LA 4 x 4
Por Ximena Hoyos Mazuera*
«Yo me enteré de lo del anillo de esmeraldas con brillantes el mismo día en que él se lo llevó a su casa. Yo estaba con ella. Sandra me dijo que se había sentido deslumbrada por esa clase de regalos en tan sólo dos semanas de noviazgo. ¿Noviazgo? ¿Es que ya te noviaste con él?, ¿y Eduardo? Si se había ennoviado unas dos semanas antes del asesinato. Eduardo nunca le hizo esa clase de regalos en los tres años que llevaban saliendo. Él no provenía de una familia acaudalada, pero era alguien conocido, alguien que se sabía de dónde venía, por lo menos la clase social a la cual pertenecía. Estudiaba Odontología en la Universidad. Pero, ¿este? era un patán, un venido a menos, ¡un nuevo rico! Sandra ¿qué te está pasando?»
Salieron del restaurante, estaba haciendo uno de esos calores bochornosos que se sabe que no lloverá. Desde los tres metros que le separaban de su «Toyota» pick-up 4×4, Henry pulsó el botón del control remoto de la llave de seguridad de su camioneta nueva, brillante, potente. Con ese habitual andar, una mezcla de haber crecido en un barrio popular obrero, pero con la capacidad casi sobrenatural de poder comprarlo todo en esta vida, se subió con Sandra a su 4×4, encendió el motor y al acelerar hizo un ruido estruendoso. Como siempre. En pocos segundos la máquina alcanzó los 80–100 kilómetros por hora. Pasaron por la Avenida Sexta tan velozmente que Sandra se asustó por un momento, pero, al instante sintió esa fuerza interna que produce la velocidad sin límites, sin semáforos, sin señales. Se sintió dueña del mundo y entendió ese sentimiento de superioridad que Henry respiraba por las venas.
Desde la cómoda silla reclinable de la camioneta equipada con aire acondicionado, sintió por primera vez, que la gente se volteaba a mirarlos, sintió que por el sólo hecho de ir en donde iban, eran importantes, llamaban la atención, infundían respeto. En cuestión de minutos estaban tomando la autopista hacia el norte de la ciudad. Él no acostumbraba hablar cuando conducía. Lo desconcentraba. Ponía su equipo cuadra fónico a todo volumen y se dedicaba a pasarse los semáforos en rojo de todas las calles y avenidas de la ciudad sin hacerle ni un sólo rasguño a su camioneta. Las vías se le hacían cortas, estrechas, atiborradas de gente, de cosas, de suciedad. Pita, retrocede, acelera haciendo chirriar las llantas contra el pavimento levantando llamaradas de polvo y combustión a su paso. En la Autopista le gusta el desafío suicida de sobrepasarse, aunque del sentido contrario vengan autos a pocos centímetros de distancia.
Desde que su padre le regaló su primera motocicleta a los 14 años, Henry siempre ha sido muy atrevido con la velocidad y ha confiado mucho en las máquinas. Especialmente si son japonesas o americanas. En la 4×4 es más fácil culebrearse los carros en carretera. Si los otros se salen de la vía, es su problema. A él lo único que le interesa es no salirse ni dañar la «nave». Hace una mueca cómica de haber triunfado y su contrincante, que puede ser cualquiera, no puede más que insultarle desde lo lejos. El sol pega duro, pero a quién le importa si se tiene refrigeración interior. Sandra alcanza a ver algunos de los trabajadores sudorosos recogiendo el algodón bajo el calor envolvente del mediodía. Están en plena cosecha. No se ve ni rastro de nube en el cielo pintado de azul.
«Yo le había dicho a la Sandra que no se metiera con ese tipo. Al principio, ella estaba muy ilusionada con él. Después ella me contó cosas de él, muchos secretos. El empezó a volverse un poco violento y eso la asustaba. Un día la amenazó con matarla, a ella y a Eduardo si los volvía a ver juntos. Yo no quise insistirle. Le dije que me parecía que jugaba con fuego. Creo que ella estaba deslumbrada con la clase de regalos que él le hacía: joyas costosas, ropa de moda, salidas a discotecas, a restaurantes lujosos. Todo a cuenta suya. Ella nunca pagó nada… Bueno, lo digo porque ella me lo contó y en algunas ocasiones yo salí con ellos. También salí con ella y con Eduardo aquella noche. Gastaban grandes sumas de dinero con sus amigos. Creo que Henry quería demostrarle que tenía mucho dinero, que podía comprar lo que se le antojara. Incluso a ella. Sandra cayó en su trampa. ¡La conozco! La conocía desde la secundaria en el Sagrado. Ella era un poco inocentona. Le creía mucho a los hombres. Pasábamos la tarde entera oyendo canciones de amor por la radio y viendo novelitas rosas por televisión. También ella me contaba sus historias tormentosas, su vida entre Eduardo y Henry. Yo no sé como se las arreglaba para verlos al mismo tiempo».
