Periodismo Cronopio

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CONTE BIANCAMANO

Por Ezequiel Martínez*

No existe mayor misterio que el que obedece a las rarezas del destino. De otro modo, cómo explicar que entre las docenas de barcos que iban y venían desde el puerto de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo pasado, hubiese un transatlántico que se empecinara en atar con sus amarras un capítulo desordenado en las historias de Eva Duarte de Perón, Carlos Gardel, Federico García Lorca o Arturo Toscanini, embarcándolos a todos ellos en la cubierta amarga de la fatalidad. O que ese mismo buque sucumbiera a su destino de muerte sin naufragios al convertirse en transporte de tropas y refugiados durante la Segunda Guerra Mundial para luego fletar a decenas de genocidas nazis que la organización Odessa se encargó de escupir sobre las costas argentinas.

Todas estas historias sucedieron a borde del «Conte Biancamano», un transatlántico de bandera italiana que con sus camarotes de lujo y sus salones lustrosos logró contrarrestar —al igual que otros buques de alcurnia de la época como el «Queen Elizabeth» o el «Normandía»— el síndrome Titanic que intimidaba a los viajeros de la alta sociedad. Dos de esos viajeros, Carlos Gardel y Federico García Lorca, murieron trágicamente poco tiempo después de haber partido del puerto de Buenos Aires a bordo del Conte Biancamano.

Un par de décadas más tarde, el cuerpo embalsamado de Evita fue sacado clandestinamente del país en su bodega, que en esa misma travesía guardaba muchas de las partituras de Arturo Toscanini para repatriarlas, a poco de su muerte, a su Italia natal. Aunque de manera intermitente, a través de sus casi cuarenta años de vida útil —entre 1925 y 1960— este transatlántico cumplió el trayecto de ida y vuelta entre Génova y Buenos Aires; curiosamente, la que se dio en llamar la «Ruta de las ratas»: la mayor parte de los criminales de guerra nazis llegados a la Argentina luego de la Segunda Guerra Mundial lo hicieron en barco desde aquel puerto italiano.

La muerte, con cualquiera de sus disfraces, se encaprichaba en desteñir el brillo de gloria reservado al Conte Biancamano. ¿Lo sospechaba Gardel cuando inesperadamente, en la mañana del mismo día de su partida, decidió redactar su testamento? Tenía 42 años, estaba en la plenitud de su carrera artística y la Paramout Pictures lo había contratado para hacer cinco películas. La poderosa compañía cinematográfica tenía preparado para él el pedestal que Rodolfo Valentino había dejado vacante. Toda su vida parecía un interminable principio; nada más alejado a un fin.

Sin embargo, con su pasaje comprado y las maletas ya listas, se puso a escribir dos carillas que comenzaban así: «Este es mi testamento. En esta ciudad de Buenos Aires, el día 7 de noviembre de 1933, encontrándome en pleno goce de mis facultades intelectuales, otorgo éste, mi testamento ológrafo, disponiendo en él mis bienes para después de mi fallecimiento…». Este documento se conoció recién 50 días después de la muerte de Gardel el 24 de junio de 1935 en un accidente aéreo en el aeropuerto de Medellín, Colombia. Y en su momento generó polémicas: en las crónicas periodísticas de la época, el testamento aparece con fecha 9 de noviembre, lo que resultaba imposible: ese día el cantante se encontraba a bordo del Conte Biancamano navegando rumbo a Europa.

El viaje lo tenía entusiasmado: nunca se había embarcado en un transatlántico tan grande, que además del lujo contaba con otras proezas en su haber: tiempo atrás había roto todos los récords de velocidad para una travesía entre Cádiz y Buenos Aires en tan sólo once días. Gardel viajaría primero a Europa, y en diciembre llegaría a Nueva York para cumplir su contrato. Las despedidas se amontonaban en su agenda; el lunes 6 de noviembre se despidió de su público a través de los micrófonos de Radio Nacional. El martes 7, a las 22, el Conte Biancamano zarpaba del puerto de Buenos Aires con Carlos Gardel a bordo.

Los ecos finales de su voz en suelo porteño tuvieron un testigo privilegiado: Federico García Lorca. La noche anterior a la partida de Gardel, el poeta español —que había llegado a Buenos Aires un mes antes— fue al teatro Smart para ver un ensayo general de la obra «El teatro soy yo», de César Tiempo. A la salida, en la esquina de Corrientes y Libertad, los dos hombres se encontraron con la sonrisa de Gardel. Tiempo los presentó y espontáneamente el cantante los invitó a su departamento, donde interpretó para ellos los temas «Caminito», «Mis flores negras» y «Claveles mendocinos».

