BOLONIA
Por Ilaria Dagnini*
Una tarde hace un par de años, fui uno de los muchos neoyorquinos que observaron con admiración la muestra de Giorgio Morandi en el Museo Metropolitano. Pronto adquirí conciencia, mientras pasaba de sus paisajes tempranos y evocativos de la campiña Emiliana a sus celebradas naturalezas muertas con botellas, vasijas y jarras, de que, con la complicidad de las luces cálidas de la galería y las voces susurrantes del trasfondo, mi ánimo cambiaba del silencioso regocijo estético a un ensueño agridulce. Morandi era de Bolonia, el pueblo natal de mi padre, y conocía a mi abuelo, Giovanni Dagnini, quien a menudo se detenía en su estudio en su camino al hospital, donde era jefe de patología. Sin embargo, no había esperado que una gran retrospectiva estadounidense de la obra del artista sería la ocasión para una reminiscencia sobre mi familia y, en últimas, para una meditación sobre Bolonia.
Giorgio Morandi pasó su prolífica vida en Bolonia, hecho que considero significativo. Siempre me imaginé que debía ser especialmente difícil dejar un lugar tan único entre los pueblos italianos: elegante pero no intimidante y modestamente sofisticado. Bolonia, si bien encumbrada en la tradición, ha estado siempre abierta a la novedad y curiosa sobre el mundo exterior. Fue en la Universidad de Bolonia donde Einstein dictó una serie de lecciones sobre la teoría de la relatividad en 1921. Y en 1978, en la misma universidad durante la conferencia de inauguración del año académico, el recién liberado Vladimir Bukovsky denunció mordazmente la represión del régimen Soviético a sus disidentes en su discurso Un nuevo viento sopla desde el Este.
Puede que Bolonia esté sufriendo de un complejo de inferioridad respecto a su prima hermosa y llena de arte del otro lado de los Apeninos, Florencia, sin embargo siempre ha mostrado una terca independencia en sus decisiones culturales. En los 1880s, cuando Verdi era la sensación en toda Italia, Bolonia, por el contrario, abrazó apasionadamente la música de Wagner (y hasta el día de hoy, hay personas que van por la vida valientemente llevando los nombres de Brunilde, Sigfrido, Tristano y SIglinda).
La ciudad ama lo clásico tanto como al rock y al jazz. Y ama la comida, las buenas ideas y la buena compañía. “Los Bolognese”, escribió alguna vez el fallecido periodista italiano Enzo Biagi, “no quieren perderse nada de lo bueno que la vida tiene para ofrecer”. Y aún así, la vibrante y próspera Bolonia fue atacada y ensangrentada como ninguna otra ciudad italiana en la historia reciente. La víctima más egregia del terrorismo que plagó Italia en los 1970s “los años de plomo”, Bolonia, lleva sus cicatrices con dignidad y por treinta años ya ha estado buscando, con fiera determinación, justicia para sus hombres, mujeres y niños masacrados.
Me había aventurado lejos de la atemporalidad de las exquisitas naturalezas muertas de Morandi, pero un pensamiento curioso me rescató de este giro siniestro de mis cavilaciones. Mientras miraba a todos los espectadores estadounidenses congregándose alrededor de sus botellas diáfanas, se me ocurrió pensar que si Morandi mismo hubiese estado allí para hablar sobre su obra, si hubiese abierto su boca (lo cual es, por supuesto, puramente hipotético, dado que murió en 1964), hubiese sonado exactamente igual a mi padre, o a mi abuelo. Hubiese hablado un italiano elegante y altamente educado con un acento inconfundiblemente bolognese (bo-lo-ñe-se).
Este acento siempre ha sido considerado gracioso por los italianos fuera de Bolonia y cualquier cómico de esta ciudad sólo necesita pronunciar su nombre en bolognese para conseguir una risa. Para mí, este acento es cálido, dulzón y reconfortante. Expande sus vocales hasta que explotan con afecto y sus suaves “R” francesas se sienten como caricias. Es el sonido de mi abuela saludando a mi padre cuando la visitábamos desde Padua: “eeeh, Giorrrgio!”. Es la voz de mi tío-abuelo, Guido Dagnini, otro doctor, quien era culto, bien leído y coleccionista de arte de gran discernimiento, sin ser intimidante sino más bien gentil con los niños.
