PALABRA DE PIRATA: LA NARRATIVA DE EDGAR COLLAZOS
Por Alejandro José López Cáceres*
I
Nada tan efímero como la circunspección ni tan frágil como el prestigio: la risa anda suelta. Bastaría con instituir la solemnidad y con asignarle un territorio para que un ejército de bufones se dispusiera al asalto: así opera el carnaval. Y dado que sus arcabuces y cañones funcionan con la imbatible pólvora de la carcajada, sus festivos disparos resultan letales contra toda forma de cordura. Podría agregarse que el carnaval no planta comandos de caballería ni usa tropas de infantería —alineaciones fijas anteriores a la confrontación—. Sin embargo, será preciso reconocer que en su reemplazo despliega comparsas de enanos, payasos y gigantes alucinados que, desparramados en barahúnda, arremeten con sus espadas de plastilina y sus escudos de cartón. ¿Contra quién? ¡Qué importa, se vale incluso que combatan entre sí!
La vida social produce rutinas de jerarquización, siempre. Y estas dinámicas son tan potentes que no sólo rigen la interacción entre las personas sino que terminan alienándolas. Más aún: nuestra existencia llega a estar gobernada por los roles sociales hasta el punto infame de la deshumanización. Dado que somos, al final, lo que el grupo ordena, nos resulta imposible sobrevivir bajo semejante carga; entonces, necesitamos crearnos arbitrios balsámicos, instancias purificadoras. Ésta es la esencia del carnaval: olvidarnos por un tiempo de las jerarquías y sus poderes, otorgarnos un momento para reencontrarnos sobre la base de aquello que nos hace esencialmente iguales.
La mágica tregua social que se ha llamado carnaval tiene sus orígenes en la antigüedad y jugó un papel determinante en la vida del Medioevo y del Renacimiento. En el mundo moderno, sin embargo, de su excepcional potencia renovadora, de su profunda ritualidad y de sus realizaciones vivificadoras sólo se conservan algunos vestigios. Con todo, en los terrenos del arte —especialmente en la literatura—, el carnaval se ha mantenido como un dispositivo de representación de la realidad. Y hay en éste una categórica vocación de apertura hacia todas las matrices provenientes de la cultura popular, como la sátira y la entretención, la crudeza y el humor, la extravagancia y la parodia.
Este tipo de atributos nos permite comprender las líneas de continuidad que se presentan entre algunos grandes hitos de la narrativa occidental; así, por ejemplo, nos ilumina sobre las filiaciones secretas que existen entre «Gargantúa y Pantagruel», «El lazarillo de Tormes», «Don Quijote de la Mancha» y «Cien años de soledad». Del mismo modo, recordar lo que significa el carnaval como dispositivo literario nos ayuda a esclarecer la lectura de una novela como «El demonio en la proa», de Edgar Collazos (Hombre Nuevo Editores. Medellín, 2008). Justamente de ella me ocuparé a continuación, habiendo especificado —como he hecho— la tradición con la cual se vincula.
II
Edgar Collazos (Cali, Colombia, 1954) se interna con una facción de filibusteros en los tremedales de nuestra historia. Transcurren los años de las guerras de Independencia y esta cuadrilla —que más parece una comparsa— llega por el Pacífico y se adentra por el cañón del Dagua, rumbo a la ciudad de Cali; luego recorrerán el Casanare, pasarán por la región Boyacense, deambularán por el Orinoco y llegarán, finalmente, a la costa Caribe. Las aventuras vividas por estos singulares bucaneros —el capitán Brown, Buck Dampier, Tinieblas, Botavara, Ojos Azules, Muñeca, Patillas y Pindanga— conforman el núcleo narrativo de «El demonio en la proa», el debut literario del autor caleño. Tenemos entonces que Collazos, a través de sus piratas, nos retornará a nuestro pasado; pero esto será, valga anunciarlo, en clave de carnaval. La suya es una versión bufa de la historia. Con razón el poeta Jotamario Arbeláez (en su columna Intermedio) anotó: «Collazos apela al carnaval esperpéntico, a la épica mojiganga, a la danza ritual contra el barro con el talón».
