EL AMOR ES UN ARCOÍRIS
Por Alejandro Millán Valencia*
Frente a mí dos jóvenes se besan. Es un beso tímido, suave, la piel lisa de una se mezcla con la dorada de la otra y sonríen. Se sonrojan. Es un juego que se repite cada dos minutos, mientras escuchan a Patricia Sosa. Se ríen mucho, parecen felices, parecen libres recreando el capítulo siete de Rayuela, mientras comienzo a sentir que algo se alinea dentro de mí disfrutando del espectáculo. Pero tengo que interrumpir este ensimismamiento delectable en la vieja fantasía machista de inmediato, porque sería impresentable que este dulce romance me excitara, ahora, cuando a una calle de aquí, 64 personas deciden si ese amor es igual al de todos los amores en la Argentina y no solo un truco erótico de película pornográfica.
La Plaza del Congreso de la Argentina está a reventar este 14 de julio de 2010. Desde temprano miles de manifestantes llegaron a este lugar para esperar el veredicto de la plenaria del Senado de la República sobre la ley que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo en todo el país. Aunque hace un frío polar, todos parecen en una fiesta, banderas de Evita por acá, banderas arcoíris por allá, con medianas expectativas, eso sí, pero con la esperanza de que todo tenga un final feliz.
La razón de la incertidumbre es la fuerte presencia —e injerencia, acusan algunos— de la Iglesia Católica, que ha dejado al país partido por la mitad frente al debate. Por un lado, los que piensan que la familia es el núcleo histórico de papá y mamá como lo dice la carta de San Pablo y el Antiguo Testamento. Y los otros, quienes creen que la familia es una unión de amor sin importar los paradigmas establecidos por la Biblia, con el dato estadístico bajo el brazo de que apenas un 30 por ciento de los argentinos se ha criado con una familia de padre y madre.
Y así están las cosas en el Senado, por mitades.
El día anterior, en la noche, unas sesenta mil personas se reunieron en esta plaza del Congreso para afirmar, entre cantos folclóricos y rezos, su rechazo frente al matrimonio gay. Era la marcha naranja, colmada por estudiantes de colegios católicos y familias enteras que con pancartas mandarina denunciaban el atropello que intentaba hacer una minoría. «La democracia es para la mayoría, no puede ser que se legisle para unos pocos», decía uno de los manifestantes.
Pero el líder de esta movilización y de la más férrea oposición es el cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, quien en los últimos meses inició una cruzada descomunal para evitar que, al menos por este año, la ley se discutiera en el Senado, después de ser aprobada en la Cámara de Diputados. Envió pastorales para los de dentro, para el rebaño, y lanzó duras acusaciones para los de afuera. Así se tranzó en una fuerte pelea con el fallecido ex presidente Néstor Kirchner, a quien acusó de ser «el padre de la mentira», y éste le respondió denunciando sus presuntos nexos con la dictadura militar que torturó al país entre 1976 y 1983.
Bergoglio, que un principio había puesto en un segundo plano el tema, terminó inmerso en una vorágine mediática que llegó a su clímax el martes de 13 de julio con esa gigantesca marcha, que no se sabe aún si logrará la presión suficiente para que el Senado deshaga la ley y la regrese por donde vino. O si será un fiasco total.
Por lo pronto, la marcha naranja es historia y hoy la plaza viste multicolor. Después del mediodía, el sol se esconde un poco y el viento helado acaba con los ánimos de caminar. Sin embargo, el tumulto no desaparece. La mayoría está en las dos carpas que dispuso el Inadi, como se llama al Instituto Nacional Antidiscriminación, para los que quisieran seguir la sesión del Congreso, otros lo hacen por Facebook y por Twitter, que es el reflejo de la lucha de pensamientos encontrados que los senadores exponen adentro, donde no hay frío sino agitación de un debate político que, todos lo saben, será histórico: «Nadie, en nombre de nadie, puede desde el punto de vista civil adueñarse del matrimonio, que es una construcción cultural», afirma el senador Giustiniani. «Cuando en Argentina se garanticen todos los derechos humanos básicos, podemos plantear los derechos de los homosexuales», dice sin desparpajo la senadora Duhalde.
Ya veremos qué pasa. Todavía faltan muchos por hablar.
