Periodismo Cronopio

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NEGRO EN MÉXICO: LA OTRA CARA DE LA MEJICANIDAD

Por Aran Shetterly*

¿De dónde venimos?
¿Qué somos?
¿Hacia dónde vamos?
(Paul Gauguin).
Me senté en la sombra, bajo una palapa y esperé al bote-taxi que me habría de llevar desde el pequeño pueblo de Zapotalito, a través de las lagunas de Chacahua, al pueblo, incluso más pequeño, de Chacahua, que se extiende entre los manglares del borde de la costa pacífica mexicana. Justo al lado del endeble muelle de madera, aves fregata acosaban pelicanos, esperando apropiarse de peces.

El bote apareció a la vista y, momentos después, el zumbido del motor alcanzó mis oídos. Cerca de 10 metros desde la orilla, el piloto cortó el poder, levantó el aparejo y encalló en la playa. Un hombre saltó del bote, descalzo, llevando unas viejas bermudas amarillas de surf y una camiseta. Un afro completo se englobaba bajo su gorra de béisbol.

Cargué mi mochila en el bote y me senté en un travesaño mientras el chofer nos sondeaba hacia aguas más profundas. Volviéndome a mirar hacia Zapotalito, lo observé mientras sumergía el motor fuera de borda en las aguas turbias.

«¿De dónde eres?»  Pregunté.
«De Cuba»
«¿De Cuba? ¿Cómo terminaste aquí?»

El hombre rió. «Un barco de esclavos naufragó junto a la costa. Algunos de los esclavos lograron llegar a la playa.  Hemos estado aquí desde eso.»

Haló el cordón, el motor rugió y yo sostuve mi sombrero mientras el bote alcanzaba velocidad y se dirigía hacia los canales laberínticos de la laguna, dejándome en mis cavilaciones sobre cómo un barco cubano de esclavos había llegado a la costa oeste mexicana.

UNA POBLACIÓN POCO CONOCIDA
Pocas personas, incluyendo a la mayoría de los mexicanos, se dan cuenta de que una población significativa de mexicanos negros vive a lo largo de la «Costa Chica» de México que se extiende desde justo al este de Acapulco bajando hasta Huatulco, en el estado de Oaxaca.

Si uno piensa en Afro-Mexicanos, tiende a hacerlo respecto a Veracruz, en la costa del golfo del país.

El mayor puerto del Caribe mexicano, Veracruz, es conocido por su carnaval, por el danzón cubano y por un guerrero africano del siglo XVI, llamado Yanga, quien estableció un pueblo negro libre en las montañas de la zona.

Y, sin embargo, la población negra de la costa oeste es significativamente mayor, a pesar de ser menos estudiada o comprendida, debido, al menos en parte, a su aislamiento geográfico.

De acuerdo con el académico norteamericano Bobby Vaughn, «Mientras que la población contemporánea de negros mexicanos es muy pequeña en Veracruz comparada con la de Costa Chica, el discurso sobre la negritud en Veracruz es dominante.  Veracruz es contemplado por la imaginación popular mexicana como un estado negro y, si bien esto se debe en parte al legado del esclavismo en Veracruz, esta imaginación se origina más en un intercambio cultural ocurrido con Cuba durante el siglo XIX.»

La historia hispánica de México como importador de esclavos es a menudo opacada por el número de africanos vendidos como trabajadores en el Caribe, los Estados Unidos y Brasil.

Hasta 1650, sin embargo, hubo más esclavos africanos en México que en cualquier otro lugar de las Américas. Y, más sorprendentemente aún, Vaughn propone que la población hispánica radicada en México no superó a la de africanos hasta 1810.

Esta historia es estudiada por sólo un puñado de académicos amateur y profesionales, curiosos sobre el rol jugado por los africanos en México. Muchos mexicanos saben que el segundo presidente del país, Vicente Guerrero, era de ascendencia africana. Igualmente lo era José María Morelos, el héroe nacional que luchó y murió por la independencia mexicana frente a España.  Pero, incluso así, la realidad cotidiana de lo que significa ser negro en la Costa Chica permanece en gran medida ignorada por los mexicanos no-negros y, de igual manera, por muchos mexicanos negros.

RAÍCES DESCONOCIDAS
Mientras recorría las sendas de Chacahua, vi gente de todos los matices, desde bronceado claro hasta chocolate oscuro. Vi cabellos lisos y afros y todo lo intermedio entre éstos. Casi todos, sin embargo, incluso aquéllos que podían pasar por mestizos (el término más común para la mezcla entre indígena mexicano y español) se identificaban como «morenos» o «negros».

Al preguntar sobre la historia del pueblo y su gente se me dijo, «Tienes que hablar con los de los viejos tiempos.»

Mientras el ocaso se asentaba, observé una mujer vieja sentada en una silla en su patio de tierra bien rastrillada. Su sencilla casa de madera se levantaba detrás de ella y, a su lado, ardía un fogón de leña.