Al frenar en el parqueadero de La Estancia, el estruendo alborotó los perros Doberman y Roll Weiler que a su padre le gustaba tener en la finca, por aquello de la seguridad. Apagó el encendido e instantáneamente se acabó el encanto de la tecnología en el cual Sandra estaba sumida. Se sintió otra vez en la Tierra, sólo se escuchaban los ladridos ansiosos de los perros que creaban una especie de eco en el silencio del campo. No se dijeron una palabra. Ni se miraron. Ni se movieron. Estuvieron así unos minutos hasta que el aire caliente empezó a calarse por las rendijas de la 4×4. Apareció el mayordomo de la finca, sudoroso y sin camisa, aperezado aunque intrigado por la visita del hijo del patrón a esa hora de la tarde. Pero cuando vio una mujer dentro de la camioneta se imaginó a qué venían. Sandra sintió su mirada picarona y no le gustó ese atrevimiento. Henry abrió la puerta y se sintió una ráfaga de calor que le crispó los poros de la piel y se sintió viva. Escuchó el sonido entrecortado del radiotransmisor que el mayordomo traía consigo y ya no se sorprendió al reconocer la pistola que llevaba entre el cinturón del pantalón. Ya iba acostumbrándose a aquello de lo de la seguridad en que tanto insistía el padre de Henry.
Sandra se sorprendió un poco al ver la casona vieja de la finca. Percibió que había estado allí antes. Ese pensamiento se le pasó cuando vio la construcción de en frente. Un edificio de concreto y ventanas polarizadas que reflejaban la casona. En el jardín interior de la casa nueva había varios objetos traídos de los Estados Unidos como porcelanas gigantescas de tigres y panteras, equipos de comunicación, televisores, pistolas, teléfonos inalámbricos, regados por toda la casa y por supuesto, un potente aire acondicionado que refrigeraba las habitaciones.
Henry le contó cosas muy fuertes de su vida. En sólo dos semanas de noviazgo. Como cuando era niño y en su casa no tenían ni con qué comer y vivían en una pocilga en una invasión de las afueras del área metropolitana. Vivían en un pantanal cerca del río en donde olía siempre a carroña y a orines. Nadie se atrevía a ir por allá ni por equivocación. El resto de la ciudad no sabía que vivía gente en esas condiciones. Cualquier día, su padre se desapareció por unos días y volvió con una nevera, una estufa y un vestido nuevo para su madre. Ella nunca le preguntó de dónde había sacado tanta cosa. Tenía miedo de preguntarle. Sabía que él estaba haciendo negocios raros, de esos de los que habla la gente por ahí. Luego, se pasaron a vivir a un barrio mejor, a un barrio obrero y su padre montó un negocio de reparación de buses y camiones, pero lo que daba el taller no justificaba tanto lujo en la nueva casa. Le cambiaron la fachada con láminas de mármol y ventanas de biseles de aluminio y vidrios de protección. Todo aparecía en la casa como por arte de magia y ella nunca preguntaba. Para mí, ese cambio de vida tan brusco influyó mucho en la vida de Henry, él no tenía el sentido de la realidad de las cosas. Para Henry Ramírez lo mismo era blanco que negro, noche que día, amor que odio, vida que muerte.
—Decíme, Sandra, oye ¿te gusto o no? ¡Lo quiero saber ya! Yo sé que vos me la seguís jugando con el mancito ese, el del mazdita rojo. El que fue novio tuyo.
—¡Vos sabés que me gustás cantidades!.
—Entonces, ¿qué es la pendejada? ¿Por qué no te dejás tocar ni un pelo de mí?
—No es nada, nada.
—¿Cómo que nada? Mirá, vuelvo y te hablo claramente. A mi me gustan las cosas claras. Si yo te pillo con el tipito ese… ya sabés lo que les puede pasar.
—Mirá, Henry, a mi no me amenacés, más bien lleváme a mi casa que este lugar no me gusta, no me siento cómoda, me ponen nerviosa esos perros y todas esas armas que tiene tu papá.
—¿Por qué no había dicho, mamita? Si querés yo las guardo. Ahora dame un piquito ¿si?
—¡Qué no! Ya la cagaste, lleváme a mi casa, hacéme el favor.