* * *
Cuando llegaron los primeros colonizadores a lo que hoy se conoce como la Argentina, y en ese entonces se conocía como el Reino del Plata, una de las cosas que escribieron los cronistas de Indias fue que estas tierras estaban llenas de putos. 500 años después, las cosas han cambiado y los cronistas de diarios narran que Buenos Aires es una ciudad «gay friendly», reconocida en todo el mundo mucho antes de este debate. Además, dicen los que estudian tendencias, es el territorio donde se incuban los grandes procesos que después se contagian por el continente. Hace no mucho, fue aquí donde dos porteños se juraron amor eterno por primera vez en todo el territorio latinoamericano.
Alex Freyre y José María di Bello parecen un par de estrellas de rock. Vestidos ‘prolijitos’, caminan de la mano entre la multitud que los aclama, y los aclama por lo que significan en este contexto de banderas arcoíris. Ellos dos, cuando agonizaba el 2009 y Buenos Aires era un hervidero veraniego, rompieron las cadenas del machismo, la discriminación y la homofobia ancestral en Latinoamérica y se convirtieron en la primera pareja del mismo sexo en casarse como Dios manda. Más bien, como la ley manda. En este día histórico, circulan con su alegría de recién casados por entre los manifestantes que están a favor del matrimonio «igualitario» en la Argentina.
En este camino de estrellas, Freyre es el más solicitado, porque ha sido más mediático. Fue candidato a la legislatura de la ciudad de Buenos Aires, es el líder de un movimiento para la prevención del Sida y ha sido una de las voces visibles del movimiento LGTB en la capital argentina. Pero su imagen inundó los diarios, noticieros de televisión y portales de Internet alrededor del mundo cuando, en noviembre de 2009, decidió casarse con José María, su novio de cinco años, como lo hace la mayoría de los habitantes de la tierra del tango y Maradona: en un registro civil.
Sin embargo, después de pedir el turno para hacerlo, les fue negado por considerar que el código civil argentino no decía por ninguna parte que dos hombres, o dos mujeres, podían casarse. Freyre, como abogado, ya sabía que esa sería la respuesta, lo que no esperaba es que a la hora de solicitar el primer recurso de amparo (le quedaban dos más antes de que su caso llegara a la Corte Suprema de Justicia) el permiso les fuera otorgado. «No lo podíamos creer, en primera instancia nos dejaban casar. Teníamos mucho miedo por la jueza a la que le había tocado el caso —Gabriela Seijas, de quien se dice tiene relaciones con el Opus Dei—. Pensábamos no era muy amiga del matrimonio gay, pero no fue así y falló a nuestro favor», recordó Alex.
Pero toda esa fiesta duró nada. La jueza de familia Marta Gómez Alsina, un día antes de la fecha establecida para la boda, ordenó cancelar todo: solo la Corte Suprema de Justicia podría decidir semejante paso a la modernidad. A pesar del revés, Freyre sacó a relucir su asumida responsabilidad militante y José María, abatido por la decisión del Registro Civil que los iba a declarar «contrayentes» de obedecer la orden de la jueza, afirmó que no se iban rendir. Parecía, entonces, que iban a ir hasta el fin del mundo si era necesario para cumplir con su deseo.
Y así lo hicieron: el 27 de diciembre de 2009, en la ciudad de Ushuaia, en Tierra del Fuego, allá donde se termina el mundo americano y donde la gobernadora de la provincia, Fabiana Ríos, les permitió hacerlo, Freyre y Di Bello dieron el sí y se convirtieron en la primera pareja homosexual en consumar el sueño de muchos líderes como Harvey Milk o Luis Mott, de verlos casados en los territorios de la América Latina y el Caribe.
Y abrieron el camino. Después de su gesta en la Patagonia, se han realizado ocho matrimonios más y se espera la respuesta de la Corte Suprema de Justicia frente a otros 40, que están, además, a la expectativa de lo que pase en la jornada. «Lo que hicimos en Ushuaia fue fundamental. Era necesario hacerlo para que la brecha con la discriminación histórica se detuviera, esto no es un triunfo de nosotros, esto es de todos los argentinos, gays o no», dice José María mientras se toma una foto más.
