Periodismo Cronopio

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BIENVENIDOS LOS MUERTOS

Por: Carla Giraldo Duque*

1 y 2 de noviembre en México… Días rituales y festivos para recibir a los que ya se fueron.

La calaca, la catrina, la pelona, la huesuda, la parca y la dientona son los apelativos de la mismísima muerte en México. Una muerte nada fantasmal y de rasgos humanos, que en su condición de calavera todavía viste de novia, viuda, monja, Frida Kahlo o Quijote, albañil, torero, mariachi. Una flaca muy fría que no recuerda lo macabro de la muerte, porque  no es ella esa perversa rival del hombre en la vida.

La celebración de la muerte en algunos países de Centroamérica y México está relacionada con rituales prehispánicos  que honraron a los difuntos como dioses, y que al encontrarse en la época de la Conquista, a través de la evangelización, con la ceremonia cristiana de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, derivó en la fiesta de Día de Muertos del primero y dos de noviembre, hoy considerada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

La ceremonia de origen europeo y el Día de Muertos mexicano sólo tienen en común que son  una fecha para recordar a los seres queridos que ya partieron. Mientras en el primero lo esencial está en visitar el cementerio y orar a Dios porque todas las almas descansen en paz, en la tradición indígena, más que rezar por los muertos se reza a los muertos, pues se considera a los difuntos como seres sobrenaturales que pueden interceder ante Dios por los vivos. Además, entre los antiguos mexicas los cadáveres eran incinerados y la figura del cementerio y la tumba estaba casi ausente, por lo que en esta tradición el altar u ofrenda de Muertos, y no siempre el panteón, es lo central.

Una ofrenda de Muertos es un tipo de altar que se instala en honor de los familiares ya fallecidos y en muchos casos de las ánimas solas, quienes no tienen nadie que los recuerde en la tierra. Las ofrendas se empiezan a organizar en los últimos días de octubre, pues el primero de noviembre, día en que se cree que los niños muertos visitan a sus familiares y el dos de noviembre, día del regreso de los adultos muertos, ya debe estar todo listo. Con flores, dulces, incienso, veladoras, iconos religiosos, sus fotografías y platillos favoritos, cada año miles de mexicanos esperan el regreso de los espíritus de quienes aman para volver a compartir con ellos unas cuantas horas.

Aunque en el México urbano actual la tradición cada vez se desprende más de su sentido ritual y religioso y se ha ido transformando desde el siglo XIX en una fiesta donde los protagonistas son el color, el juego, la risa y el desafío de la muerte misma, sobretodo  a través del arte y la artesanía. Todavía dentro de muchos hogares, incluso en ciudad de México, se continúa casi con el mismo fervor que en los pueblos indígenas o provincias con esta práctica.

En casa… Ritualidad heredada

Bien puestos, en el centro de la ofrenda de Muertos están los retratos antiguos de doña María Angélica y su esposo Tiburcio Lazo, los suegros. La imagen de colores gastados de  Berta y Antonio Juárez, los padres. La fotografía muy viva de Luis Felipe, el novio de su hija Claudia. Blanco y Amarillo, los pastores alemanes que estuvieron con la familia nueve años. La Virgen de Guadalupe y un Cristo.

Sólo hace falta la imagen de su hermana Margarita, a la que por no cumplir aún su primer año de muerta prefiere no incluirla en la ofrenda. “Capaz que todavía no sabe que se murió y se me espanta, hay que ser prudentes con los difuntitos recientes”, dice doña Alma Juárez, quien cada año en familia instala una ofrenda en su casa de la colonia Churubusco, en ciudad de México.

Mientras doña Alma sigue reordenando en su ofrenda las flores naranjas de cempasúchil, propias de estas fechas, para hacerle espacio a los tamales y el pozole que sus hijas están sirviendo en la cocina, recuerda que su madre y abuela fueron quienes le dejaron esta herencia que ella intenta seguir con fidelidad. “Hace años sí que se hacían las cosas bien, mi mamá le ponía ofrenda a todos los que había conocido y se levantaba desde tempranito a guisarles lo que más les gustaba. Ahora nosotras hacemos todo más modestito. No hay lana y por eso compré menos cempasúchil. Poníamos doce cirios, pero este año sólo pusimos seis, unas poquititas calaveritas de azúcar y chocolate. Eso sí, sus taquitos, tamales y mezcalito no les van a faltar a mis muertos”.

