El viento tomó fuerza y lo obligó a correr hacia la Ford para guarecerse. Eran las 5 de la tarde. ¡Ni una alma en la calle!
Los cayucos se bamboleaban violentamente con las olas del estero, y en las calles se levantaban tolvaneras que arrastraban todo a su paso. La rocola dejó de funcionar, y Pascual logró escuchar que uno de los parroquianos gritaba «¡vámonos, esto ya valió madres!» Los borrachos abordaron una picap haciéndose acompañar de Las Cruz y tomaron la carretera hacia el otro pueblo.
«De seguro la van a seguir en Cabeza de Toro o en Boca del Cielo, la cuestión es echarse a las viejas», pensó.
Esperó sentado frente al volante de la Ford a que el viento amainara, pero doña Rosa ya le había vaticinado que la cosa iba para largo; «¡ónde se va a calmar! Yo conozco los aires de mi tierra.»
—De seguro ni los pescadores van a salir hoy, —pensó— con este aironazo la pesca se esfuma.
—El tiempo ha cambiado mucho —reflexionó— El viento normalmente se hace sentir desde fines de diciembre, pero ahora se adelantó. Ni modo de cambiar la ruta, en otros pueblos ya habrán llegado los otros circos. ¿Y ‘ora? —se preguntó desesperado qué hacer.
Volteó a ver hacia la carpa; «¿cuál carpa?», se dijo. De los palos que sostenían las gradas, una sábana en hilachos golpeteaba la madera y el tronco donde acostumbraba a poner la bocina metálica estaba sobre el suelo.
El viento enfriaba conforme avanzaba la tarde; Pascual sintió la necesidad de tomar un trago de mezcal y se fue al tendajón donde era costumbre que a escondidas la dueña, una mareña gorda y chimuela, entrada en años, lo vendía en envases de refresco. En el tendajón un hombre platicaba con la dueña.
—Se está cumpliendo la cuarta profecía del Popol Vu, doña Lesbia —escuchó que el cliente le decía a la tendera.
—¡Pura pendejada, doctorcito! A ver, dígame qué es eso del popol ¿qué? —le dijo ella.
El doctor Francisco Ojeda, quien llegaba de Arriaga un día a la semana a dar consultas, disertaba sobre las profecías del libro de los mayas, recargado sobre el mostrador de madera.
El médico, de unos setentaytantos años, moreno tirando a negro, calvo y con mal aliento, acostumbraba a platicar con la dueña de la tienda cuando escaseaba la clientela en su consultorio, lo cual era muy frecuente porque en Paredón la gente se cura con tés de yerbas, aspirinas y trago.
—El Popol Vu —dijo el galeno— es un libro muy antiguo que escribieron los mayas hace muchos años. Ahí dice que el clima va a cambiar radicalmente en estos tiempos; hará frío en el trópico y calor donde acostumbra nevar.
—P’al frío, doctorcito, no hay como una buena carne enpiernada —acotó doña Lesbia con una risita burlona entre sus encías desdentadas.
—¿O no, artista? —preguntó la tendera dirigiéndose a Pascual.
Pascual también sonrió, como diciendo «tiene usted razón».
—¿Qué le doy, artista? —preguntó enseguida la mujer.
—Un cuarto de mezcal —respondió.
—¡Y una buena vieja de doña Rosa, para pasar la noche! —terció el galeno.
El viento levantó los pliegos de papel de estraza para envoltura que estaban en el mostrador y doña Lesbia pujó al agacharse para levantarlos.
—¡Pinche viento!—exclamó la tendera.
—Ya se chingó su carpa —completó el médico.
—Sí, pues… Creo que aquí acabó.
—Conocí a su padre, era mi paciente —le dijo Ojeda, tratando de cambiar de tema para tranquilizar a Pascual. «Era buen artista, pero el trago lo perdió; también las viejas del pijuyal de Arriaga. ¡Al viejo le encantaban las faldas!»
«Efectivamente», se respondió Pascual, asintiendo con la cabeza, al tiempo que recordaba: «Mi mamá me decía que él tenía una querida en cada pueblo; siempre las sacaba del burdel y se iba a vivir con ellas un tiempo. El problema fueron los hijos que dejó regados».
