PASCUALILLO
Por Armando Rojas Arévalo*
El chamán le aconsejó a Pascual: Primero, vas a tomar sal inglesa mezclada con refresco de limón, con un poco de estomaquil para que vomites lo que te dieron de comer; cada tercer día te vas a dar un baño por las tardes con agua de albahaca, laurel, toronjil y jabón «contra daño»; vas a tomar por una sola vez hinojo, poleo, doradilla y cedrón con treinta gotas de pasionaria y enelvina.
«Antes de dormirte —prosiguió el curandero—vas a frotar tu cuerpo con perfume contra daño, envidia y embrujo y loción de Siete Machos; vas a regar en la carpa agua con ramos de limpia que debes poner a hervir, con «ven dinero», agua «atrayente» y «agua de suerte» con incienso de víbora y baño sagrado.»
«¡Pá su madre!» —exclamó Pascual asombrado no tanto por el «trabajo» de magia negra que el chamán dijo le había hecho su mujer, sino por la cantidad de cosas que debía conseguir para conjurar la hechicería.
Juan, el chamán, le había dicho después de escuchar su problema, que su mujer, despechada, le echó a la carpa tierra de panteón con sal negra. El curandero le advirtió con voz peripatética, como si estuviera condenándolo a la horca:
—Tienes un «trabajo» de hechicería muy fuerte; tu mujer te hizo un «entierro» muy cabrón y quiere verte pidiendo limosna, le dijo el chamán del que no recuerda quién se lo recomendó, si Quintín, el mesero homosexual, o doña Rosa, la cantinera; sólo recuerda que le dijeron que en Santa María del Mar había un curandero «de los buenos».
Enseguida el chamán le ordenó que anotara la receta para conjurar la hechicería. «Vas a comprar una veladora para casos difíciles y con ella vas a barrer la carpa…
Pascual lo interrumpió:
—¡Cómo!, ¿barrer?
—Si, has de cuenta que estás barriendo, pero con la veladora para que eches fuera la maldad que te hicieron. Después que termines vas a prender la veladora en un rincón y la dejas dos horas; si la veladora se apaga, es que el «entierro» es muy fuerte, pero si se rompe el vaso es que el espíritu malo ya se fue.
«Por último, vas a poner espray levanta negocios en cada rincón y dejarás prendida toda la noche una veladora de los milagros, esto cada siete días.»
—¿Y dónde voy a conseguir todo esto?—preguntó espantado.
—En el mercado de Tapana te venden las yerbas y las veladoras, y las medecinas en cualquier botica —dijo el brujo.
Pascual salió descorazonado. Supuso que con una sola limpia sería suficiente para echar fuera toda la mala vibra que cargaba. Se sintió peor cuando el chamán le dijo que tenía que ir tres veces más con él, y por el «trabajo» le cobraría cinco mil pesos.
—¡Pa’ su madre! —pensó— éste cree que tengo mucho dinero. Ya se acerca la navidad y no tengo ni un centavo para comprarles regalos a mis hijos. ¡Son chingaderas de la vida!
¡Esta vaina se jodió!, expresó Pascual González casi en voz alta, pero sólo para escucharse él mismo. Había tomado la decisión hace varios meses; sin embargo, la venía posponiendo en espera de que las condiciones mejoraran.
El viento arenoso y el penetrante olor de la marisma le golpearon de lleno la cara; Pascual siguió sentado en la jardinera de cemento bajo el almendro, con una cerveza en la mano, mientras veía con desolación los hilachos de su carpa.
A veces me dan ganas de darme un tiro, pero ni a pistola llego, le confesó un día a su padrino Melitón Rodríguez, cuando éste le echó en cara el despilfarro de su vida.
—Tu padre te dejó el circo como herencia y mira lo que has hecho, ¡una soberana pendejada de tu vida y del circo! —le recriminó Melitón.
Los sentimientos de Pascual en aquellos momentos eran como el terreno baldío de charcas negras donde moría su carpa.
A ocho o diez metros del almendro está la playa, donde los cayucos amarrados a troncos se mecen con el oleaje de las aguas parduzcas del estero. El sol caía vertical sobre la arena negra y pedregosa.
Los pescadores volvieron en la madrugada, y a estas horas del mediodía dormitan en sus hamacas. Al anochecer se harán otra vez a la mar para tender sus redes. Aguas adentro, los cayucos parecen luciérnagas con la luz de los quinqués atados a los mástiles. ¿Para qué los quinqués?, preguntó a un pescador.
—Bróder, para atraer a los pescados, la luz los llama.
Bienvenidos a Paredón, se alcanza a leer en el oxidado letrero de lámina, que cuelga del arco de herrería a la entrada del pueblo de pescadores.
Las ráfagas de aire arreciaron, sacudiendo violentamente los árboles.
A estas horas, con este pinche sol y este hijoeputa viento ni los perros salen a mear a la calle —pensó cuando vio desierta la avenida principal, la única pavimentada en la pesquería.
