Periodismo Cronopio

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Cuarenta y dos kilometros con ciento noventa y cinco metros

CUARENTA Y DOS KILÓMETROS CON CIENTO NOVENTA Y CINCO METROS

Por Olvido Andújar*

[blockquote cite=»Del poema «Palabras para Julia», de José Agustín Goytisolo» type=»left, center, right»]Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo[/blockquote]

El 19 de abril de 1967 se estrenaba «Casino Royale» y pronto se convirtió en una de las películas más taquilleras del año; Frank Sinatra y su hija Nancy ocupaban los primeros puestos de las listas de éxitos de todo el mundo con su «Somethin’ Stupid»; la sonda Surveyor III se posaba sobre la luna y enviaba fotos a los Estados Unidos; The Beatles firmaban un contrato para permanecer unidos durante diez años más, que no llegaron a cumplir; y el neozelandés Dave McKenzie ganaba la septuagésima primera edición de la maratón de Boston con un tiempo de dos horas, quince minutos y cuarenta y cinco segundos. Sin embargo, la verdadera victoria de aquel día y de aquella prueba de atletismo la protagonizaría otro dorsal, el número 261, en cuatro horas y veinte minutos. Porque a veces pasa que las grandes victorias no consisten en llegar el primero a la meta.

Aquel dorsal, el número 261, había sido registrado a nombre de K. V. Switzer y, en ese momento, la organización de una de las maratones más importantes del mundo, la de Boston, no podía sospechar que detrás de aquellas iniciales se escondiera una mujer —mejor dicho, una guerrera— escribiendo una página importantísima de la Historia. Se trataba de Kathrine Virginia Switzer, una mujer que corría. Cada día se ponía sus zapatillas y salía a sumar kilómetros y a restar debilidades. Llevaba tiempo corriendo distancias de medio fondo, cuando la idea de correr una maratón le pasó por la cabeza. Su entrenador fue claro, conciso y cruel cuando le dijo que ninguna mujer podía correr una maratón. Le dolió, sin duda, pero el bofetón verbal y despiadado —más viniendo de quien venía— fue lo que terminó de covencerla. Decidió que iba a empezar a entrenar de forma más dura y constante para conseguir correr la maratón de Boston. Semanas antes de la prueba, Kathrine Switzer ya era capaz de completar los cuarenta y dos kilómetros, uno detrás de otro, y los 195 metros finales que componían la prueba. A la hora de registrarse, sin embargo, las dudas y el miedo asaltaron a la atleta, quien tuvo la lucidez de inscribirse con sus iniciales: K. V. Switzer. No estaba mintiendo, pero tampoco dejaba rastro de la feminidad de su nombre.
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Apenas un año antes, otra mujer —otra guerrera— había tratado de correr oficialmente esa misma maratón. Roberta Gibb, de 23 años, se había puesto en contacto con la organización de la maratón de Boston solicitando el permiso para participar. Cuando en 1966 recibió una carta firmada por Will Cloney, el director de la carrera, en la que le prohibía su participación oficial, el mundo debió antojársele pequeño y asfixiante, pero ella era lo suficientemente fuerte y pertinaz como para no aceptar los designios de aquella misiva. Se camufló bajó la ropa de un hermano y se escondió entre unos arbustos cerca de la línea de salida. Cuando sonó el disparo, la guerrera Gibb empezó a correr junto al resto de corredores. Sus compañeros de carrera no tardaron en darse cuenta de que corrían junto a una jabata, a la que protegieron y animaron durante todo el recorrido. Al llegar a la línea de meta el mismísmo gobernador de Massachussetts la esperaba para poder darle la mano y felicitarla personalmente. Roberta Gibb completó la edición número setenta de la maratón de Boston, de manera extraoficial y sin dorsal, en 3 horas, 21 minutos y 40 segundos. Cuando completó la carrera, dos tercios de los corredores aún seguían corriendo. No sólo demostró que las mujeres podían correr una maratón, sino también que podían hacerlo en menos tiempo que los hombres.

