Periodismo Cronopio

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NOVELAR: UN CAMINO A TIENTAS. ENTREVISTA A ALEJANDRO JOSÉ LÓPEZ

Por Marcos Fabián Herrera*

Ha sido la escoria, y las mutaciones oscuras en las vidas de los hombres, uno de los caminos que la novela ha transitado con especial obstinación. Con una prosa vertiginosa y labrada, y un verismo que no se detiene en maquillajes ni pudores narrativos, Alejandro José López ha concebido una de las novelas más sugerentes y felizmente provocadoras (Nadie es Eterno, publicada por Sílaba Editores) de los últimos años en Colombia. En el presente diálogo, el narrador colombiano actualmente afincado en España defiende con valentía sus concepciones sobre el oficio de escribir y osadas búsquedas creativas en el género de la novela.

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Marcos Fabián Herrera: André Malraux nos enseñó que la violencia en la novela exige una dimensión sicológica para que la acción logre densidad narrativa. ¿En «Nadie es Eterno» los personajes, en su desmesura verbal y vivencial, obedecen a esta divisa?

Alejandro José López: Aunque toda ficción está compuesta de hechos, una que aspire a ser literaria necesita ir más allá. En Colombia estamos repletos de narraciones sobre la violencia nuestra de cada día; pero no siempre nos ayudan a indagarla en profundidad, a discernirla en su tremenda complejidad. Y dado que la literatura estaría llamada a ser revelación, suscribo lo dicho por Malraux en este sentido: la densidad está en el talante propio de la novela. Creo, sin embargo, que la dimensión sicológica es sólo una vía probable, o un insumo posible. En cualquier caso, independientemente de la ruta que escoja y debido a que en el camino abundan las trampas, el novelista tiene que agudizar su instinto. Para no quedar atrapado en la jaula del maniqueísmo, por ejemplo; ésa que se empeña en concebir nuestra violencia como un asunto de héroes y villanos, de mártires y victimarios, de bárbaros y civilizados (nuestra colectiva ruina moral desbordó desde hace mucho tiempo este tipo de categorización y hoy cada quien tiene de todo un poco). Claro que hay muchas otras jaulas aguardando a quien vaya sin cautela, como la celebridad comercial; ésa que hoy nos repite: «divierte bien y cobra de a cien» (como si el arte de la novela fuera un apéndice más de la industria del entretenimiento). Si bien es cierto que un novelista camina siempre a tientas, ha de estar dispuesto a encarar las suspicacias de su época. Quizás la divisa que orienta mi trabajo de escritura tenga que ver más con esto.

M.H.: Misiá Hermelinda simboliza esa mujer católica y al tiempo supersticiosa, moralista y laxa con los comportamientos de sus hijos. Un cuadro típico de la sociedad colombiana. ¿Ese encuentro de actitudes moralmente antagónicas es una apuesta literaria para ilustrar sin juicios el alcance reflexivo de la novela?
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A.L.: Muchas de las novelas que abordan el mundo del narcotráfico en Colombia sucumben a la enseña maniquea. Las hay que satanizan la convulsa realidad social instaurada por éste y las hay que llegan a la apología del delito. Pero esto es cara, sello y borde de la moneda: el dinero del narcotráfico introdujo dinámicas de ascenso social en una nación que no las propicia por vías formales; en algunos aspectos, auspició la modernización del país al democratizar el acceso a bienes y servicios que siempre estuvieron vedados a la inmensa mayoría de la gente. Al mismo tiempo, produjo y sigue produciendo avalanchas de crímenes atroces, financió y sigue financiando la guerra infame que vivimos, ha corroído hasta los tuétanos la institucionalidad del país y producido una nueva casta política de inmenso poder; en fin, ha transformado nuestros usos y costumbres hasta «maquiavelizar» todos los ámbitos de la vida social. ¿Cómo afrontar novelísticamente semejante panorama? Una posible respuesta tiene que ver con multiplicar el punto de vista de la narración; es decir, contar ese universo desde las diferentes miradas que lo conforman. En «Nadie es eterno» he querido explorar la figura del mafioso y sus sicarios; pero, al mismo tiempo, he procurado detenerme en la visión de sus víctimas, en la estela de dolor e impotencia que las signa. Sin renunciar a mi propia perspectiva ética, he tratado de evitar los apresuramientos: el arte de la novela es más indagación que afirmación.

M.H.: Hay en «Nadie es Eterno» una galería de voces fieles a expresiones coloquiales del habla del Valle del Cauca y convenciones dialectales propias del hampa. ¿Es la novela el género omnívoro aún capaz de atrapar la vida en toda su anchura, por encima del testimonio histórico y el periodismo?

A.L.: Ese intento la define, desde Cervantes. Hay un cierto saber sobre la condición humana que sólo se da por vías estéticas. Y es debido a esta particularidad que el género de escritura llamado novela ha terminado revelándose como una de las más grandes invenciones de la cultura occidental. El testimonio histórico y el buen periodismo beben de esa fuente, hacen propios los hallazgos aportados por esa gran matriz. Por otra parte, estoy convencido de que en virtud de su profunda e irrenunciable filiación con lo mundano toda novela debería ser escrita en una lengua auténticamente viva. No pretendo sugerir que en el arte de la novela pueda prescindirse de una cuidadosa elaboración verbal, estilística. Las implicaciones de esto que digo serían más bien de otro orden: cuando un editor solicita novelas escritas en una lengua «neutral», deja de ser literariamente fiable; y cuando un escritor acepta semejante requerimiento, deja de ser un autor.
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M.H.: ¿Cómo develar, valiéndose de la ficción, la descomposición ética que siembra el narcotráfico?

