Periodismo Cronopio

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CRÓNICA ROJA: ENTRE EL DESPRECIO Y LA ATRACCIÓN FATAL

Por Claudia Benavente*

«Nadie ve telenovelas. No entiendo entonces de donde salen las audiencias que muestran los ‘raitings’». Con esta provocación un profesor de la universidad ponía de manifiesto la baja legitimidad que acompaña el consumo de ciertos productos culturales. Bajo esta misma lógica, es poco común encontrar defensores de la llamada crónica roja. Ni académicos, ni periodistas, ni televidentes, ni lectores, ni moros, ni cristianos. Y el género periodístico no hace sino engordar con nuestra curiosidad.

Una de las interrogantes que palpitan en numerosas investigaciones tiene que ver con el núcleo duro en la definición de la crónica roja. Las dudas persisten en la medida en que son numerosos los tipos de acontecimientos que resbalan en las páginas mal reputadas de la crónica roja. Si hacemos la traducción literal del francés tenemos la provocativa expresión «hechos diversos», muestra clara del amplio abanico que se refugia bajo este género periodístico. ¿Qué lo hace, entonces, «género»? Escándalos, accidentes automovilísticos, embarrancamiento de camiones, crímenes, asesinos de prostitutas, catástrofes aéreas, suicidios, inundaciones, robo de autos, asaltos, secuestros de niños y de adultos o un animal que nace con cinco patas.

Historias muchas veces increíbles y sin embargo verdaderas. Trasluce entonces un hilo conductor: la violencia. Son relatos mediáticos que no dejan de ser un espejo de nosotros mismos, un espejo que refleja violencia, pasión, miedos… ingredientes básicos de nuestra humanidad.

Los investigadores Annik Dubied y Marc Lits proponen la siguiente definición del género:

«La crónica roja sería entonces una especie de pequeña historia de lo cotidiano, sin un peso real salvo en lo simbólico. Lejos de la importancia política o social de las otras noticias de actualidad, se confinaría en un espacio de significación menos global, más cerca de la vida de la gente…» Es evidente, en todo caso, que la crónica roja pone en escena actores afectados en su vida cotidiana, en su esfera privada.

Se trata, por naturaleza, de una información de proximidad, que adhiere a las pequeñas cosas y a las tribulaciones de la gente ordinaria. Cuando, a veces, alcanza las celebridades, es para mostrarlos en su vida de todos los días, como padres o madres, como esposos, como amigos. La crónica roja es entonces, paradójicamente, una representación de lo extraordinario ordinario.

Esta canasta despreciada de informaciones es una vieja herencia, tiene más años que el periodismo tal como lo conocemos actualmente. Historias que siempre llenaron los bolsillos de quienes las distribuyeron a un público más o menos amplio. El éxito nunca cayó porque lo que se vehicula en estos contenidos alimenta nuestras más profundas necesidades. En un inicio se difundían de manera oral a un público reunido para escuchar narraciones escalofriantes y luego eran hojas sueltas que circulaban desde el siglo XVI en ciudad y campo para un consumo más privado. Sin embargo, la crónica roja, tal como la conocemos hoy, se desarrolla desde la segunda mitad del siglo XX.

Resulta muy útil no dejar de lado que una cosa es el hecho violento que se despliega en un tiempo y espacio determinado y otra es el relato mediático que se monta con los elementos que son desprendidos de la llamada «realidad». Observaciones directas, testimonios, declaraciones, documentos, todas son fichas con las que se arma el relato que será consumido por una audiencia cuya principal referencia del hecho será ese relato periodístico, con sus opciones, con sus deformaciones, con sus desinformaciones, con su ideología, con su lectura. Y cuando utilizamos el verbo «montar» intentamos poner en evidencia que se requiere de una «puesta en escena».

No sólo basta que el hecho salga de lo ordinario (con la paradoja que anota Pierre Bourdieu a propósito del periodismo que, a diario, busca hechos que no ocurren a diario) sino que debe prestarse a una «puesta en discurso» o a una «puesta en imagen» para ser consumido. El discurso el que va dar nuevamente vida a lo ocurrido: se construyen personajes, se ordenan las acciones, se crean ambientes, se pone en mayor evidencia el lado espectacular de la noticia.

