Periodismo Cronopio

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Fiesta Negra

 

LA FIESTA NEGRA —Primera entrega—

Por Rafael F. Narváez*

Click aquí para leer: LA FIESTA NEGRA —Segunda entrega—

Click aquí para leer: LA FIESTA NEGRA —Tercera entrega—

«Algunos piensan; yo prefiero bailar»
(Nietzsche)

Hace mas o menos diez años hice un estudio etnográfico en Nueva York, sobre el uso de drogas y su relación con la sexualidad y la transmisión del virus de inmunodeficiencia humana. Hice tres años de trabajo de campo en Manhattan, como investigador de la universidad de Harvard, en bares, discotecas, y clubes sexuales, sobre todo en bares y discotecas gay. La nota de campo que sigue describe uno de esos eventos: The Black Party, La Fiesta Negra. Vale la pena dar una mirada. Esta nota describe las actividades, sobre todo sexuales, de una subespecie de Cronopios: Cronopios, la mayoría neoyorkinos, conectados al underground gay. El lector, a propósito, está advertido: estas notas de campo, estos tipos de descripciones etnográficas se parecen a la pornografía y pueden herir sensiblerías y parroquianismos machistas. Esta es la primera de tres entregas.

LA FIESTA NEGRA

Marzo. Cuatro de la mañana. Las calles de Times Square en Manhattan están vacías, salvo por uno que otro taxi amarillo. Dejando atrás la estación del metro y las luces de Times Square, camino en contra de un viento helado. Paso por hoteles que parecen resguardados por porteros encasquetados en uniformes barrocos. Me topo también con un «homeless» predicando —de lo mas solitario— algo sólo sobre el fin del mundo, que me mira y me conmina a que me arrepienta. Cuadras más tarde, congelado, doblo una esquina en la 52 y veo un inmenso letrero iluminado: «Roseland», dice. Manhattan de pronto bulle: como atraídos por la luz del letrero, están llegando montones de taxis amarillos, trayendo montones de tipos vestidos, de pies a cabeza, de cuero negro: chaquetas como las de los Hell Angels, pantalones apretados, botas militares, cadenas gruesas rodeando los cuellos. Llegan en grupos, de cinco, de seis, tomados de la mano, caminando en fila india, como niños de jardín de infancia.
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Roseland es el escenario de La Fiesta Negra, The Black Party, un evento único en su género, que atrae a mas o menos diez mil hombres y algunas pocas mujeres de todo el mundo, sobre todo de Europa y los Estados Unidos, los que hacen un peregrinaje a Nueva York para celebrar, a la usanza druida, el equinoccio vernal. Pero no son druidas. The Black Party es simplemente una fiesta, una de las más concurridas del mundo. Rinde culto al cuerpo. Celebra la sexualidad, la homosexualidad, el sadomasoquismo. Atrae a los DJ de moda, a las drogas de moda, a la crema del fisicoculturismo gay. El tema hoy es «Ritos XXII», «Rites XXII». Se celebran los 22 años desde que, clandestinamente, empezaron estas bacanales, estos ritos de iniciación. Un muchacho, entrevistado por un periódico local, explica por qué les llaman «ritos» a estas fiestas: «es lo más cercano a un bautizo que he experimentado desde que nací, profundamente conmovedor».

Las entradas cuestan 100 dólares. Los porteros del Roseland Ballroom, que también visten de negro, están muy ocupados para eso de la cortesía. Uno de ellos escanea mi entrada con una pistola del futuro y mecánicamente mueve la mano para indicarme que entre. «Enjoy —dice— coat check downstairs». Armados de linternas, los porteros buscan y rebuscan en las mochilas de los entrantes. Decomisan botellas que puedan contener hidroxido de butirato (GHB) u otras drogas que pueden inducir estados de coma; desenrollan las toallas que los clientes traen en sus mochilas, las bolas de medias que estos han empacado cuidadosamente, los cambios de ropa, las camisetas que los clientes han traído para cambiarse después de la fiesta. Mientras tanto otros «porteros asistentes», digamos, chequean bolsillos, abren billeteras, y decomisan cámaras, serios y apurados.