Las notas de una marimba que tocaba afuera de una cantina, le llegaron de lejos. Pascual creyó reconocer en ellas la canción Mi Lupita. Al mismo tiempo, el viento le acercaba otra música, la del oleaje al chocar con los cayucos.
El aire le daba la vuelta al pueblo como remolino y ululaba al pasar por los árboles; cuando se alejaba, el quejido se iba y todo quedaba en silencio, al poco el viento volvía y se repetía el gemido.
La marimba ha de ser del Sopagüada —supuso.
Así le pusieron al marimbero. El Sopagüada. Nadie sabe su nombre, ni de dónde viene y dónde vive, pero siempre llega a las cantinas con su marimba a cuestas. El sobrenombre le nace porque no tiene gracia para tocar, piensa Pascual. Sabe empezar, pero no cómo terminar una canción. Al que lo contrata le conviene, porque sus rondas duran más de lo que uno se tarda en beberse un cubetazo de cervezas.
Pascual conoce bien Paredón y a su gente. Ha estado aquí una docena de veces. Siempre el mismo pueblo y su calma aburrida; casi nunca pasa nada; por eso los pescadores no se cansan de platicar, como si hubiera sido ayer, el que una noche hace ya varios años, la naval agarró a unos centroamericanos que naufragaron frente al puerto, cargados de armas y marihuana.
De lunes a jueves no ocurre gran cosa, pero los viernes y sábados hay fiestas en algunas casas, con música y bebida, y las cantinas rebozan de parroquianos.
Entre semana, algunas mareñas aprovechan que sus maridos están de pesca y no regresan hasta la madrugada, para darse sus escapadas a Tonalá o a Arriaga, los pueblos cercanos, a hacer sus «mandados», pero en realidad es para verse, como asegura doña Rosa, la cantinera, «con sus queridos».
Doña Rosa, mujer ya entrada en años, dueña del chiringuito con más clientela de Paredón, sabe muy bien quiénes son las damajuanas, pero es discreta y no comenta nada, porque sabe que también los maridos tienen sus queridas y el andar de mitotera puede costarle el negocio… o que la hagan pedacitos con el cuchillo que usan para destazar el pescado.
El pueblo se pasma de lunes a jueves. Doña Rosa dice que quedaron atrás los días en que la gente de otros pueblos llegaba a Paredón solamente a comer bien y barato. Esos tiempos pasaron, medita Pascual. La sopa de mariscos, las lisas ahumadas rellenas de mariscos, los tacos dorados de cazón y las salchichas de macabil ya no son como las que hacía Don Cuco.
—¡Pura juama!, ¡nos quedó la pura juama! —dice burlonamente Quintín, el mesero homosexual de la cantina de doña Rosa, al referirse a la fama de la cocina de Paredón.
A Quintín, recordó Pascual, un día le tiraron cuatro dientes por andar diciendo que lo único que agarran los pescadores de Paredón son los cuernos que les ponen sus mujeres.
El hedor de las vísceras de pescado que habían dejado los cayuqueros por la mañana después de destazarlos en la playa, como se acostumbra en el pueblo, impregnaba el ambiente. Eso ya no debía extrañarle a Pascual, porque los otros pueblos de la costa donde se quedaba por días, olían igual. Y si no era el olor, era el calor. Y si no el calor, el viento.
—Chingaos —volvió a pensar—, qué pinche costumbre de destazar el pescado y tirar los desperdicios en la playa.
El sol le empezó a darle directo en la cara. Se secó el sudor de la frente con el paliacate rojo que parecía lija por la fina arena que se le había impregnado, pero no le dio importancia.
Pascual tomó el último trago a la «ampolleta» de cerveza, con un ¡jijos!, haciendo un gesto de desagrado. ¡Qué horrible es la chela tibia!
El almendro le da sombra y lo protege del viento, pero ve cómo el aire se enrosca con basura y tierra y rompe en los callejones y casas del pueblo.
En la mañana había tomado un café negro y un bolillo, y en todo el día no volvió a probar bocado; su bolsa estaba flaca y esto le hizo recordar con tristeza y rabia, el día en que su papá, al darle el circo, le aconsejó que cuando el espectáculo no diera para más, lo vendiera y se dedicara a otra cosa.
Era un «cabeza dura», como le dijo su padrino Melitón; tal vez llevaba metido en la sangre el amor por la carpa. O quizá creyó que la vida de circo era divertida por lo que se viajaba. En realidad nunca se preocupó por encontrar una respuesta.
—La televisión, los videos y los cines acabaron con el negocio de los circos; a la gente le resulta más barato alquilar una película por 10 pesos, que entrar al circo.
El papá lo había mandado a estudiar el bachillerato a una ciudad del centro del país, pero le gustó más la vida trashumante. En unas vacaciones ya no regresó a la escuela y tal vez eso fue lo que aceleró la muerte del viejo.
