PERIODISMO, LITERATURA Y EL PROBLEMA DE LA FICCIÓN
Por César Alzate Vargas*
Voy a empezar por una declaración, que lo más seguro es que en nuestro medio es un lugar común. Formo parte del grupo de quienes están convencidos de que el periodismo de cualquier género, ante todo, no es otra cosa que una forma de literatura. Esto se debe a que el periodismo comparte con la literatura los dos elementos que le son esenciales. En primer lugar, la palabra como materia prima; y, en segundo lugar, el hondo interés por lo humano. Y decimos que el periodismo es una forma de literatura, en vez de una disciplina afín, por la sencilla razón de que de los dos la literatura es el arte mayor. El periodismo se subordina a ella, y con esto no lo estoy menospreciando; por el contrario, le estoy reconociendo la categoría de arte.
No digo nada nuevo, por supuesto. Eduardo Galeano, de lejos el mejor hombre que ha tenido la izquierda latinoamericana y además el único que la trasciende, se me adelantó varias décadas en esta apreciación. Hace muchos años lo dijo casi con las mismas palabras que yo uso ahora: «El periodismo es buena o mala literatura, como puede serlo un libro».
Importante apreciación la de Galeano, en un tema cuya discusión no termina. Por su parte, Gabriel García Márquez dice no entender por qué los periodistas no aceptan de una vez por todas que el periodismo es en realidad un género literario. Y su discípula chilena, Isabel Allende, afirma que el periodismo es como andar en círculos en la periferia de la literatura.
Andar en la periferia o sumergirse de lleno en las profundidades. Lo único verdadero es que periodismo y literatura, por lo menos, se hermanan en lo más importante. Ya lo dije al principio: la palabra, el interés por lo humano. Uno y otra se nutren de estos elementos, se vuelven grandes o pequeños al cubrirse con su piel. Una piel muy sensible, al decir del uruguayo; una piel que a veces te quema al tocarla, como te queman algunos cuerpos en los preludios de la pasión.
Se escribe para comunicarse. Para comunicarse con otro, así ese otro sea uno mismo en un momento o en un espacio distinto. Se escribe una palabra, mil palabras, para sobrevivir al momento. Escribir es una manera de proyectarse más allá de la limitada humanidad. Mi palabra, yo con ella, puede darle la vuelta dos veces al mundo y alcanzar las cimas a las que a mí no me es dado llegar.
Por eso es importante la palabra. Palabra que cuenta historias, historias que hermanan a periodismo y literatura. De manera que uno y otra —por lo menos— se encuentran al mismo nivel: son imprescindibles. No puede la humanidad vivir sin ellas, porque si a la humanidad no le contaran sus historias se olvidaría de sí misma y desaparecería en las oscuras fauces de la caverna donde todo empezó. No importa que Balzac haya dicho que si el periodismo no existiera no sería necesario inventarlo. Lo mismo podría decir otro sobre la literatura… Lenguaje figurado y en ocasiones carente de sentido, el que usan los maestros. También para eso sirve la palabra, y está bien. Podría llamársele poesía.
Novela, cuento, crónica, reportaje. Algunas de las formas que la literatura adopta para mostrar su esplendor. El hombre se asemeja a los dioses cuando se apropia de la palabra. Periodismo. Hijo, hermano, vecino. Periodismo palabras. Palabras historias. Historias literatura.
Dice Galeano, a quien se le puede creer, que «el periodismo es una magia y una maldición que te sigue». El escucha, modesto seguidor, infiere que al decirlo piensa en la literatura también.
Ahora permítanme que dé un salto al terreno académico para señalar el único límite que existe entre las dos disciplinas. Lo sabemos bien. Se trata del elemento ficción. Todos sabemos que el periodismo puede hacer cualquier cosa con las palabras, menos inventar. Dicen los más ortodoxos que si en un mar de palabras hay una sola gota de ficción, ese mar no podrá llamarse periodismo, sino, a lo sumo, literatura. Es cierto, pero… voy aquí a admitir algo que no sería capaz de decirles a mis estudiantes mirándolos a la cara. Hay mínimas excepciones a esa regla. Pequeños permisos que los periodistas narradores pueden darse en ocasiones excepcionales. Si no pecamos de ortodoxos, habría que redimir una pieza magnífica del periodismo latinoamericano. Se trata de «Caracas sin agua», esa crónica que te seca la garganta y que fue publicada por García Márquez cuando andaba felizmente sin papeles por Venezuela, en tiempos remotísimos en que los colombianos no necesitábamos visa para entrar a un país del que deberíamos ser considerados propios y eran otros los matones lenguaraces que mandaban allá. Permitan que les transcriba el primer párrafo:
«Después de escuchar el boletín radial de las siete de la mañana, Samuel Burkart, un ingeniero alemán que vivía solo en un penthouse de la avenida Caracas, en San Bernardino, fue al abasto de la esquina a comprar una botella de agua mineral para afeitarse. Era el 6 de junio de 1958. Al contrario de lo que ocurría siempre desde cuando Samuel Burkart llegó a Caracas, diez años antes, aquella mañana de lunes parecía mortalmente tranquila. De la cercana avenida Urdaneta no llegaba el ruido de automóviles ni el estampido de las motocicletas. Caracas parecía una ciudad fantasma. El calor abrasante de los últimos días había cedido un poco, pero en el cielo alto, de un azul denso, no se movía una sola nube. En los jardines de las quintas, en el islote de la Plaza de la Estrella, los arbustos estaban muertos. Los árboles de las avenidas, de ordinario cubiertos de flores rojas y amarillas en esa época del año, extendían hacia el cielo sus ramazones peladas».
