Periodismo Cronopio

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Balcon

DESDE EL BALCÓN DEL SEGUNDO PISO

Por Sean Martin Cranley*

Desde el balcón del segundo piso en pleno centro de Medellín, fisgoneo la calle que se extiende abajo. Percibo un mundo complicado e intento vislumbrar las múltiples caras de este fragmento de realidad. El café negro en mis manos echa un humo largo que se esparce por el aire. El encierro del balcón me hace sentir seguro por estar aislado del mundo inestable de la calle. Las patas de gallo que enmarcan mis ojos se resaltan aún más mientras me sumerjo en el mundo que corre bajo mis pies.

Es una calle mocha en la que pese a las limitaciones explícitas de ser una sola vía, los carros viajan en doble dirección. Sobre el andén, en frente del balcón, distingo al señor indigente aflojándose la correa, cambiándose de pantalones a plena luz de día, en plena cuadra, a plena vista, en pleno centro de la ciudad. Este morocho de pelo corto y crespo, se quita la cachucha que apenas cuelga en la nuca. Unos raídos trapos caen de su cuerpo entre musculoso y demacrado. Mira hacia arriba frunciendo la frente mientras el sol intenso del verano tropical oscurece aún más su piel curtida de calle. La mugre que forma costras sobre su piel, demuestra que este habitante de la calle mocha solo acostumbra a bañarse bajo los rayos del sol. Antes de desvestirse y vulnerar más su maltrecho cuerpo, asegura que el costal blanco, la pala de albañil y la escoba de palo corto sigan a su lado.

A su derecha se impone una pared, fruto de un estilo de construcción de otra época, de la que sobresalen decenas de clavos que funcionan como una advertencia, apenas perceptible a la mirada, para que nadie se atreva siquiera a apoyarse en ella. Símbolo de exclusión espacial que continúa a lo largo del tiempo, evidencia el rechazo de seres como el señor habitante de la calle, los cuales buscan esconderse de los peligros de la noche cuando los vence el sueño.

Su rostro agotado revela el cansancio de unos ojos que permanecen vigilantes en las noches del peligro que le rodean en la calle. En las penumbras de las calles desoladas, debe evadir los paramilitares «desmovilizados» que se comunican por radio para realizar su llamada «limpieza social». En esta ciudad, el otro nos vigila, vigilamos el otro, nos auto–vigilamos.

A sus espaldas se encuentra un grafiti que garabatea: Comuna 8. Desde los barrios altos de esta comuna, con frecuencia retumban las ondas sonoras de los tiroteos, sacudiendo las otras caras de esta ciudad montañosa. Entre los picos que demarcan la 8, se desatan enfrentamientos armados entre múltiples organizaciones narco–paramilitares que buscan controlar las zonas periféricas de la ciudad, puerta de entrada y salida del comercio ilegal de armas y drogas.
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Camionetas de la Policía Militar aceleran al subir la cuesta para internarse en el laberinto de los asentamientos que apenas cuelgan de la montaña. Casas comparten paredes, se amontonan, se apoyan una encima de la otra. Y sus habitantes se ven sometidos a la intimidación de la recrudecida guerra urbana. Suele suceder que durante emboscadas nocturnas y tiroteos diurnos, las familias se esconden debajo de las camas. La población reza a todos los santos para que ninguna bala atraviese su choza de madera o bloque de arcilla. No hay hora, ni rincón protegido. En estos barrios altos, de las laderas de Medellín, la confrontación se agudiza y el horror se vuelve cotidiano.

Pequeñas barras bravas de preadolescentes patrullan la ladera laberíntica con fierros en sus manos, aterrorizando una población que se caracteriza por haberse desplazado a la urbe tras abandonar el campo por otras disputas armadas. Entre la bulla del centro de la ciudad y el candeleo que enciende las faldas de la ocho, el sonido de silencio e impotencia se naturaliza en el resto de la ciudad. Y así pasa de mirada en mirada, dificultando el hablar, entorpeciendo el actuar.

El eco de los tiroteos de los altos barrios de la Comuna 8 suelen armonizarse con los boleros, rancheras, zambas y otra música de lamento que se arrastra de la charcutería de aquella calle mocha que observo desde mi protegido balcón.

Tras vestirse de nuevo, el señor indigente se endereza para analizar el movimiento de la calle. El sol se merma un poquito. Saca la colilla de un porro, lo enciende… camina en medio de la calle, a contravía, cargando el costal blanco a un lado de la cabeza y empuñando sus herramientas de trabajo para sobrevivir en el submundo de esta ciudad tropical.