Pasamos la víspera de navidad en su hogar, un apartamento grande amoblado con elegancia y, ante todo, cómodo. El salón de estar, la sala de dibujo y la sala de visitas tenían techo de casetón, pero sólo había un baño, con un calentador que retumbaba como un trueno cada vez que era encendido. Cuando miro atrás, veo este apartamento como un espejo brillante de nuestra familia, con mucho más estilo que dinero.
La víspera de navidad era una reunión familiar bastante grande, montones de tíos, tíos-abuelos y tías-abuelas y primos, cuya relación exacta conmigo nunca logré entender y, para ser completamente honesta, tampoco me importó. Las habitaciones brillantemente iluminadas estaban llenas de cotilleos. Todos conversaban con gusto y júbilo, como si no se hubiesen visto en meses, cuando en verdad se habían telefoneado o encontrado en la calle casi diariamente.
Había abundantes cantidades de comida excelente: “la gente come más en Bolonia en un año que lo que comen en Venecia en dos, en Roma en tres, en Turín en cinco y en Génova en veinte años”, escribió el novelista romántico italiano Ippolito Nievo. Mis primos, mi hermano y yo misma no compartíamos, aún, el entusiasmo de los mayores por la “cioccolata Scorza” de Majani, delgadas y escamosas láminas de chocolate negro que parecía la corteza de un árbol y que aún encontrábamos muy amarga. Pero nos metimos en problemas cuando comimos un número excesivo de bastoncini Viscardi, palitos largos y cilíndricos de galleta rellenos de delicioso chocolate de leche, porque, como mi tía Giuliana acostumbraba decir, “valen oro”.
Recientemente, encontré algo similar en Fairway, la legendaria tienda de comidas de Nueva York: es un producto griego y no muy caro, pero es una imitación pálida y ni cercanamente igual de buena.
Nos visitamos con menor frecuencia desde que mi abuela murió en 1969. Ahora que soy mayor, me arrepiento de no haber prestado más atención pues, más o menos en la siguiente década, uno tras otro, los miembros de la alguna vez gregaria familia Dagnini comenzaron a dejar este mundo.
Fue sólo cuando mi tía Giuliana, la única hermana de mi padre, falleció a finales de los noventa que me di cuenta de que ese mundo de gente, con sus lugares, sus extraños manierismos lingüísticos, su refinado gusto musical y sus suculentas recetas había desaparecido, encerrado en mi pasado como un querido y poderoso recuerdo de infancia. Mi prima Diana, quien se gana la vida como recolectora estacional de frutas en granjas cercanas, me recuerda inquietantemente a Hanno, el último vástago de los Buddenbrook.
La muerte de mi padre, hace casi cuatro años, ha reavivado mi deseo de retornar a Bolonia. Su gran personalidad ha dejado un vacío que desafía el paso del tiempo. No me sorprende, pues de un hombre que amó su vida con la fuerza y el corazón de un atleta no puede esperarse que se retire silenciosamente y desaparezca sin dejar rastros. Nunca le interesaron las cavilaciones ni la melancolía y su legado más poderoso, me doy cuenta, es un llamado a la acción. Estoy bastante convencida de que mi recientemente hallada curiosidad por Bolonia, una ciudad que di por segura durante décadas, es su llamado.