«¿Desde dónde vino la gente de Chacahua? Le pregunté.
«Pues, hubo un accidente de avión en los 1950» repuso ella.
¿Era esta historia un ‘non-sequitur’ o una versión moderna de la historia del barco de esclavos?
«Pero, por qué es así su pelo?»

Ella alargó la mano y se tocó las puntas blancas de su afro.  «No sé por qué es mi pelo así. Soy mexicana».

UNA CUESTIÓN DE CONCIENCIA

Cuando el padre Glyn Jemmott escucha estas historias narradas por mexicanos negros, para explicar (o no explicar) su presencia en México, un gesto de dolor cruza su rostro.

«No es sólo ignorancia», dice, «Están aferrándose a un mito que se les entregó como un modo de racionalizar y reformar el pasado. La parte enfermiza de la broma es que lo aceptan. Pero, —y aquí concede una cualidad posiblemente subversiva a los mitos—, cuando un hombre negro se encoge de hombros, ¿qué tanto es indiferencia y qué tanto supervivencia?»

Jemmott es de Trinidad. Fue ordenado Sacerdote Católico Romano en 1977. Vino a Ciudad Oaxaca a principio de la década de 1980 y poco tiempo después visitó Pinotepa Nacional, una capital municipal en la esquina suroeste del Estado de Oaxaca.

Cuando vio a toda la gente negra que allí vivía, se dio cuenta de que era allí donde estaba destinado a ser ministro. «Tenía que estar allí,» dice.

El Padre Glyn, como es conocido entre sus feligreses, fue enviado a ser el sacerdote parroquial de la pequeña y polvorienta aldea de Ciruelo. Llevó allí no sólo su fe, sino una creencia en la identidad pan-africana y en la justicia social. Ha dedicado los últimos 22 años de su vida a las necesidades espirituales de sus feligreses y a nutrir las llamadas incipientes hacia la justicia en estas comunidades rurales empobrecidas y aisladas.

A fin de lograr estos dos últimos objetivos y para aumentar la conciencia general sobre la población negra de México, creó una organización llamada México Negro. Este apelativo enfatiza la «africanidad» de la gente, más que su mestizaje. La «negritud», afirma él, existe en México.

«La cuestión de la justicia es básica en este tema. México no puede negar la igualdad y el reconocimiento», dice. Explica que no hay estadísticas gubernamentales sobre la población  negra, no hay opciones de apropiarse de esta identidad en el censo (y por consiguiente no hay forma de determinar, con ningún grado real de precisión, el tamaño de la población). Esto, dice él, es un «juicio sobre África y la africanidad que no está siendo reconciliado [con la identidad mexicana.]»

La historia convencional de la fundación del México moderno enfatiza la mezcla de españoles y mexicanos indígenas que forjó la identidad «mestiza». El padre Jemmott cree que la dualidad de este mito hace más fácil excluir a todos aquellos que no encajan en el modelo; hacerlos invisibles, incluso, a veces, para ellos mismos».

Una sonrisa irónica curva los bordes de su boca  mientras bromea sobre el héroe nacional, José María Morelos, «[él] no puede quitarse su pañoleta porque mostraría su pelo crespo».

«Las gentes indígenas de México han dicho «No hay México sin nosotros». Los negros no han podido decir esto». Jemmott cree que hay una cohesión interna en las culturas indígenas que se desarrolla como liderazgo interno.

Jemmott espera que México Negro ayudará a crear el tipo de unidad que produce líderes que continuarán y extenderán el trabajo que él ha comenzado. Cada marzo la organización celebra un encuentro de los pueblos negros.  Las gentes del área son invitadas a celebrar su herencia y a pasar tres días discutiendo problemas locales tales como la atención en salud, la educación y la recolección de basuras.

«HAY UN FUTURO»
Gerardo Carranza tiene seis hermanos y una hermana y todos ellos han cruzado la frontera buscando trabajo. «No me gusta irme de mojado. Nunca» dice, a modo de explicación de por qué a sus veintidós años aún vive en el pueblo de Huehuetan, Guerrero, donde nació.

Carranza fue aceptado en el Morehouse College (una universidad históricamente negra) en Atlanta, Georgia, pero parece ser que la beca que recibió ha sido revocada. Dice que no le interesa «despertar este sueño» de nuevo.

En vez de esto, Carranza, quien es el presidente local de México Negro, enfoca su energía y atención en su pequeño pueblo Guerrerense donde dice que «puede verse que hay un futuro».

Para un extranjero las señales esperanzadoras no son fáciles de identificar. Las calles son estrechas, bordeadas por construcciones de madera y barro que van desmoronándose.