La novela inicia con el asalto que los piratas realizan en altamar a un viejo barco, el mismo en el cual arriban a la costa colombiana. En la presentación que hizo de esta novela, el poeta Juan Manuel Roca lo retrata así: «Una suerte de barco de cetrería con el nombre soberbio y falcónido de El Viejo Halcón de los Mares. Uno de esos armatostes navales del siglo XVI que en verdad eran tugurios flotantes, tan sórdidos y mefíticos que no parecían anclar en los muelles sino ser vomitados por el mar». Este episodio, que configura el primer capítulo, le permite a Collazos introducir los fundamentos de su propuesta novelística. Señalaré tres de ellos: sus propósitos, sus fuentes y sus modos.
En primer lugar, se trata de revisitar la historia, de rastrear los recovecos que la constituyen más allá de los grandes hechos que han sido considerados oficialmente como hitos culturales —más adelante me detendré con mayor detalle en este aspecto—. En segundo lugar, Collazos revela aquí sus fuentes informativas, lo cual sucede cuando el capitán Brown descubre los libros que hay a bordo del barco asaltado: de una parte, por lo que se refiere a los antecedentes de carácter documental, ahí están los «Naufragios y comentarios» de Álvar Núñez Cabeza de Vaca y «La crónica del Perú» de Pedro Cieza de León; de otra, los piratas se topan con el diario de bitácora, un texto variopinto y de autoría múltiple, un volumen de carácter imaginativo, repleto de aventuras, una ventana abierta a la invención.
En lo que respecta a los modos de tejer la ficción, el autor apela a un símbolo muy potente que ilumina y rige el periplo de sus filibusteros, que nos anuncia el tipo de anecdotario que sobrevendrá y la disposición desde la cual será contado. Se trata del estrambótico mascarón de proa que preside El Viejo Halcón de los Mares:
«Lustroso estaba el amplio óvalo de su proa, decorado por los piratas
con un mascarón tallado por un artista florentino residente en Quito;
pegado a las bordas exhibía la figura de un sátiro, que en desnuda
villanía afrentaba por las nalgas a una núbil mulata, una amazonita
con cara de dolor, que sostenía en su mano derecha una
máscara con gestos de risa».
Con este recurso Collazos nos avisa que asistiremos a una procesión extravagante y blasfema —una que lleva en andas la efigie de un sátiro—; de manera que estamos advertidos: antes de que asome la solemnidad o de que el heroísmo haga su aparición, una chirimía bufonesca saltará ante nosotros dispuesta a contagiarnos su vocación de estrépito. Y por si hubiera dudas, el autor ha decidido derivar el título de su novela de este inmejorable símbolo carnavalesco. Al comentar la figura del mascarón de proa, precisamente, el poeta Roca dijo: «Ésta parece ser una metáfora del paganismo supérstite a la conquista de América: muecas de dolor pero capacidad de llamar a la liberación por las vías del gozo y de la risa».
III
Las peripecias de estos personajes tienen un carácter itinerante. Aunque en general su relato discurre en tierra firme, el mar juega un papel notorio en esta ficción; en efecto, su primer capítulo ocurre en el Pacífico y el último remata en el Caribe. El poeta William Ospina glosa esta singularidad: «Tal vez sin proponérselo, esta novela se aplica a corregir una de las grandes ausencias de nuestra literatura. Y es que en un país con dos mares inmensos, en que el Estado se envanece de proclamar que poseemos vastísimas aguas territoriales, el mar casi no existe en nuestro imaginario ni en nuestra literatura». Quizás podamos sostener que la huella marina más profunda de esta obra se pone de manifiesto en el lenguaje; ahora bien, lo que resulta indudable, llegados a este punto, es la espléndida resolución de Collazos por nombrar las cosas del mundo. La suya es una prosa de tintes barrocos y ritmo trepidante.
Entre las más destacadas consecuciones que hay aquí en el nivel del lenguaje están, sin duda, las construcciones metafóricas con que se narran las escenas eróticas. Y vale la pena señalar la coherencia poética con que han sido compuestas. En este orden de ideas, cuando el encuentro amoroso involucra a alguno de los piratas, la base es aportada por el habla de la marinería; pero, significativamente, cuando la escena pasional implica a algún patricio o clérigo o militar, el soporte verbal procede del entorno bélico. Una ilustración del primer caso nos la muestra aquella unión entre Botavara y la matrona prostibularia Pompeya Ventura; nos dice el narrador: «Él obedeció, se acercó con cautela de abordaje, con un temor domado por el hechizo de sus ojos, con su velamen listo a hincharse por el viento del amor, y ella le brindó muelle y anclaje». Para aludir a la segunda referencia, recordemos el encuentro del vasco Enrique Mañeru y la misteriosa joven del monte:
«El feliz Enrique desenvainó la contundente arma castellana
e inició un entrenamiento cuerpo a cuerpo con la hermosa mujer
que no dio espera a sus apetitos de aprendiz; lo atrapó con
la ligereza lasciva de sus piernas de viento y ella misma se
incrustó hasta la empuñadura el arma por la herida de labios
fríos, mientras el derrotado y perplejo Enrique decaía de
sorpresa con espasmos de placer en cada embate».