Mi padre dejó Bolonia siendo un doctor de treinta años, siguiendo a su profesor, Alessandro Dalla Volta, primero a Módena y luego a Padua. Nunca regresó a su ciudad natal. En 1971 se convirtió en jefe de Medicina Interna en el hospital de la ciudad de Padua y cuando, unos años después, le fue ofrecida la misma posición en el Ospedale Maggiore de Bolonia, el mismo hospital donde su abuelo, padre y tío-abuelo habían trabajado antes que él, la rechazó. Recuerdo pensar en esos tiempos que la explicación que nos dio para su decisión no era bastante convincente. Sin embargo, siendo una expatriada yo misma, pienso que puedo ahora responder por él: las razones de su vida, su familia y su trabajo, estaban enraizadas en otro lugar y él no tenía la intención de afectar este equilibrio. Vivió y trabajó en Padua durante más de cincuenta años pero a los ojos de todos quienes le conocieron se mantuvo, esencialmente, un bolognese.
Nunca perdió su acento ni su amor por el “Bologna Football Club “, el equipo de fútbol de Bolonia. Debido a su lealtad, creo, y sin la menor medida de esnobismo, nunca vio un partido jugado por el “Padova”, un equipo bastante inferior. Siendo un brillante conversador de ágil astucia y travieso sentido del humor, mi padre brilló entre la generalmente deslustrada escena social de Padua. Sé que puede sonar incongruente tratar de adivinar diferencias culturales cuando meras sesenta millas separan Bolonia de Padua y cuando se trata de un terreno tan plano como el mesón de una cocina. Ni siquiera un macizo montañoso podría explicar el carácter de palo-en-el-barro del Véneto frente al joie de vivre de Bolonia.
Por cuanto a caracterizaciones regionales, el carácter cosmopolita de Bolonia es entendido como el resultado de que ésta sea la sede de la universidad más vieja de Europa, un imán para estudiantes extranjeros, generalmente adinerados y aristocráticos, desde el siglo XI. Padua goza de la tercera universidad más vieja y, sin embargo, de entre sus muchas cualidades positivas, genial, urbana y acogedora no son las primeras que se vienen a la mente.
Como doctor, mi padre restallaba su látigo en su pabellón y consiguió algunos enemigos. Pero tenía una reserva aparentemente ilimitada de tiempo y comprensión para sus pacientes. Era curioso y esto lo convertía en un buen oyente. Durante sus rondas matutinas, frecuentemente pedía una silla, se sentaba junto a la cama de un enfermo y escuchaba pacientemente su historia. Parecía poseer un equilibrio instintivo entre paciencia y firmeza. Exudaba energía y su optimismo era contagioso. Su encanto y sus ojos famosamente azules obraban maravillas en la sección femenina del pabellón: todas daban lo mejor de sí para verse bien frente a tan apuesto profesor. Y después estaba su acento, tranquilizador como el ronroneo de un gato y sabroso como el contenido de un verdadero tortellino bolognese.
Recuerdo a mi padre riendo, frunciendo el ceño, emocionado e indignado, pero sólo una vez llegué a verlo perplejo. Estaba de pie en un pasillo de Fairway examinando una bolsa de tortellini marca Barilla; estaban rellenos, me dijo con sinceridad de incrédulo, de queso, de hecho, de tres clases de queso y hierbas. Pero lo que rebasó la taza de su consternación fue la presencia de ajo, lo que personalmente detestaba, y cuya asociación con los tortellini, en la cocina bolognese, es una blasfemia.
La imagen de mi padre turbado y desconcertado en un mercado de comidas de Nueva York es de mis favoritas, pues liga a un hombre con el vigor de un jugador de rugby retirado con aquel delicado moñito de pasta que unas manos habilidosas habían amasado para asemejar, según la leyenda, el ombligo de Venus. Pero el corazón del tortellino, su relleno, es explosivo. En su interior está lleno de carne y, al igual que toda la cocina de Bolonia, es el verdadero anatema para los vegetarianos. Es un compuesto de pedacitos sabrosos, una croqueta de sabores agudos e individuales que se combinan armoniosamente: lomo de cerdo y ternera, pollo y mortadela, jamón de Parma, un huevo, y, por último mi favorito, una pizca de nuez moscada.
