Periodismo Cronopio

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Cronica de japon

CRÓNICA DE JAPÓN

Por Martín Camps*

[blockquote cite=»Basho» type=»left, center, right»]En el agua
hay un reflejo
es alguien que va de viaje[/blockquote]

Viajamos sobre los viajes de otros, seguimos sus pasos y sobre todo, si son viajes literarios. Así que en el avión que tomé en San Francisco para ir a Japón, por primera vez, me llevé el libro En el país del sol de José Juan Tablada, el poeta que se fue en el buque de vapor Hong Kong Maru en mayo 15 de 1900, en un viaje de dos semanas por el mar. Ahora, voy en el avión que hace una elíptica por el mar pacífico compitiendo contra la fuerza de gravedad de la tierra e intentando alcanzar la espalda del sol. El avión va casi vacío, algunos pasajeros se apoderan de los tres asientos de la fila de en medio para poder recostarse, uno de ellos va borracho, habla en japonés y se tiende en los tres asientos, no se despertará hasta aterrizar. Yo me quedo en mi asiento asignado, cerca de la ventana, me gusta poder otear cuando llego a ciudades en las que nunca he estado, sus luces centelleantes, sus automóviles y la organización de calles, volar nos permite conocer las ciudades como si fuéramos seres de otros planetas que llegan en sus naves desde arriba. Recordaba que de niño consumía series japonesas, entre mis favoritas: «Señorita cometa» (con la hermosa Yumiko Kokonoe) sobre una muchacha que cuida a dos niños: Takeshi y Koji, pero mi favorita, que me mantenía despierto los domingos en la noche era: Itto Ogami (interpretado por Yorozuya Kinnosuke), el padre soltero que viajaba con su hijo con una carriola y se contrataba para matar con su espada de samurái.

La oferta de películas en el vuelo es escasa, espero que llegue la cena y en esos pequeños televisores me pongo a tomar un curso de japonés. Es ridículo querer aprender una lengua milenaria en una hora, pero al menos aprendo los números, el nombre de ciertas comidas y algunas frases para no morir de hambre. Mizu, es agua. Se acabó, al menos no muero de sed. Aunque respondo a 8 de cada diez de las preguntas del curso de Berlitz, después de la cena de carne y paquetitos de galletas, mantequilla y agua, se me ha olvidado todo lo aprendido. El japonés es una lengua que te pide sudor y sangre para aprenderla y no admite advenedizos, mucho menos turistas de la lengua. En medio de la oscuridad, sobre la zona azul del mapa, cerca de Kamchatka, abro la ventanilla y me sorprende el regadero de estrellas. Es una noche despejada y los astros lácticos son tan brillantes y claros como nunca los había visto antes. Me pongo la cobija de franela encima para lograr todavía una oscuridad más perfecta y me doy cuenta que estamos irremediablemente perdidos en este universo. Somos una balsa azul que flota en un mar negro. Me duermo viendo las estrellas, y despierto cuando el avión inicia su descenso sobre la ciudad de Tokyo.
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Sobrevolamos la ciudad, el magma de luces se alterna con silencios de oscuridad que sin duda son los parques de los que he leído, esos respiradores de lagos y flores donde descansan los nipones. En el mar, veo al menos cincuenta barcos muy bien iluminados, en grupos de seis o siete. Hay una ligera neblina y el avión hace su último acercamiento y se sacude en el pavimento como la cabeza de un cerillo en la cinta negra de la cajetilla. Los accidentes aéreos suceden en los primeros minutos al despegue o al aterrizaje. Estoy a salvo por ahora. En doce horas de vuelo puedo estar en Japón. Ja-pón. ¿Yo qué hago en Japón? Una conferencia sobre las relaciones entre América Latina y Asia, pero también una oportunidad para ver este país. Hago la fila para que un oficial me selle el pasaporte. Le entrego las formas de inmigración y en silencio moja el sello en una almohadilla y lo estampa parsimonioso en mi pasaporte. Me deja ir. Cumplo con la exigencia más importante después de un viaje en avión: voy al baño. Allí me encuentro con ese instrumento de nuestras miserias que los japoneses han perfeccionado: le han puesto calor a la cubierta y en ambos lados hay botones de todo tipo, es como sentarse en una computadora antigua. Preferiría que ese asiento de lo abyecto no hiciera ruidos, ni gruñera cuando está uno en posición tan vulnerable ¡y mucho menos que arrojara un chorro no solicitado de agua fría! Acto seguido saqué diez mil yenes del banco que equivalen a cien dólares. Pregunté en la caseta de información y dos agradables japonesas me dieron noticias de dónde tomar el metro, hablaban muy bien el inglés. Este país me cayó bien inmediatamente.
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Lo primero que noté de este país es su bien hechura. En América Latina (bueno, en México) nos fallan los rincones, los detalles, puede haber alfombra nueva, pero en los bordes hay mechones fuera de lugar, ciertas «descuadraturas». Pero aquí estaba todo en su lugar, limpio, el detalle estaba cuidado. Tiene sentido, nadie puede reponerse de tantos descalabros históricos (¡dos bombas nucleares!) y en menos de medio siglo convertirse en potencia mundial. Se requiere disciplina y cuidado con los pormenores. El metro estaba organizado como una de sus letras, un kanji de círculos y vueltas, parábolas y líneas alargadas que componían el mejor sello de la ciudad. Afortunadamente, después de las letras en japonés aparecían en inglés, esto facilitaba la dirección. Así que me conduje en el tren hasta la zona de Shinjuku. Por las ventanillas vi el nombre de algunos hoteles, uno que se llamaba «Hotel Lios» y pensé que en México, sería un hotel de paso con nombre muy ad hoc. También fue una película de 1938 de los hermanos Marx «El hotel de los líos» (Room service). En el vagón de metro un joven que me vio ver el mapa con los ojos enrojecidos por el «red-eye» me preguntó si requería ayuda, le dije que iba para Shinjuku y me dijo que era una de las estaciones más complicadas y concurridas. Otra señora que llevaba un sombrero de sol y viajaba con su padre viejo me dijo, también en inglés, que ellos me podían acompañar porque iban para la misma zona. Tanta atención me pareció un rasgo muy honorable de esta nación. Una vez que llega uno a este país, ellos son responsables de sus visitantes, son de atención desmedida y un profundo respeto por el otro. Me despidieron con repetidas reverencias y respondí igual, como si cabeceara pelotas invisibles. Salí a la noche donde empezaba a llover. Era la medianoche. La estación de Shinjuku me recibió con sus luces de televisiones gigantes, de anuncios. No me percataría hasta el día siguiente del silencio de las calles, a pesar de su aglutinamiento.