Ahora van de la mano, firmando autógrafos, dando notas para la televisión, besándose con sus fans, besándose entre ellos con algo de amor y con algo de militancia. Son un fenómeno en esta tierra de discriminados. Son héroes en esta explanada de desterrados. Y esa, parece, es su victoria. «Aquí no se está poniendo en juego si nos vamos a casar o no. Eso ya lo logramos por la parte de la justicia. Lo que es importante es que se reconozcan los derechos de igualdad y que se puedan dar, en el futuro, debates como éste», dicen sin conocer los resultados.
La cinta roja que llevan alrededor del cuello simboliza otra lucha personal: Freyre y Di Bello son portadores del VIH, uno de los pesados prejuicios que caen sobre la población homosexual. «No solo rompimos unas cadenas sobre el tema de los derechos sino que también pusimos en los medios una reflexión sobre la prevención esta enfermedad, que no es exclusiva de los homosexuales. El VIH no discrimina», anota Freyre mientras espera que su marido lo alcance para continuar con la marcha hacia la tarima donde apenas minutos antes estuvo Patricia Sosa y que los aclamen como la estrellas de rock del mundo gay, de los héroes de la patria del arcoíris. Pero serán breves, al otro día salen para Roma. Luna de miel, seis meses después.
—¿Y qué te pasó después del matrimonio, qué fue lo que más cambió?
—No mucho. Lo único que tengo ahora es la seguridad social. —Responde José María.
* * *
Frente a la valla de hierro forjado del Congreso está un grupo de guardianes de la Virgen María. Son varios, están rezando y colgaron de las rejas una ‘gigantografía’ provocadora: «Por el derecho de los niños, el matrimonio debe ser entre el hombre y la mujer». Son un grupo pequeño, muchos de ellos jóvenes que tienen sus ojos cerrados y parece que mueven los labios, murmurando, siseando alguna plegaria. Del otro lado la horda salvaje, imaginan.
Del otro lado hay de todo. Están los del Partido Obrero, la Fuba, las Juventudes Radicales, los Putos Peronistas —que afirman reúnen a tortas, travestis y putos del pueblo—, un letrero de una colectividad cultural denominada «Negros de Mierda», las banderas rojas del viejo comunismo, de Evita, de Perón, «Bergoglio, la tenés adentro» se lee en otra, mientras en el fondo un enorme inflable con forma de pene comienza a flotar entre los asistentes y no se puede pensar sino en el estupor del excelentísimo purpurado con semejante cosa en su humanidad.
El borde de una guerra civil. Calientes por la ‘gigantografía’, los manifestantes a favor del matrimonio gay se acercan lentamente, atraviesan la avenida Entre Ríos y finalmente arremeten con lo que ahora es una evidente minoría. Las agresiones son violentas, «Iglesia basura, vos sos la dictadura», los pocos que resisten el ataque del lado católico se escudan tras una imagen de la Virgen de Luján, como si eso fuera a salvarles el pellejo, y rezan. Se arrodillan, se persignan y rezan. Algunas mujeres lloran, como si estuvieran azotando a Jesús por segunda vez, como si se estuvieran recorriendo de nuevo las catorce estaciones del Vía Crucis. Una señora se me acerca y afirma que el Sagrado Corazón le reveló en sueños que esto del matrimonio gay era una afrenta directa a Nuestro Señor Jesucristo. «Me lo dijo en sueños, que esto era un pecado y que estábamos crucificándolo otra vez».
Después del conato de pelea, la furia del arcoíris diluye a los fervorosos «defensores de la familia». Un joven se encarama por encima de la reja y con un cuchillo parte la ‘gigantografía’ en dos y da por terminada la manifestación naranja. La Plaza del Congreso es tomada por un solo grupo, que a su vez son muchos grupos. Lo que acaba de ocurrir es el reflejo de una lucha de muchos años, solo que por primera vez aparenta victoriosa.
Desde los tiempos de la conquista, pasando por los higienistas de la Generación de 1880, que no consideraban el homosexualismo un pecado —porque no creían en Dios— sino una afrenta contra la salud y un foco de infección, y hasta los días oscuros de la dictadura donde tanto el aparato represor del Estado como la misma izquierda desaparecieron homosexuales por su condición, la lucha de esta minoría, que se calcula en 300 mil habitantes en la Argentina, ha sido siempre afirmar que son seres humanos, hijos del mismo Dios para aquellos que creen en él. Ni enfermos ni pecadores, tipos normales que se enamoran.
