Recuerda que hizo planes en serio con la Romelia al verla bailar el mambo que a todo volumen salía de la rocola. Pascual pensó: qué forma de mover el trasero y arrastrar los pies, como diciéndome «ven, papacito, me estoy quemando».
—Si a ésta le pongo el payasito de lentejuelas y le unto más crema en esos troncos que tiene de piernas, la pega, y si sabe bailar salsa como a los mareños les gusta, el circo se va para arriba, caviló optimista.
La Romelia efectivamente lo «prendió» y desde ese día ya no la dejó trabajar en el burdel.
Cuando lo abandonó por el agente viajero, Pascual se sintió desolado; aunque ya se había aburrido de ella, le hacía falta la mujer. Sobre todo después de discutir airadamente sobre las entradas y los pesos que Pascual se quedaba para sus cervezas o el cuartito de aguardiente, se entrepiernaban y olvidaban el incidente.
La noche que ella se fue, no hubo función; Pascual se había emborrachado, con una botella de aguardiente de caña que guardaba entre los menjurjes de payaso.
La istmeña le había dejado la estocada adentro. Pascual sintió la depresión calándole hondo, no sólo porque en la cama ella era una fiera que gritaba haciéndole sentir que era un salvaje, sino porque el circo se quedaba sin el número principal.
Recordó los poemas de un libro que alguien le había dado a cambio de la entrada al circo; lo llevaba siempre en la bolsa del pantalón y cada vez que se embriagaba lo leía una y otra vez. Uno de esos versos le llegaba profundo:
¡Te perdí!
Mea culpa.
Ahora no sé qué hacer
con mi soledad.
Días sombríos
de tiempo sobrado
y horas eternas.
De libertad no anhelada,
de ausencias pesadas,
de amores no deseados.
Te perdí… y me perdí.
Las dos mulatas que doña Rosa llamó de Tonalá son hermanas y se dedican a entretener a los clientes. Llegaron con el pelo todavía mojado y destilando olor a crema Teatrical. Los parroquianos le subieron de tono a los gritos. Una de ellas, La Aurora, se sentó sobre las piernas del que pagaba la cuenta, y la otra, La Inés, se dedicó a fichar con los demás.
—¡‘Ora cabrones, tomen que la casa pierde! —gritaba Inés para animar a los borrachos a seguir la tomadera.
El vendaval sacó a Pascual de sus pensamientos; una ráfaga de arena acabó de romper el pedazo de sábana que él había puesto en una parte de las gradas, para evitar que el público pudiera ver el espectáculo desde afuera sin pagar boleto.
—¡Ya me llevó la chingada! ¿Y ‘ora? —exclamó en voz alta.
«Circo Pascualillo» decía el pedazo de madera que Pascual había rotulado un día antes y que ahora, desprendido por el viento, yacía sobre un charco de agua negra.
El aironazo estaba dejando a la carpa en el esqueleto de las gradas. Las ráfagas iban y venían dando vuelta en redondo como torbellino; estos aires son muy de aquí y salen del mar todo diciembre y enero; los pescadores dicen que son los vientos alisios chocando contra la serranía de, recordó Pascual.
Los trapos que cubrían los costados de las gradas, volaban. Ya no podía hacer nada; de por sí quedaba poco de la carpa. El espectáculo andaba de malas. A raíz de la muerte de su papá, Pascual deambulaba errático con el circo de un pueblo a otro; su ruta se distribuía entre rancherías y ejidos de la costa y parte del Istmo donde todo lo que cae es bueno, con tal de despabilar la rutina.
Anunciaba como número principal «Pascualillo II, el payaso más querido de la costa», seguido por el de la «Mujer Licuadora», luego el malabarista que era él mismo, y los dos perros amaestrados que la Romelia con un látigo les hacía dar piruetas.
Evocó también que cuando su papá veía triste el panorama le echaba imaginación para atraer público. Un día anunció como número principal al «Hombre de Piedra», un mareño grandulón que era peso completo y participaba en peleas de boxeo en los pueblos del Istmo.
—¡Al que le aguante al Hombre de Piedra un round de tres minutos sin irse a la lona —ofrecía—, se lleva de premio 50 pesitos!
El negocio consistía en que para pelear con el «Hombre de Piedra» se tenía que registrar con 20 pesos; al término de la función la «bolsa» se repartía a partes iguales entre Pascualillo y el mastodonte.
Cierto día —siguió recordando Pascual— le entró a la pelea un chaparrito que por el acento se adivinaba a las claras era sudamericano. Se puso los guantes con gran familiaridad, cosa que a Pascualillo preocupó, sonó la campana y a los dos jabs el mareño cayó de bruces, noqueado, en la lona. El chaparrito era agente viajero y complementaba el empleo boxeando profesionalmente. La noche del knockout del mastodonte, el número del «Hombre de Piedra» desapareció.