«Bueno, ya está la Sandra otra vez insistiéndome en que la acompañe para salir a rumbear. ¡Que vamos, que vamos! Que Henry nos va a llevar a ‘Changó’, que tiene orquesta de salsa en vivo y todo. Salsa, sólo salsa, salsa catre, salsa vieja, salsa nueva y salsa a mil por esas calles. No hay que pagar, no hay que decir que no. En la discoteca se baila, se suda, se fuma, se toma, se droga, se deja tocar…»
—«Mamita, uhh, ¡estás toda rica!» —Yo no me dejé tocar de uno de los guardaespaldas y el tipo casi me pega. —«¡Sandra nos vamos ya de aquí!» —Le grité desesperada. —¿Qué pasó? Uy, hermano, compórtese con la hembra, ¿no ve que ella es de buena familia? ¿Usted qué está pensando hermano? Vea, déjeme tranquilo que yo estoy aquí con mi ‘burguesíta’.Yo voy a mejorar la raza, ¿usted entiende? ¿si o pa’ qué? Sandra, ¿se va o se queda? —Y no la volví a ver por unos días.
La finca tiene casi dos mil hectáreas de tierra cultivable y de ganadería y se encuentra en una de las zonas más ricas del país, es lo que podría llamarse una hacienda que perteneció a los Caicedo, de generación en generación desde la época de la Colonia, ahora tiene otro dueño. Henry iba ahora en su 4×4 a 120 kilómetros por hora por una de las tantas carreteras sin asfaltar, creando una nube de polvo y tierra. Esta vez iba pensando en que él podía ser como su padre. ¿La finca o la vida? Le había dicho su padre al dueño anterior cuando no se la quería vender unos ocho años atrás. «Mi papá es un pillín». Y yo también. La Sandra para mí o para nadie. Eso se llama ser un macho!». —Entró en frente de la casa de Sandra como alma que lleva el diablo.
—¿Sabés qué? Sandra. Voy a ser sincero con vos. Yo me estoy enamorando de vos berracamente, y vos como que te estás haciendo la pendeja. Pues, desde ahora me voy a portar bien mierda con vos pa’ que te enamorés de mi. ¡Me vas a conocer dentro de poco!.
—«Bizzz», jefe, la acabo de ver salir con el man del mazdita rojo, pero, van acompañados con otra pelada, cambio, «bizzz».
—«Bizz», sígalos hasta donde vayan, ¿me entiende? Pero, no haga nada hasta que yo se los ordene, sólo quiero darles un escarmiento, ¿me entiende?, no se le vaya a ir la mano como la otra vez, Pelusa, aquí se está tratando con gente que tiene billete y tiene poder, cambio, «bizzz».
—«Bizz»,Como usted diga,jefe,cambio, «bizzz».
—«Bizzz».Cuando estén fuera de la ciudad, me vuelve a llamar ¿Me copia? Cambio, «bizzz».
—«Bizz».Si jefe, le copio. «Bizzz».
«Esa noche Sandra me dijo que no volvería a salir con Henry. Que Eduardo la había llamado para que fuéramos a la fiesta en el ‘Inter’, que si yo quería ir. Yo le dije encantada que sí. Que me parecía lo mejor que había hecho en los últimos días. Yo si empecé a sospechar que algo estaba pasando porque había una 4×4 que nos venía siguiendo desde que salimos de la casa en el mazdita rojo de Eduardo. Nos empezaron a acorralar, a frenar y a acelerar, a frenar y a acelerar. Como en las carreras. De un momento a otro estábamos en la Autopista del Norte, no sé como, y Eduardo no pudo controlar el carro. Nos fuimos a una zanja y yo sólo recuerdo que me dieron con algo en la cabeza. Cuando desperté no pude creer lo que había pasado. La cosa más terrible fue saber que les habían destrozado las yemas de los dedos para complicar la identificación por medio de las huellas digitales. Yo no sé como no me lo hicieron a mí. ¡Son unos salvajes! La policía no quiere implicarlo en el delito que porque es hijo de ese matón del Ramírez. El mafioso más temido del país y, ¡claro como tiene amigos influyentes en la política! Yo ya no quiero ni vivir en este país en donde no hay justicia. Lo único que me consuela es que yo sobreviví al atentado para poderlo contar en persona. Unos días después del asesinato volví al lugar de los hechos para dar mi testimonio a la Policía y alcancé a notar en la carretera las huellas aún marcadas de las llantas de una camioneta 4×4 que había pasado por allí. Me estremecí. Ya no quise volver al lugar de los hechos».
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* Ximena Hoyos Mazuera es Comunicadora Social de la Universidad del Valle. Docente de escritura en la misma universidad y en la Pontificia Universidad Javeriana. Correo-e: ximenahoyosmazuera@gmail.com