—Los cabrones machos no se quieren dar cuenta —interrumpió la vieja— que las mujeres les dan hijos para amarrarlos. ¡Son tan pendejos! ¿O no, doctorcito? ¿A poco no le pasa lo mismo a usté con sus tres queridas que le conocemos.
—¡Calla mujer! —exclamó el galeno.
—¡No se haga! Aquí tiene a Juana que todavía está tiernita, en Tonalá a la Chepa, que ya está corridita en años y le enjaretó dos hijos, y en Arriaga a la Lucha que, según sé, ya está otra vez panzona.
—¡Chismes, chismes, doña Lesbia!
—¡Qué chismes ni qué ocho cuartos! ¿A ver, a qué viene tanto a Paredón, si aquí se va en blanco con las consultas?
—La sopa de mariscos —respondió Ojeda con sonrisa maliciosa.
El polvo se levantaba en remolinos y entraba a las casas por todos los resquicios de puertas y ventanas. Algunas láminas de cartón habían caído al suelo; la ropa que habían puesto a secar en el patio de la casa de enfrente, se revolcaba en la calle.
—Yo le diagnostiqué a su papá la cirrosis que finalmente lo mató, le dijo el médico a Pascual. «Se lo advertí a tiempo y todavía le dije cómo iba a ser su muerte si seguía con la tomadera, pero fue como si le hubiera dicho que tomara más, porque le entró con más ganas al trago.
Pascual recordó el día en que su papá murió. Fue después de desayunar cuando le vino el vómito de sangre. Platicaban sobre el circo que ya empezaba a andar mal; como que Pascualillo ya presagiaba su desgracia.
—Yo no quería que terminaras en la carpa, vende el circo y dedícate a otra cosa, porque eso de andar de pueblo en pueblo tragando polvo, como tu madre y yo lo hicimos durante muchos años, es de la chingada; a veces ni para los frijoles sale. Además, cabrón, tienes que reconocer que no heredaste la sangre de payaso, le dijo esa mañana.
Estaban en su casa cuando el viejo empezó a sentirse mal; como ahí no había médico, se lo llevaron en la Ford a Tapana, pero ya no alcanzó a llegar con vida; entre convulsiones y la sangre que se le atragantaba y lo asfixiaba quedó inmóvil con la cara color de cera a medio camino.
No había opción, al menos por ese día el viento no lo dejaría trabajar; Ojeda y doña Lesbia le dijeron lo mismo que le advirtió doña Rosa: el mal tiempo no tenía para cuándo mejorar.
—Estos aires, amigo, son malos. ¡Dígamelo a mí que tengo 70 años de vivir en el méndigo pueblo! ¡Si no conoceré yo esto!… repuso el médico.
Ojeda se regodeaba diciendo que era uno de aquellos médicos —«ya muy pocos, por cierto»— que estudiaron en París, donde se títuló de «cirujano partero».
«No soy —siguió diciendo— como los doctorcitos de hoy que lo mandan al especialista de la nariz si tiene gripa, o de plano le recomiendan una operación para quitarle un dolor.
«La enfermedad se quita con un buen diagnóstico en el consultorio. Hoy si no lleva tres o cuatro estudios radiológicos, no lo atienden. Los doctorcitos de ahora lo hacen gastar, porque son socios de los laboratorios».
Ya eran las 6 de la tarde. De plano, dijo Pascual, este día ya está perdido, ¡ni modo de ponerme a gritar como loco invitando a la gente! Es más, ya no tengo el equipo de sonido»
Las bocinas Ranson las vendió a un comerciante, cuando se vio urgido de dinero. Ahora todo tenía que hacerlo «a puro pulmón» A veces, cuando la temporada era buena, alquilaba un carro de perifoneo y en él recorría el pueblo anunciando la llegada del circo.
Pascual le dio un sorbo largo al mezcal, se despidió de doña Lesbia y del médico Ojeda y corrió hacia la camioneta para protegerse de la tolvanera. Se sentó frente al volante, junto a los french que movieron la cola saludándolo.
—Esta vaina se jodió. Ahora sí que, como decía «El Meño», cuando ya no quería borrachos en su cantina «¡A chingar a su madre!», gritó al tiempo que encendía el motor de la Ford, que, como milagro, respondió al primer intento.
Con decisión enfiló hacia la carretera, sin siquiera voltear a ver hacia la carpa. Su primera escala seguramente sería una cantina de Tonalá, después quién sabe. No tuvo remordimiento al abandonar la plaza, los pocos palos de la carpa podrían servir como leña, o para amarrar cayucos en la playa.
