LA ETERNA PARRANDA: EL REVERSO DE LA MONEDA
Por Henry Posada Losada*
Entré a saco al libro que publicó Aguilar, de Alberto Salcedo Ramos, La Eterna Parranda —sin duda alguna nuestro Gay Talese criollo— y vaya sorpresas las que me depararon sus poderosas veintisiete crónicas. Hay en ellas una polifonía de voces, que encuentra el cronista en la periferia dándoles visibilidad, enriqueciéndolas con su aguda mirada de entomólogo, por que eso hace Alberto Salcedo Ramos, diseccionar con habilidad las historias aparentemente más insignificantes que encuentra en su trasegar de cronista y entregarnos esas espléndidas historias que permanecen ocultas a nuestros ojos y las cincela con paciencia de orfebre, convirtiéndolas en esa filigrana que nos recuerda las exquisitas piezas de nuestra América precolombina.
Porque una de las cualidades de todo buen cronista es la paciencia, aguzar los sentidos, saber escuchar; y eso hace Alberto Salcedo Ramos, ir por los ámbitos más insospechados de nuestro país tomando nota, escudriñando azarosamente con su prodigioso ojo, como un bobo maravillado, aprovechando ese primer aletazo de maravilla para zambullirse en la realidad y luego sentarse a armar los entramados de sus historias, limando asperezas, vaguedades, deshaciéndose del fárrago de las primeras impresiones, permitiéndoles a sus personajes expresarse, dejándolos hacer e interviniendo con la poesía, la gran literatura por que se nutre de Prévert, Henry Miller, Garcia Márquez, Borges, Faulkner, entre muchos otros y luego dejando sus historias en salmuera, como conviene a todo gran escritor.
Encontramos en su escritura diferentes registros desde su lenguaje llano, coloquial, que nos permite sentir más cercana una región, con sus chascarrillos, sus giros lingüísticos, su idiosincrasia, hasta su escritura elaborada, de una alta poesía, con referencias a sus novelistas tutelares, a sus rapsodas de cabecera. Alberto Salcedo Ramos medra en el lenguaje, lo enriquece, le da esa hondura que conmueve, que nos mantiene en esa tensión permanente donde de pronto como un resorte salta también la risa, ese guiño cómplice.
II.
CORPUS.
La estructura narrativa de La Eterna Parranda descansa sobre tres fortísimos pilares y un Bonus Track: En primera persona, el postre para éste boccatto di cardenale, Los irrepetibles, Bufones y Perdedores y Colombia entre el esplendor y la sombra, a cada título le sigue un manojo de crónicas que el lector puede elegir al azar, como lo hice yo, que preferí empezar por hincarle vigorosamente el diente a la que le da título al libro, la de Diomedes Díaz. Ya mi amigo, Germán Sierra, contumaz y agudo lector, me había persuadido de no perderme la lectura de tan poderosa crónica: «maravillosa, ya sabrás por qué te lo digo», me advirtió.
Zambullirme en sus páginas donde pude colmar mi necesidad de extrañamiento con éste Dr. Jekyll y Mr. Hayde de la música vallenata, me llevó por diferentes estados de ánimo, la admiración, conmiseración, la risa visceral, el desgarro al borde de la lágrima. Alberto Salcedo Ramos, logra con maestría reconstruir la vida del cacique de la junta a través de sus mujeres, sus hijos cuyo número es un misterio, ¿Veintiséis?, ¿Cincuenta?, sus vecinos, ‘mánagers’, sus canciones, sus toques, un exhaustivo trabajo de campo de años que no deja nada al azar; da comienzo a su crónica con el concierto en plena fiesta del Arroz en Badillo, donde alguien muy parecido a Diomedes, por la grandilocuencia en su gesticulación está «trepao» en la tarima, ¿Un farsante? se pregunta el cronista, él como los cinco mil asistentes no dan crédito a lo que ven, un cantante de aspecto desaliñado en una feria menor, no puede ser el mismísimo Diomeeeeeeeedes Díaaaaz, desde ése primer párrafo es imposible soltarse, Salcedo Ramos, penetra en la zona de sombra de Diomedes; con precisión de cirujano disecciona, mostrándonos el esplendor y la derrota de un icono de la música popular vallenata, el cronista se invisibiliza y revive su niñez pobre desempeñando el oficio de espantapájaros bajo el sol canicular de Carrizal en La Guajira y cómo azarosamente descubrió, cantando, que tenía una voz cautivadora.
Alberto Salcedo Ramos, es minucioso, incisivo, sardónico y con verdadera obsesión de gran cronista rastrea, registra y finalmente coteja ése enorme material recogido a lo largo de los años desde su lejana adolescencia, cuando próximo a cumplir dieciocho años lo conoció en vísperas de la Semana Santa de 1979. Diomedes se acercaba a los veintidós y fue en el caluroso pueblo del norte de Bolívar, Arenal.
Salcedo Ramos, habla de su puntualidad (lejos estaba del remoquete famoso «No-vienes Díaz»), sobriedad, la estela de perfume que dejó a su paso, rechazaba firmemente el ron y el whisky que ofrecían los espontáneos y sigue el cronista relatando lo que aquel muchacho que era entonces observó, hasta el consomé de pollo y el trozo de panela, que finalizada cada tanda de canciones comía.