Otra ocasión llegó a trabajar un mentalista, de ésos que adivinan cómo te llamas y a qué te dedicas; todo iba muy bien, recuerda Pascual, hasta que el joven patiño del mentalista se trepó de polizonte a La Bestia para irse de migrante a los Estados Unidos, dejando colgado a su jefe. El show también fue suspendido.
El viejo Pascualillo se las ingeniaba y siempre sacaba una baraja de la manga. Empezaba siempre el espectáculo con su presentación, llevando como patiño a su hijo Pascual, que entonces tenía 8 años y vestía de payaso.
—A ver Bacteria —gritaba Pascualillo con su voz de pito de calabaza —saludemos a la honorable concurrencia. Diga: «damas y caballeros»…
Bacteria contestaba: «monas y caballos güeros»…
Risotadas de la gente, la simpleza de la ocurrencia divertía mucho.
Al público le fascinaba que el payasito diera la espalda a «Pascualillo», mientras éste tocaba la armónica, y se burlara de él haciendo muecas.
Deprimido, se convenció de que hoy todo era distinto. Le estaba yendo mal desde meses. El ser cirquero ya no le llenaba interiormente, le angustiaba que la carpa hubiese sido desplazada por otros circos más grandes y con mejores números, y no tuvo más opción que refugiarse en esos pueblos calurosos de la costa, donde la gente se entretiene viendo la televisión y los chismes sobre queridas.
Le contó lo del chamán a su padrino Melitón, y éste le reconvino: «conozco a un curandero chingón llamado Valencia; él puede quitarte el embrujo con unas «agüitas».
Valencia le pronosticó que su mujer le había dado algunas pócimas en las comidas, para que se muriera o quedara tarado, para vengarse de sus infidelidades.
Valencia le dijo que el mal tenía remedio y la solución era muy sencilla: «No tiene caso que te exprima la bolsa, vete y no vuelvas más, déjate de pendejadas y dedícate a otra cosa; vuelve a empezar de cero», le recomendó el curandero.
Otro día alguien le recomendó que le rezara una novena a San Judas Tadeo, quien para los casos difíciles se pinta solo; empero, no sólo le rezó una sino dos, por si las dudas. Aún así, nada. Ningún resultado.
—Ahora sí ¿a quien debo encomendarme?
Jacinta, la comadrona anciana que ha asistido casi todos los partos de las mujeres del pueblo, le aconsejó que fuera a visitar la tumba de sus papás y que tocara tres veces sobre la lápida pidiéndoles ayuda.
—Na’ más no lo hagas tan seguido —le advirtió Jacinta— porque vas a interrumpir el viaje de sus almas. Cuando les tocas regresan, pero descienden varios escalones en ese viaje. Pobrecitos, no los vayas a chingar a cada rato; sólo hazlo una vez y les pides perdón por causarles la molestia.
Pascual fue al panteón e hizo lo que Jacinta le había dicho. Creyó que los espíritus se presentarían ante él, pasaron los días y no hubo respuesta.
—¡Pinche Jacinta, me cuenteó!
Pensar en tanto drama convino que ya era hora de tomar una decisión: seguir con el circo causando lástima, o dejarlo abandonado en cualquier lugar; claro, se dijo, si lo dejo tirado a nadie le va a servir, pues ya quedan puros palos.
Lo que le animaba es que el primer día siempre le iba bien, por la novedad, pero conforme pasaban los días la gente perdía interés y era de ponerse a gritar por horas con la bocina de latón para llamar al público. Armar las gradas le llevaba a veces dos días, pues a falta de chalanes él solo realizaba el trabajo. Cuando la función daba dinero alcanzaba para hacer las tres comidas en alguna fonda, pero por regla general compraba un paquete de galletas saladas y una lata de sardinas.
—Esto ya no es vida —exclamó al verse las chanclas de hule—; ya acabé. Prefiero irme a cualquier pueblo donde no me conozcan a poner una tiendita o una carnicería y, chance, la hago. Esta temporada tiene que darme suficiente para hacer unos ahorros y dedicarme a otra cosa mariposa.
Pensó en el dueño del Circo Vetan, que cuando vio que el negocio ya no daba, en un arrebato vendió la carpa y los pocos animales que tenía (dos caballos, un burro, un camello y un león artrítico) y abrió una carnicería.
Eso lo piensa a menudo desde hace tiempo; incluso, la Romelia en una ocasión lo amenazó que si no se quedaban en un lugar a vivir, lo iba a dejar.
—¡Me lo cumplió y de paso me puso los cuernos!
Pascual sabía que Romelia cobraba por meterse a la cama con el parroquiano que le llegara al precio, mientras él actuaba, pero se hacía de la vista gorda, porque ojos que no ven, corazón que no siente. Otras veces, al terminar la función, Romelia con cualquier pretexto salía a la calle: el «orita vengo, voy a la tienda a comprar galletas», era de tardarse hasta dos horas para luego regresar alisándose los cabellos, eso sí con el paquete de galletas saladas y una lata de sardinas para la cena.