Al igual que en casa de doña Alma, este año en casi todos los hogares mexicanos los gastos de día de Muertos tuvieron que reducirse, pero aún con la crisis económica muchas personas consideran que es deber de los descendientes destinar algo de su tiempo y dinero para honrar de buena manera a sus antepasados, pues ellos recorren un largo camino sólo para llegar a disfrutar de su ofrenda. Hay muchas historias y mitos indígenas que cuentan los malos ratos y hasta enfermedades que llegan a padecer  quienes reniegan del día de Muertos o por descuido no instalan una ofrenda.

Pero con mitos o sin ellos, lo cierto es que este año la crisis limitó el acostumbrado presupuesto de esta celebración. De acuerdo con una encuesta elaborada por la Procuraduría Federal del Consumidor, Profeco, en promedio los mexicanos gastaron 350 pesos, es decir cerca de 26 dólares, en ofrendas y flores de día de Muertos, casi un cinco por ciento menos que el año pasado cuando ya había iniciado la crisis mundial.
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Justificándose en estas razones, el gobierno de la ciudad de México, canceló su acostumbrada ofrenda monumental en el Zócalo, lo que no ha sido muy bien visto, pues ya es un hecho que para diciembre se planea romper un nuevo record Guiness con la instalación del árbol navideño más grande del mundo. Una tradición anglosajona, que según algunos críticos de esta decisión, no debe tener más presupuesto que la ofrenda monumental.

De regreso a la casa de doña Alma, el olor a guisado ha opacado por completo el de las flores y calaveritas de dulce. Ya es la una de la tarde, y en la cocina la madre y sus dos hijas se apuran para darle el detalle final a cada plato. Se ríen, intercambian opiniones de las comidas y en medio de todo vuelven a aparecer recuerdos de sus muertos. No son memorias con dolor, seguro ya los lloraron suficiente en su momento, porque ahora sólo se ven serenas y sonrientes. Satisfechas del banquete que les han preparado. Y es que ese refrán mexicano que dice que “al vivo todo le falta y al muerto todo le sobra” aquí se aplica en rigor.

Claudia, la mayor de las hijas, es la más activa. Ella, sin ningún asomo de melancolía cuenta que le ha preparado unas enchiladas con mole a su novio Alex, quien murió hace dos años en un accidente. “En la mañana fui al panteón de Dolores y le llevé flores, varias cartas y un chocolate, allá estaba su mamá, recé un rato con ella y ahora le voy a poner sus enchiladitas, para que pase un ratito a convivir con todos”.

“Nos íbamos a casar, pero así son las cosas. Ah, flaca jodida, se llevó a mi gordo y yo soy la que le sigue cocinando”, dice Claudia en tono de burla y como cariñoso desafío a la muerte.

En la ofrenda, en el centro de la mesa, también hay pan de muerto, un pan dulce que se prepara especialmente para la ocasión, y que se llama así por los detalles en forma de huesitos que parecen querer salirse de la preparación. Copitas con mezcal y tequila, dos jarras con agua e incensarios aún sin arder.

Con todo listo, las tres mujeres se reúnen alrededor de la ofrenda, sólo están ellas para recibir a sus difuntos, pues el esposo de doña Alma está de viaje en el estado de Nuevo León y a sus otros dos hijos varones no les dieron el día de fiesta. “Y ni quien falte a la chamba, como están las cosas es mejor no rascarle, y los muertitos lo entienden, a ellos también les tocó algo de esto”, dice Susana justificando la ausencia de su padre y hermanos.

Con todo el misticismo que merece la ocasión, doña Alma enciende las seis veladoras y los dos incensarios de la ofrenda. De inmediato su hija Susana le empieza a pasar lo que han traído de la cocina y ella, con toda tranquilidad comienza a repartir los obsequios. “Que este taquito se lo coma mi papá Antonio… Que mi mamá y mis suegros también se coman de a un taquito y un tamal… Para Luis Felipe y mi papá también un pozolito y su baso de avena… El agua, el tequila y el mezcal es para todos, para que lo compartan”.