He de anotar que también el paisaje de esta novela se nutre y beneficia con la esmerada prosa de Collazos. Vale decir: hay preciosismo y hay firmeza en el pulso que traza las descripciones. No obstante —cara y sello, como en toda moneda—, en algunos momentos la exuberancia verbal llega a pausar la acción. Y esto podría resultar inconveniente para algunos lectores modernos, más acostumbrados al vértigo de los sucesos. Lo que nunca se detiene en esta obra, por fortuna, es el palpitante ritmo de su lenguaje. William Ospina lo plantea así:
«¿Quiénes son los protagonistas de esta novela? ¿Los viejos
barcos del Renacimiento que sobrevivían a comienzos del
siglo XVIII a la herrumbre de los mares? ¿Los piratas que
invadieron sus aguas por siglos? ¿Los navegantes? ¿Los
patriotas que consiguieron la Independencia de América?
¿Los indios, los criollos, los mulatos y los zambos que vivieron
día a día la aventura de inventarse una vida en un mundo
casi desconocido, entre selvas y bestias y estrellas que
anunciaban catástrofes? Sus principales protagonistas son las
palabras, y el lector vivirá en cada frase una aventura».
IV
«El demonio en la proa» es una novela coral; es decir, los personajes que participan en sus acciones guardan una cierta simetría en lo que respecta a su nivel de protagonismo. Al grupo de los piratas se sumarán, en el camino, dos figuras adicionales: el sabio alemán Edmundo y el mulato Aristides del Puerto. Sin embargo, el mosaico general de personajes se va a ensanchar mucho más. Por esta historia terminarán desfilando prelados eclesiales podridos de lujuria, embusteros enanos versados en la cizaña, pacificadores españoles de maldad indecible, patricios blancos y narizones de frágil abolengo; en fin, putas negras, zambas y mulatas de abnegada lascivia. Esta última categoría va a desempeñar un papel tan determinante en la historia como el grupo mismo de los filibusteros.
Llegamos así a La Flor del Vallano, una de las creaciones más memorables de Edgar Collazos. Se trata del emblemático prostíbulo caleño que regenta Pompeya Ventura, un territorio en el que suceden todos los ayuntamientos carnales y espirituales, un escenario que opera como templo consagratorio del carnaval. En éste confluirán piratas, curas, patricios, lugareños, pacificadores y patriotas. Y justamente allí, en los brazos de sus voluptuosas muchachas —Marlene Blondi, Emma Saciada, Numilda y la mulata Yemayá, entre otras—, las diferencias sociales, políticas y raciales quedarán temporalmente eclipsadas para dar paso a rotundas experiencias de encuentro. Haber hecho de éste el principal espacio de interacción entre sus personajes y haberlo instaurado como pivote para realizar el tránsito hacia otros lugares y otros momentos históricos constituye uno de los mayores aciertos de esta ficción.
Tal vez podamos afirmar que en la risa y en el erotismo se cifran los recursos más potentes del carnaval como dispositivo de representación literaria. Del mismo modo en que la risa funciona como un disolvente de la solemnidad, el erotismo purifica las relaciones humanas cuando se hallan alienadas por el poder y sus dinámicas de represión. A través de su fabuloso burdel, Collazos apela a los expedientes de la sensualidad y del humor para derribar los prejuicios, las imposturas y las iniquidades que sostienen la sociedad que lo ocupa: su literaria Cali. En este sentido —refiriéndose a La Flor del Vallano—, Ricardo Sánchez, en El Demonio en la Proa, Fundación Mítica de Cali, afirma que «es una institución socio–erótica de gran importancia. Sitio de liberación de almas y cuerpos, lugar de conspiraciones de todo orden, casa de citas para los contrabandos del amor y el desfogue donde también la dignidad tiene su sitio como hogar».