Dicho lo anterior, queda claro que la crónica roja no es sólo un género periodístico que ha hecho su nido en la televisión: viene de la prensa y en ella sigue transformándose; en la televisión es mecida por espacios destinados al escándalo o informativo que bajo la etiqueta de un periodismo que quiere salir de la política o que busca ser más ciudadano, cede sus mejores franjas a los hechos de sangre; en la radio dejando siempre lugar a la imaginación; en internet y sus páginas pantanosas; pero también se desplaza a campos como la literatura o el cine. La crónica roja está impregnada en toda nuestra cultura mediática.

Y si algo tenemos que añadir en torno a esta omnipresencia es que desde sus inicios, la crónica roja ha precisado de la imagen: ayer con grabados, hoy con fotografías, con imágenes en video, ilustraciones (que en la actualidad siguen presentes porque permiten reconstruir esos momentos esenciales que el lente fotográfico, por las circunstancias de estos hechos violentos, no logra capturar; porque abren las puertas a la imaginación del autor). Se nutre de una vasta iconografía que merece a su vez un análisis particular por su fuerza y poder de atracción en las audiencias, populares o no.

Sucede algo similar en el caso de los productos audiovisuales pues las noticias originadas en violencia son noticia cuando el clímax del hecho ha concluido. Por muy rápidos que sean los reporteros o camarógrafos, no llegarán en el momento de los hechos. Este permanente retraso de la cobertura periodística respecto del hecho noticioso explica, parcialmente, la prioridad que prestan en sus espacios informativos a registros que sí logran capturar el momento dramático o trágico. Pensamos, por ejemplo, en un suicidio anunciado o el caso de los linchamientos. Son hechos que son advertidos, que llegan a los oídos de las redacciones periodísticas.

En el caso de los linchamientos no es sólo que las cámaras «llegan a tiempo», sino que el acto punitivo contra supuestos delincuentes no se inicia sino hasta que éstas están en el lugar para garantizar que el castigo público sea mediático. Con el registro en mano, muchos jefes de prensa deciden abrir la edición informativa con este ‘boom’ audiovisual que llegará a miles de televidentes cargado de sus excesos, de su pornografía, de sus altos riesgos en horarios de no protección al menor. Muchos presentadores creerán salvar sus conciencias con un «advertimos que las imágenes que verá a continuación pueden herir su sensibilidad» antes de presentar la nota.

La crónica roja, por las características anteriormente descritas, se basa en la construcción de personajes que si bien salen de la cotidianidad, son actores altamente estereotipados: una víctima de la tercera edad, chicos de la calle, policías corruptos, atracadores, mujeres agredidas, choferes ebrios… En las narraciones se recurre también a reactivar los lugares comunes. En cuanto a la puesta en relato, este tipo de «materia prima periodística» permite una narración más apegada a una cronología ordenada que otro tipo de informaciones (como la económica o la financiera, por ejemplo) aunque el desenlace está, por supuesto, anunciado en los títulos y es imposible, en periodismo, mantener el suspenso hasta el final.

En todo caso, un elemento que hace que la crónica roja sea «efectiva» en términos narrativos es que por sus circunstancias espacio–temporales, el relato que se construye alrededor de los hechos es una estructura con un principio y un fin más o menos identificable, a diferencia de los macro relatos mediáticos que presenta el campo político o económico. La narración, entonces, tiende a ir de un inicio (determinado por el desencadenamiento de la acción violenta, de la ruptura de la cotidianidad) a una clausura más o menos definitiva (por ejemplo, el delincuente que cumple su pena o un informe policial que da cuenta de los hechos) aunque una de las características del relato mediático es que, por lo general, no cumple con cierres definitivos o resurge cuando se creía terminado.

En cuanto a la tonalidad de su escritura resulta útil retomar las palabras de Annik Dubied y Marc Lits cuando hacen referencia al carácter profundamente humano de estas narraciones:

«Una historia, algunos personajes estereotipados, una aventura individual para gente común. Hay que contar, con la dosis necesaria de proximidad y humanidad, llegar a la gente por la puesta en escena cuidadosa de acciones humanas: las de la gente como uno. El tono, la escritura son esenciales. Se comprende porqué no cualquier periodista debutante es bienvenido en este rubro».