Pascualillo, el papá, era un payaso ocurrente con las parodias que hacía de la gente de los pueblos. Era como los mimos con la cara pintada de blanco y ropa negra, que remedan a los espectadores. Se burlaba de ellos y se lo celebraban, cosa muy curiosa porque los mareños son muy «sentidos» y les da por usar el machete para cualquier desaguisado, advierte doña Rosa, la cantinera que tuvo amoríos con él.
Pascualillo montaba su circo en las afueras de cada pueblo que visitaba. La carpa tenía una marquesina de focos multicolores y alguna vez llegó a tener trapecio, y el espectáculo de dos motociclistas que daban vueltas dentro de una gigantesca esfera de metal, pero el escaso público no pagaba la «papeleta».
—¡Prrrrrrrrrrrrrrr, Pascualillo y sus atracciones! —gritaba el payaso con voz tipluda por el megáfono del camión de redilas que encabezaba el desfile. ¡Hermoso pueblo, el internacional circo Pascualillo hace hoy su gran debut, con sus fieras africanas amaestradas y los mundialmente famosos trapecistas Hermanos García, directamente del Circo Atayde… ¡Prrrrrrrr, corta temporada, cinco pesitos la entrada. Ría con el gran payaso Pascualillo y admire las piruetas de los perros europeos!… No olvide, ¡corta temporada!
La primera vez que la gente vio la casa rodante donde viajaba la troupé, fue motivo de comentarios hasta en las mesas de dominó de las cantinas. «¿Ya viste? ¡Un carro que tiene recámara y baño!»
—Aquello sí era un circo —añoró Pascual.
En esos recuerdos bordaba la tarde, cuando dos marinos vestidos de azul salieron del cuartel cubriéndose la cara con el sombrero de lona, para ir a la tienda que está al otro lado de la calle.
—¡Quihubo Pascual, pá cuando empiezas!
—Nomás que me deje el aironazo— les contestó.
—¡Tá cabrón. Va pá largo!
Los navales regresaron con dos sixs de cervezas y se volvieron a meter al cuartel. No le dijeron ni tan siquiera si gustaba tomar una.
La rocola repetía una y otra vez la canción de Vicente Fernández, (aquel amor que marchitó mi vida/ aquel amor que fue mi perdición/ dónde andará la prenda más querida/ dónde andará aquel, aquel amor), y era de suponer duraría toda la noche. Doña Rosa acostumbraba mandar llamar de Tonalá a Las Cruz, unas morenas istmeñas de piernas brillosas, para agasajar a la clientela de los viernes.
Cuando Pascual pensó en esto, exclamó para sus adentros ¡pinche vida! No era precisamente porque estuvieran Las Cruz, que tenían fama de cariñosas, sino porque escaseaba en ese momento el dinero para estar un rato con una de ellas.
—Si el aire no me deja trabajar, al menos me conformaría con tener a una de esas viejas sobre mis piernas —caviló.
El recuerdo le entraba como puñal, porque Romelia recién lo había abandonado. Mujer de trópico, ardiente, Romelia era el número principal del circo que la anunciaba como «La Licuadora Humana», por su forma de bailar. Lo dejó para irse con un agente viajero que le dijo al oído quién sabe cuántas cosas, y a ella le convino el trato.
Una noche la Romelia salió del carromato, con su ropa dentro de una caja de cartón, y al verse descubierta por Pascual no pudo más que decirle la verdad.
—Pascual, ¡me voy! —le disparó su decisión como si fuera cubeta con hielo —¡Estás acabado y no me has dado nada, ni siquiera parte de las entradas. Me regreso a mi tierra!. Mis papás están de acuerdo en que yo te deje».
Ahí empezó la discusión con la Romelia, con jaloneos, gritos y cachetadas.
—¡Tus pinches padres qué van a saber de esto, si son gente de milpa. Ellos eran felices cuando les pasabas una lana de lo que ganabas en la cantina y les importaba una chingada cómo conseguías el dinero! —gritó Pascual para ponerla como quien dice «en su lugar».
Recuerda que más de dos veces la arremetió a golpes, pero vio que eso no le daba resultado porque la istmeña «no entendía razones».
—¡Qué va a regresar a su tierra esta cabrona! —pensó casi en voz alta.
Había conocido a Romelia un año antes en el burdel de un pueblo del rumbo de La Ventosa; recuerda que le pidió a la dueña del burdel le sirviera cervezas precisamente a la de las pantorrillas morenas y brillosas.
—¡Nada querés, cabrón! Es la mejorcita, acaba de iniciarse y te va a costar; te advierto desde ahorita que es un poco atrabancada, si le gustas ya la hiciste —le advirtió la cantinera.
La Romelia tenía 22 años, pero parecía de menos edad. Esto y su figura cachonda acentuada por los cabellos largos, lacios y negros como una noche sin luna en el mar, lo habían dejado «prendido». Sobre todo los glúteos que desbordaban el vestido que llevaba untado al cuerpo.
—Encamaditos, y con este calor, lo que ha de sudar la condenada —le comentó al vecino de mesa. «Tá rebuena», le contestó aquel.
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