Sus pies se detienen al final de la cuadra, en el mismo sitio donde por poco fue apuñalado seis meses atrás. De repente su mirada se queda estática ante la Universidad María Cano. Esta institución lleva el nombre de aquella mujer revolucionaria y activista paisa, que luchó por el derecho de los trabajadores a inicios del siglo XX en Colombia. El 8-8-8 fue su lema para que todo trabajador, profesional o no calificado, pudiera «trabajar para vivir, no vivir para trabajar». En este esquema, se contemplaba 8 horas de trabajo, 8 horas de reposo y 8 horas para el ocio con la familia o uno mismo. Los seis aros que se entrelazan en el lema, dibujan en el aire la esencia de la Calidad de Vida. Esta diminuta mujer sin maquillaje, que lucía cabellos castaños y alborotados, desafió las normas culturales y afrontó las grandes instituciones explotadores de origen tanto extranjero como nacional. La «berraca» se dedicaba a educar a los trabajadores en sus derechos, formando gente pensante que sabría defender su dignidad.

Paradójicamente, en esta institución que lleva el nombre de María Cano, hoy día, estudia una madre que sueña con superar sus precarias condiciones sociales y conseguir un mejor nivel de vida para ella y su hijo de ocho años. Sin embargo, se ve obligada a trabajar todos los días de la semana, incluyendo los domingos. Por miedo de perder su trabajo no cuestiona nunca a su jefe. Una atrofia instantánea la paraliza cuando piensa en el desempleo, las panzas vacías y las preguntas sin respuestas. Aquellas que terminan en prolongados silencios que ponen en jaque los lazos afectivos con su hijo. No tiene los ingresos suficientes y los recibos vencidos todavía pesan en su mano.

Muchos profesionales en Colombia padecen diversas situaciones de iniquidad, o de no poder hallar un trabajo que les remunere dignamente. María Cano, la heroína paisa, se indignaría por el abuso laboral que hoy acosa a millones de trabajadores colombianos.
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El indigente vacila un poco, indeciso de adónde virar. Al final coge a la derecha, perdiéndose de vista y caminando por la misma acera de la organización sindical ADIDA (Asociación de Institutores de Antioquia). A la salida de este lugar, en 1987, Carlos Castaño y sus paramilitares asesinaron al profesor Héctor Abad Gómez, quien era un intelectual comprometido, médico, humanista y defensor de las poblaciones más desamparadas de Medellín y Antioquia. Nunca se callaba frente a la violencia sistemática, para defender la vida digna de las víctimas de la periferia del sistema económico y social. Por eso se solidarizó y entregó su confianza a personas que no hacían parte de su núcleo íntimo de familiares y amigos.

Héctor Abad creía que el fin último de la universidad pública era el de mejorar la calidad de vida de la población en general, sin importar su condición socioeconómica. Logró fomentar e implementar un sistema de salud preventiva para el bienestar de todos los antioqueños, sobre todo de los campesinos desplazados que tuvieron que abandonar su hogar y poblar las laderas de Medellín. Desde su condición social privilegiada intentó ejercer influencia sobre las circunstancias deplorables, denunciando la alianza entre el Ejército Colombiano y los grupos paramilitares. En últimas, fue esa misma alianza la que lo acusó y condenó como enemigo mortal —callándole sin silenciadores—.

Este cofundador del Comité Permanente por los Derechos Humanos fue asesinado apenas dos semanas después de la histórica Marcha de Silencio que partió del campus universitario hacia el centro de la ciudad. En el camino iba congregando miles de hombres y mujeres que reclamaron por la vida y la libertad de los desaparecidos en Colombia. En aras de promover la defensa de los Derechos Humanos, se convirtió en enemigo del aparato de represión política.

Con su asesinato cerraron una boca para siempre, afectando a toda la gente en su entorno y causando repercusiones, tal como las ondas producidas por una piedra que perturba la placidez del charco. Los espectáculos de violencia pretenden agachar la cabeza de una población entera, infundiendo la incertidumbre que perdura en el tiempo, entablando relaciones de silencio y temor, aceptando la deshumanización del Otro. No es fácil resistir a las distintas formas de violencia, pero siempre habrá personas que luchan por la vida.

Desde la seguridad del balcón del segundo piso observo este fragmento de realidad. Estoy alejado de la calle, el muro alcanza a taparme hasta el ombligo —apartado—. Podría permanecer en el palco como espectador inerte de este entorno mórbido o podría dar cara a esta realidad; mirando la gente a los ojos, reconociendo su historia, valorando sus saberes y aportando, con todo corazón, desde mis palabras y acciones. Tomo un sorbo de tinto cargado, me pongo los zapatos y cojo la calle.
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* Sean Martin Cranley actualmente vive en Nueva York y estudia un posgrado en Antropología Sociocultural en Columbia University. Proviene de California en frontera con México. Es licenciado de la Universidad de California, Berkeley. Vivió por dos años en el Ecuador y luego se radicó por cuatro años en Colombia. En Bogotá fue director de la revista Palabra Net: la opinión alternativa, hizo parte de Pacifistas Sin Fronteras y trabajó en comedores comunitarios con población vulnerable. Después se vinculó a la organización de Fellowship of Reconciliation, trasladándose a vivir al Urabá antioqueño para desempeñarse como acompañante internacional en la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. Lugar en el que se permaneció aproximadamente trece meses. Antes de regresar a los Estados Unidos, vivió por siete meses en Medellín, ciudad en donde se vinculó a diversos procesos comunitarios y educativos.

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