Cine Cronopio

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«PARÁSITOS» O LA OCULTA HISTORIA DE LOS OLORES

Por Enrique Bruce Marticorena*

Parásitos (2019), del surcoreano Bong Joong-ho, ganadora del Óscar 2020 a la mejor película, es vista por muchos como una puesta en escena brillante del enfrentamiento entre clases. Esta es una verdad tan irrefutable como lacónica: buena parte del arte narrativo en los dos últimos siglos, tanto en la novela como en el cine, posteriormente, ha expuesto esta fricción entre gente que habita mundos diferentes demarcados por el capital, con mayor o menor eficacia.

Pero Parásitos, más precisamente, es una brillante película sobre el olor.

Desde su inicio, el olor va a delimitar el quién es quién en la historia. Un olor particular percibido por el niño de la familia rica, los Park, delata una posible asociación entre la pareja impostora de mediana edad, el señor y la señora Kim que trabajan en su casa; uno, como chofer y la otra, como cocinera. Su asociación marital permanecerá oculta a sus empleadores. En otra secuencia, será el olor de un calzón encontrado en la parte trasera del carro del señor Park lo que despierta el asco y la suspicacia frente a las prácticas sexuales potenciales de su chófer, el predecesor del señor Kim. Este hallazgo, perpetrado por la hija de los Kim, Ki Jung, quien «plantó» la prenda interior en el carro, será motivo del despido del chófer que será reemplazado por Kim Ki Taek, el patriarca de la familia impostora, conformada por él, su esposa, Chung-sook (la cocinera), y sus dos jóvenes hijos: la mentada Ki Jung y Ki Woo.

La historia de las pantaletas no termina allí; el asco inicial se torna en otra escena, en acicate erótico en la pareja joven adinerada: el señor y la señora Park, padres del niño. El traslape de la abyección física sobre el deseo o la fascinación ha sido materia de estudio harto común en el psicoanálisis pero rara vez se ha mostrado en la pantalla (Un antecesor fílmico a la película de Bong, de mayor acritud, es la recordada «Repulsión» de 1965, de Roman Polanski).

Durante la segunda mitad de la película, nos encontramos con las tomas abiertas de un desborde de aguas negras en el barrio humilde de los Kim. La secuencia le concede una estatura épica y maloliente a la pobreza. Las aguas de alcantarilla lo inundan todo, tanto los callejones como los interiores de la casa del subsuelo de la familia impostora, quienes nadan en la inmundicia para tratar de salvar sus modestas pertenencias. Presenciamos la puesta en escena más alegórica de denuncia social en la historia del cine, casi un enunciado político.

La historia de los Kim es la historia de su olor hecho explícito en las narices y el desdén de los Park. En una de las escenas finales de la película, buena parte de los personajes se conglomeran en el soleado jardín de la familia adinerada, celebrando el cumpleaños del pequeño Park. El remanso vegetal que se había asomado a través de las amplias mamparas de la casa, atemperando en cierto grado, el flujo de desprecios y resentimientos de las dos familias, servirá ahora de escenario de las acciones más violentas de la película. La emanación de la ropa del cuerpo sangrante del esposo de la ama de llaves de los Park (otro miembro del servicio doméstico), gravemente herido en una trifulca, provoca en el señor Park un gesto de asco bastante explícito y detona la ira de Ki Taek quien le asesta una puñalada. La violencia desbordada de esa secuencia, donde morirá también la hija de los Kim, redondea con inesperada pertinencia, la tensión clasista desarrollada a lo largo de la historia, tensión que fue atenuada consistentemente, con ribetes de humor.

Tal vez el olor lo sea todo en la demarcación simbólica de los grupos humanos.

Viví muchos años en Nueva York, y usaba con regularidad el subterráneo. El olor tanto en las plataformas como en los vagones era dulzón, manifestación elocuente del aire turbio que no daba tregua a los humores corporales, pero humores atenuados, eso sí, por prácticas higiénicas decorosas que se asumía, eran practicadas por casi todos. Sin embargo, el olor era distintivo, uno que no se encontraba en la superficie. Me pregunto ahora, muchos años después, si ese olor se despedía de mi persona en el mundo «de arriba». Cuando aguardaba en la cola del Starbucks donde confluían personas de distintos estamentos sociales de la ciudad, me pregunto ahora: ¿aquellos que se desplazaban en taxis o limosinas y que no habrían tomado el metro en años, podrían notar un olor especial en mi persona? ¿Sería para ellos un Kim?

Pero también podría ser yo un Park. De cuándo en cuándo, un indigente entraba al vagón del metro de marras. Cuando lo hacía y se cerraban las puertas detrás de él, un olor acre inundaba en pocos segundos todo el recinto. Algunos pasajeros se salían en la siguiente parada (que no era la que les correspondía). Otros, se ponían de pie y se volvían a sentar en los asientos más alejados del indigente. Yo entre ellos, muy Park.

Entre mis muchas especulaciones sobre las clases sociales y el olor, se me ocurre una situación hipotética. ¿Qué sucedería si alguno de nosotros, criaturas del siglo XXI, plebeyas, burguesas y asépticas, fuese trasladada por una máquina del tiempo a la Edad Media europea? ¿Le daría lo mismo a sus narices morar en el castillo de un señor feudal que en la cabaña de un campesino que viviese en los extramuros del primero? En un mundo sin alcantarillado y sin Channel, ¿hallaríamos alguna diferencia? Si fuese así: ¿Cómo se habría señalado el poder demarcador del olor en ese tiempo y región?

