UN VIAJE DE MARES Y DESIERTOS INTERIORES
Por Victor Menco Haeckermann*
El mar es el mismo, pero no es igual
Para los indígenas wayúus, todo viaje es un viaje dentro de uno mismo. Por eso, haber llegado hasta la Península de La Guajira, a la Nación Wayúu, nos hace pensar a mí y a mis compañeros de viaje que, a medida que el sol cae en este lado del Caribe, sabemos un poco más de nosotros mismos. Aprendemos, con sólo pisar el malecón que bordea las playas de la ciudad de Riohacha, que nosotros y la Tierra somos uno. No de otra manera se explica que de repente surja en nosotros el deseo por salvar un pájaro caído de una palmera, y que escuchemos el relato de un niño acerca de una manada de perros que se asolea con el atardecer de una perra en celo, allí frente a nosotros.
«Son turistas», de seguro pensaron los guajiros que nos vieron llegar curioseando por el malecón, pues no tardaron en explicarnos que los espolones por donde transitábamos –los cuales se internan extensamente en el mar– fueron vitales para recuperar las playas, puesto que las olas habían estado devorándose la costa. Tanto para mis compañeros de viaje como para mí, conocer el mar guajiro es conocer el mar por primera vez, a pesar de que varios de nosotros nos hayamos sumergido en el mar de Cartagena, Santa Marta y Barranquilla.
Acá los peces pequeños y plateados se llaman «bonitos», el mar tiene un bordado de algas en la orilla y el viento que lo empuja es tan fuerte que nos despeina el cabello y las palabras. Llegando al final del extenso espolón, nos preguntamos cómo hace aquel anciano para leer tan plácidamente un libro con un viento como este.
Canto, poesía y danza
La apertura del Festival de Poesía Alternativa de La Guajira, nos trae el primer día una muestra de canto, poesía y danza wayúus. Un niño indígena, de nombre Vicente, es acompañado por una traductora de la misma etnia, que nos dice que nos cantarán un género a la manera en que lo hacen tradicionalmente en sus reuniones: sin instrumentos.
El niño comienza, y el cántico en principio no dice nada; suena como si estuviera afinando su voz. Parece un lamento, un gemido delicado. En efecto, cuando comienza la letra de la canción en wayuunaiki, lo que el niño ha querido hacer es darnos una idea de la melodía, ya que no se sirve de un instrumento distinto a su boca.
Al finalizar el canto, la traductora explica que la canción trata de un joven indígena que le coquetea a su pareja montado en su camioneta, invitándola a dar un paseo. La melodía de la segunda canción suena muy similar a la primera, salvo algunos giros de voz, por lo menos a los que no estamos familiarizados con el género. Esta vez, el niño asume la voz de un indígena que le dice a su mujer que lo acompañe a tomar unos tragos.
Luego vienen las lecturas de varios poetas de origen wayúu, como Vito Apüshana (Miguel Ángel López Hernández) –ganador del prestigioso Premio Casa de las Américas–. Su sentencia de: “No es casualidad que Colombia empiece por La Guajira”, sugiere que hemos escogido un buen lugar para iniciar la búsqueda de una parte de nosotros, esa parte aborigen que, a menudo, nos enorgullece sólo si le podemos sacar provecho.
Tras la participación de poetas de Colombia y la Guajira venezolana, el acto se termina con una demostración de la famosa danza de la Yonna, esa carrera (a ritmo de la caja) en la que casi todo suena femenino, incluso la caída (de espaldas) del hombre ante la perseverancia de la mujer.
Diálogo con una joven wayúu
Las mujeres wayúus (niñas, jóvenes y ancianas) están por todos lados, caminando… día, noche y madrugada por las calles de la capital, llamada por ellos mismos “Süchiimma”. Trasnochan vendiendo sus productos (manillas que hacen al instante con tu nombre o mochilas tejidas con la palabra “wayúu”); mientras los varones muy seguramente se encuentran trabajando en los sembrados, o en la mina de sal de Manaure. Su relación con los arikunas (los no-indígenas) es parca, pues gira obsesivamente en torno a la venta de manualidades.
Las encontramos hasta dentro de nuestro hotel, Las Vegas, uno de los pocos que deja entrar a los indígenas libremente; así que aprovecho para conocer a varias de estas mujeres que ingresan y se acomodan en los sofás de la sala de recibo a esperar clientes.
A la hora en que regreso al hotel después de un paseo por la ciudad, sorprendo a una de ellas viendo una telenovela. Al notar mi presencia lo primero que hace es ofrecerme sus productos con un castellano laxo. Yo paso de largo y subo a mi habitación. Después de un tiempo, bajo y llego a la sala de recibo donde aún está la joven, sola, viendo televisión. La miro, y le pregunto cómo está.
—20.000 pesos la mochila —me responde.
—No, no te pregunté por las mochilas —me siento en un sofá contiguo.
Le pregunto si le gusta esa telenovela y me dice que sí. Entonces trato de entender la trama, pero me aburro. Prefiero quedarme viendo su brillante cabellera negra, sus ojos rasgados (que se abren con la luz del televisor), su ancho vestido anaranjado con pintas de todos los colores, y, finalmente, unas sandalias demasiado «occidentales» para el atuendo que lleva.
—¿Por qué no usas sandalias wayúus? ¿Es que ustedes no hacen?
—Sí, sí hacemos. Pero estas son más suaves. Las que hacemos son muy ásperas y me maltratan cuando camino.