Yo vengo sin mochila y entro sin contratiempos. Camino hacia un segundo chequeo, entrego lo que queda de mi boleto y ya adentro una muchacha, sonriente a más no poder, me da un volante que me habla de los peligros de las drogas, y que los promotores de la fiesta tienen «cero tolerancia» para esas cosas y etc. Debidamente advertido, sigo hacia el sótano junto con una masa humana, un pelotón de musculosos que se hace mas y mas grande, y mas y mas sonoro a medida que avanzamos. Bajamos al sótano hombro a hombro. Cuero y coquetería por todos lados; cantidades de intercambios de miradas, y de sonrisas, auténticas y nerviosas. En el sótano muchos están cambiando de ropa. Otros se disfrazan, otros se maquillan, otros chequean el perímetro como con radares internos. Risas, agudas, graves, drogadas, irrumpen el muchedumbroso [sic] murmullo. Algunos clientes están desnudos. Un tipo de unos sesenta y tantos años está desnudo, cambiándose, transformándose de ciudadano corriente a Leather Man. Su piel es casi exageradamente arrugada. En este sótano hay docenas de vendedores, con sus mesas, carteles y mercancías, un mercadillo donde se vende látigos para caballo, collares de perro, cadenas para el cuello, asfixiantes mascaras de cuero negro, brazaletes con púas y sin ellas. Hay lugares par tomarse fotos profesionales, por veinte dólares, y hay largas colas para hacerlo. Dos muchachas japonesas toman su turno posando ante la cámara: visten de vinilo negro, pegadísimo como una segunda piel. Encaramadas en tacones increíblemente altos, observan la cámara silentes y serias. Cerca, hay otras largas colas que terminan en los baños, los que son usados por hombres y mujeres indistintamente.
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Después de escribir algunas notas en el baño (el único lugar con luz suficiente para hacerlo), subo al piso principal con otra masa de celebrantes listos para la fiesta, la caballería del mundo gay. La música es lo suficientemente fuerte como para pasar de lo sonoro a lo táctil: la piel literalmente registra el sonido. El ambiente es bastante surrealista. Hay botas militares negras por todos lados, cantidades de pantalones de cuero negro que dejan cantidades de culos al aire. Me sorprende ver a un flaquito con un látigo para caballos amarrado al cinto. Hay chalecos negros, de cuero, y gorras de cuero, y brazaletes con púas, y botas de motociclista con acabados de hierro.

Una minoría, que aparentemente reniega de la moda imperante, usan leotards de vinilo, pegados, epiteliales y femeninos. Hay algunas máscaras carnavalescas. Cerca de mí, pasan muchas caras pródigas de maquillaje, caras viejas y jóvenes, resplandeciendo con brillos artificiales, algunas resonando con carcajadas. Huele a tabaco y a marihuana. Fuertes olores de axilas cruzan de vez en cuando. Hay un montón de panzones, gordos inmensos vistiendo solo delantales de carniceros; algunos de ellos tienen los cuellos gruesos y cruzados por venas bulbosas. Otros tienen hombros masivos, caras desafeitadas, cigarros cubanos. Un musculoso delante mío se encuentra con sus amigos del alma: «mommas!!», les grita, ¡mamis!, emocionado y algo chillón. Grandes abrazos y sonoros besos.

Algunos celebrantes caminan casi desnudos. Veo un tipo desnudo, con el pene y las bolas cubiertas con una especie de mini malla metálica. Tiene los pezones larguísimos, atravesados con agujas del tamaño de clavos. Usa un collar de perro y un gran sombrero de copa, tipo Stetson. Su cuerpo está pintado de blanco, cara blanca, boca negra, payasesca, nariz negra. Parece un mimo listo a recapitular algún acto de sadomasoquismo. A algunos muchachos los pasean sus amos, jalándolos con cadenas amarradas al cuello. Los esclavos son invariablemente jóvenes, caminan con la mirada al piso, algunos sudando a chorros. Veo una mujer blanca, con terno, una ejecutiva al parecer perdida en el bosque, mirando alrededor, tratando de encontrar a alguien (al conejo de Alicia en el país de las maravillas me viene a la mente). Junto a La Ejecutiva, que es como yo pensaba de ella, veo a unos 10 tipos abrazados en grupo, besándose, tomándose de la mano, salidos de una película post–apocalíptica: llevan hombreras llenas de púas, tobilleras y muñequeras con púas, mohawks. Guerreros gay. Hunos gay. Algunos también tienen los pezones larguísimos, alargados, según me explica un informante, mediante pesos, poleas, y cuerdas (y paciencia, me imagino). Son «nipple freaks», según la jerga. Están totalmente drogados, riéndose de todo y por todo. Alrededor hay también algunas mujeres, muy pocas, también vestidas de cuero negro.
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Roseland tiene tres pisos. Pasillos, balcones, balaustradas lo atraviesan como venas. Resuena con música de volúmenes geológicos, rápida, suministrando de 120 a 200 golpes de bajo por minuto. El lugar es bastante oscuro, en general, pero iluminado por gigantescos juegos de luces que tratan de seguir el golpeteo de la música. Flashes intermitentes hacen que los movimientos de los danzantes aparezcan mecánicos: figuras humanas aparecen y desaparecen, cambiando posiciones en rápidos tictacs, dejando siluetas evanescentes en mi retina. Tubos de luz parecen flotar en medio del humo para luego escanear el ambiente. Las luces pasan por sobre torsos desnudos, sobre caras sudorosas, extrayendo gestos que emergen desde la oscuridad para luego volver a sumergirse en ella. Las luces corren por las paredes, buscando ranuras y esquinas por las que se zambullen. Algunos rayos láser flotan con su habitual y casi tocable y aguda transparencia. Los parlantes son tan altos como las paredes. El bajo que entregan es increíblemente potente y se lo siente no solo en la piel sino en el cuerpo entero, el que late con éste.