Ya son las seis de la tarde. En una tarima dispuesta para la vigilia se para Patricia Sosa, conocida por su activismo, y canta un par de sus canciones más emblemáticas. Eso calienta el ambiente. Es allí donde veo a este par de jóvenes que juguetean al amor con una ingenuidad propia de su edad, como si apenas percibieran la trascendencia que en estos momentos tiene su acto de amor. Verlas tan natural, como si llevara años de aprobada la ley que flota en incertidumbre, lo mismo pasa con un par de jóvenes que no pueden esconder más el fuego de sus miradas, me hace pensar que de no aprobarse esta ley a algún Papa en el futuro le tocará pedir perdón por esto. ¿Juan Pablo XX? Adentro, las opiniones van y vienen.
Cortesía de Twitter, dicen los senadores:
«La propuesta tiene incongruencias y da mayores privilegios a las uniones homosexuales que a las heterosexuales» (Sonia Margarita Escudero).
«Desde el Congreso, tenemos que ponernos a la altura de las circunstancias y legislar para todos y todas» (Elena Mercedes Corregido).
«Se ha puesto a niños en medio del debate para generar pánico moral, como si los homosexuales fueran perversos y abusadores» (de nuevo, Corregido).
«Si hay un chico que puede ser adoptado por una pareja gay, es porque hay una pareja hetero que ha fallado» (Eduardo Enrique Torres).
«Algunos senadores «viejos» hemos sido arrastrados a distraer a la sociedad de los problemas fundamentales» (Adriana Bortolozzi).
«No nos votaron para legislar solo para heterosexuales. ¿Cómo determinar quien queda bajo tutela estatal y quién no?» (María Rosa Díaz).
«La perpetuación del Estado es la perpetuación de la especie y para eso hace falta hombre y mujer», (Juan Agustín Pérez Alsina).
«He recibido innumerables mensajes de que no me demonice, de que siga manteniendo la fe cristiana», (Teresita Quintela).
«Este dictamen, que se dice que equipara derechos, es un mamarracho jurídico y alimenta la discriminación» (Marcelo Alejandro Guinle).
Seguiremos informando.
* * *
Con Norma Castillo habíamos quedado varias veces para conversar. Le hacía ilusión que yo fuera colombiano y me contaba con una ternura angelada que ella quería mucho a Colombia porque allá había conocido el «amor de su vida», Ramona Areválo, a quien todos llaman «Cachita». Norma es una de las imágenes vivas de este movimiento por los derechos de los homosexuales en la Argentina. Ella, una pequeña de mujer de un metro con 62 centímetros, se casó hace tres meses con la pareja de toda su vida, haciendo conmocionar al ‘establishment’ estético del país y al imaginario machista, porque esa señora de 67 años transmutó uno de los peores estereotipos que tiene la sociedad sobre el homosexualismo y sobre el amor: que solo le pasa a los jóvenes. «Todos pensaban que iba a llegar un par de modelos de revista bien sexys y llegamos nosotras, un par de viejas enamoradas. Y se sorprendieron, porque la gente tiene esa idea en la cabeza que los únicos que se enamoran son los muchachos y los únicos que son gay son los muchachos», dice mientras el frío en Buenos Aires da una tregua y el sol le acaricia el rostro unos minutos.
Recuerda claramente el momento en que supo que era homosexual. Sucedió mientras estudiaba Ciencias Naturales en la Universidad de La Plata. Allí, en medio de los alborotos de la revolución de los 70, conoció a la mujer que le cambiaría la vida. «De hecho, estaba saliendo con un hombre», hasta que ella, una de sus compañeras, la retó con violencia, «acusándola» de estar enamorada de ella y de ser lesbiana. «Yo no sé si estaba enamorada como decía, pero sí era cierto que sentía muchas cosas por ella. Fue algo duro, porque me encontré con otra realidad, contraria a lo que me habían enseñado mis padres y en el colegio». Con ese dilema a cuestas, viajó a Colombia en 1976, huyendo de la represión feroz de Jorge Videla por ser parte de un grupo de militancia en La Plata (en los desaparecidos de esta ciudad se inspiró la película «La Noche de los Lápices»). «Estaba, como decía una amiga, en el centro de la mitad del eje», se burla. Buscó refugio en Barranquilla, donde conocía a un amigo. Se dedicó a muchas cosas, hasta que logró ubicarse en la casa de la cultura de Pivijay, un pueblo caluroso, cercano a Aracataca, donde nació el escritor Gabriel García Márquez, en el departamento de Magdalena. Allá conoció a Ramona, uruguaya ella, que huía a su vez de la tiranía de Bordaberry.
