Periodismo Cronopio

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EL JARDINERO DEL FERROCARRIL

Por  Raúl Alejandro Martínez Espinosa*

Las dalias aparecen como un oasis en la ruta plomiza de la autopista. Cuando uno avanza, desde la ventana del autobús, a veces, tiene la suerte de toparse con la imagen del fulgor de soles rojos y púrpuras, atiborrados en un marasmo de grandes hojas y erguidos sobre esbeltos tallos verdes. Es una visión fugaz, que me causa una inquietante emoción, y, por lo que pude saber más tarde, no sólo a mí.

La autopista que menciono es la llamada Calle 26, que nace en las faldas del cerro de Monserrate, en el centro histórico de Bogotá, y termina en el aeropuerto El dorado.

Es decir, cuatro calzadas y ocho carriles, atraviesan la ciudad de oriente a occidente. El vertiginoso zumbido de automóviles, buses, camiones y motocicletas resuena en caótica melodía desde el alba hasta el filo de las once de la noche. La delirante velocidad del tráfico casi nunca se detiene. Empero, la mano de un solo hombre tiene la potestad para que los raudos vehículos paren de súbito. Frenen.

Quien realiza la operación trabaja en una caseta, conocida en la jerga de los trabajadores ferroviarios como pasonivel. Desde ahí, en uno de los tres separadores que dividen las calzadas, se controla que cuatro bardas rojiblancas impidan el paso a los automotores para que el tren pase. Como deben suponerlo la carrilera está trazada perpendicular a la Calle 26.

Llegar al oasis, caseta, pasonivel no es una tarea fácil. Se debe tener la pericia suficiente para atravesar los catorce pasos del ancho de la calzada y esquivar veloces buses y automóviles hasta encontrar, por fin, el separador donde labora el operario. Llego y contemplo exultante las dalias rojas y púrpuras que circundan el pasonivel. Me conmueve el impecable arreglo del camino floral que conduce a la puerta de entrada.

Tomo nota de las dimensiones de la caseta amarilla y azul de grandes ventanales, dos por dos metros. Casi la mitad del área es ocupada por un baño, el espacio restante consta de una repisa en concreto sobre la que reposa una pequeña consola de controles y un viejo radio reloj; el resto del puesto de control está dotado por dos sillas blancas de plástico marca Rimax.

De pronto advierto la presencia de un hombre grueso y bajo, de rostro cuadrado, piel blanca, pómulos rosados y un bigote castaño algo descuidado. Está ataviado con un overol amarillo y se ha asomado desde atrás de la caseta, donde está el huerto, es Carlos Barbosa. El operario. El jardinero.

Su hostil actitud cambia cuando le inquiero por las dalias. Yo sabía, me dice, yo sabía, porque muchas personas pasan por aquí para preguntar lo mismo, prosigue envanecido, la gente me pide que les regale flores y, a no ser que la muchacha sea bonita, me toca decirles que no. La impresión que causa esta flor estilizada de largos y apilados pétalos, no es una novedad, también deslumbró a los europeos que la hallaron en México (es su flor nacional) hace doscientos años y fue motivo de júbilo entre botánicos, naturalistas y coleccionistas.

¿Por qué no regala las flores?, le pregunto. Simple, me contesta. Las dalias no germinan si se cortan por el tallo, para sembrarlas es necesario arrancar parte de las batatas ovaladas y verdes de donde surgen (bulbos), como algunas cebollas decorativas, me instruye con su acento sabanero y la suficiencia de un maestro. La conversación es interrumpida por una orden. El hombre responde a un trasmisor que saca del bolsillo derecho, y con una voz decidida exclama: afirmativo.

Segundos después se encienden cuatro semáforos de una sola luz, roja. Luego Carlos oprime uno a uno los cuatro botones negros de la consola y bajan las bardas rojiblancas. Los autos se detienen.

El sschuuu chuuu chuuuu de la locomotora anuncia el paso y ahoga el ruido de la ciudad. Ante nuestra mirada absorta, pasa una imponente y pesada locomotora que sacude la caseta y provoca un temblor en el piso por la mole que flanquea una carrilera de 120 años a la apacible velocidad de 45 km/h. ¡Va para Zipaquirá!, me grita el operario. La octogenaria locomotora resopla una pesada y grisácea humareda por sobre los diez vagones que arrastra. Al comando va un serio maquinista y lo acompañan tres personas más, un fogonero y un palero quienes azuzan el fuego de la caldera con trozos de carbón mineral. Por las ventanas de los vagones arrumados como para una foto, niños viajeros saludan a la ciudad con eufóricos movimientos de manos.

Esta maniobra dura ocho minutos. Tan pronto se aleja el rumor de la máquina le pregunto a Carlos: ¿Cuántas veces pasa el tren durante su turno de ocho horas? Una sola vez. ¿Una sola? Si, una sola. El que pasó es el Tren de la Sabana, uno de los más antiguos del mundo y es sólo para turismo, me dice con voz seria, como si repitiera un manual. Luego pude saber que también pasa un tren de carga, con una locomotora más moderna, impulsada por diesel, con veintiséis vagones enganchados y que transporta materiales arropados con lonas verdes y un emblema azul donde se lee: Cementos Argos.

En las restantes siete horas y cincuenta y dos minutos de su jornada laboral, el operario se convierte en jardinero. Con entrañable cariño sus toscas y gruesas manos limpian las hojas y desyerban la maleza. Las dalias alcanzan un tamaño de casi 1,70 m de tal manera que además de resguardar y embellecer, le hacen sombra al huerto. Con la misma precisión que aprendió en su lejana infancia en el pueblo de Une, detrás de los cerros de la capital, el hombre del overol amarillo, hundió el azadón sobre un terreno por el que nadie daba un peso y arregló cinco surcos de la anchura de un brazo por cinco metros de largo.