Muchos años después, alguien reveló que el alemán de la crónica no había existido y que el personaje de la narración era el mismo García Márquez, desesperado durante la sequía porque no podía afeitarse, y se armó un tropel de acusadores que sembraban sospechas sobre la calidad de pieza periodística de «Caracas sin agua». El mismo Daniel Samper Pizano, que incluyó esta crónica en su antología de grandes reportajes colombianos, le admitió a un alumno mío hace un par de años, vía correo electrónico, lo embarazado que se sentía ante el descubrimiento de la no existencia del alemán de la historia y la consiguiente incomodidad de «Caracas sin agua» en una antología de grandes piezas periodísticas.
Este es, desde luego, terreno minado y muy peligroso. Si admitimos la viabilidad de que en un texto como el citado se recurra a un personaje de ficción para ilustrar una situación absolutamente real y dramática, podríamos pisar la mina que nos haga saltar por los aires con todo y nuestros conceptos sobre la ética del oficio y acabar admitiendo deslices mayores como el de Janet Cooke, la periodista gringa que a comienzos de los ochenta se inventó aquel niño de las barriadas pobres de Washington para relatar la tragedia de los pequeños consumidores de heroína. Cuando se descubrió que Jimmy no había existido sino en la imaginación de la periodista, ella tuvo que devolver el premio Pulitzer.
García Márquez se refirió en una nota de prensa al caso de Janet Cooke. Escribió: «Debemos empezar por preguntarnos cuál es la verdad esencial en su relato. Para un novelista lo primordial no es saber si el pequeño Jimmy existe o no, sino establecer si su naturaleza de fábula corresponde a una realidad humana y social, dentro de la cual podría haber existido. Este niño, como tantos niños de la literatura, podría no ser más que una metáfora legítima para hacer cierta la verdad de su mundo». Nos cuenta el Nobel que en torno a la discusión sobre el procedimiento de la periodista entró en juego un elemento interesante: hubo lectores que escribieron al periódico para dar fe de que conocían a Jimmy y a otros niños con historias similares, «lo cual hacer pensar —gracias a los dioses tutelares de las bellas artes— que el pequeño Jimmy no solo existe una vez, sino muchas veces, aunque no sea el mismo que inventó Janet Cooke. Lo malo es que en periodismo un solo dato falso desvirtúa sin remedio a los otros datos verídicos. En la ficción, en cambio, un solo dato real bien usado puede volver verídicas a las criaturas más fantásticas».
La discusión puede irse más hondo aún y tocar incluso a uno de los autoproclamados inventores del llamado Nuevo Periodismo y su hermana gemela, la Literatura de No Ficción. Me refiero a uno de mis héroes, el genio drogadicto Truman Capote. Cuando escribió A Sangre Fría, la novela-reportaje que le consumió seis años de trabajo y le sorbió el alma de tal manera que después de ella nunca fue capaz de terminar otra obra de gran extensión, el autor subió al pedestal más alto del periodismo y de la literatura del mundo. Sin embargo, no es cierto que A Sangre Fría sea la primera novela de no ficción que se escribió en el mundo (nada menos, entre nosotros existe un antecedente que se adelantó ochenta años al trabajo de Capote: El crimen de Aguacatal, de Francisco de Paula Muñoz), y lo más relevante para el tema que nos ocupa es que no todo en ella es totalmente fiel a los hechos. Un solo ejemplo admitido por el autor: el capítulo final, en que el detective se encuentra en el cementerio con la mejor amiga de la muchacha asesinada y sostienen ese diálogo esperanzador que de alguna manera nos redime a todos del pecado de ser humanos. Capote admitió que había creado esa pequeña ficción justamente para librar a su novela de no ficción de la crudeza de terminar en el ahorcamiento de los dos asesinos. ¿Qué hacemos entonces? ¿Creemos ciegamente en todo lo demás que se nos cuenta ahí? ¿Admitimos la legitimad de las pequeñas mentiras? ¿Pueden los periodistas literarios, escritores de no ficción, deslizarse a la periferia de la ficción sin menoscabar su credibilidad, como cualquier gobierno colombiano que bombardea un punto de la selva ecuatoriana distante apenas un kilómetro de la frontera, con el fin legítimo de salvaguardar la seguridad del país?