En medio de la gran tormenta sonora, la música provee algunos momentos de calma. Es totalmente electrónica, pero a veces da rienda a voces humanas, aunque éstas están por lo general imbuidas de la textura electrónica y casi metálica de la música, y por lo tanto parecen deshumanizadas. Remixes de música disco de los setentas, irrumpen. Las hazañas musicales de los DJ son acompañadas por salvas de gritos. Sirenas aéreas invaden el local de vez en cuando. De vez en cuando, la música habla de amor en tonos chirriantemente melodramáticos. Y también habla de sexo y de drogas.

En el segundo nivel, varias rejas de hierro han sido instaladas, las que dan al lugar un aire de prisión y de jaula. Un muchacho me diría después que ese ambiente le recordaba una de sus fantasías sexuales: la de estar en la cárcel. La decoración, en general, tiene un aire expresionista: hay esculturas de vacas como sacrificadas en un matadero, probablemente en una alusión a los animales que han tenido que perecer para que los chicos vistan sus cueros. Pintadas en las paredes hay inmensas caricaturas de malandros, «thugs», de doce pies de alto más o menos, tirándose a unos policías que lucen felices de la vida. Pintadas en el estrado principal, de los varios que hay, hay figuras vagamente etruscas, salidas de la fábula de Rómulo, Remo y la Loba, también inmensas, de unos 16 pies de alto. Parecen invocar la fundación de un nuevo imperio (Rómulo, hay que recordar, fundó un reino constituido, al principio, solo por bandidos, malandros, el destino de cuyos descendientes iba a ser el de conquistar el mundo).
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Otro estrado presenta el siguiente espectáculo: un tipo, desnudo, salvo por una máscara de cuero, está atrapado en una especie de columpio, entre columpio y tela de araña, con los brazos y las piernas atadas con grilletes, sogas y ganchos, patas arriba. Tres de sus colegas lo penetran, tomando sus respectivos turnos. Otro show que no vi (pero que estaba programado): un tipo, al que aparentemente trajeron desde los Ángeles, iba a ser penetrado analmente por los puños y los brazos de sus colegas, todo un especialista en estos menesteres. Otro estrado ofrece elaboradas coreografías: unos veinte bailarines, que parecen flotar anti–gravitacionalmente de puro diestros que son, danzan blandiendo abanicos de gigantescas plumas blancas, las que representan las almas de aquellos compañeros que murieron de sida.

En el segundo piso, hay un túnel prefabricado en un pasadizo, completamente oscuro y lleno de gente. Algunos celebrantes esperan a los costados. Las siluetas de otros revelan una variedad polimorfa de actos sexuales: orales, anales, solos y en equipo, y combinaciones varias. Otros simplemente esperan, como en «chiaroscuros». Un gordito grita desde un costado, entre soprano y verdulera: «Ecstasy, Coke, Ketamine!» Al final del túnel hay un área enorme, una orgía enorme, sudorosa, impregnada de olores: tabaco, sexo, marihuana. El sexo en esta área es, digamos, más abierto y más contorsionado.

§ Espera la segunda parte de este artículo en la siguiente edición de www.revistacronopio.com

The Black Party Expo with Acid Betty in NYC. Cortesía de OURsceneTV. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=zESgoW-RIyo[/youtube]

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* Rafael Narváez es un sociólogo educado en Lima y Nueva York. Sus áreas de estudio incluyen la sociología del cuerpo, la fenomenología, teorías raciales, y el género y la sexualidad. Su primer libro fue Embodied Collective Memory: The Making and Unmaking of Human Nature (La Memoria Corporal Colectiva). Acaba de ser publicado por University Press of America. Rafael también está interesado en la etnografía, y ha hecho la mayor parte de su trabajo de campo en Nueva York, sobre todo investigando temas relacionados con las drogas y la sexualidad. Actualmente trabaja como profesor de sociología en Winona State Universtity en los Estados Unidos.

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