Una mujer vieja está agachada en cuclillas en una puerta abierta, frente a ella hay una pequeña muestra de zanahorias viejas a la venta. Las pocas casas modernas son, claramente, los frutos de parientes que trabajan al norte de la frontera. De hecho, la casa de los Carranza es de las mejores del pueblo. Pero incluso así, sus padres aún trabajan en los campos cada día.

Una de las señales de esperanza que ve Carranza es un pequeño bloque de construcciones. Los muros se alzan cerca de 1,20 metros y las enredaderas empiezan a treparse sobre ellos desde el interior.

«Esa es la biblioteca», dice, señalando que por cerca de 700 dólares más podría terminar de construirla.  Después tendría que llenarla con libros y computadores.

Es una batalla difícil, dice. No hay trabajos, entonces los niños no encuentran razones para estudiar. Los recursos del pueblo son controlados por el gobierno municipal, un pueblo mestizo que, según Gerardo, no tiene ningún interés en el futuro de Huehuetan.

Así que está tratando de organizar una especie de secesión, la cual habría de permitir que su pueblo y otros cuantos formen su propia municipalidad y se gobiernen a sí mismos. Él cree que si Yanga pudo crear un pueblo autónomo para gente negra en México, ¿por qué no habrían de poder hacer lo mismo los ciudadanos de Huehuetan?

«Hay muchas cosas que este pueblo puede hacer, —dice Gerardo—. En diez años, aún estaré aquí organizando a la gente».

PRIMERO MEXICANO

No todo el mundo está de acuerdo con los esfuerzos del Padre Glynn de desarrollar la identificación de sus feligreses con sus raíces negras. Algunos académicos mexicanos argumentan que él está «inventando identidad». Lo que sugieren, parece ser, es que la «africanidad» de la gente es puramente histórica y que hoy día todos están mezclados y deberían identificarse como mexicanos.

Cerca de Ciruelo, cruzando la línea estatal de Oaxaca en Guerrero, se encuentra el pueblo de Cuajinicuilapa. Allí, los hermanos Eduardo y Jorge Añorve Zapata se oponen al acercamiento pan-africano del Padre Glyn, identificándose a sí mismos como «afro-mestizos». Este término, en vez de centrar la atención respecto a ser, ante todo, negros, relocaliza más bien la identidad en el modelo mexicano del «mestizo». No somos más que otro ingrediente de la mezcla mestiza mexicana, asevera.  Pero ante todo, somos mexicanos.

Estas críticas al acercamiento del Padre Glyn son, por lo menos en parte, un rechazo a ideas «extranjeras». Incluso después de vivir un cuarto de siglo en México, éste sigue siendo un extranjero y su visión del mundo pone en cuestionamiento la forma en que algunos mexicanos —e incluso, algunos de los mexicanos que éste espera ayudar— se ven a sí mismos.

UN ACERCAMIENTO PRÁCTICO
De vuelta en Ciruelo, Elena Ruiz tiene poca paciencia para las discusiones abstractas sobre la identidad.  Hay un problema más urgente que resolver: el empleo local.

Elena, una mujer llamativa, de piel oscura y cabellos lisos, creció en Pinotepa Nacional, donde experimentó su dosis de discriminación. Su preocupación actual es que sin nuevas industrias locales muchos de los pueblos negros pueden llegar a desaparecer.

Hay una determinación férrea en sus ojos cuando dice: «Éste es también nuestro país.  Nacimos aquí.  Nos sentimos completamente mexicanos».

A sus 52 años, tiene cinco hijos, dos de los cuales trabajan en Los Ángeles.  Aquí, como ocurre en todo México, la inmigración desgarra el tejido social. Más y más hombres y mujeres jóvenes se van.  El dinero que envían de vuelta construye buenas casas para sus familiares e introduce estilos llamativos norteamericanos, pero hace poco para crear una fuente permanente de empleo.

En su mente no hay tiempo para esperar ayuda o reconocimiento gubernamental. Elena comenzó un taller de confección con la esperanza de que ella y otras mujeres pudieran hacer blusas y bolsos para vender en el mercado de Pinotepa. Desafortunadamente los recursos mínimos para mantener el proyecto en funcionamiento se han agotado.

Cada año en el Día Internacional de la Mujer, Elena organiza una carrera para las mujeres del pueblo.  Salen a la autopista y corren los tres kilómetros que las llevan de vuelta al centro.

Es casi como que la carrera es una especie de retorno al hogar.  Sal a la carretera y, en vez de escapar, corre de vuelta a lo que eres y al lugar de donde eres.
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* Traducción de Camilo Ramírez, estudiante de Filosofía de la Universidad de Antioquia.
*Reconocido escritor y periodista norteamericano. Radicado en México. Mundialmente conocido por su libro en forma de crónica “El americano” sobre el gobierno de Fidel Castro.

1 COMENTARIO

  1. No sé quién sea Aran Shetterly, pero miente cuando afirma que mi hermano y yo nos asumimos como afromestizos; lo demás, cae por su propio peso.

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