Desde que la vio se sintió atraída. Sin embargo, Ramona venía con la mochila cargada: estaba casada y tenía un hijo. Norma duró dos años con esa ilusión a cuestas, viéndola pasar todos los días, con una relación de amistad que le pesaba demasiado en el alma porque en realidad era otra cosa. Un día, agitada por las tremebundas del amor, y ebria como una cuba, en una parranda del pueblo, Norma se le acercó por el flanco derecho del cuello mientras bailaban y le mordió la oreja a Ramona en un acto de desmesura que desconcertó por completo a su amiga. Cuando no hubo manera de reaccionar, cuando no hubo forma de explicar las cosas sin mentir, cuando retractarse hubiera dejado una amarga sensación de derrota, Norma decidió quitarse esa sobrecarga del corazón y le contó lo que pasaba de una buena vez.
«Yo le dije todo. Ella me respondió varios días después que le pasaba lo mismo». Tuvieron que pasar por muchas cosas para estar juntas, con regreso incluido a la desastrosa Argentina del corralito. «Pero sobrevivimos». Sin embargo, al cumplir los 60 años, cuando pensó que ya había dado todas las batallas por su condición, se le metió una angustia que no podía aplacar: qué iba a ser de su vejez y de su homosexualidad, en un país en el que todavía no se podía hablar muy fuerte sobre las dos cosas, y mucho menos juntas. «Era una doble sensación de incertidumbre», pensaba «Ya nos discriminan por ser viejos, imagínese pensar que además era lesbiana». Por esos días conoció a Graciela Balestra y a Silvina Tealdi, de Puerta Abierta: una organización dedicada a ofrecer terapia a homosexuales. «Me quedé perpleja cuando supe que tenía atención a personas de la tercera edad».
Silvina y Graciela son el reflejo de lo que será el futuro, pienso. Son pareja, las dos criaron dos hijas adolescentes y son terapeutas de homosexuales, que en el futuro, pienso, solo serán terapeutas. Ellas, hace diez años, levantaron este centro cultural donde se atienden los traumas que han dejado tantos años de discriminación. Y animadas por Norma, también le dieron vida a Puerta Abierta a la Diversidad, el primer centro de jubilados para lesbianas, gays, travestis y transexuales de la Argentina, y cómo no, de Latinoamérica.
«En las terapias escuchábamos a los viejos que atendíamos quejarse de los centros para jubilados hétero, porque primero, no había gente para conocer y segundo, cuando se enteraban de su condición, los discriminaban», relata Graciela. En este piso iluminado, ubicado en el barrio porteño de Almagro, funciona un lugar especial para los exiliados de la edad y de la sociedad. «Lo que intentamos es que ellos se encuentren con personas que viven lo mismo que ellos». La mayoría, confiesa Graciela, llega para conocer gente, enamorarse otra vez, salir juntos a un centro comercial, para ir a un pueblo, sin la mirada escrutadora de la sociedad que los condena con cartas eclesiásticas, peticiones morbosas y un imaginario hipócrita que los ha puesto, según ellos, en ese rincón de la sociedad.
Por lo general se reúnen una vez por semana. Una especie de sesión grupal donde comparten las experiencias y se ayudan entre sí con las cosas rutinarias de la vejez: la nostalgia, el temor a la indiferencia, el no ser ya nada de lo que alguna vez se pudo ser. Después se dispersan en pequeños grupos, juegan a muchas cosas, se encuentran sin buscarse en un salón amplio por un par de horas. Lo hacen con la certidumbre de un lugar seguro, hecho para ellos, donde no los alcanzarán los rayos y centellas naranjas de una derecha ortodoxa que se queda cada día más sin argumentos. Sin embargo, a pesar de estar en un territorio amigo, cuando quiero hablar con ellos o tomar alguna imagen para ilustrar esta crónica, se niegan, se esconden, no quieren que nada los ponga en evidencia. Uno de ellos me dice que ya ha sido suficiente con la condena moral de la sociedad, para tener que enfrentar, al final de su vida, los juicios de los vecinos, los amigos o la familia. En la vejez, el orgullo gay no existe.