Qué lejos estaba Salcedo Ramos, de pensar que asistiría a su metamorfosis, sus inquietantes noches de parranda como aquella en la que terminó involucrado en la muerte de Doris Adriana Niño, y sus consecuencias funestas. Con el tiempo se resignó a no tener del Cacique de la Junta un testimonio de primera mano, a pesar de verlo actuar en por lo menos diez escenarios distintos, recorriendo millas de camino por aire y tierra, en muchos ámbitos coincidió con el artista, éste siempre evadió cualquier encuentro, quizá, reflexiona el cronista, evitando sus preguntas espinosas, intuyendo que le haría a rajatabla la embarazosa pregunta sobre la muerte de aquella ingenua muchacha.
Hacia el final le da una vuelta de tuerca a su crónica y es ahí donde muestra su genio clavando todas sus banderillas, dándole la certera estocada a su faena, con deliciosa ironía, no exenta de un remusguillo de ácido veneno, expone los motivos por los que él como Diomedes no accedería a darle entrevista alguna al acucioso cronista, invierte los papeles y es Diomedes Díaz, en primera persona quien nos lleva por los entresijos de su azarosa vida, un artificio que muestra el enorme talento de éste narrador que va poco a poco desvelándonos la naturaleza, el alma de quien hábilmente se negó a darle cualquier declaración.
III.
CRÓNICAS BUFAS.
Imposible que leyendo la crónica de «chivolito» ( Salomón Noriega Cuesta), no se dispare el resorte de la risa, éste plañidero de los velorios de Soledad, un pueblo del Caribe, después de sentarse al lado del catafalco con cara compungida, se va «pal´ patio» o al frente de la casa del finado y se despacha con su repertorio de chistes que provocan la hilaridad de los deudos o aquellos que simplemente curiosean en los velorios; en Revolo, un barrio barranquillero, mientras una garrafa de ron blanco rueda de mano en mano, chivolito suelta su chiste: «Un monstruo se casó con una monstrua. Una noche el monstruo llegó jumao a la casa y le dijo a la monstrua: Bueno, mi amor vamos a la cama que tengo unas ganas de hacerte monstruosidades. Ella contesta: ñerda, papi, hoy no se va a poder, por que tengo la monstruasión».
Estos apuntes le dan carnadura a los personajes de sus crónicas y no molestan al lector, como cuando Salcedo Ramos le pregunta al viejo Alejo Durán, que tiene veinticuatro hijos. ¿Con la misma mujer? y él con esa picardía caribe responde: «Con la misma, pero con distintas mujeres». O esa estupenda crónica, El fútbol de Las Regias, equipo de travestis de Riofrío, Valle. Donde un grupo de homosexuales saltan a la cancha transvestidos: «El amaneramiento de estos jugadores transforma el fútbol, deporte viril por excelencia, en una danza de tórtolas». Nuestro cronista, saca de su paleta personajes que detrás de sus pestañas postizas, su rimmel exagerado, sus expresiones coloquiales como: «Apenas vi a Clark Kent, me volví loco». Dice La Madison (Mauricio Álvarez) leyendo una historieta de Superman, descubrí a los siete años mi homosexualidad. «Es la confesión más maricona que he oído en treinta y siete años de vida», agrega La Ñaña ( John Jairo Murillo).
Salcedo Ramos, casi como en un divertimento, va narrando la cotidianidad de éstos personajes excluidos de una sociedad homofóbica, para luego reflexionar en su dura realidad recordándonos que hay en Cali tres mil transexuales, trescientos dedicados a la prostitución y el resto a la peluquería y ésa sociedad que no tolera la diferencia ha mirado pasivamente las campañas de eliminación de homosexuales, transvestidos, drack queens.
Me recuerda, Alberto Salcedo Ramos, en estas crónicas, a una cineasta que admiro: Lina Wertmüller. Sus excelentes filmes son de un humor desgarrado, uno ríe llorando, lo mismo pasa leyendo La Eterna Parranda, estamos conmovidos, al borde de la lágrima y de pronto, como un resorte, salta la risa. No dejen de leer éste hermoso libro de Alberto Salcedo Ramos, jamás olvidarán la multitud de personajes que habitan sus páginas.
Estudiantes huilenses de periodismo entrevistan a Alberto Salcedo Ramos. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=K62LsszQxIU[/youtube]
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* Henry Posada Losada nació cuando es periodista colombiano, nacido en Palmira (Valle). Estudió en la Universidad del Valle, donde fue alumno de Estanislao Zuleta. Fue actor del grupo Esquina Latina (Cali-Valle) durante la década de los 90. Amante del cine, trabajó además, con el cineasta, Rubén Mendoza, en su ópera prima La sociedad del semáforo (www.lsd-s.com) del anonimato al desprestigio, como Santiago el poeta anarquista. Periodista cultural conduce el programa Tintos y Tintas de la U.N. Radio que se retransmite por las radio-estaciones culturales del país. Ha sido corresponsal de varios periódicos nacionales y escribe en algunas revistas culturales. Publicó Rocabulario en Ícono editores, una suerte de diccionario de aforismos de uno de los grandes poetas colombianos, Juan Manuel Roca. Actualmente está prepara una novela.
Refrencia: Salcedo Ramos, Alberto. La Eterna Parranda: Crónicas 1997-2011. Aguilar.