DE VIAJE POR EL PÉRIGORD
Por Antonio Hermosa Andujar*
ENTRE LA NATURALEZA Y LA HISTORIA
Célebre por su geografía, su historia y su gastronomía, el Périgord bien podría ser un señuelo del paraíso; y para un creyente, máxime si ha leído previamente algún folleto turístico francés de la zona antes de visitarla, hasta el lugar del mismísimo Paraíso en persona. ¡Lástima para dicho creyente —que, en esto, como en tantas otras cosas, constituye el anillo perdido de la evolución— que acabará topándose con algún igual que habrá leído otro folleto turístico de otra zona que, claro, también era el paraíso y estaba también en Francia!
Por lo cual, si no se matan antes a paraisazo limpio tratando de imponer el de cada uno como el verdadero, habrán de concluir que toda Francia es el Paraíso, un Paraíso único, o bien que está constituido por toda una sucesión de paraísos locales: ¡palabrita de folleto turístico francés! Por lo demás, quién sabe si la cosa no acaba aún mejor de lo pensado, y si tanta divinidad junta no sonsaca en la mente de quienes la perciben alguna sombra de paradisíaco escepticismo; después de todo, no muy lejos de allí nació el gran Montaigne, que lo cultivó con esmero, devolvió su antigua música a sonidos vacíos, renovó ideas clásicas en palabras por tanto tiempo gastadas, cambiando para bien, y mucho, el futuro del pensamiento moderno.
Lo cierto es, empero, que el Périgord es una maravillosa colección de paisajes variopintos y armoniosamente conjuntados, en el que la geometría cortesana francesa, la pasión inglesa por domesticar la naturaleza y el ímpetu juvenil de quien no tolera intromisión alguna sobre la anarquía de las formas según crecen, surten de parajes colinosos, de valles ajardinados, de bosques espesos y en apariencia impenetrables, los ojos soñadores del fatigado viajero que, absorto, los admira, y cuya ardiente belleza reintroduce gotas de un añejo romanticismo ya desconocido en su alma.
Paisajes que con su variedad de colores y la precisión de sus detalles parecen posar para la paleta del pintor que, insisto, es en esta ocasión todo turista, paisajes recorridos por ríos pensativos que durante gran parte de su curso se han olvidado adrede del «mar, que es el morir», como señalara Jorge Manrique, prefiere entretenerse arreglando, retocando, perfeccionando fachadas de los lugares por donde pasa, y que discurren a veces bajo puentes que tienen todo el tiempo del mundo para cultivar su narcisismo mirándose y remirándose en sus aguas, recreándose con placer en las diversas variedades que el color cambiante de las mismas o sus propias sombras al compás del tiempo introducen en ellos.
Por todo ese jardín de las Gracias brotan innumerables castillos, protagonistas absolutos de largos periodos de la historia francesa, pertenecientes a diferentes épocas, a diversos estilos y a señores con desigual poder; alguno de ellos además, como el de Commarque, emplazados sobre grutas prehistóricas, bordeando un acantilado de viviendas trogloditas y enseñoreándose con orgullo sobre el resto del poblado medieval sometido a su poder. En un radio mínimo es, pues, posible moverse sobre 15.000 años de historia, pero a poco que ampliemos el pañuelo de la extensión por recorrer daremos con nuevos castillos, con grutas semejantes a museos en la que el escultor único de una infinidad de obras es la naturaleza y con otras en las que el hombre ha rivalizado en prodigios con ella.
Castillos que demuestran de un lado, con su restauración, hasta qué punto a los franceses les interesa la historia, en especial la suya (aunque como a veces el hábito sí hace al monje, quizá sean por ello, los extranjeros más interesados en las historias nacionales de los lugares que visitan); y por otro, ya que, franceses y todo, no dejan de ser turistas (y, de lejos, los más numerosos de la zona), hasta qué punto de la historia interesa a la historieta. Es verdad que, incluso en este último caso, también habría que ver cuánto interesaría la historia si ésta no fuera tan rentable económicamente.