A.L.: Como decía antes, creo que un escritor de novelas camina a tientas. Esto significa que la suya es una actitud de búsqueda, de indagación; de allí proviene el valor que le confiere a la intuición: sus hallazgos, por minúsculos que sean, se producen así. Voy a contarle algo que me sucedió con «Nadie es eterno». Yo quería que una de las voces narrativas principales fuera la de un sicario, pues me interesaba la posibilidad de recoger en primera persona esa visión de mundo. Conocí algunos de estos personajes cuando era adolescente, en Tuluá; de manera que su estilo verbal no me resulta extraño. Sin embargo, tuve dificultades para incorporar literariamente uno de sus rasgos característicos: la procacidad. Si reproducía su habitual grosería, iba a desbordar la tolerancia de los lectores; pero si eliminaba su natural obscenidad, acabaría tergiversando esa voz. En efecto, luego de reducir sus vulgaridades a las estrictamente necesarias, me di cuenta de que ese narrador se había edulcorado. Necesitaba algo más. Estando en esa búsqueda, di con dos formas muy potentes del insulto que, no obstante, consideré menos repulsivas para la sensibilidad del lector: el neologismo y la animalización. La primera tiene la ventaja de ser al mismo tiempo muy identificable como vocablo pero vaga en la acepción (la palabra «garbimba» es un buen ejemplo de esto). La segunda vino a revelarme algo que me pareció muy interesante: cuando alguien utiliza la palabra «perro», o «rata», o «chandoso», o «culebra» para referirse a otra persona, le está negando su condición humana; y, de esta manera, se está facilitando sicológicamente el paso a la agresión física, incluso a la eliminación. Tal vez sea este tipo de pequeñas cosas lo que una novela nos regala en términos de comprensión.

M.H.: De permitir asomarnos a la caja de herramientas que todo narrador conserva con sigilo, ¿qué recurso, de todos los empleados en la exploración a los códigos y preceptos que rigen el mundo del narcotráfico, nos puede dar a conocer?

A.L.: Toda obra literaria plantea una serie de problemas técnicos, creativos. Y acometer su culminación implica igualmente una larga cadena de decisiones. De las muchas dificultades que me generó «Nadie es eterno», hay una de fondo concerniente a la estructura. Me preocupaba que al abordar este tema pudiera terminar haciendo un simple anecdotario, un inventario de crímenes; es decir, que acabara apresado en la casuística de la violencia, como le sucede con mucha frecuencia a este tipo de novelas. De modo que me hice esta pregunta: ¿cómo ir más allá de los hechos para mirarlos desde una perspectiva orgánica que sea capaz de trascenderlos? Apelé entonces a una lección que yo había aprendido de Faulkner, aunque fue Joyce quien la desarrolló primero. Se trata del método mítico, que consiste en estructurar la narración construyendo paralelismos de carácter simbólico con alguna de las grandes narraciones occidentales. Esto podría contribuir a dimensionar la historia. Así fue como tomé la decisión de trabajar con el relato de Saturno devorando a sus hijos (que es el mito de la muerte del padre), pues consideré que éste quizás resultaría propicio para indagar la figura del patrón, del capo.
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M.H.: Sorprende la fertilidad literaria del Valle del Cauca. Narradores como Fabio Martínez, Harold Kremer, Umberto Valverde y Fernando Cruz Kronfly son referencias ya insoslayables en la literatura colombiana. ¿Qué aportes valora de estos obreros de la imaginación?

A.L.: Tengo la alegría de ser amigo de los escritores que menciona, de modo que he podido dialogar largamente con cada uno en diferentes momentos y escenarios. También he leído obras de todos ellos, así que me he enriquecido con sus trabajos literarios. Yo siento que en esta región hay un entorno cultural muy activo, incluso mucho más de lo que permiten suponer los estereotipos que pesan sobre ciudades como Cali. Y siempre he creído que cualquier lugar donde haya debate y se genere reflexión se vuelve muy estimulante para un escritor. En lo que toca a aquello que valoro de estos autores, hay muchas cosas: cada obra es un gran compendio literario. Sin embrago, no evadiré su pregunta a pesar de que para responderla deba incurrir en la simplificación. Aprecio el sentido del humor, la irreverencia que hay en la escritura de Fabio Martínez. Pienso que uno de los escritores que mejor domina el arte del cuento en este país se llama Harold Kremer. En «Bomba Camará», de Umberto Valverde, encontramos una de las más potentes incursiones que se hayan hecho aquí en la cultura popular. Y tanto el rigor intelectual como la lucidez de Fernando Cruz Kronfly resultan indispensables para pensar nuestra modernidad.
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* Marcos Fabián Herrera (Huila, 1984). Comunicador social y periodista de la Universidad Surcolombiana. Su escritura se ha centrado en el cuento, la poesía y el periodismo cultural. En el año 2007 ganó el Concurso de Cuento Humberto Tafur Charry. Colabora de forma permanente en diferentes proyectos editoriales, como la revista Puesto de Combate, el periódico virtual Con-Fabulación y la revista hispano-danesa Aurora Boreal. Como periodista cultural, se ha destacado por sus versátiles y documentadas entrevistas con escritores y artistas del ámbito hispanoamericano, algunas de las cuales han sido recogidas en el libro El Coloquio Insolente, Conversaciones con Escritores y Artistas Colombianos (Visage – Con-Fabulación, 2008). Ha sido incluido en diversas antologías de cuento, poesía y periodismo literario. Su última publicación es el poemario Silabario de Magia (Trilce, 2011).

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