No me atrevo a emitir un veredicto, porque debo confesar que no tengo una respuesta concluyente. Tengo bien claro lo que advertía Tomás Eloy Martínez: de todos los oficios del hombre, el periodismo es el que tiene menos espacio para las verdades absolutas. Todo aquí está sujeto a permanentes discusión y redefinición, menos la paradójica razón de ser del oficio: la búsqueda de la verdad.
No estoy muy convencido de que Tomás Eloy tuviera razón cuando afirmaba que en nuestro continente se está escribiendo hoy el mejor periodismo que el mundo ha conocido, pero sí creo que existen entre nosotros periodistas que lo hacen muy bien. Verdaderos maestros del oficio. ¿Cómo negar esto en el país de Germán Castro Caycedo y de García Márquez?
Si bien el Nuevo Periodismo y el Periodismo Literario son apenas, en últimas, distintas formas de denominar el mismo asunto, creo que vale la pena intentar la búsqueda de un elemento que los distinga. Esto, porque me siento abochornado cuando alguno de mis alumnos, deslumbrado por ejemplo con el descubrimiento de Gay Talese, se pone como meta llegar a ser un cultor del Nuevo Periodismo. Nada más viejo que el Nuevo periodismo; lo era incluso cuando Tom Wolfe y otros le pusieron ese nombre a la práctica periodística que consistía en relatar las historias de la gente común y corriente, aquella que está en la base de la pirámide social y que por tanto constituye la cultura que sostiene sobre sus hombros a los círculos del poder que siempre habían sido el principal objeto de interés de los grandes medios.
En el Periodismo Literario, aparte del uso estético de la escritura, hay un mayor grado de apropiación de las historias que se narran. El periodista deja de ser un observador que registra con ciertas frialdad e insensibilidad los sucesos y se convierte en un actor de los mismos, pero no con afán protagónico sino con la intención de llegar a conocerlos en toda su dimensión. Cuando Norman Sims publicó en los años ochenta su emblemática antología titulada Los Periodistas Literarios, le puso como subtítulo un remoquete que pasó un poco mutilado a la edición en español: «El nuevo arte del reportaje personal» (la edición colombiana del Áncora Editores eliminó el adjetivo nuevo). Pero eso no importa mucho. Lo que de veras importa es la característica más notoria que señala Sims: «A los personajes del periodismo literario se les debe dar vida en el papel, exactamente como en las novelas, pero sus sensaciones y momentos dramáticos tienen un poder especial porque sabemos que sus historias son verdaderas. La calidad literaria de estas obras proviene del choque de mundos, de una confrontación con los símbolos de otra cultura real. Las fuerzas esenciales del periodismo literario residen en la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo».
Señala luego que «los nuevos periodistas de los sesentas llamaron la atención hacia sus propias voces; conscientemente le devolvieron al reportaje la caracterización, los motivos y la voz». Pero la mayor parte de las veces se mantuvieron ausentes de las historias que contaban, y además llegaron a ser acusados de vanidosos y faltos de exactitud. En cambio, «los periodistas literarios se meten en sus narraciones en mayor o menor grado, y admiten tener debilidades y emociones humanas. A través de sus ojos, observamos a personas normales en contextos cruciales». Concluye: «Caracterizan al periodismo literario contemporáneo un sentido de responsabilidad hacia los temas y una búsqueda del significado fundamental del acto de escribir».
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*César Alzate Vargas es escritor, periodista y magíster en Literatura Colombiana. Ha publicado las novelas La ciudad de todos los adioses (2001) y Mártires del deseo (2007), la antología de textos periodísticos y crítica cinematográfica Para agradar a las amigas de mamá. Periodismo, cine y otras futilidades (2009) y el volumen de cuentos Medellinenses (2009). Se desempeña como coordinador de comunicaciones del Festival de Cine Colombiano en Medellín y del Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia.
Excelente trabajo de periodismo literario. Enhorabuena!
Marcial Herrero Zabaleta