Por todo ello tampoco está de más aquí dudar sobre las bondades de dicha brujita buena. Uno, por ejemplo, por deformación profesional no quiere renunciar a la visita al castillo donde nació François Fénelon, el futuro preceptor del Duque de Borgoña, nieto del todopoderoso Luis XIV, quien le premiaría con el arzobispado de Cambrai (1695) por su buena obra; y eso que ya le había escrito un año antes su famosa carta denunciando la megalomanía de un monarca capaz de vender el bienestar de todo un reino con tal de ganar la gloria (algunos párrafos de la misma se han vuelto célebres, al punto de hacer pensar de que la reacción de Luis XIV fue una jugada política maestra, pues sustituyendo el cadalso por la vanidad demostró que es más seguro cortar una cabeza mediante un ascenso que dando las órdenes pertinentes al verdugo).
Hay así mismo, pienso, razones estéticas para no renunciar a su visita, y las hay también naturales, que sorprenden al viajero al llegar, como el magnífico hayedo, las inimaginables secuoyas y el majestuoso cedro del Líbano, tres monumentos naturales alineados casi uno junto a los otros.
Pero luego viene la visita como tal. Y entonces pasan dos cosas: primero, y según aludí antes, uno aprende detalles dignos de revistas científicas como el Hola y cosas así, pero prácticamente nada —o a mí se me pasó por entero— de las ideas con las que el pedagogo Fénelon quiso enseñar al alumno a aprender mediante la observación y el goce frente a la memorización, y el preceptor Fénelon quiso hacer del futuro rey algo que empezaba a parecerse a un ciudadano (su monarquía, en efecto, despreciaba el poder tiránico, se basaba en un equilibrio temperado de poderes y se apuntalaba con la fraternidad universal de los pueblos, lo que erradicaría la guerra como instrumento político exterior). Y, después, que de no ser por los nombres diferentes que va encontrando en cada castillo visitado parecería que siempre se recorre el mismo. Y todo ello al tiempo que uno, tras cada recorrido, no deja de admirarse por el contraste entre lo grandes que son por fuera y lo pequeños que acaban siendo dentro.
En el interior de ese mundo de castillos llenos de interminables escaleras que te elevan hasta casi dos palmos del cielo, hay al menos un lugar que, en cambio, te lleva hacia abajo, hacia los huecos de la tierra, aunque sea tan sólo a unos metros de profundidad, pero que vale más que cualquiera de sus antagonistas constructivos por separado y que muchos de ellos juntos: Lascaux, Lascaux II, para ser exactos, porque, al igual que en Altamira, la cueva original se halla cerrada al público, y ha sido reproducida con exactitud casi total, según se nos asegura, al objeto de preservar las excepcionales manifestaciones de sensibilidad y destreza de que hicieron gala nuestros próximos antepasados, hace apenas 20.000 años.
Quien conozca Altamira experimentará sin duda una sensación de déjà–vu de las más hermosas y profundas que un ser humano pueda permitirse en materia estética. La capacidad, inmensa, de observación para adecuar los relieves de la gruta a las formas que se desea representar; la pulcritud técnica desplegada en cada figura pintada, muchas de ellas en movimiento; el sorprendente naturalismo del estilo, que hace reconocible a todo bicho viviente plasmado sobre el irregular lienzo de la roca; el rastro de sensibilidad, de espíritu, que cada animal va dejando a su paso del ser humano, que se prefiere observador de la escena en vez de actor de la misma. Casi parece imposible que tan alto grado de perfeccionamiento haya podido, con el desarrollo de las diferentes civilizaciones, culminar en tantas y tan continuas formas de barbarie como las que puntualmente han ido marcando la historia de la humanidad en cada una de sus fases.
Ah, y también está la gastronomía, la probable joya de la corona perigurdina, al decir de los enterados y de quienes la venden, claro. El Périgord es la famosa república de la oie, esto es, de la oca, cuyo producto estrella es el Foie, que como es bien sabido no es la Foca, sino simplemente lo que es. Si usted oye a un francés hablar de semejante reina de las Delikatessen, y por un momento se le ocurre pensar que en el mercado van por fuerza de la mano el precio del producto y su calidad, ya sabrá a partir de ahí en qué consistían el néctar y la ambrosía de los que tiempo atrás, cuando la religión era civilizada, o por lo menos había cierto humor en ella, se nutrían los dioses. El caso es que por una bola de grasa, que, cierto, puede llegar a ser sabrosísima aunque no deje de ser grasa, usted puede quedarse sin cuenta en el banco, si decide regalársela a quien aprecie (y más aún si la regala a quien desprecie, pues aquí el número suele aumentar).