Al año siguiente Roberta Gibb volvió a participar, otra vez sin dorsal, en la misma maratón. Pero esta vez ya no lo hizo sola. Kathrine Switzer, quien había tenido la brillante idea de registrarse con sus iniciales, corrió con ella. Una, de manera clandestina; la otra, retando la normativa y otorgándose a sí misma el derecho a llevar un dorsal. Más tarde, Switzer contó el miedo que le invadió cuando tuvo que acudir a la asignación de dorsales. Mientras el juez le ponía el papel con el número 261, Kathrine bajó la cabeza, con la esperanza de pasar desapercibida. Lo consiguió. Estaba dentro. Tenía un número de corredora clavado a la espalda y otro en el pecho. La mujer, —no K. V. Switzer, sino el género completo— había conseguido entrar, de manera oficial, en la competición de una de las maratones más importantes del mundo. Cuando el juez ordenó a los atletas que pasaran para dejar entrar a otros, Kathrine dio un paso adelante, tal vez sin ser del todo consciente del paso gigantesco que estaba dando en nombre de todas las mujeres. Poco después sonó el disparo de salida y Kathrine Switzer empezó a correr. Como había ocurrido un año antes, muchos de los atletas reconocieron en la compañera de zancadas a una mujer. También como había ocurrido con Gibb el año anterior, lejos de reprobarla, la animaron y la acompañaron. Más tarde, también tuvieron que protegerla y lo hicieron como compañeros, como habrían hecho con cualquier otro de los corredores. Porque en ese momento estaban ante una compañera, independientemente de lo que hubiera entre sus piernas. Uno de los jueces que fiscalizaba la maratón descubrió el engaño y se enfrentó a la atleta. Intentó detenerla y sacarla del recorrido. Consiguió arrancarle el dorsal de la espalda y lo hizo, por suerte para la historia, cerca de una de las furgonetas de prensa. De aquel momento quedó testimonio gráfico. Unas cuantas instantáneas nos muestran la furia intransigente de la bestia tratando de detener a la corredora. Pero también nos hablan de un montón de atletas protegiendo y ayudando a su compañera de carrera. Para asegurarse de que no impedían a aquella mujer con el dorsal número 261 cruzar la línea de meta, un grupo de corredores la escoltó hasta el final de la prueba —con total seguridad sacrificando sus propios tiempos, porque muchas veces sostener la mano de un compañero y ayudarle a terminar su carrera es mucho más importante que batir una marca personal—.
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En algún momento, Kathrine Switzer fue consciente de lo que estaba haciendo. Era la primera mujer que burlaba las normas y corría con un dorsal, de manera oficial, una maratón. No podía, bajo ningún concepto, permitir que la prueba la venciera, ni que el famoso muro le jugara una mala pasada. Había demasiado en juego. En los juegos olímpicos de Estocolmo de 1928, unas cuantas atletas habían acabado totalmente desfallecidas una prueba de 800 metros y las consecuencias habían sido demoledoras para el atletismo femenino. Hasta 1960 ninguna mujer pudo volver a competir en pruebas de más de 200 metros. Kathrine Switzer sabía que si no lograba completar la maratón estaría dando la razón a una organización machista que prohibía la participación femenina. De modo que se olvidó del cansancio, de los calambres, de la deshidratación… y corrió los cuarenta y dos kilómetros y 195 metros de la prueba. Uno detrás de otro. Un kilómetro. Dos kilómetros. Tres. Cuatro. Cinco. Diez. Doce. Trece. Quince. Dieciocho. Veintiuno. Veintitrés. Veintisiete. Veintinueve. Treinta. Treinta y tres. Treinta y siete. Treinta y ocho. Treinta y nueve. Cuarenta. Cuarenta y dos kilómetros. Y, todavía, ciento noventa y cinco metros más.