Quepa señalar que esta obra también recurre a otros contextos favorables para su disposición carnavalesca; tal es el caso de lo sucedido en el capítulo IX, en el cual se nos relata muy festivamente la visita de un circo a la ciudad de Cali. Pero, además de la construcción de escenarios, hay aquí otros mecanismos orientados en la misma dirección. Mencionemos uno: cada personaje con que se topan los piratas viene cargado de insólitos anecdotarios. Y, efectivamente, esto determina la estructura misma de la novela; en otras palabras, ésta se encuentra repleta de pequeñas historias, de pintorescas ocurrencias contadas por narradores episódicos. Cuando el mulato Aristides del Puerto aparece, por ejemplo, cuenta la fábula de la Mujer Tarántula; por su parte, al poco tiempo de vincularse al grupo, el sabio alemán Edmundo narra la maravillosa historia del pirata Orejas Rotas, con lo cual nos regala uno de los pasajes más hermosos y divertidos de toda la novela.
V
Si bien las aventuras de estos personajes expresan una propensión errante, no es menos cierto que el foco principal de los acontecimientos relatados se halla en la ciudad de Cali. Dadas las profundas implicaciones que esta circunstancia plantea, quisiera detenerme un poco en ella antes de cerrar estas notas críticas. Me interesa subrayar el hecho de que Collazos regresa al pasado caleño confrontando decididamente sus dramas de exclusión y desencuentro —los mismos que han impedido o escamoteado la consolidación de la memoria colectiva—; me interesa, en suma, destacar aquel designio que el autor hace explícito desde el relato mismo, cuando recoge un estremecimiento que asalta a la población:
«Sintieron que tenían una enorme historia sin memoria;
que el minutero del tiempo había dado marcha atrás por
siglos, y la ciudad regresaba a un tiempo sacado de la
fosa de los recuerdos […] Aceptaron que sabían poco
sobre ellos mismos; que tantos siglos de disputas los
habían llevado a negarse como pueblo y que no tenían
ni siquiera un libro que hablara de ellos».
Se advierte, entonces, que uno de los propósitos recónditos pero definitivos de esta narración tiene que ver con el reconocimiento de estos conflictos —raciales, económicos, culturales—, que son extensivamente caleños y latinoamericanos. Y es por eso que, desde la ficción, Collazos recurre al carnaval para emprender una refundación de la ciudad. De manera que la suya no es una ingenua visita a la historia. A este respecto, nos dice Marino Canizales que: «la ficción se toma el derecho de contar otra fundación de Cali a partir de la concurrencia disolvente y corrosiva de imaginarios populares, negros, mulatos y mestizos, donde el deseo y el erotismo juegan un gran papel de acercamiento y ruptura con los imaginarios dominantes».
No podríamos, con todo, apresurarnos a afirmar que es ésta una «novela fundacional». Recordemos que dicha categoría ha sido acuñada por la crítica para referirse a un tipo de narración muy particular; esto es, a novelas que estuvieron íntimamente ligadas, histórica y culturalmente, a la formación de las nacionalidades. En el caso latinoamericano, esta noción remite a aquellas obras que se escribieron tras las guerras de Independencia. Habiendo sido compuestas a lo largo del siglo XIX, estas novelas hicieron parte —deliberada o contextualmente— de los proyectos intelectuales nacionalistas que animaron la fundación de nuestras nacientes repúblicas. Como puede observarse en lo que he venido planteando en estas notas, «El demonio en la proa» viene a ser otra cosa. Tal vez un humorístico ajuste de cuentas con el pasado. O quizás una versión carnavalesca de la historia. O seguramente algo mucho mejor: una gozosa mixtura literaria hecha de sensualidad e imaginación, de memoria y carcajada.
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* Alejandro José López Cáceres (Colombia, 1969). Ha publicado dos libros de ensayos: «Entre la pluma y la pantalla» (2003) y «Pasión crítica» (2010), dos de crónicas y entrevistas: «Tierra posible» (1999) y «Al pie de la letra» (2007), y uno de cuentos: «Dalí violeta» (2005). Entre los años 2004 y 2008 dirigió la Escuela de Estudios Literarios perteneciente a la Universidad del Valle. Actualmente reside en España y es candidato a doctor en literatura por la Universidad Complutense de Madrid.