son bonitas ni feas sino herramientas. Sin las manos, ¿nos hubiéramos podido representar?

Olga Tokarczuk, en Los errantes, hace la propuesta de otro viaje: buscar el cuerpo, situarlo en manuales de anatomía y de taxidermia, en las conversaciones con otros, en los espacios donde nadie habita sino que se está de paso, en los libros que han sido peligrosos, en las noches avanzadas donde la televisión solo presenta programas religiosos y pornográficos, en las ideas que se contradicen, en el deseo no satisfecho, en los pequeños objetos, en los retardos y en las citas no cumplidas, en la muerte que no dejan morir porque la exhiben en frascos y en vitrinas (como se queja la hija de Angelo Soliman, el ministro negro de la corte de José el emperador de Austria, momificado por Francisco, su sobrino, para mostrarlo a sus cortesanos, al lado de otros animales). Y así, buscando las posibilidades del cuerpo en la vida y en la muerte, en lo que contiene en la psiquis y en las partes alrededor del esqueleto, se realiza un viaje no hecho pero que ella (Premio Nobel de literatura 2018) hace con la precisión de quien usa un escalpelo para separar un órgano de otro sin dañarlo, pues cada uno ha tenido su función y, a través de su buen o mal comportamiento, el mundo ha sido variable.

Este cuerpo que bañamos y vestimos, al que le damos de comer y dormir, que lucimos en las fiestas o en las gradas de un estadio, en el metro o bajo un paraguas, y que siente miedo de que algo pueda afectarlo (tenemos miedo porque tenemos cuerpo), que ocupa el lugar que otro antes ocupó, que ha sido revisado minuciosamente por anatomistas y taxidermistas, fotógrafos y computadoras, solo puede viajar con él mismo. Existo y estoy aquí, pero esto se debe a que el cuerpo es mi conciencia del existir y el aquí es la seguridad de haberme movido. Siempre voy con mi cuerpo y Olga Tokarczuc escribe sobre lo que le pasa al cuerpo en movimiento o pensando que se mueve, que no es nada en orden sino un estado variable, pues la vida se mueve y con ella lo que percibimos, pensamos, sabemos o creemos saber. Y para estar en un mundo como el que vivimos (vigilado, convertido en datos, calculado), ya la única posibilidad del viaje es avanzar para saber qué le pasa al cuerpo, qué le ha pasado, de donde viene y para dónde va, pero no siguiendo una guía sino un mapa al que se le han ido borrando las malas intenciones, las humillaciones, los dolores, los malos entendidos, que está aquí y ahora, funcionando, determina el presente, que de inmediato ya fue y no se sabe si lo corporal será como es o acabará siendo otra cosa. Y en este cuerpo, que es el lugar que ocupamos y donde todo nos pasa, está el viaje que hacemos. Y al tiempo, el territorio que tenemos, lo único viable, lo posible de pensar, pues lo demás ya está definido y se defiende con demostraciones, mentiras e intereses. Cuando no hay futuro, hay cuerpo, leí alguna vez. Olga Tokarczuk pareciera decir lo mismo, haciendo un anexo: nuestros cuerpos son el futuro de los cuerpos que vendrán y ocuparán nuestro sitio para ser en ellos lo único posible: una enorme limitación.

OLGA TOKARCZUK

Claudio Magris, que hizo un viaje por el rio Danubio para saber él quién era (somos primero la hechura de otros y después de nosotros, fluyendo), al referirse a la literatura moderna dijo que ya no había géneros sino escritura. Y que esta escritura contenía en un mismo espacio pensamiento, ciencia, ficción, historia, estados del escritor, protestas, denuncias e imágenes que se mezclaban unas con otras para que el lector pensara en todo y no en una parte, para que dejara de ser un ser sedentario (de vida cíclica) y recuperara su condición de nómada. Y este nomadismo, que también defiende Jacques Attali, es la única posibilidad de vernos en el tiempo, que es donde todo pasa en nosotros, incluyendo la memoria y el olvido.

Olga Tokarczuk es una mujer culta que sabe de anatomía y geografía, de arte y psicología, de pintura e historia, de física y locura (como debe ser la cultura, decía Peter Fischer) y su novela (o mejor, escritura) trata de abordarlo todo desde los límites posibles del cuerpo, el de por fuera que es lo que parece, y el de adentro que es lo que sucede en realidad. Y no se pierde: nos hace sentir el cuerpo, ser consciente de sus partes, saber que nos movemos con él, que le suceden cosas, que sin él no existiríamos y que el viaje solo es posible viéndolo en todas sus formas y no en lugares quietos, como pasa en la fotografía o en los cuadros. El cuerpo es yendo de un lugar a otro, averiguando sobre los cuerpos pasados y los presentes, los que se van y los que llegan, los que son huellas (buscar un cuerpo a partir de objetos y lugares, como en la novela policíaca) y los que marcan el lugar que ocuparon. Un cuerpo en la memoria y en la conciencia, en la búsqueda de lo que nos pasa, que es en realidad el viaje. Existo y estoy aquí.

Olga Tokarczuk es polaca, pero es de todas las partes donde ha estado su cuerpo: de las orillas del mar, del interior de los aviones, de los restaurantes mediocres, de la historia vista, de las lecturas, de las palabras. Y Los errantes son historias sin final (todo sigue pasando), acotaciones, ensayos, preocupaciones por un tiquete, historias sabidas y, al ser repetidas, sentidas; frases como la gente de aquí y los gatos deben de parecerse, la víctima termina siendo sospechosa, las cámaras de fotografía no se pueden fotografiar a sí mismas; las pistas, cualquier cosa es pista, entre más chico el lugar más fácil uno se pierde, etc.

Una frase define a Olga Tokarczuc: de dónde y a dónde. La frase se le aplica al cuerpo y este camina mientras le suceden cosas, como al cuerpo de otra gente. Es que al menos nos quedan los cuerpos y ahí es donde estamos, interpretando.

Entrevista a Olga Tokarczuk. Cortesía: Canal Nobel Prize.

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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social–periodista, profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín–Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.

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