Durante esos cuarenta y dos kilómetros en los que Kathrine Switzer se batía contra su naturaleza humana, la corredora mujer era muy consciente de que si dejaba de batir sus piernas, de que si dejaba de volar, su gesta habría dejado de ser un acto de valentía para convertirse en el peor legado que dejar a las mujeres corredoras y guerreras que la sucedieran. Así que K.V. Switzer, tras el dorsal número 261, voló sin desfallecer, sin miedo, sin pensar ni un sólo instante en apartarse junto al camino, ni en decir «no puedo más y aquí me quedo». Corrió inquebrantable durante los cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros, uno detrás de otro. Y, de esa manera, la mujer que se escondía tras el dorsal número 261 dejó de ser la primera mujer en competir oficialmente en la maratón de Bostón para convertirse en el primer bofetón —oficial— a los jueces que fiscalizaban la prueba y, por extensión, a cada uno de los miembros de la organización de la carrera.
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Kathrine Victoria Switzer completó los cuarenta y dos kilómetros con 195 metros en cuatro horas y veinte minutos. Roberta Gibb, sin dorsal, lo hizo en tres horas y veintisiete minutos. La marca de Switzer, sin duda, no fue una gran marca. Pero en ese momento tampoco se trataba de eso. No tenía que completar la maratón en un gran tiempo ni hacer podio. Sólo tenía que completarla llevando su dorsal con el número 261. Y lo hizo como una guerrera, sin detenerse ni para coger aire. A veces, en las facetas más importante de la vida, todo se reduce a ser valientes, a echarle ovarios, a alzar el vuelo con la primera zancada tras oír el disparo de salida. Pero, sobre todo, a veces se trata de llegar a la línea de meta, da igual con qué marca, aunque sólo sea para darle un bofetón metafórico a quienes sentencian que no podemos, que no estamos legitimados, que no somos lo suficientemente fuertes, lo suficientemente valientes o estamos lo suficientemente capacitados. A veces se trata de demostrar a quienes no creen en nosotros lo terriblemente equivocados que están. Kathrine Switzer no creyó a su entrenador cuando le dijo que las mujeres no podían correr una maratón y, sin embargo, sí creyó en sí misma cuando se dijo que sí podía. Lo mismo le pasó a Roberta Gibb cuando no creyó al director de la maratón al decirle que no tenía permiso para correrla. El permiso se lo otorgó ella misma escondiéndose tras unos arbustos. Las dos mujeres creyeron en sí mismas y esa fuerza las hizo invencibles. Tanto que pudieron correr los cuarenta y dos kilómetros con ciento noventa y cinco metros. Uno detrás de otro. Y así, kilómetro tras kilómetro, demostraron que la mujer estaba legitimada para correr la prueba más dura del atletismo, sólo tenían que creer en ellas mismas y en sus zancadas. Durante 42 km y 195 m. Uno detrás de otro.
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Olvido Andújar es es doctora (Ph. D.) con mención Cum Laude en American Studies, Máster en Historia y Estética de la Cinematografía, Certificado para la enseñanza de la Lengua y la Literatura y Licenciada en Periodismo. Actualmente es profesora de Lengua y Literatura en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Educación de la Universidad Camilo José Cela y con anterioridad ha sido docente en la Universidad Autónoma de Bucaramanga en Colombia, en University of Malta, en la Universidad de Alcalá y en la Universidad Europea de Madrid. Asimismo ha sido investigadora en la Universidad Complutense de Madrid, en el Instituto Franklin de la Universidad de Alcalá y en University of California, Berkeley. En la actualidad es académica correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, correspondiente de la RAE en Estados Unidos, investigadora del Proyecto de investigación competitivo “Espacio Educativo de Literaturas Interactivas” de la Universidad Camilo José Cela y miembro del Euro-Mediterranean University Institute de la Universidad Complutense de Madrid.

Sus líneas de investigación son los estudios fílmicos; el jazz en el cine y la literatura; la cultura y las letras hispanas y la didáctica de la lengua y la literatura. Entre sus publicaciones destacan aportaciones al campo de la literatura creativa, como el cuento “¡Os quiero matar a todos!”, en la colección de relatos Los académicos cuentan, publicada por Axiara Editions; y estudios y ensayos científicos como “Rosario Pi: una narradora pionera e invisibilizada”, en Revista Nómadas; “El jazz va al frente: el personaje del músico en el cine de la Segunda Guerra Mundial” y “El músico de jazz en el primer cine sonoro”, en Revista de Libros la Torre del Virrey; “Salva a la animadora, salva el mundo. Una lectura propagandística de Héroes”, en Frame; “El cine que nunca fue mudo”, en Síneris; “Lady Sings the Blues. La construcción del personaje cinematográfico de Billie Holiday”, en el libro Estudios de Mujeres. Volumen VII. Diferencia, (des)igualdad y justicia; y “La representación del personaje hispano en la nueva ficción televisiva norteamericana. El caso de Desperate Housewives”, en el libro Nuevas reflexiones en torno a la literatura y cultura chicana. Ha colaborado también con la Academia Norteamericana de la Lengua Española como editora de El país sí tiene quien le escriba: La narrativa colombiana de entre siglos, de Germán Carrillo; y como coautora en el libro de corrección lingüística “Se habla español”.

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