Además de la oca, en la cocina del Périgord abunda otro alimento estelar, casi el rival natural de aquél: el canard o «pato» (y, se supone, también la «pata»). Así, no entrará usted en ningún restaurante, aun de poca monta, en el que no encuentre las consabidas recetas: confit de canard, magret de canard, no sé qué de canard, el canard al canard, el confit de canard al magret, el magret de confit al canard, y otros mil diversísimos platos de grasa variada que, sin duda, salvo por el precio, harán las delicias de los comensales.
En fin, y ya sé que afirmo una herejía culinaria, estoy convencido de que debe haber alguna cocina peor en el mundo —y no sean mal pensados y piensen en la inglesa: estoy hablando de cocina— pero difícilmente uno probará mayor ternura culinaria que observando el celo que pone la cocina francesa para, con la máxima sofisticación posible, deleitarnos con sus diversas especies de grasas. Una semana saboreando sin cesar los productos de la vario–sabrosísima cocina perigurdina, y el viajero que llega a comer con un hambre de toro después de haber recorrido sus maravillas geográfico–históricas, vuelve a casa convertido en una auténtica vaca. Eso sí, su colesterol, al menos él, será el más feliz del mundo.
Así pues, el Périgord, en cuanto paraíso, queda mejor como tarjeta postal que en la realidad, y en ello no se diferencia gran cosa de la mayor parte de los lugares en los que el viajero es un simple turista. Es el simple deseo de vencer rutinas y coleccionar recuerdos, y no el anhelo profundo de cambiar algo por dentro, lo que nos lleva a viajar, y con esa motivación de fondo garantizamos tanto la adulteración de las cosas como la felicidad que nos produce el ser engañados. En realidad, viajamos como vivimos, pese a que viajamos para huir temporalmente de cómo vivimos. Pero viajamos con lo que somos, y eso es lo que no sabemos dejar atrás en ninguno de nuestros viajes; por ello no cabe extrañarse de que volvamos con lo que nos llevamos puesto, aunque con algún otro adorno más para el pequeño museo familiar en el que hemos convertido nuestras casas.
ETIENNE DE LA BOËTIE
¡Otra vez la deformación profesional! Porque lo que más me ha gustado del viaje, más allá de paisajes y castillos, de grutas y bastidas, y muy por encima de todos los sabores de Francia, ha sido el reencuentro con Etienne de la Boëtie, a quien no veía desde hace más de treinta años, luego de la primera lectura de su imponente Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Y treinta años después, con mucho más sosiego en las venas y muchas más dudas en la mente, su relectura renueva pasadas emociones y eleva el alma hasta las cimas señeras del espíritu. Escrito a los dieciocho años, aunque muchos niegan el dato dada la madurez de que hace gala el intelecto del autor, o incluso a los diecisiete, como defiende su amigo íntimo Montaigne, el discurso pertenece —en una Francia secularmente llena de talento, y con nombres tan grandes como Descartes, Molière, Voltaire, Montesquieu, d’Holbach o el propio Montaigne entre muchísimos otros— al segundo, tras Rabelais, de los cuatro genios que, en orden temporal, ha producido la historia humanista de Francia (sobre el pensamiento estrictamente científico mi ignorancia me obliga a mantener la boca sellada), y anterior a Racine y Tocqueville. Ésa es, al menos, mi opinión.
Deambulando por las callejuelas del casco viejo de la antigua ciudad libre de Sarlat, uno no tarda en toparse con la bella mansión que poco a poco había ido convirtiéndose en el símbolo del poder social de una familia de mercaderes, y en la que el 1 de noviembre de 1530 nacería nuestro protagonista, en el seno de una familia que, con su padre, había empezado ya a aristocratizarse, al desposar a la hija de un noble cortesano. En los treinta y tres años que separan dicha fecha de su muerte, Etienne de la Boëtie acabaría siendo la encarnación del futuro lema con el que Kant resumiría la Ilustración, sapere aude, en cuyo origen no sería en exceso atrevido situar precisamente al ciudadano de Sarlat; y también el punto más lejano al que en su época se podía llegar siendo tal encarnación. ¿Qué nos dice pues su Discurso?