Aquel único encuentro fugaz fue el prefacio un capricho más del destino, de otra jugarreta del azar. Cinco meses más tarde, también García Lorca iba a subirse al Conte Biancamano rumbo a España, donde moriría fusilado por las huestes del franquismo dos años más tarde. Había pasado seis meses en la Argentina, donde cosechó fama, fortuna y dinero. Postergaba una y otra vez su regreso, estimulado por el calor de su público, el afecto de tantos nuevos amigos y el suceso de sus obras y recitales poéticos. No quería despedirse, y alargaba el adiós en una sucesión de reuniones y presentaciones improvisadas. Como la que hizo en la madrugada del 26 de marzo de 1934, un día antes de embarcarse, en el vestíbulo del teatro Avenida, donde animó una improvisada función de títeres.

A la mañana siguiente, el pasillo de la habitación de su hotel se veía atestada de valijas y regalos. Aunque Lorca le había pedido a todos sus amigos que hiciesen como si su partida se tratara apenas de una breve ausencia, semejante equipaje no ayudaba en aquella pretendida escenografía. Tampoco las decenas de personas que se acercaron la noche del 27 de marzo al muelle para despedirlo. Ian Gibson, el más exhaustivo y documentado biógrafo de Lorca, cuenta que en el puerto «Lorca tuvo con sus amigos un último detalle típico en él, entregándoles un paquete con la advertencia de que era ‘para seguir la fiesta’. Cuando, zarpado el Conte Biancamano, Pablo Neruda y el poeta Amado Villar lo abrieron, esperando encontrar unos bombones o cosa parecida, tuvieron la sorpresa de ver un grueso fajo de billetes. Llevaba años deseando ganar dinero, y ahora que lo había logrado, quería que otros disfrutasen con él». El poeta no lo sospechaba, pero aquel barco desde donde le escribió a sus padres que viajaba en «un precioso camarote que da a cubierta, con cuarto de baño y toda clase de comodidades», lo estaba acercando a una Guerra Civil y un destino de muerte.

Otras adversidades le esperaban al Conte Biancamano. Cuando en 1940 Italia le declaró la guerra a los Estados Unidos, el transatlántico se encontraba en la zona del Canal de Panamá. Fue confiscado por los norteamericanos y reciclado para transformarlo en buque de guerra con nueva bandera y nuevo nombre: ‘Hermitage’. En los años siguientes, el ex transatlántico de lujo navegó los océanos Atlántico, Indico y Pacífico transportando tropas de combate norteamericanas, británicas, francesas y australianas, embarcando prisioneros italianos y alemanes, regresando heridos de los frentes de batalla y rescatando refugiados de las naciones arrasadas. El 8 de mayo de 1945 el Hermitage participó de la celebración en el puerto francés de Le Havre cuando los barcos aliados saludaron el fin de seis años de guerra con un concierto de sirenas. Mientras sirvió a la Armada de los Estados Unidos, el Hermitage recorrió unos 370.000 kilómetros y transportó a 129.695 personas. Despojado de su opulencia de antaño, fue devuelto al gobierno italiano en mayo de 1947.

Pronto recuperó su nombre y su dignidad: fue la primera unidad de la flota mercantil italiana renovada; prestigiosos aristas multiplicaron sus oropeles y enriquecieron sus pompas. Pero sus circunstancias parecían obstinadas en coquetear con lo siniestro: ni siquiera el fuerte olor del salitre de los siete mares logró quitarle al Conte Biancamano su perfume de muerte. Cuando al año siguiente reanudó su servicio de pasajeros hacia América del Sur desde el puerto italiano de Génova, decenas de genocidas nazis partieron desde allí escondiendo detrás de nombres y pasaportes falsos la sombra de su brutalidad.

Durante los últimos meses de la guerra, la organización Odessa —que se encargó de ayudar a los altos miembros del régimen nazi y a los oficiales de la SS y la Gestapo en su fuga de Alemania—, aceitó sus mecanismos de huida. A estas cobardes vías de escape la historia les puso nombre: «Ruta de las ratas». Una de las más importantes y transitadas era la que cubría un itinerario que partía de Munich, llegaba hasta Salzburgo o la zona del Tirol, en Suiza, y seguía a través de los Alpes hasta el puerto de Génova, donde los fugitivos embarcaban para ser depositados a salvo en Buenos Aires. Así llegaron a la Argentina, entre otros, Eduard Roschmann, Joseph Schwammberger, Joseph Mengele y Adolf Eichmann. ¿Cuántos más unieron ambos puertos en camarotes de primera clase tapizados de impunidad? ¿Y cuántos lo hicieron a bordo del Conte Biancamano?