Para Silvina, esa razón es simple pero poderosa. Ya ha sido suficiente soledad enfrentar en ellos mismos las contradicciones de su condición frente al mundo y este es un oasis donde pueden ser lo que quieran y con eso les basta. No desean más. «Nos impresionó mucho cuando el centro salió en algunos medios. Fue como una explosión. Parecía que todos estaban escondidos, esperando un lugar como este». Decenas de personas se acercaron y por un par de semanas no dieron abasto. Sin embargo, el grupo fue disminuyendo, porque muchos estaban llenos de temor, el rechazo constante a su condición por 60, 70 años. Miedo a la familia que se entere, miedo a que no los vean bellos, miedo a una vejez peor que la misma vida. «Lo que nosotros intentamos atacar en estas reuniones es el miedo, es decirles que no hay nada de malo en lo que sienten y en lo que son. Que no lo nieguen más. Por eso este lugar, abierto, iluminado, no más subsuelo, no más rincones oscuros y sucios para encontrarse. No más clandestinidad».
Mientras espera a Cachita en la parada de buses de la Plaza del Congreso, Norma, quien es la presidenta de Puerta Abierta a la Diversidad, afirma que, de todos estos años viviendo casi contra la corriente, esa negación ha sido la peor injusticia. «Uno tiene derecho a ser como es, de querer. No hacerlo es el mayor castigo que uno puede hacerse en la vida, hay que olvidarse que todo se acabó después de la menopausia o después de los 60. Con las arrugas, con los achaques. Yo, a mis 67 años, sigo besando a mi pareja, sigo haciendo el amor», dice con una sonrisa de niña que puede convencer a cualquiera, que se ilumina más cuando del bondi 68 se baja su querida Ramona, llena de flores. Amor eterno.
* * *
Cuando las luces de la tarde se apagan, los flashes de los reporteros se dispersan y las banderas quedan en pie, pero dormidas. Hay una especie de tregua en la Plaza del Congreso donde se han dado las batallas masivas, mientras el debate se extiende. Son las ocho de la noche y todavía falta por hablar más de la mitad de los senadores. Los cálculos más optimistas ponen la votación a las cuatro de la mañana. El frío arremete desde la avenida Callao y se asienta sobre la tarima que vibra por momentos con la presencia de algunas estrellas invitadas. Mientras avanza la noche, la gente va tomando posición para la hora final acompañados de mate y facturas y el resto de la nación se asoma a una jornada histórica por televisión, como en la final del mundial 86 o los piquetes del 2001.
En medio de la sesión, alguien expone lo que podría ser una trampa mortal: uno de los dictámenes en discusión incluye un artículo por el que los funcionarios públicos a quienes les correspondería aplicar la ley de matrimonio gay podrían negarse a casar a alguien mediante la objeción de conciencia. «Una cosa jodida, si todos los jueces del país se niegan alegando esto, la ley no sirve para nada», dice uno de los jóvenes agolpados en la carpa del Inadi.
Hacia la madrugada, cuando los senadores llevan más de doce horas en el recinto y uno apostaría a que el sueño está por vencerlos, el debate se calienta. La sesión sube el tono y la contienda es entre dos. Dos senadores, dos interpretaciones de la norma, dos miradas de la sociedad que espera afuera. De un lado, el jefe del bloque peronista —de la línea que sigue a la dinastía Kirchner—, Miguel Ángel Pichetto. Del otro, la legisladora Liliana Negre de Alonso, opositora y presidenta de la Comisión de Legislación General del senado, con fuertes vínculos con la Iglesia y adalid del rechazo a la ley.