La celebrada y muscular tradición gastronómica de Bolonia le ha otorgado a ésta uno de sus muchos apodos: “Bologna la grassa”, Bolonia la gorda. Junto al igualmente popular “Bologna la dotta”, Bolonia la docta, y “Bologna la rossa”, Bolonia la roja, resume acertadamente la larga historia de la ciudad donde la discordia política, el logro social y el impulso intelectual están deliciosamente intercalados con la exquisita invención culinaria. El año 1913, por ejemplo, marcó el avance del partido socialista en las elecciones de la ciudad, al igual que el nacimiento del cremino FIAT, media pulgada cúbica de capas de chocolate oscuro y de leche con el que Majani, uno de los más finos y tempranos chocolatiers de Europa, ganó una competencia patrocinada por la fábrica de autos L’Alcisa por el mejor cioccolatino. La charcuterie que habría de volverse famosa por su salchicha de mortadela, fue fundada en 1946, el mismo año en que el partido Comunista recibió más escaños que los Socialistas y los Demócratas Cristianos en las elecciones administrativas locales.
El divorcio fue introducido en Italia mediante referendo popular en 1973: 59% de los italianos votaron a favor, pero en Bolonia la cifra subió a un entusiasta 73% de la población. El año anterior, la receta de la tagliatella bolognese – de 8 milímetros de grosor, correspondiente a la 12270-ésima parte de la altura de la medieval Torre Asinelli de la ciudad – había sido depositada en la Cámara de Comercio de Bolonia.
Bolonia no tiene el estilo de Milán ni el esplendor vano de Roma. “Florencia es alta y esbelta”, comentó el escritor Guido Piovene, “mientras que todo en Bolonia, sus domos, sus arcos y pórticos, hacen que uno piense en una redondez carnosa”. La severa personalidad arquitectónica de Florencia fue moldeada por sus ambiciosos regentes, los Medici; la apariencia suave y curvilínea de Bolonia lleva la marca de múltiples clérigos bon vivant que gobernaron la ciudad por encargo de los Papas durante siglos.
Desde el siglo XI, Bolonia ha estado llena de estudiantes quienes, al principio, eran sobre todo jóvenes nobles de toda Europa que acudían en bandadas a la recién fundada universidad, el Studio, donde el antiguo derecho Romano estaba siendo estudiado y reinterpretado para ajustarse a las necesidades más complejas de la sociedad medieval tardía. Su presencia en la ciudad avivó los negocios – se abrieron posadas para acomodarlos y tabernas para alimentarlos. Rodeados de todos esos Polacos, Alemanes, Holandeses y Españoles, los locales adquirieron el hábito de intercalar su dialecto con “traducción instantánea” al Italiano para beneficio de sus huéspedes extranjeros y esta curiosidad lingüística sobrevive hasta el día de hoy; los Bolognesi han estado “subtitulándose” a sí mismos por cerca de un milenio.
La posición internacional de Bolonia nunca le ha subido los humos. El otro rol de la ciudad, ser el centro principal del corazón de una vasta región agricultora, Emilia, la ha mantenido aterrizada durante siglos. Desde la edad media, Bolonia ha sido la ciudad mercantil donde los granjeros se han reunido para vender sus productos y para encontrarse con otra gente y charlar, comer y beber. De acuerdo con esto, la arquitectura de Bolonia es acogedora, casi maternal. El color de sus edificios es cálido, oscilando desde el rojo hasta el naranja, el ocre y el púrpura. Sus motivos decorativos son moldeados de la terracota local color rojo óxido. Los famosos pórticos de Bolonia, en sus veinte millas, son una zona segura para peatones, un área privada conformada a base de espacio público. Éstos la protegen de la lluvia en los meses fríos y ofrecen un alivio sombreado durante el intenso calor del verano. Extendiéndose como un largo corredor que atraviesa la ciudad, los pórticos dan a Bolonia la sensación de una casa grande. Aún los encuentro envolventes y cómodos de la misma forma que lo hacía cuando era una niña.