Los siglos de sedentarismo en varias zonas del mundo trajeron maldiciones y bendiciones simultáneas. Las bendiciones son fáciles de apreciar para las clases medias y altas; una especial la tiene cada quien frente a sí, en la pantalla de su computadora. La tecnología, las ciencias y las artes complejas tuvieron como base la división social del trabajo; en tiempos premodernos, la esclavitud fue la fuerza física que erigió los grandes templos y fortificaciones; en los años de la revolución industrial última, la clase obrera repletó y activó las fábricas a costa del hacinamiento de sus barrios y las enfermedades pandémicas que diezmaron a muchos de sus niños y rebajaron su expectativa de vida. La acumulación de la basura fue la maldición de marca del sedentarismo masivo y el progreso. Los plásticos inodoros y desechos químicos varios que pululan en los cuerpos de agua extensos consternan las sensibilidades ecológicas, pero es el desecho orgánico que rodea las zonas urbanas más pobres, lo que otorga marca de identidad odorífica a sus gentes. El lavado prolijo y regular de la ropa es un lujo que familias con agua escasa y poco acceso a materias procesadas eficientes para la higiene, pueden ejercitar.

El olor corporal, la cercanía a sus propios cuerpos y sus exudaciones, los excluyen y los distinguen de aquellos estamentos asépticos que llamamos de extracción media o alta.

El parangón de la modernidad y prosperidad burguesa es la supresión del olor orgánico. Los mercados populares son una fiesta de olores; los supermercados, panacea de la sociedad de consumo, ostentan la aniquilación de los mismos con sus frutas de envoltura plástica y los estantes a baja temperatura que disimulan la emanación natural de las carnes y las hortalizas. Una casa «decente» no huele; el inodoro debe estar oculto y el tacho de basura orgánica debe estar confinado o hasta aerosoleado. Dentro de los estrictos parámetros de la demarcación social y olfativa, el «baño de servicio», alejado de las zonas de visitas, sigue siendo una institución en casas de las clases medias y altas latinoamericanas.

El olor orgánico señala nuestra animalidad y nuestro bochorno. Tal vez Charles Darwin habría diseñado su teoría evolutiva partiendo tanto de las inspiraciones visuales de las Galápagos como de las emanaciones de las letrinas y aguas servidas del Londres que le tocó vivir a mediados del XIX. Somos a la larga, monos con menos pelo pero no por ello, con menos hedor.

El sexo es, de otro lado, democracia olfativa. Por medio de él, toleramos o saludamos los olores indecorosos en la esfera pública: el sudor, las axilas, la genitalia, el trasero. Debajo de las sábanas la administración del olor triunfa sobre la simbología del estamento, al menos de manera perentoria. De joven se me consideraba un hombre atractivo, pero ¿mi olor estaría a la altura de mi apariencia? ¿Era tan bien olido como bien parecido? (Se dice que las mujeres tienen el olfato más acusado que los hombres; tal vez muchas de ellas no se enamoran a primera vista sino al primer olfato).

La novela «El perfume: la historia de un asesino» (1985) del alemán Patrtick Süskind, es la alegoría pormenorizada perfecta de ese olor que condensa nuestras apetencias sexuales y nuestro fanatismo a ciertas individualidades o movimientos. La brillante escena final de la novela (y de la película de 2006 inspirada en ella) es la de un acto de canibalismo. Grenouille, el asesino serial del siglo XVIII que mataba a jóvenes mujeres para captar en ellas la esencia olorosa de su carne (mediante un proceso de depuración cutánea complejo), muere devorado por la muchedumbre paupérrima de una villa, después de echarse sobre sí, el perfume que fabricó. Grenouille muere triunfante; su perfume condensó el mayor deseo de apropiación humana. El proceso de devorar al portador del olor más irresistible de la historia representa también, un triunfo sobre nuestra enajenación frente al olor corporal. En ese acto, suprimimos el viejo temor, casi religioso, del sexo, de su magnetismo y de sus rasgos de repulsión simultáneos.

La última entrega de Bong Joong-ho es el final de una secuela de películas de su cuño donde el director galardonado en varios certámenes se ha explayado, en una, con un monstruo que acecha en los canales subterráneos de una ciudad junto al río Han y en otra, con algún asesino y violador serial de los ochenta. Bong rescata la fealdad humana, sobrenatural o no, y su poder de expurgación. El olor demarcador de grupos humanos es la última fealdad con que se recrea el director surcoreano, tal vez la menos negociable de todas, cuya superación puede darnos la oportunidad de reflexión y de redención colectiva. La oportunidad de un extraño final feliz, de un parangón de sabiduría.

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* Enrique Bruce Marticorena (Lima, 1963) se doctoró en Literaturas Hispano y Luso Brasileras en el Centro de Graduados de CUNY en 2005. Ha publicado el poemario Puerto (Lima, 1992), el libro de cuentos Ángeles en las puertas de Brandenburgo (Lima, 1996), la colección de poemas en prosa Jardines de la Editorial Intermezzo Tropical (Lima, 2013) y un estudio sobre César Vallejo; Madre y muerta inmortal: Género, poética y política desde los textos de Cesar Vallejo con el Fondo Editorial de la Universidad San Ignacio de Loyola (Lima 2014). Ganó dos menciones honrosas en el concurso «El Cuento de las Mil Palabras» de la revista Caretas de Lima en los años de 1986 y 1992. Se le otorgó el premio Lane Cooper de las Humanidades en el 2004 por su propuesta de tesis doctoral. Sus poemas, artículos, ensayos y textos de ficción han aparecido en diversas revistas literarias y periódicos de Lima y Nueva York. Actualmente enseña en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la Universidad San Ignacio de Loyola.

 

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