LA FIESTA NEGRA —Segunda entrega—
Por Rafael F. Narváez*
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Afuera de este recinto, que alberga una orgía en la que zangolotean unos quinientos musculosos, el aire está impregnado de humo, pero me parece mucho más respirable y mucho más fresco. Me asomo al balcón del segundo piso y veo la pista de baile: miles de tipos se mueven al unísono, totalmente apretujados. La escena es extraña: la oscuridad y el humo parecen esconder a un inmenso organismo dotado de miles de brazos, que está siendo amaestrado por el DJ, el que lo hace saltar, gritar, revolotear. Bajo al primer piso para un «close up».
Atravesar la pista de baile toma un montón de tiempo, todo un esfuerzo. Muchos están manoseándose, de lo mas acomedidos y rítmicos, y de lo mas «matter of fact». Otros, parecería, están tirando, aunque no estoy seguro. Una camiseta vuela sobre nuestras cabezas. El movimiento colectivo, que sigue el ritmo de la música, es en general frenético, pero la música otorga pausas, pocos momentos de calma que dan lugar a besos y abrazos, sobre todo en equipo. La música es puntuada por ruidos industriales, pesados, agudos ruidos de fábricas que irrumpen para inmediatamente desaparecer. Irrumpen también sirenas aéreas, y voces vagamente femeninas, reverberadas, imbuidas por esa ya familiar textura electrónica, voces que parecen saltar de parlante a parlante, de un lado de la pista al otro, una y otra vez.
El DJ acelera el tempo, más y más, y los golpes del bajo se juntan hasta fundirse y convertirse en la explosiva voz de una soprano, también impregnada por una pesada textura electrónica. Todo el mundo salta, manos arriba, grito colectivo. Otra voz femenina, inequívocamente metálica, empieza a sonar como si fuese la voz de un niño, también metálico, que parece estar saltando de parlante a parlante (de los muchos que hay) llevando consigo una tonadita infantil: «li da di, li da di, li da di, li da di da di da di».
En medio del baile, un tipo junto a mi está tratando de insertar un torpe meñique en una pequeñísima bolsita de plástico, que guarda un polvito blanco, probablemente ketamina, a juzgar por sus torpísimos movimientos. Parece que no es nada fácil controlar el menique. El muchacho está tensamente concentrado, como si silenciosamente estuviera conminando al menique a que entre a la bolsita, carajo. Los danzantes alrededor le dificultan la tarea, lo chocan y empujan constantemente. Interiormente yo me ampayo haciendo hurras por él: «dale, dale, concéntrate», digo para mis adentros. Al fin su tensa concentración paga, y ahora lleva a la nariz, casi heroicamente, un no muy controlado, pero pródigamente blanco menique.
Junto a nosotros hay un grupo de asiáticos, probablemente chinos. Usan pantalones de vinilo negro, apretados a más no poder. Están jalando algo de un «bumper»: un pequeño aparato, parecido a una bala, especialmente diseñado para jalar drogas, el que les atraganta las ventanas de sus narices, una a la vez. Ávidas inhalaciones. Sus caras, brillosas de sudor y maquillaje, se contorsionan por un par de segundos para propiciar un buen jalón. Satisfechas exhalaciones. Las caras ahora se relajan, y por unos segundos parecen estar en la dulce paz de Dios. A veces miran alrededor sin mirar, como mirando hacia sus adentros. A veces bailan en equipo, abrazados en circulo, besándose y acariciándose los unos a los otros y viceversa. Bailan sin ritmo, torpemente, sin mucho control sobre sus movimientos. A veces explotan en carcajadas. Uno de ellos es penosamente flaco, con las costillas y los huesos, sobre todo los de la cara, plenamente visibles. El grupo lo rodea. De vez en cuando le soba la espalda, le besa las mejillas hundidas, le palmea el culo. Interiormente les deseo la mejor de las suertes.
Son las seis y algo de la mañana. El lugar ahora está en general impregnado con el agridulce olor de la marihuana. La fiesta bulle. La intoxicación es masiva. Me retiro al baño para tomar algunas notas.