Bolonia es espaciosa y aireada, su tamaño es aún manejable y tranquilizante. “Nel centro di Bologna non si perde neanche un bambino”, dice una línea en una canción del cantautor bolognese Lucio Dalla, “en el centro de Bolonia no se pierde ni un niño”. Apropiadamente, la ciudad ha sido descrita como una “metrópolis de bolsillo”.
Es raro que Bolonia sea una parada en el primero, o incluso el segundo viaje de un visitante a Italia. Por otra parte, ésta es casi siempre ganadora cuando las ciudades italianas son encuestadas respecto a “calidad de vida” y esto no sólo se debe a que tenga uno de los más altos ingresos per capita. Bolonia no es una ciudad ambiciosa. En los años siguientes a la segunda guerra mundial, ignoró la tentación de hacer publicidad de sus muchos dones en el extranjero y en vez de eso optó por enfocarse en el bienestar de sus propios ciudadanos.
Durante décadas, Bolonia ha venido desempeñado acciones notorias que llevan al equilibrio: entre su centro urbano y su región rural y entre sus orígenes agricultores y su desarrollo industrial de la post-guerra. Por encima de todo, ha propendido por la búsqueda de armonía entre sus propios ciudadanos y entre su población y su medio ambiente. Bolonia es el mayor centro de comunicaciones entre el norte y el sur de la península, pero está situada directa y sólidamente en el centro del valle del Po.
Creo que cualquiera que piense que “socialista” es una mala palabra debería vivir en Bolonia durante unos meses al menos. A excepción de los últimos años cuando se ha acoplado con el resto del país en sus tendencias hacia la centro-derecha, Bolonia ha sido liderada por una administración comunista o por una coalición socialista-comunista por más de cincuenta años: Bolonia la rossa. El nombre, Bolonia “la roja”, ha evocado alternadamente admiración, escepticismo e irrisión ocasional en Italia a través de los años. Aún así, creo que incluso entre los más fieros enemigos de Bolonia ha habido siempre un sentimiento de que se trataba de una ciudad que, en su reconstrucción de la postguerra, estaba intentando hacer las cosas de forma diferente, pensando desde nuevas perspectivas. Bolonia estaba dándole una oportunidad al socialismo en la forma de la justicia y la compasión social.
La crítica más recurrente a la administración de izquierda de Bolonia era que el bienestar de los Bolognesi traía un alto costo para el contribuyente italiano. “Toda administración tiene sus deudas”, comentó el alcalde de Bolonia, Renato Zangheri, en 1975, “pero aquí al menos se sabe cómo se gasta el dinero” – respuesta casi inexpugnable, contra el panorama desesperanzador de la política italiana y sus gobiernos locales.
Siendo un historiador que se unió al partido Comunista Italiano en 1951, Renato Zangheri fue alcalde de Bolonia de 1970 a 1985. Su nombre es inseparable de las iniciativas sociales más vanguardistas de la ciudad, del descontento de su universidad y de las manifestaciones violentas de estudiantes a finales de los 70s y del peor ataque terrorista en la historia de Italia. Bajo la administración de Zangheri la red de escuelas de Bolonia – desde guardería hasta secundaria- creció hasta convertirse en la más extensa y capilarizada del país. A modo de incentivo para reducir el tránsito de autos en el centro de la ciudad, lo buses funcionaban gratuitamente durante las horas pico, siendo en esto los primeros en el país.
Durante el verano, la ciudad envió niños y ancianos de bajos recursos a la playa juntos; los mayores recibieron un descanso del calor sofocante de la ciudad y también un propósito, la responsabilidad de cuidar a los pequeños. Éstos, a su vez, pudieron pasar un tiempo conectándose con la generación de sus abuelos. Por primera vez en Italia, la administración de Zangheri ofreció a la organización gay de Bolonia, Arcigay, un edificio público como sede cerca a una de las antiguas puertas de la ciudad, Porta Saragozza. Los grupos católicos de la ciudad estaban indignados y la procesión anual de la Madonna de San Luca no se detuvo cerca a la Porta Saragozza en protesta en 1982, pero el edificio nunca fue clausurado.