Después de ofrecer los alimentos a los espíritus de los muertos, coloca los platos en la ofrenda. Doña Alma se retira un poco y Claudia se acerca con su regalo. “Unas enchiladas de mole para mi gordo Luís Felipe y para la abuelita Angélica que también le gustaban”. Por último Susana. “Este pozole y tamales son para las animas solas benditas, para que vengan a convivir con nosotros un rato”.

Después de entregar la ofrenda, las mujeres acercan unas sillas y se acomodan en su espera. Antes de comer, ellas deben dar por lo menos veinte minutos para que las almas disfruten su regalo. La casa completa es una gran provocación de olores, no hay rincón al que no haya llegado la fragancia de los guisos y el incienso. Todavía hay repentinos instantes en los que se vuelve a sentir el fragante chocolate.

En México se dice que el olfato es a los muertos lo que el gusto a los vivos, por eso sólo hace falta inhalar un poco –¡Ya está!–, para tener la seguridad de que los difuntos que están de visita se sienten a gusto. Podrán volver a su mundo con la memoria y esencia de tantas delicias, y con la tranquilidad de ser todavía recodados, amados y esperados cada año en esta tierra.

Tepotzotlán, caminando por un panteón de  provincia

A casi 45 kilómetros de la ciudad de México, está Tepotzotlán, un pueblo mestizo que conserva en sus calles y fachadas la estética de la época virreinal. Una provincia que al igual que muchas otras ha entendido que es negocio mantener una tradición. Así, el fervor se une con el conveniente turismo, y el arte ritual se desacraliza convirtiéndose en objetos decorativos para comprar y exhibir.
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En el parque principal del lugar, dos filas enormes se roban buena parte de la panorámica: una para visitar la mega ofrenda de Muertos que instaló el gobierno del municipio, la otra para una casa del terror que recuerda que para muchos sigue siendo “Halloween”. Ante tanta gente, vendedores y niños, que disfrazados de brujitos y calabazas quieren cargar de dulces y dinero sus bolsas con un “¿pinta la calaverita?”, equivalente al “truco o trato”, lo más sensato es huir al campo santo. Al fin y al cabo, hay quienes afirman, que esa siempre termina siendo la última huida.

Como muchos cementerios, el de Tepotzotlán está distanciado del parque principal. Una calle recta, oscura y con pocas casas, perfecta para activar la imaginación y lanzarla sin remordimientos a todo un repertorio de historias de miedo. Edén Sánchez, integrante de un grupo de ocho adultos jóvenes que caminan hacia el panteón, no para de narrar con un poco de morbo y recelo cuentos en los que alguna tía suya fue poseída por un espíritu malo en el estado de Michoacán.

Apariciones de espantos, voces de ultratumba de niños que reclaman sus juguetes, brujos y santeros, espíritus chocarreros. En noche de muertos todas las leyendas e historias contadas por generaciones, vuelven a aparecer modificadas y enriquecidas en las palabras de nuevos narradores profesionales o improvisados.

En el último tramo al cementerio, iluminado a cada lado con antorchas, ya se pueden percibir las voces y rumores de quienes visitan a los difuntos. Sólo el recuerdo de algo leído acompaña a la expectativa, poder ver y sentir lo que a Carlos Pellicer, alguna vez lo animó a escribir:

“En la noche del primero al dos de noviembre, el cementerio es muy impresionante. Las flores sobre las tumbas son muchísimas. Pero las velas encendidas sobre ellas son más. Todo el cementerio, esa noche, es un gran jardín de fuego. El rumor de las oraciones da calor al viento frío. A media noche hay que comer y que beber. Y se bebe fuerte porque los recuerdos así lo necesitan. Caminando encontré una tumba fresca. Rezaban terminando el rosario. Me uní al grupo y respondí a la letanía. Cuando escuché «Consoladora de los Afligidos» miré al cielo, me dolió la vida, y di gracias por estar viviendo.”