El baño, por supuesto, está repleto. Espero en fila india por unos quince minutos, junto con docenas de sudorosos y dos sudorosas, dos rubias fantásticas, vestidas con elegante «rubber wear», dos Barbarellas, dos invasoras espaciales, algo así. Un grupo de gorditos frente a mi usa pantalones de cuero que les dejan los peludos culos plena y convenientemente visibles. Al fin, llego al cubículo del inodoro y veo que alguien ha pegado un papel en la pared que poéticamente dice «Our manhood dreams have ripened»: «nuestros sueños masculinos han madurado». El piso está lleno de charcos, al parecer una mezcla de agua y orina, y el inodoro está completamente obstruido con papel, vasos desechables, puchos de cigarrillos, etc. El aire está casi húmedo de sudor. No importa. Cuadernillo en mano, empiezo a tomar notas, de lo más antropológicamente. Garabateo uno, dos, tres y más párrafos, flechas conectando ideas por todos lados. Y de pronto mi tarea etnográfica es interrumpida indecorosamente. Aparentemente estoy tomándome demasiado tiempo en el wáter closet, y por lo tanto irritando sobremanera al tipo encargado de cuidar el orden y el aseo en los baños, el mismo que grita, toda una reina enojada, ««Guuuuys!! We have ten-thousand people out there!!! And some of them want to use the bathroom alssooo!!», «¡¡¡Chicos!!! ¡¡Tenemos diez mil personas afuera y algunos también quisieran utilizar el bañoooo!!!»
Son las seis y media de la mañana. Necesito un descanso y me movilizo hacia el lounge donde me siento entre cojines orientales, envuelto en una nube, tipo nimbo, de humo de marihuana, con la cabeza descansando en la pared. Dos muchachos a mi costado están jalando algo de una tapa de bolígrafo.
Siete y cuarto. Decido dar un paseo. Paso por una mujer incandescentemente rubia, luciferinamente atractiva. Su pelo, que por alguna razón me parece carísimo, se asienta en sus hombros gentilmente, como la cola de un pez tropical. Está sentada en las faldas de un muchacho. Desde atrás, este le acerca a la nariz una diminuta y destellante cucharita que parece de plata. Ella, feliz de la vida, da un jalón de los buenos, y una mueca le deforma la cara por un segundo. Paso y sigo caminando. Un par de pasos mas tarde un muchacho se topa conmigo, de lo más torpe. Sus borrachas y coquetas disculpas son gratamente aceptadas.
Veo un par de descamisados que se acarician como si se estuvieran estudiando con las manos. Junto a ellos, un tipo bajito, con los hombros desproporcionadamente inflados con respecto a su pequeña y rapada cabeza, mueve tensamente los brazos para adelante y para atrás, con una gran cara de amargado. Junto a él, una «chica» transexual parece estar tratando de convencer a un grupo de musculosos. Ella se aproxima al grupo, intercambian cordiales saludos, y segundos mas tarde uno de ellos le lleva una tapa de bolígrafo a la nariz. Gran jalón. Ella les agradece sincera y profusamente. Ellos sonríen, caballerosamente. Termino mi caminata en el bar. Un casi–anciano camina hacia nosotros al parecer concentrándose en cada uno de sus dificultosos pasos, piernas y brazos como si estuvieran controlados desde lo alto por cuerdas y poleas.
Lleva las manos abiertas, apuntando a los costados, listo para una eventual caída. Poquito a poco, concentrado como él solo, llega al bar como quien llega vadeando a la orilla del rio. Un remix de Donna Summer, «I feel love», explota de pronto. Mas gritos por todos lados. Junto al bar, un flaco, alto y desgarbado, trata de bailar al ritmo de la canción, patéticamente, si ton ni son, y varios observadores se paran a mirarlo, divertidos, riéndose abiertamente a sus costillas.
*Espera la tercera parte de este artículo en la siguiente edición de www.revistacronopio.com
Rites XXXI: The Black Party 2010. Cortesia de Spencer Reed. Pulse para el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=-3e6VaxZSUo[/youtube]
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* Rafael Narváez es un sociólogo educado en Lima y Nueva York. Sus áreas de estudio incluyen la sociología del cuerpo, la fenomenología, teorías raciales, y el género y la sexualidad. Su primer libro fue Embodied Collective Memory: The Making and Unmaking of Human Nature (La Memoria Corporal Colectiva) . Acaba de ser publicado por University Press of America. Rafael también está interesado en la etnografía, y ha hecho la mayor parte de su trabajo de campo en Nueva York, sobre todo investigando temas relacionados con las drogas y la sexualidad. Actualmente trabaja como profesor de sociología en Winona State Universtity en los Estados Unidos.