Por una vez, el buque esquivó las aguas turbias de su destino cuando a mediados de 1950 se reorganizaron sus rutas con proa a Nueva York, liberándolo así del tráfico clandestino de roedores nazis. Otra clase de clandestinidad se apoderaría, años más tarde, de sus bodegas. En 1957, cuando el Conte Biancamano había retomado sus viajes hacia Buenos Aires, un gobierno militar manejaba los destinos de la Argentina. Desde hacía dos años tenían en su poder un cadáver que le quemaba las manos: el de María Eva Duarte de Perón. Los rumores de la época decían que lo habían incinerado o que lo habían arrojado a aguas del Río de la Plata. Este último tenía un fragmento de verdad: esas aguas fueron testigo de la partida del cuerpo… a borde del Conte Biancamano.

El presidente de entonces, Pedro Eugenio Aramburu, se había comprometido con la madre de Evita a darle a sus restos cristiana sepultura. Para acabar con los paseos a los que estaba siendo sometido —el baúl de una furgoneta estacionada en una esquina de Buenos Aires, un cine, depósitos militares y hasta casas particulares fueron su mausoleo transitorio—, Aramburu le encomendó al entonces jefe de la Secretaría de Inteligencia del Ejército, el coronel Héctor Cabanillas, una de las misiones más secretas de la historia argentina: sacar el cadáver del país y encontrarle una tumba en el extranjero.

La «Operación Traslado» se inició el 23 de abril de 1957. Ese día, a las 4 de la tarde, el Conte Biancamano zarpaba de la dársena norte del puerto de Buenos Aires con destino a Italia llevando en sus bodegas el cuerpo embalsamado de Eva Perón. Los documentos del embarque disfrazaron su nombre con el de María Maggi de Magistris, una señora nacida en Bérgamo, que efectivamente había muerto días antes en un accidente de tránsito. Su ataúd iba embalado en una caja de madera llena de piedras para atenuar los golpes de tanto trajín: el peso total era de 400 kilos.

El transatlántico hizo escalas en Santos y Rio de Janeiro (Brasil), Cartagena (España) y Génova (Italia). La travesía fue tranquila, pero cuando arribaron a destino una multitud que estallaba en gritos esperaba al barco. Los guardianes del cadáver temieron que su secreta carga hubiese sido descubierta. No tuvieron en cuenta que durante la escala en Santos otro tesoro había sido depositado en las bodegas: unas viejas partituras del maestro Arturo Toscanini, que se había iniciado como violoncellista en la Orquesta de Río de Janeiro y que había muerto en Nueva York en enero de aquel año. Sus compatriotas, claro, fueron a darle la bienvenida a los añejos papeles de uno de sus próceres de la música.

No sólo el Conte Biancamano unió de este modo los destinos cruzados de Evita y Toscanini. Los restos de ambos fueron sepultados en una necrópolis de Milán. El de la mujer de Perón llegó el 13 de mayo de 1957 a las 15.40 al cementerio Maggiore. Una cruz con su nombre falso fue dispuesta en la tumba número 41 del campo 86, y allí permanecería hasta setiembre de 1971.

Otro panteón más benigno le esperaba al Conte Biancamano. En 1960 navegó por última vez y fue desmantelado. Supo sortear su inexorable futuro de chatarra reciclándose como pieza de museo. Parte de sus glorias fueron reconstruidas en el Museo de la Ciencia y de la Técnica de Milán. Allí cualquier visitante puede recorrer hoy su puente de mando, algunos de sus lujosos camarotes o salones, y embarcarse —por qué no— en otras necrofílicas historias aún no navegadas.
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* Ezequiel Martínez es periodista argentino y trabaja en el diario Clarín desde 1990, donde actualmente se desempeña como Editor Jefe de la revista Ñ, la revista de cultura del periódico argentino. Fue becado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que preside Gabriel García Márquez. Ha sido docente en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad de Belgrano y actualmente en el TEA (Taller Escuela Agencia). Desde hace dos años escribe el blog En minúscula en el sitio digital de la revista Ñ, dedicado a la divulgación literaria y a noticias sobre libros y escritores. Es presidente de la Fundación Tomás Eloy Martínez, destinada a estimular la creación literaria de jóvenes autores latinoamericanos.

1 COMENTARIO

  1. Mis abuelos vinieron (ellos de yugoeslavia) tomaron el barco desde Italia a Agentina como inmigrantes y tratando d tener una vida mejor en AMERICA

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