En un momento de desarrollo urbano rampante en toda Italia, Renato Zangheri lideró apasionadamente una campaña para preservar y restaurar el centro histórico de Bolonia. La iniciativa llegó hasta las noticias nacionales y extranjeras. “Defender un centro histórico”, escribió Zangheri en el periódico nacional Corriere della Sera en Enero 26, 1973, “no es meramente un asunto de estética sino un tema cultural de la más profunda importancia; no es sólo cuestión de estructuras urbanas sino mentales y morales”.
La identidad arquitectónica de Bolonia, desde sus masivos palazzi renacentistas hasta las más humildes casas y tiendas medievales, debía ser preservada “si no queremos que nuestro país se convierta en un lugar donde los hombres y las mujeres se han alienado entre ellos y distanciado de su propio pasado. Queremos llevar hacia el futuro”, continuó, “lo que los Italianos crearon en sus ciudades y lo que es más inextinguible de la civilización italiana: un sentido de coexistencia armoniosa y de orgullo de reconocernos a nosotros mismos en nuestros logros”.
Hoy día, Bolonia tiene el segundo mayor centro histórico después de Venecia y uno de los más importantes en Europa. Los autos han sido prohibidos en el centro desde 1984 y la gente monta en sus bicicletas a lo largo de calles adoquinadas o camina bajo los espaciosos y silenciosos pórticos. Restaurantes viejos, tiendas de comida y librerías aún ocupan los mismos locales de hace cien o ciento cincuenta años, aún en posesión de y manejadas por las mismas familias: Tortellini Atti, L’Alcisa, Restaurante Il Diana, Librería Zanichelli. Bolonia cuida bien de su gente y de sus recuerdos. Una sección larga de la fachada del ayuntamiento de la ciudad muestra las fotografías de los 2064 partisanos, hombres y mujeres, que murieron luchando contra los Nazis y los Fascistas durante la segunda guerra mundial.
Bolonia, pienso, es la ciudad que toda Italia querría ser: es tan vibrante y estimulante como una metrópolis y tiene el confort tranquilizante de un pequeño pueblo de provincia, sin la somnolencia. Fue liderada durante décadas por una administración de izquierda que logró mantener totalmente un diálogo abierto, si bien a veces tumultuoso, con el poderoso y popular movimiento católico de la ciudad y con sus muchas otras fuerzas políticas. “Bolonia”, dijo Leonardo Sciascia años atrás, “es la capital moral de Italia”.
Me pregunto si esta cualidad de “modelo a seguir” es lo que hizo de Bolonia el blanco del ataque terrorista de tal forma que ahora su nombre, mientras evoca un estilo de vida confortable y deliciosa cocina, es trágicamente inseparable, en las mentes de los italianos, del recuerdo descorazonador de una terrible masacre. La “estrategia del terror”, como la llamó la prensa italiana en su momento – grupos neo-fascistas plantaron bombas en espacios públicos y organizaciones de ultra-izquierda dispararon contra prominentes jueces, periodistas y académicos, en un intento de desestabilizar las instituciones democráticas del país – alcanzó su más abyecto pico en Bolonia.
El sábado 2 de Agosto de 1980 una bomba explotó en la estación principal de trenes de la ciudad, “Bologna Centrale”, matando ochenta y cinco personas e hiriendo a doscientas. Las manecillas de uno de los relojes de la plaza frente a la estación están detenidas en el momento de la explosión: 10:25 de la mañana en uno de los días de más tránsito del año, cuando miles de personas dejaban la ciudad para irse de vacaciones de verano. La bomba estaba oculta en un bolso dejado junto a un muro de contención en la sala de espera de segunda clase. La habitación era uno de los pocos espacios con aire acondicionado durante ese día caliente y estaba muy llena. La violencia de la explosión fue tal que destruyó la sección principal de la estación y lanzo volando varios vagones del tren “Ancona-Chiasso” que esperaba en el primer andén. Familias enteras fueron aniquiladas, turistas, parejas jóvenes, montones de estudiantes.