Mi hotel era el Kuyakuyomashae Capsule Hotel. Un hotel de cápsula que costaba veinte dólares y había alquilado en el internet. Tokio es una de las ciudades más caras del mundo, economizar es un acto de supervivencia. Estaba en el tercer piso de un edificio en una calle transitada. Había un restaurante chino en el primer piso y bares de karaoke (la soledad es cantar karaoke solitario en una de esas salitas) en uno de los pisos superiores. Hay que quitarse los zapatos al entrar y dejarlos en un casillero. Sí, los japoneses tienen espacio para todo (como en una caja de «bento»): un casillero para los zapatos, otro para la ropa y en cierto sentido la cápsula era como un casillero humano. Una suerte de entrenamiento para medir el ataúd o cama de forense. De dos metros de largo por uno y medio de ancho, con una televisión colgada a un lado, unos controles donde había también un reloj con una alarma. El colchón era delgado, si se pesan cien kilos, se estará tallando el piso con el cuerpo toda la noche. Pero las sábanas eran limpias y el cobertor olía bien. Una vez dentro, uno puede ponerse en cuclillas y abrir la computadora, leer, lo que sea. En los hoteles comunes tenemos mucho espacio: la cama, un escritorio, un baño con tina, un sillón. Pero la cápsula era un camastro para dormir y listo. Leí las instrucciones extensas que me tendió el encargado. En los baños había un jacuzzi, una tina de agua fría y otra de agua caliente. Además había un sauna y canastas de rasuradoras y cepillos de dientes, todo gratuito. Dejé todo en mi casillero y después de un viaje largo me metí al sauna donde había una televisión resguardada por un cristal grueso para protegerla del infierno y un programa con la pantalla recargada de letras y fotografías que no permitían ver la imagen.
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Frente a unos espejos estaban unas regaderas con mangueras para que los «capsuleros» tomaran su baño. La rutina era sentarse en un banco de plástico, rasurarse frente al espejo con una espuma que olía a lavanda y dos tipos de jabones líquidos para el cuerpo y el cabello. Bañarse sentado tiene sus ventajas, se puede uno lavar mejor los pies y tener mejor acceso a esas áreas del meridiano del cuerpo. Antes de entrar a los sanitarios, hay una flotilla de sandalias para proteger las plantas de los residuos de orín. En uno de los pisos había un área común para descansar después del baño. Allí se puede ver televisión en una mega pantalla frente a unos asientos de piel. Hay máquinas con distintos tipos de té. Máquinas de sopa ramen, de refrescos, máquinas para lavar ropa, computadoras. Una pequeña comunidad de personas que andan en unas batas azules (como de hospital) que ha otorgado la recepción. Agradecí el sentimiento de comunidad, era como estar en la sala de una familia numerosa. Después de un día de intensas caminatas, llego a la cápsula como si fuera un enjambre, una colmena, cargado de fotografías y me meto en ese cubículo para dormir y nada más.