El texto tiene otro nombre: Contr’un, es decir, Contra Uno. ¿Y quién es ese Uno contra el que se debe ir? En tiempos en los que la monarquía se volvía cada vez más poderosa en Francia absorbiendo y centralizando gran parte del poder político repartido por la sociedad, es precisamente el Rey ese Uno: el Rey es el Tirano contra el que todo pueblo debe levantarse. La naturaleza, al dotarnos de derechos, sólo nos prescribe obediencia a nuestros mayores, que no es sino el amor a los mismos, y la sumisión a la razón: y sólo a ella. Así encontraremos el camino de la virtud, esto es, de la generosidad para con los necesitados, incluso a costa de un cierto sacrificio personal, y de la gratitud con respecto a nuestros bienhechores; y así encontraremos el genuino tesoro de nuestra vida en tanto seres libres: «los deberes respectivos de la amistad». Ninguna otra servidumbre, forzada o voluntaria, es aceptable. Y menos que ninguna la que alegremente se pone al servicio de «UNO SOLO». Es ésta la voz original cuyos ecos escucharemos siglos después en Rousseau en su radical crítica del Ancien Règime.
Imagine el lector que vive en un país donde surge «uno de esos hombres raros» que sólo les ha deparado beneficios: previsión para mantenerles en una situación de bienestar, audacia en su defensa, prudencia para gobernarlos (casi cae uno en la tentación de pensar en alguien en grado de defendernos de los banqueros y de sus hámsters políticos, uno de esos hombrecillos–títere que nos hunden en el abismo y nos siguen gobernando después, y cuya veleta–voluntad, por mucho que gire, acaba siempre en la misma jaulita en la que los famosos mercados la manipulan casi a placer). ¿Qué haría? Ya sé que la tentación de restaurar el auto de fe con gente así es grande, pero qué haría mi gentil lector, ¿le otorgaría de inmediato su poder a fin de librarnos de manera sempiterna de gente así?
Desde luego, argumentos no le faltarían, y posibilidad de justificarlos aún menos. ¿Pero pensaría en las posibles consecuencias de semejante reducción de su condición humana, de esa disminución de su persona por ceder su poder, de esa solución mediante terceros de problemas propios, en suma: de esa reducción de la política a obediencia? La Boëtie sí lo pensó, al punto que su respuesta es tan gallarda como ejemplar y conmovedora: «si se habitúan a obedecerle de modo imperceptible; si aun se le entregan al punto de acordarle una cierta supremacía, no sabría decir si no sería actuar con sabiduría el quitarle de allí donde puede hacer bien para situarle donde podría hacer mal». Palabras devastadoras contra la tiranía, contra el poder de uno solo, que cuadran a la perfección con las iniciales del discurso, en las que apunta a una voluntad incontrolada como el peor peligro para la convivencia.
Con las siguientes, en las que deduce que alinear a la monarquía entre las formas de gobierno no hay que tomarlo siquiera en consideración; y que concluyen en este portentoso alegato contra el ejercicio del poder de Uno Solo incluso si le respalda un buen motivo, que profundizan la crítica de Polibio al basiléus aristotélico, ya que significan la deshumanización del ser humano: la renuncia a ser el señor de su destino.
No hay que esperar a tres buenos amos consecutivos, como pensaba Diderot, para que el pueblo se transmute en un rebaño eclesial, esto es, de ganado: una sola experiencia llegaría a bastar en ciertas condiciones para semejante mutación en el orden natural.
Y si ni siquiera un amo así es aceptable, ¿qué decir de todos aquéllos, que sólo son todos, que cambian el bienestar de su pueblo por su grandeur propia, que pisan su cabeza para caminar ellos cómodos, que cortejan la riqueza a costa de su ruina, que de un campesino sacan un soldado merced a ese culto necrófilo que les lleva a adorar la muerte en cuanto medio para su gloria, pero a quienes su cobardía personal les mantiene lejos del combate? Todos ellos son sólo uno, un único individuo con dos pies y dos manos; no sobresalen en inteligencia respecto de los demás y a menudo son el más cobarde: ¿por qué entonces su voz es la única que se oye, su deseo el único que se realiza? Es lo que La Boëtie no entiende, lo que le hace enloquecer conceptualmente, y para lo que busca explicación, lo cual es al tiempo la búsqueda del remedio contra una situación semejante.