Adentro, cerca de la ofrenda instalada en el cementerio, no más de doscientas personas se reúnen alrededor de un hombre, que como Edén con sus amigos, intenta cautivar a los visitantes con historias de humor y terror alrededor de la muerte. “Para cuenteros tenemos con este”, dice con gracia Claudia Lazo, la esposa de Edén. Y agarrando a su hombre del brazo encabeza el paseo del grupo por entre las tumbas.

“En algunos pueblos de México antes de estas fechas se limpia y arregla el panteón, se hacen callecitas con las flores de cempasúchil para que las almas sepan salir y regresar a su mundo, se dejan encendidos las velas y el copal para que los muertos no tengan que quemar sus deditos al querer iluminar el camino a sus ofrendas y casas”, dice Claudia mientras avanza revisando las inscripciones de las tumbas.

El cementerio de Tepotzotlán no tiene caminitos de flores, ni velas encendidas, tampoco el oloroso copal, que los antiguos mayas usaron como incienso en sus rituales religiosos para purificarlo todo. No hay personas visitando las tumbas, y los que escuchan al cuentero son turistas. Los familiares de los que aquí descansan conocen el frío calador de las noches de su pueblo. Ellos cumplieron con su ritual en el día, hay pruebas de amor en muchas tumbas.

Los abundantes detalles no dejan distinguir unas cuantas lápidas, perfectos muestrarios de la total variedad de flores de la región. Otras con menos de una docena de flores, un par de velas y una cruz, se ven y se sienten alegres, pero son los globos de papel y un anuncio escrito a mano junto a una tumba los que hacen que el grupo se detenga: “Por favor respetar las cosas de los niños”. Son las lápidas de los angelitos, pequeños difuntos. Llenas de color, juguetes en miniatura, sonajas, cartas de amor de sus familiares, dulces.

“Algunos sólo alcanzaron a vivir dos meses, otros poquito más de un par de años. Almitas que regresan cada noviembre, igual de inocentes y juguetones, tal como los recuerdan sus papás, a buscar los abrazos y biberones que no pudieron tener”, dice Edén enternecido mientras llama la atención de su esposa para que se fije en las tumbas infantiles que no fueron visitadas.

Pero no sólo esos niños se quedaron sin regalos, las tumbas más antiguas se ven completamente olvidadas, y aunque es posible que estos difuntos tengan una ofrenda en sus casas que recompense la lápida vacía, pues es un hecho que en día de Muertos no todos son recordados y esperados.

A las diez y media de la noche el cuentero de muertos de Tepotzotlán ha perdido casi a todo su público. Entre ellos al grupo de caminantes, que a esa hora ya de regreso en la plaza principal del pueblo, prefieren dedicarse a sus propias leyendas. Historias en las que se imponen los recuerdos cariñosos y hasta jocosos de los amigos y familiares que también a ellos los dejaron. Una noche en la que ningún tema parece poder vivir fuera de la muerte. “Cada quien con sus difuntitos y su forma de honrarlos. Mi ofrenda para los míos es esta plática y las chelas con las que brindo por ellos”, dice Edén con una sonrisa de verdad.
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*Carla Giraldo Duque es periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Estudiante de la primera generación del diplomado en Edición de Revistas de la Universidad Autónoma de México y la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana. Practicante de redacción de la editorial Artes de México y el mundo, de la cual es director el escritor Alberto Ruy Sánchez. Eventualmente es free lance.

3 COMENTARIOS

  1. Me encanta su talento srita.Carla Giraldo la voz narradora convertida en sujeto activo, te ponés al servicio de la historia

  2. Me encanta su estilo narrativo que te hace ver, sentir y hasta oler las ofrendas a los muertos… deleitante, buenas letras alimento del espiritu!

  3. Un relato lleno de arómas e imágenes impregnados, no solo en el cuerpo del escritor sino transladados hasta la imaginacion del lector…Magnífico juego de palabras y hechos que hacen que no solo escalofriar, sino querer tentar e intentar…

    Grande es el talento que te obliga a viajar a través del mundo de fantasía, tal vez poco conocido y suficientemente ilustrado; pero que puedo asegurar, es poseido por la joven y talentosa escritora…

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