LA FIESTA NEGRA —Tercera y última entrega—
Por Rafael F. Narváez*
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8: 45 de la mañana. Estoy cansado, sin haber dormido por mas o menos 20 horas. La cafeína me está abandonando rápidamente. Regreso al túnel del segundo piso. Atravesarlo, con la procesión de musculosos, toma mas o menos 15 minutos. Muchos están solos, reclinados contra las paredes del túnel, creando esos ya familiares «chiaroscuros», un cruce entre Rembrandt y la pornografía gay. «Six packs» por todas partes; tremendas panzas por aquí y por allá; muchos pantalones abajo, penes afuera, erectos, flácidos. Algunos tipos son sumamente solicitados, con caseritos pugnando por su atención. A otros nadie los mira. Algunos parecen exultantes, otros están serios, y otros tienen los ojos desenfocados y parecen decaídos y tristones.
Un caserito se le acerca a un muchacho, se detiene a hablar con él, intercambian pocas palabras, aparentemente establecen un acuerdo, y ni corto ni perezoso el caserito, en dos segundos, ya está arrodillado, con el pene del muchacho en la boca. Parece que algunos están ahí solo para ver, serios como ellos solos. En algún lugar, en medio de la oscuridad, alguien está gruñendo, casi sin aliento. En otro, dos tipos, parados junto a la pared, están tirando, y ambos lanzan miradas amargas, casi amenazantes, por todas partes. De cuando en cuando, el tipo que se está tirando a su colega, jala unos gruesos aros que este tiene atravesados en los pezones, y el dolor, que parece intenso, se le refleja en una mueca algo patética. Gruñidos casi agónicos. Las miradas se les endurecen a ambos y devienen aun más agresivas. El aire esta abigarrado de gestos y signos faciales silentes, la forma de comunicación que prevalece en esta área. Nadie charla.
De algún modo, el sexo aquí me parece un poco absurdo, mecánico, anónimo, incluso un poco triste y deshumanizado, una fila de manos, culos, bocas rápidamente negociables. Bataille dice que el tabú es el origen del placer sexual, y que este placer no es principalmente fisiológico sino mental, basado sobre todo en la ilusión de haber transgredido alguna prohibición. En este túnel no parece ser así. No hay prohibiciones, no hay tabúes. Algunos muchachos en el primer piso parecen, en compañía de sus amantes, profundamente singularizados, individuados, y, yo diría, humanizados, ya que estos parecen tener una importancia casi religiosa para aquellos. Pero la mayoría de estos tipos en este túnel parecen ser sombras que se arrodillan o se agachan para luego retirarse. Aun así, algunos gruñidos parecen extáticos. Y tal vez esté equivocado, y este túnel enriquezca a algunos de ellos. ¿Será que para algunos este recinto abre, en la frase de Bachelard, «las prisiones del Ser»? ¿O será que este mercadillo sexual las cierra y los empobrece?
Deben ser las nueve y algo de la mañana. Me retiro al lounge para descansar y, suertudo, encuentro un sitio vacío en medio de otra nube nimbo de humo de marihuana. Me quedo dormido en un par de minutos.
Cuando despierto me llevo la sorpresa de la noche. Y esos caballeros sentados frente a mi, al otro lado del lounge, estos señores con los bigotitos minuciosamente cortados, con el corte de pelo a lo burócrata, estos cuarentones con gruesas gafas ¿son ellos, como pareciera, empresarios japoneses? ¿Qué hacen aquí? Usan pantalones y zapatos de terno, pero se han sacado las chaquetas, las camisas y las camisetas para estar a tono con la fiesta. Están comentando sobre algo, de lo más interesados y acomedidos, como si estuvieran discutiendo el plan anual de headquarters. Los comentarios de uno de ellos (¿el jefe?) son puntuados por el grupo que asiente en japonés con enérgicos «¡jay! ¡jay!» (¡si! ¡si!). Un gordito sentado junto a ellos, aparentemente americano, viste una chompa de lana, viejita, un poco sucia, y demasiado grande para él. ¿Quién es? ¿Es el guía de los ejecutivos japoneses, que es como yo pensaba de ellos? Tristón, al parecer, el guía está con la mirada fijada en sus tenis, también viejitos. El grupo parece estar fuera de lugar. Y me doy cuenta que la gran mayoría de seres humanos estaría fuera de lugar en este recinto.