Para ella, no hay palabra en el idioma. Que Uno Solo mande sobre todos y destruya sus bienes y sus vidas según su capricho no se explica por «la falta de ánimo», ni por «la falta de valentía», y ni siquiera por «cobardía». Lo inconcebible, lo innombrable de un hecho tal es que se deba a la «servidumbre voluntaria». Y para llegar ahí ha de recorrerse un largo camino; un pueblo no deja de amar su objeto más sagrado, la libertad, ni los restantes dones de la naturaleza, porque sí, sino porque se le «constriñe» o se le «engaña», y a partir de ahí empieza, al tiempo que se embrutece, a cambiar por placer la libertad por el yugo. Y, aun así, tienen que suceder más cosas: primero, que el pueblo se envilezca, y esa es la obra de todo tirano, cualquiera que sea su forma de acceso al poder, pues las tres acaban hermanándose en un ejercicio idéntico del mismo.
Ya Maquiavelo nos había enseñado que el poder daba poder, y de Hamilton aprenderíamos un siglo después que el tiempo es uno de los factores del poder; La Boëtie, al mostrarnos la paulatina —aunque reversible— degradación de la humanidad de los siervos de Uno, torna a mostrarnos los efectos del paso del tiempo sobre la sociedad, en este caso en una tiranía. Ese paso del tiempo se llama «habitude»; es el efecto servil que la educación del tirano va surtiendo sobre la convivencia, y su producto final consiste en la conversión sin más de la servidumbre en esclavitud, estadio final de la degradación de la Humanidad en la que ésta ya sólo preserva su aspecto en relación con su configuración originaria.
A pesar de todo esto, La Boëtie considera que es posible el retorno a la naturaleza, al mundo plenamente humano de la libertad, la virtud, la fraternidad. Y para ello ni siquiera se precisa el abuso de la libertad, es decir, su conversión en ideología o su instrumentación violenta contra quien ejerce el poder contra sus legítimos propietarios; a la renuncia que un día hicieron puede seguir otro en el que se reclame la donación, para lo que basta determinación: «mostraos pues resueltos a no servir y seréis libres», les dice a todos los hombres. O, con otras palabras, abandonad las dulzuras de la esclavitud, el vicio de la obediencia, abandonad sobre todo el miedo que os atenaza y os insta a la división entre vosotros y el tirano no será sino un perro que huye con el rabo entre las patas.
Leído desde hoy, ese Discurso–apología de la libertad no deja de quedarse corto a causa de las numerosas conexiones indebidas presentes en él, como las establecidas entre naturaleza y humanidad —y en su interior con la libertad y la amistad—, o entre la libertad y la virtud, la maldad y el vicio, etc.; de la incomprensión de los mecanismos de funcionamiento de la tiranía; del poder casi natural del interés sobre la libertad; o, más simplemente, de las perversidades a que puede dar lugar la defensa a ultranza de la igualdad, entre ellas la extinción violenta del pluralismo. Pero analizado en la época en que nació, el Discurso es una revolución teórica, escrito en ese francés viril, como le llamaba Tocqueville y que éste tanto echaba de menos en su época —¡qué no hubiera dicho en la nuestra después de ver un telediario en cualquier cadena de televisión francesa!—, que llamaba al pan, pan, y al vino, vino, y que se alza poniendo el dedo en la llaga contra las injusticias estructurales que la organización post–feudal del poder introduce en el orden social.
Por lo demás, su advertencia contra los peligros de una voluntad pública sin control o la incompatibilidad entre libertad y miedo, que privan al sujeto de ser el destino de su razón, continúan preservando todo el poder de seducción original y a su autor en el olimpo a partir del cual la democracia forjaría entre los hombres los cimientos de su leyenda.
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* Antonio Hermosa Andújar es profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla (España). Es autor de varios libros y numerosos artículos sobre historia de las ideas políticas, y traductor de diversos clásicos, como Maquiavelo, Giannotti, Hobbes, Diderot, Rousseau, Tocqueville, Marx, Herzl, etc. Asimismo, es Director de «Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades» (www.institucional.us.es/araucaria) y miembro del consejo de redacción de diversas revistas europeas y americanas.