Pensó: Eso, como dicen los mareños, ya era bronca de otros…
Meses después, gente del pueblo, chismeó Quintín, aseguró haberlo visto allá por el rumbo de La Merced en la Ciudad de México, tirado de borracho sobre la banqueta. Pocos creyeron esta versión porque venía de Quintín, quien para el chisme se pinta solo, reconoció la misma doña Rosa al explicar que en el pueblo todos son especialistas en inventar historias, como buenos pescadores.
A lo mejor se metió de merolico, o de plano, como quería, se fue a los Estados Unidos, recordó el médico Ojeda una tarde en la que doña Lesbia y sus sobrinas platicaban con él en el tendajón. Doña Lesbia pronosticó al médico cuando vio partir a Pascual, que al rato, en meses más o meses menos, volvería por estos rumbos con otra cantinera.
«Las macetas no pasan del corredor, doctorcito»…
Si la Lesbia hubiera apostado con el médico que Pascual regresaría, habría perdido de todas, todas, comentó con ironía doña Rosa, para rematar que la tendera se había equivocado totalmente.
Seis meses después, Melquiades, un agente viajero que vendía telas estampadas de colores chillantes que traía de México, se encargó de develar el misterio.
—Si me regala una botella de aguardiente de Zacualpan, de ése que tiene usted guardado para sus amigos especiales, le doy una noticia doña Lesbia, sentenció Melquíades.
La vieja arrugó la frente. «No le doy una botella, pero sí un cuartito…siempre y cuando la noticia valga la pena, porque si no la vale, se la cobro doble», respondió doña Lesbia.
Melquiades sacó de la maleta un periódico doblado en cuatro partes y lo puso sobre el mostrador.
—Éste es un periódico de México y vea la fecha; es de hace dos meses.
—¡Si será usté burro don Melquíades, ¿no ve que yo no sé ler?
¡Virginia!, gritó doña Lesbia, llamando a su nieta. «Vení, leéme este periódico!»
La jovencita tomó el periódico y leyó la parte que el dedo de Melquíades le señalaba.
«Matan a payaso malabarista», decía el encabezado.
—¡A chingao!, exclamó la tendera.
De dos certeras puñaladas, la mesera de un antro de mala muerte ubicado en el corazón del barrio de Tepito, asesinó esta madrugada a su amasio, cansada de las golpizas que a diario le propinaba el sujeto.
Romelia Martínez confesó a la policía que la detuvo horas después en el mismo lugar de los hechos, la cantina denominada «El Disco Pirata», que apuñaló a Pascual González, después de que éste la emprendió a golpes contra ella, cegado por los celos que le produjo el verla departir con un cliente.
«El puñal me lo prestó una compañera para darle un susto a Pascual y [que] dejara de pegarme, pero preferí matarlo. Una puñalada se la di en la espalda y otra en el cuello, mientras dormía. Ya me tenía harta, pues no sólo me quitaba el dinero, sino que me golpeaba cada vez que se le pasaban las copas.»
La homicida, que no se ve arrepentida de su crimen, narró que ella y su amasio se reencontraron hace poco. Él se dedicaba a hacer malabares en las esquinas, vestido de payaso, y utilizaba el dinero que recolectaba entre los automovilistas para alimentar su vicio del alcoholismo.
«Romelia será consignada a la Cárcel de Mujeres, en tanto que el cadáver de Pascual será enviado a la fosa común, porque no hay familiares que lo reclamen.»
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* Armando Rojas Arévalo es un periodista mexicano, con 45 años de experiencia profesional en el género de columna política, especialista en investigación periodística.
Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNAM, imparte en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Casa de Estudios las asignaturas de Géneros de Opinión, Metodología de la Investigación y Oficinas de Prensa, así como talleres de redacción periodística.
Es Premio Nacional de Periodismo en el Género del Reportaje. Autor del poemario «Para leerse en la oscuridad», y coautor de varios libros, entre ellos «Antología de cuentos del Rayo Macoy».
Admira a Gabriel García Márquez, pero la obra que en su juventud le empujó a dedicarse a recorrer el mundo para contar historias fue «La Vorágine», de José Eustasio Rivera. Vibra leyendo y releyendo los versos de Porfirio Barba Jacob.