Estas noticias hablan de personas como nosotros, que sienten, que sufren. Es muy natural que las audiencias sintonicen con estas historias y encuentren reflejos de sí mismos: «Mañana puede ocurrirme a mí».

Terrenos pantanosos de un género popular

La crónica roja es una categoría que recibe hechos contaminados de violencia como violaciones, suicidios, crímenes brutales, robos, linchamientos, asaltos, que a la vez son sobredimensionados por la «espectacularización» con la que periodistas construyen los contenidos. El uso abusivo de la sensación, y también de la emoción, impide una comprensión global de lo acontecido. Los acontecimientos violentos que se construyen en las crónicas policiales son con frecuencia hechos que carecen de una explicación racional y atentan contra nuestro sentido común.

Ante esta suerte de laguna, algunos medios (sobre todo los considerados serios) activan estrategias de verosimilitud así sea a costa de promover prejuicios contra los que son étnica, cultural o socialmente distintos. Ante esta problemática subsisten las interrogantes sobre el carácter nocivo de estos productos periodísticos: ¿Estamos ante un fenómeno que distrae a las grandes masas de los verdaderos problemas o que más bien tiene un papel catártico de regulación?

En el marco de este consumo de productos es interesante revisar las conclusiones de estudios sobre la exhibición y consumo de «muertos» en los medios de comunicación. El comunicólogo Frédéric Antoine realizó un trabajo basado en la observación de la exposición de cadáveres tanto en informativos de canales privados como estatales en 1992 en Bélgica. «Morir en el informativo» da cuenta de esta exhibición de cadáveres, con cifras más altas en canales privados que en canales públicos.

Esto nos deja tela para establecer hipótesis sobre la relación entre la cantidad de muertos que se ofrece en la pantalla chica y los objetivos comerciales de los medios en cuestión. Los resultados del trabajo han confirmado la lectura que hace el sociólogo Claude Javeau: «Cada noche, la televisión nos trae nuestra ración de cadáveres. Cada vez más a menudo tomados en un primer plano, sin olvidar, si es el caso, las moscas». Añadimos las palabras del también sociólogo Louis–Vincent Thomas: «La muerte está de moda en la tele».

Visto de cerca, más que de una moda, se trata de una relación particular entre medios de comunicación y audiencias que encuentran puntos de intersección entre lo que ofrecen las empresas mediáticas y lo que demandan las distintas audiencias. Aún no encuentra salida la discusión sobre una oferta informativa basada en las demandas del público o un público limitado a demandar en base al abanico que se le ofrece en los medios. En todo caso sí creemos que la presencia mediática de muertos va más allá de un simple morbo y da cuenta de necesidades humanas y formas de relacionarse con la muerte y de administrar nuestros miedos como individuos y como sociedad.

Las diferentes imágenes de la muerte fascinan al público en general y por esto la crónica roja, pese a ser un género de mala reputación, cosecha sus numerosas audiencias en todo en mundo aunque no todo consumidor pueda admitir abiertamente que consume estas historias. Como en el caso de las telenovelas.

Finalmente, no deja de llamar también la atención el ciclo de vida de estas historias rojas. Su palpitar en los medios depende de cuán llena o vacía esté la agenda política. Momentos sin picos políticos abren las puertas a las noticias de ciudadanos sin nombre que son golpeados por la vida o a las historias simplemente curiosas. El seguimiento queda en nada si el capítulo siguiente no carga intensidad, sensación, emoción. Son inmediatamente remplazadas por otros hechos que se estrenan ruidosamente en los titulares. Así transcurren
las pequeñas historias que no terminan ni siquiera con un «colorín colorado». Son cambiadas por nuevas fichas dejando en la incertidumbre o en nuestros insomnios el destino de un bebé de meses violado por un pariente o una mujer apuñalada por su pareja.
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* Claudia Benavente es Doctora en Ciencias Sociales de la Université Catholique de Louvain, Bélgica. Magíster en comunicación de la misma universidad. Es columnista del periódico La Razón. Autora de varias publicaciones, entre ellas «El personaje mediático de la prensa: Análisis de la construcción del Subcomandante Marcos (Ejército Zapatista de  Liberación Nacional) en los diarios La Razón y Presencia» (2002) y «Los telepresidentes: cerca del pueblo, lejos de la democracia. Crónicas de 12 presidente latinoamericanos y sus modos  de comunicar» (2008).

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