Este proyecto es un mamarracho discriminador —enfila Pichetto—. Miren, tiene una cláusula que es prácticamente la de un Estado totalitario, que le permite al funcionario público, que debe cumplir con sus obligaciones, decir ‘Miren, ustedes son homosexuales, yo tengo una profunda repugnancia por ustedes y conmigo no se van a casar’. ¡Objeción de conciencia, lo llamó la senadora!
—¡Está desvirtuando totalmente el dictamen! —grita casi a punto de quebrarse Negre de Alonso.
—¡Por favor! Eso, la verdad, es más propio de la Alemania Nazi que de un Estado democrático.
—¡Usted me ha dicho nazi y no se lo voy a permitir!
—No, ¡yo no le he dicho nada! Yo dije que la cláusula incorporada es propia de un estado totalitario. Yo no le dicho nada a usted.
—Entonces países como Holanda, España, Bélgica también son estados totalitarios, porque allá se permite también la objeción de conciencia.
La discusión sigue por unos segundos, hasta las lágrimas de desconsuelo de la senadora, como un símbolo casi de lo que pasa en el lado derecho de la sociedad en estos momentos, un momento trascendental de cambio que lloran los más conservadores y extremistas. Después de la intervención de Pichetto, llega la hora. Son las 4 de la mañana y el presidente del Senado, José Pampuro, ordena a los legisladores realizar una primera votación donde se rechace la propuesta de la Comisión de Legislación General, que preside la senadora Negre de Alonso, que, disculpen la redundancia, rechaza la ley de matrimonio. Si prospera, se pasa a la votación definitiva. Por unos segundos, en la plaza, en las calles, en muchos hogares de argentinos desvelados, parece que el tiempo se detiene por unos instantes.
Los números del tablero electrónico tardan unos segundos en encenderse.
* * *
Avellaneda no se parece mucho a Buenos Aires, a pesar de estar separadas apenas por un riachuelo. Parecen dos países distintos. En la capital todo, y en especial las propiedades, parece más caro, exclusivo, más ‘top’. Acá, todo es sencillo, sin pretensiones. Barato. Por esa razón la primera cooperativa textil de travestis y transexuales de la Argentina —y, cómo no, de Latinoamérica— «Nadia Echazú», funciona acá, en un rincón al final de Vicente López y General Debenedetti y no en la ciudad de Buenos Aires.
—Los travestis somos los hermanos pobres de la comunidad LGTB —dice con un vozarrón de mujer adulta Loena Berkins, la presidenta de la cooperativa y una de las activistas más importantes del movimiento travesti de la Argentina. Me recibe en una oficina en desorden por culpa de un pedido de manteles y banderas arcoíris, una de las primeras producciones en serie de esta cooperativa que pretende poner en otro ámbito el tema de los travestis y transexuales. Cuando intento hablar sobre producción y cantidades, Berkins me para en seco con una autoridad inédita. «No entendiste, no podemos hablar de eso porque apenas estamos capacitando, formando a las muchachas en cosas que no han visto nunca en sus vidas, que lo único que han hecho, por su condición, ha sido la calle», y suelta un dato para dejar las cosas claras: «El 90 por ciento de nosotras se dedica a la prostitución, porque no nos han dejado otro camino».
Berkins fue prostituta. Norma Gilardino, la secretaria general de la cooperativa, con quien me encuentro después, también lo fue. En una habitación en penumbras por la falta de sol en un viernes nublado, mientras toma mate y se fuma un cigarrillo, relata que no le gustaba la respiración de un hombre encima y andar por la calle ofreciendo su cuerpo, pero que tenía que hacerlo, porque no había otra manera de sobrevivir. «Un gay o una lesbiana pueden esconder su condición y pueden tener trabajo, salud, educación. Nosotras no, cómo vamos a esconderlo si es tan evidente. Y si no podemos tener nuestra propia identidad, ¿cómo vamos a trabajar como el resto de la gente? Algunas veces conseguí empleo de empleada doméstica, pero era con personas de la misma comunidad», me dice con una expresión firme, con su cabello de rubia oxigenada, un par de perlas que le sirven de aros y la mano llena de anillos. Toda una mujer.
En la Argentina no existe una cifra clara sobre la población travesti y transexual. Solo existe un dato demoledor, por ese limbo donde no son lo que dicen sus DNI y no existen ante el estado todavía: la expectativa de vida en la población promedia los 32 años. «Cuando nos enfermamos, el sistema de salud no nos puede atender, no nos quiere atender, porque básicamente nos ignora, parece que no existimos», dice Norma.