Trabaja hace ocho años para la compañía ferroviaria y hace un año lo trasladaron al pasonivel que él convirtió en huerto, en jardín. Cuando llegué, dice mientras señala el terreno, esto era un peladero con tres dalias marchitas y lo primero que hice fue ponerme a trabajar la tierra. Limpió, aró, abonó y sembró.

Ahora y por encima de cada arrume de tierra asoman la cabeza los verdes rizos de las lechugas que Carlos sembró hace tres meses. El jardinero se entusiasma cada vez que habla de los procedimientos agrícolas y con una mirada de soslayo a los surcos dice: es importante variar la cosecha, cuando está lista la recojo y preparo el terreno para una nueva. Orgulloso y arqueando las cejas me suelta el dato de la última cosecha de lechuga: 164. ¿Las vendió? No. Regaló parte y el resto lo despachó para su casa, al sur de la ciudad y en donde vive con su mujer y su hija.

La cosecha actual no se ve muy bien me dice (ahora acuclillado y palpando una de las hortalizas), se me están amarillando, tengo que ponerles más gallinaza y más abono. Esto se debe a la helada bruma que baña a la ciudad en las madrugadas y también a las plagas, que no dan tregua. Anterior a la segunda siembra de lechuga, voraces ratas arrasaron con las zanahorias. Envenenó a los roedores y desde ese momento no baja la guardia, también fumiga con esmero y rigurosa frecuencia el jardín que rodea al sembradío. Junto a las dalias, se levantan gladiolos blancos, olorosas matas de ruda y hierbabuena, sábilas y unas flores que compiten en belleza con las dalias púrpuras, las amapolas.

Altivas, soberbias y con el encanto de antiguas reinas se irguen las tres matas de amapola al pie del cultivo de lechugas. De los botones redondos que coronan sus finos tallos, cuatro han despuntado, tres con brillantes coronas de rojos pétalos y una de corona violeta, la consentida de Carlos, quien la observa mientras me confiesa que es la que más le gusta y su mirada recia de pronto se enternece. Entorna sus ojos azules.

Las altivas reinas, a las que han dedicado sentidas canciones, en Colombia son perseguidas. Igual que en el lejano país de Afganistán, Estados Unidos invierte en nuestro país grandes cantidades de dinero (más de 500 millones de dólares) para que, las avionetas rocíen glifosafo y toda suerte de químicos con el fin de envenenar las plantas; también para contratar a contritos raspachines que las arrancan a mano limpia y, movilizar al Ejército colombiano para que combata a los grupos que vigilan y promueven el tráfico de la encantadora flor.

Lo anterior le importa un comino al jardinero y así me lo hace saber. Poco y nada le interesan las noticias, así que tampoco sabe de la erradicación de 29.393 hectáreas de cultivos ilícitos durante este año. El motivo del feroz emprendimiento para acabar con la bella planta se debe a que ésta secreta el insumo del opio que veneraron egipcios y mayas, estudiaron los griegos y se fumaron los simbolistas, y, también, la heroína, un poderoso alucinógeno que fuman o se inyectan las personas de los llamados países desarrollados siendo, justamente, Estados Unidos el mayor consumidor.

Aunque la empresa antidrogas se realiza en las encumbradas montañas de Nariño o en las agrestes selvas del Putumayo, los dos linderos del sur en dónde acaba Colombia; la paranoia o el ocio, según se mire, de la Policía llega al extremo de hace unos meses cuando dos agentes de oliva penetraron en la caseta del ferrocarril y relata el jardinero que, entraron alzados y muy bravucones comenzaron a joder, que «eso» era amapola y que «eso» estaba prohibido y que «eso», yo debía arrancarlo y entonces me les paré en la raya, les dije que ni por el putas, que primero me arrancaban a mí y de pronto sus palabras las interrumpe el bramido de un carrotanque que resuena en la autopista brrrrrr ¿y entonces qué pasó? Nada. Se fueron. Por acá no han vuelto, me dice con una sonrisa socarrona que le enciende el rostro mientras se lleva las manos al cinto.

El día se apaga en medio de los zumbidos crecientes de los motores. Es la hora pico. Me despido del jardinero estrechando su mano gruesa. Mientras me alejo del oasis pienso en la razón que lleva a un hombre a embellecer un pedazo de la carrilera, en una ciudad que idolatra al cemento (cuando le pregunté esto se encogió de hombros, esbozó una sonrisa torcida y no me contestó). De seguro no es para matar el tiempo. Vi muchos operarios en otros pasoniveles e incluso en el mismo, descansando impasibles en sus sillas Rimax, escuchando vallenatos o leyendo la prensa. No. Apuesto a que esa no es la razón. Pero tampoco tengo una respuesta porque me ataca la misma pregunta cuando contemplo emocionado una pintura ¿por qué?
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* Raúl Alejandro Martínez Espinosa  es periodista pastuso. Estudió publicidad en la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá. Especialista de Periodismo en la Universidad de los Andes y es Master en Artes Plásticas de la Universidad Nacional. Es escritor y pintor.

3 COMENTARIOS

  1. Excelente. Conversar con el ferroviario alrededor de un jardin es una ocurrencia de poetas, propia para encontrar el alma perdida en una ciudad abrumada por el desmesurado progreso del cemento y el ruido. Felicitaciones.

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