Junto a ellos, dos flaquitos rubicundos están manoseándose. Junto a mi, una mujer está conversando con un bigotudo. Momentos después, otra mujer, pasada de los cuarenta, viene a reunirse con la pareja, acompañada de dos amigos. Minutos mas tarde, los cuatro están compartiendo un gigantesco «spliff», un cigarrillo de marihuana, grande y gordo como el solo. La mujer que acaba de llegar tiene una cara realmente hermosa, y hermosamente arrugada con surcos que se escapan de la comisura de sus ojos, los que le dan una apariencia casi severa a su mirada, la que parece pertenecer a una autentica bohemia. Inmediatamente la nombro, para mis adentros, Hard–Edge Lady: La Dura. En cierto momento, La Dura, que está sentada junto a mi, me toca el hombro y me ofrece, con voz de fumadora y con una sonrisa desarmante, el cigarrazo de marihuana. Le agradezco, pero rehúso de la manera mas gentil posible. Ella me guiña, azuzando esas arrugas extraordinarias.
10 de la mañana. La fiesta sigue viva y coleando, pero yo estoy agotado. Tomo un par de notas finales y decido irme, a las 10:20 AM. Junto a la puerta de salida, los organizadores han puesto una larga mesa con fruta y galletitas. Al final de la mesa, hay un balde con condones. Está totalmente lleno. Aparentemente los muchachos no están muy entusiasmados con la idea de usarlos.
En la calle el aire es frio, y la luz del día es demasiado brillante para mi. Me siento exhausto, pero contento de haber sido testigo de esta especie de película de Felini. Times Square, repleto de turistas, luce su usual algarabía, llena de gente con cámaras, llena de taxis, y así por el estilo. Pero por algún motivo, estas calles tan familiares me parece desfamiliarizadas y extrañas. Hay algo nuevo entre la masa de compradores y vendedores y turistas que se mueven casi coreográficamente en varias direcciones, hablando en no se cuántos idiomas, con los ojos en todas partes a la vez, tan cercanos y tan lejanos de la fiesta que bulle allí juntito, en el Roseland Ballroom.
Voy a una tienda de discos compactos, Virgin Records, y estoy feliz de encontrar un gran sillón casi escondido y solitario en la sección de música clásica. Y, otra vez, el ambiente en la tienda me parece bastante extraño, intensamente calmado, con gente inusualmente recogida, como cuando uno entra a una biblioteca. Con headphones, cortesía de la casa, escucho por un buen tiempo al increíble Johann Sebastian Bach.
La fiesta terminó a las cuatro de la tarde. The Village Voice, un periódico local, reportaría lo siguiente:
«A un hombre, dicen las fuentes, se le reventó una vena en el pene. Otro parecería que sufrió un sangrado rectal debido a que le metieron una pistola de utilería por el culo, durante uno de los espectáculos sexuales. Las drogas también hicieron algunos estragos. Un tipo se cae de cara. Alguien se le abalanza para darle respiración boca a boca. Cuatro hombres lo llevan a la salida mas próxima, donde los agentes de seguridad y los paramédicos lo reviven. De acuerdo al doctor que ofreció sus servicios para la fiesta, hubo 10 de esos casos durante la noche, un número sorprendentemente bajo para este tipo de eventos. Y esta fue la única persona que necesitó atención médica. El año pasado […] un médico, bastante famoso, se desmoronó en la pista de baile. No lo pudieron revivir y murió tres días mas tarde.»
Por suerte, no se registraron muertes este año.
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* Rafael Narváez es un sociólogo educado en Lima y Nueva York. Sus áreas de estudio incluyen la sociología del cuerpo, la fenomenología, teorías raciales, y el género y la sexualidad. Su primer libro fue Embodied Collective Memory: The Making and Unmaking of Human Nature (La Memoria Corporal Colectiva) . Acaba de ser publicado por University Press of America. Rafael también está interesado en la etnografía, y ha hecho la mayor parte de su trabajo de campo en Nueva York, sobre todo investigando temas relacionados con las drogas y la sexualidad. Actualmente trabaja como profesor de sociología en Winona State Universtity en los Estados Unidos.