Tuvo que pasar todo un día para que el entonces Primer Ministro de Italia, Francesco Cossiga, reconociera que la explosión no había sido causada por un accidente – la explosión de una caldera en el sótano de la estación – como se había anunciado inicialmente. En cuestión de días, la organización de ultra-derecha Nuclei armati rivoluzionari, o NAR, asumió la paternidad del ataque.
Seis meses después, Giuseppe Valerio Fioravanti fue arrestado como el ejecutor de esta matanza. Su arresto dejó en shock a Italia: conocido como “Giusva” el Fioravanti de veintidós años había sido actor infantil y el protagonista de una serie popular de televisión. Francescca Mambro, la novia con cara de bebé de Fioravanti, fue arrestada un año después. El caso legal que siguió fue uno de los más complejos y controversiales en la historia de la justicia italiana.
En los dos años siguientes al juicio, miembros de los servicios militares secretos italianos, SISMI, trataron de desviar la investigación afirmando que el ataque había sido llevado a cabo por el terrorismo internacional exhortando a los fiscales a seguir una vaga “pista palestina”. Un nuevo término fue acuñado en estos tiempos para describir las maniobras de los oficiales del SISMI, despistaggio, el “des-pistamiento” de las investigaciones. El caso era ya tan turbio que el gobierno estableció una Comissione stragi, una “Comisión de Masacre” del parlamento única en su tipo en Europa, para tratar de desenredar una masa de falsos testimonios y pistas engañosas.
El primer juicio duró dos años y, en 1988, sentenció a Mambro, Fioravanti y dos terroristas más a cadena perpetua. El general Musumeci y el coronel Belmonte del SISMI recibieron sentencias de diez años cada uno. También fueron encarcelados por diez años dos miembros de la logia masónica “Propaganda Due”, P2, que fue acusada de controlar sigilosamente los servicios secretos del país. Una apelación posterior, en 1990, declaró inválida la primera sentencia y dejó a todos libres. Un tercer y final juicio, en 1995, confirmó las sentencias anteriores.
Mientras se acerca el trigésimo aniversario del ataque de Bolonia el furor, la controversia, las acusaciones y contra-acusaciones no han sido abatidos. Pero las preguntas respecto al ataque – quién lo hizo y por qué – permanecen sin respuestas. Fioravanti y Mambro, casados y con una niña, han sostenido su inocencia a lo largo de los juicios. El verano pasado, una semana después del aniversario de la explosión, fueron liberados de prisión. Juntos han matado más de doscientas personas. Han concedido entrevistas y han aparecido en programas de televisión pero nunca se han disculpado por sus acciones ni han expresado arrepentimiento. Quienquiera haya planeado y ordenado la matanza no ha sido identificado. Por tres décadas ya, la asociación de las familias de las víctimas ha estado pidiendo al gobierno italiano que libere miles de documentos clasificados relacionados con la masacre, sin ningún resultado. La respuesta de la mayoría de los políticos italianos, una letanía de condenas rancias y la ocasional reaparición de la “pista palestina” en entrevistas y discursos públicos, es un insulto al sufrimiento de cientos de personas que exigen saber la verdad. “En Italia”, dijo con amargura recientemente el presidente de la organización de las familias de las víctimas “sólo los que son asesinados pagan”. Pero ni la asociación ni la ciudad han cesado sus empeños por conseguir justicia. Incluso en su insólito rol de víctima de una muy errada historia italiana, Bolonia está dignificada en su duelo y galante en su determinación de hacer el bien por su gente.
___________________________________________
*Ilaria Dagnini es periodista y traductora nacida en Padua, Italia. Es autora de “The venus fixer” una de las novelas mejor comentadas en los Estados Unidos en los últimos años. Actualmente se encuentra radicada en Nueva York y es esposa del afamado chelista Carter Brey de la Orquesta Filarmónica de Nueva York.