La joven vuelve a mirar el televisor, y yo veo que mis amigos de viaje llegan a la sala de recibo.
—¡Mira, mira —me dice la joven, emocionada—, ¡está recordando! —y me señala el televisor.
Lo que veo en la telenovela es a un joven estático: una escena a color que se interrumpe para mostrar escenas en blanco y negro donde aparece discutiendo con su padre (la famosa técnica del ‘flashback’). Yo me sorprendo también, pero por lo acostumbrado que estamos los arikunas a las convenciones audiovisuales.
—¿Hablas wayuunaiki? —le pregunto.
—Claro —pero intuyo que está muy prevenida conmigo como para hablar en su lengua.
—Hagamos algo. Yo te hablo en alemán y tú me hablas en wayuunaiki, a ver si nos entendemos. ¿Te parece?
La chica deja de ver el televisor, me mira con los ojos encendidos y de inmediato me dice que sí. Entonces comienzo por preguntarle algo en alemán, ella me dice otra cosa en wayuunaiki y hace silencio. Insisto con otra pegunta y el resultado es un diálogo tan caótico que hace reír a la recepcionista, a los curiosos, y de paso a nosotros dos.
—¿Qué me dijiste? —me pregunta en español.
—Lo primero que hice fue preguntarte cómo te llamabas.
—Yo también te pregunté lo mismo.
—De segundo te pregunté si me entendías.
—Yo: «¿De dónde vienes?».
—Lo último que te dije fue: “Parece que no me entiendes”.
—Yo te pregunté qué hacías por aquí.
Le digo a la joven que he venido a un festival de poesía. Uno de mis amigos, motivado por el ambiente que hemos creado, le pregunta su nombre.
—Adriana.
—¿Adriana qué? —le pregunto, y ella dice un apellido castellano seguido de otro wayúu.
—Adriana —le digo—, ¿qué pasa si tú te enamoras de mí y quieres casarte conmigo?
—Tienes que comprarme —dice ella.
Mi amiga de viaje, la escritora Lidia Corcione, me lanza una secreta mirada de indignación, pues antes de viajar ya sabíamos de la manera ancestral en que los wayúus «venden» a sus hijas por vacas, chivos y piedras preciosas, aunque amen a su futuro esposo.
—¿Y cuánto vales? —le pregunto.
—No sé, tienes que hablar con mi papá. A mi hermana mayor la vendieron. Pero yo creo que a mí no me van a vender porque mi papá ahora dice que no somos animales.
—¿Y qué vale esa mochila? —le pregunto a Adriana.
—20.000 pesos.
—Dámela —le extiendo un billete de 20.000 pesos que ella guarda sin mirar.
—¿No vas a revisar si está falso? —le pregunto.
Lidia dice que Adriana no lo revisa porque tengo cara de bueno.
—No —dice la joven wayúu—, porque tienes cara de bobo –y se ríe con Lidia.
Mi amigo Carlos Celis no se ríe, porque sabe de la poca preparación de las wayúus en cuanto al papel moneda: El día anterior una de ellas le ha dado un vuelto de más, y a él le ha tocado devolvérselo, explicándole el motivo de su equivocación.
—¿Sabes cuándo un billete de 20.000 está falso? —le pregunto a Adriana.
—No.
Entonces le quito el billete, lo doblo por la mitad y le enseño que, si se frota, el relieve del billete suena y se siente, cosa que no sucede con los falsos.
—¡Sí, puedo sentirlo! —exclama ella–. Es como áspero. ¡Miren! —y se lo muestra a los demás.
Una niña llamada «Suecia»
Los apellidos mixtos y las sandalias de Adriana nos señalan insistentemente lo que en otros lados de Colombia no nos atrevemos a reconocer: Nuestra multiculturalidad. La misma que observamos en las caras de los niños del barrio La Loma de Rioacha, donde los rasgos hermosamente indígenas de una niña contrastan con su curioso nombre: «Suecia», una niña de sonrisa precolombina que afirma que sus hermanas también tienen nombres de países europeos.
Esta armonía de «contrarios» a la que los visitantes no estamos acostumbrados, se reitera en pueblos como el mítico Dibulla, donde los ríos, tras recoger montañas como la Sierra Nevada de Santa Marta (la más alta del mundo junto a un litoral), descansan en el mar Caribe; como Manaure y sus llanos con montañas de sal; o como Camarones, reconocido por su santuario de flamencos. Allí nos adentramos en un terreno cada vez más estéril, donde casi nunca llueve, y lo más cercano al otoño es un campo de hojas secas recién quemadas que vemos en el camino. Se alzan, de improvisto, unos cactus enormes que una mujer wayúu esquiva hábilmente (así como a sus púas esparcidas por el piso), a pesar de llevar un balde de agua en la cabeza, los ojos empequeñecidos por el sol y un traje largo que retiene la brisa. Y, de repente, una asombrosa extensión de agua salada al final del camino, en la que sucumben las altas temperaturas de esta península. Todo un paisaje que se disfruta con el plato típico: Arroz de camarón. Aquí toca comer mientras las patas de la silla se hunden y se sacan de ese desierto bajo nuestros pies, y la mirada se posa en un mar de aguas verdes y azules. Ese es el ritual.
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* Víctor Menco Haeckermann es escritor, poeta y cantautor del Caribe colombiano. Esta crónica apreció publicada en la Revista Actual.