Y solo había una manera de cambiar ese destino. Para Berkins, lo más importante es que las travestis y trans no se pongan en ese lugar de vulnerabilidad donde otros pueden hacer con ellas lo que quieran, sino que se conviertan en agentes activos de la sociedad. Y esa premisa, de lucha, de combate, fue la que animó la Nadia Echazú, fundada hace tres años como una cooperativa textil con énfasis en mantelería y lencería, pero con un trasfondo ético que cambia la perspectiva. «Queremos poner el cuerpo en otro lugar, donde sea útil, donde las compañeras se den cuenta que pueden aprender a tejer, a estampar, a manejar computadoras, a ser personas que sirvan», dice Loena.
Este caserón tiene tres pisos. En el primero hay una estampadora de última generación, en el segundo están las oficinas administrativas, una sala de estampados y en el tercero, el taller con unas diez máquinas de coser profesionales y un mesón enorme donde se dicta en este momento una clase de corte. Antes de entrar, Norma advierte que se pueden tomar las fotos que quiera, pero sin hacer una sola pregunta. Alrededor de la mesa, tres compañeras prestan atención a las indicaciones de una maestra que les enseña cómo se hacen los cortes para una camisa. Ellas la miran con la expectativa de un niño cuando se asoma a la inmensidad del nuevo mundo.
Y en esa lucha de abrir nuevos caminos, además de la Nadia Echazú ya existen —con el apoyo del Ministerio de Desarrollo Social de la Presidencia y la corporación Madres de la Plaza de Mayo— tres cooperativas más en la provincia de Buenos Aires, dos dedicadas al tema textil y otra al servicio de ‘catering’. Además, el gobierno de la capital inició un proceso para que la Policía Metropolitana involucre en sus capacitaciones la temática de transgénero y minorías sexuales, lo que no es un tema menor para Berkins y sus muchachas. Nadia Echazú, de quien tomaron el nombre para la cooperativa, fue una compañera activista que luchó precisamente contra la violencia que ejercía la policía en las calles de la ciudad.
«Nosotras hemos sido víctimas de la peor violencia en las esquinas. No sabés lo que es eso, nos han golpeado mucho durante muchos años y ella fue una de las primeras que nos organizó para que no lo permitiéramos. Ahora las cosas han cambiado, pero se sigue ejerciendo otro tipo de violencia, como la de no reconocernos como lo que somos. La aprobación del matrimonio gay es un paso importante para el país, pero nuestra lucha es por la identidad».
Ahora mismo, en la cooperativa hay 60 travestis trabajando y capacitándose y hay otras 200 en lista de espera. La idea es que las que ahora son alumnas se conviertan en profesoras e inicien una cadena productiva firme, donde la mantelería y la demanda asociada a las actividades de la comunidad gay —como el desfile del Orgullo que se realiza cada año— se han convertido en los productos estrella.
—Hemos iniciado un nuevo camino, creado por nosotras. Pero todavía falta mucho. —concluye Loena.
Ese será el debate en el futuro.
* * *
«33 a favor. 27 en contra. 2 abstenciones». Las banderas despiertan y se agitan en la Plaza del Congreso, hay abrazos, gritos de emoción, lágrimas. Después de siglos de luchas, debates y discriminación, dos personas del mismo sexo se pueden casar en la Argentina. Norma, Cachita, Alex, José María, María Rachid, Martín, Mariana, Alexa, todos celebran felices. La carta del cardenal Bergoglio parece de tiempos medievales y se diluye en el olvido y en los abrazos de igualdad, la Argentina da un paso histórico y, como lo define el periodista de la revista Veintitrés Diego Rojas, «el país es un poquito distinto. Un poquito mejor».
Desde esta madrugada y por los siglos venideros, en la Argentina, el amor y la alegría son un arcoiris.
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*Alejandro Millán Valencia es periodista egresado de la Universidad Pontificia Bolivariana. Se desempeñó como redactor en el periódico El colombiano, actualmente trabaja para diarios como Tiempo Argentino, Buenos Aires Económico y Reforma en México.