—¡Tardaste mucho!
—Ya ves cómo somos chismosas las viejas. La señora de la tienda me hizo plática y se me pasó la hora. Que qué bien bailas, dónde aprendiste a bailar, por qué no lo dejas por un hombre que tenga dinero y no te haga trabajar; por qué me resigno a tu tomadera, que esto y l’otro. Ya ves…
—¡Pinches viejas chismosas. Hazles caso, de seguro la putería te dará más dinero!
A Pascual le incomodaba que las ovaciones fueran sólo para su mujer y no para él. Los mareños le gritaran a la mujer «¡mamacita, mamacita… pelos!»
—¡Pensar que por ésta abandoné a mi mujer y a mis hijos! —se reclamaba con frecuencia. «No valió la pena. A aquella ni siquiera le silbaban y a ésta no solamente le dicen cosas delante de mí, sino hasta le ofrecen dinero por un rato en la cama.»
Diciembre le daba más tristeza que gusto, porque acercándose la navidad todo le viene a la memoria, en especial los recuerdos tristes.
Cuando vivía su papá las navidades eran especiales. La noche de cada 24 de diciembre el viejo encendía en punto de las 8 de la noche el Zenith de onda corta, para escuchar el sorteo de la Lotería Nacional; acercaba la oreja a la bocina para escuchar mejor a los «gritones», esperando a que el número que él había comprado le pegara al «gordo». Cinco años le jugó al 24944 y éste nunca sacó nada. Algún reintegro, sí, pero nunca un jugoso premio. Sin embargo, era parte del encanto de la navidad en casa.
—¡Este año vamos a dejar de ser cirqueros, vieja! —gritaba Pascualillo al encender el Zenith.
—¡Pinche suerte! —lamentaba el viejo cuando apagaba el Zenith—. ¡Por un número no le di, al próximo le llegamos!
Año tras año Pascualillo mantuvo la esperanza de verse millonario, pero siempre le reclamaba al billetero: «¡estás más salado que la bragueta de un marinero!»; la respuesta del billetero era la de costumbre: «pa’ la próxima, pa’ la próxima»
—¡Que me pase por pendejo! —pensó Pascual en voz alta, bajo el almendro.
La carpa ofrecía de lunes a viernes una sola función, a las 5 de la tarde, y los sábados y domingos a las 4 y a las 6. Todas a la luz del día, por la falta de alumbrado. Su costumbre era estacionarse ocho días en un pueblo y luego se iba a otro, cuando el aire le indicaba que era tiempo de emigrar. La gente ya no sale de sus casas después de las cinco de la tarde, cuando arrecia el vendaval.
—Si a los trailers los vuelca, cuantimás la carpa —dice la gente refiriéndose al aire huracanado de La Ventosa.
El viento se llevaba sus sueños y esperanzas.
Pensó que si dejaba abandonada la carpa no pasaría nada, pues peor no podía irle. La Ford lo llevaría a otros rumbos para empezar de nuevo, y los perros french podría venderlos a buen precio por estar amaestrados, o bien, quedarse con ellos para hacer más llevadera su soledad.
Sin Romelia era más fácil emprender nuevos caminos; tal vez buscar a María, su mujer, y a sus dos hijos para reconciliarse con ellos. También pensó treparse de polizonte a un vagón del ferrocarril, como lo hacen los centroamericanos para irse «al otro lado».
—Viéndolo bien no es tan mala idea estar allá por un buen rato y regresar forrado de dólares.
Pascual sabe que ésta puede ser su última temporada. La sentencia del poema que lee en el libro que lleva siempre en la bolsa del pantalón, le hace preguntarse cuál es el sentido de su vida y si vale la pena vivirla:
Hay un vacío de vida
que sólo se puede llenar
con la muerte.
—Estoy jodido, pero no acabado» —se dio ánimos.
La reflexión es por recordar que Romelia con frecuencia le echaba en cara para lacerarlo: «¡Estás acabado, estás en la miseria, no vales nada!»
«¡Pinche vieja, aparte de que la mantuve un tiempo, de que se paseó conmigo y hasta me puso los cuernos como quiso, me grita que estoy acabado.»
«A lo mejor quiere que le pongas un hastaquí a cabronazos»—recordó que le había aconsejado la dueña de la cantina donde la había conocido, cuando fue a verla un día para quejarse de ella.
—¿Un hastaquí? ¡Ni modos que la agarre a madrazos a cada rato! ¿Eso quiere la cabrona, que le rompa el hocico? —preguntó Pascual.
La madrota le reconvino:
—No conoces a las mujeres, somos muy cabronas. Hay quienes piden que las golpeen, para comprobar que las quieren. Hay también las que provocan al hombre, para medirlos. Si tú no les pones un alto desde el primer insulto o el primer grito, te agarran de bajada. Así somos todas, y más por estos rumbos. Para que me entiendas mejor: muchas pedimos a gritos una madriza.
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