En la cápsula se puede dormir, se cierra la cortina y se clausura el exterior. Hay Internet, así que se puede contestar correos, pero por ningún motivo se permite hablar. Había un grupo de jóvenes japoneses que reían y tomaban cervezas. Uno de los capsuleros, que era de origen inglés, salió disparado de su cápsula y fue a pedir de «manera inglesa» que guardaran silencio, entiéndase por manera inglesa un regaño de guante blanco con voz de institutriz para alguien que ha violado las leyes de la convivencia. Lo imagino enojándose igual porque alguien ha utilizado el cubierto equivocado en la mesa. En otra cápsula escuché a un francés que iniciaba una conversación por Skype, pero el inglés lo castigó con una exagerada «ch» africada que hizo callar al francés que se despidió rápidamente de su familia. Esa misma noche agitada, el habitante de la cápsula de arriba hacía ruidos carnales furiosos que terminaron por hacerme buscar mis tapones para los oídos y esperar que el día de mañana los vecinos de la colmena fueran más silenciosos.

Mi primer día en Japón lo pasé caminando. Sin un plan específico tomé una calle concurrida, en este caso la Meiji dori. Era un día nublado e iba caminando lento porque me dolía la rodilla por un juego de basquetbol que terminó de arruinarse después de 13 horas en el avión ensardinado. Me sorprendió la limpieza de las calles, caminé varias cuadras buscando basura, pero no la encontré. Paré en el parque Gyoen Shinjuku, un respiradero para la ciudad que conjunta jardines franceses con japoneses. En el hibernadero vi la delicada diversidad de las orquídeas, como ocultas carnosidades que los ojos quisieran morder. El cielo estaba nublado y una torre de la ciudad se levantaba sobre los cerezos. Los jardines japoneses son remansos para el alma, estanques donde se reflejan las hojas, la belleza del mundo exaltada con caminitos de madera. Un pájaro de rayos blancos y negros me seguía, así como el canto de los cuervos que parecían crujidos de oscuridad que bajaban de las nubes. Pensé en el graznido de los cuervos de la película de Kurosawa. Salí del parque renovado, después de una taza de té verde y un dulce de repostería japonesa acompañado de un palillo de bambú. El sitio era un lugar de té tradicional en medio del parque donde dos mujeres de edad madura servían el té con sus kimonos. Era una recreación de la ceremonia del té, pero para tomarlo había que pagar en una máquina dispensadora que se encontraba fuera de las puertas corredizas de papel, la mecanización de lo tradicional.
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Al salir del parque me detuve en el «Museo del fuego» donde había una exposición de bomberas y allí pedí un mapa de la ciudad. El oficial encargado fue semicorriendo por una guía y me trajo una en italiano, le dije que prefería una en español o inglés y regresó cuasi corriendo con otra. Finalmente me pude orientar y sabía que estaba cerca de la ciudad imperial. Llegué hasta la ciudad que estaba cercada por agua. En el puente Seimon Ishibashi había una caterva de turistas rafagueando el sitio con sus «flashes». Después llegué a la zona de Tokyo, una zona de edificios altos y tiendas elegantes de ropa de marca. Había una oficina encargada de todos los negocios para las Olimpiadas del 2020. Regresé en el metro hasta mi cápsula, estaba molido de cansancio y el «jet lag» era una aplanadora invisible en mi cuerpo. De alguna forma encontré fuerza y fui a buscar un mapa de la ciudad al edificio metropolitano de la ciudad de Tokyo, uno de los tres lugares donde había oficinas de turismo. El edificio era una mole de concreto que terminaba en dos torres, ideada por el arquitecto Tenzo Tange. Desde allá arriba, en el piso 45, a doscientos pies de altura, estaba la vista más soprendente de Tokyo, lo mejor, la entrada era gratuita y desde allí se podía contemplar el edificio «Cocoon» (capullo) que parecía un enjambre de palillos y que hubiera sido la delicia destructora de un manotazo de Gojira –godzilla– (mezcla de gorira y kujira, o gorila y elefante). La vista desde la torre era como estar en el interior de uno de esos monstruos que caminaban sobre las ciudades, ser sus ojos por las ventanas enormes. Regresé hecho una piltrafa a mi cápsula, concilié el sueño como un oso que apenas llega a su cueva y no estoy seguro de que mis pies lograron entrar por completo a la cápsula. Mis sueños tuvieron una luz intensa, como si dentro de mí todavía continuara la luz que alumbraba en la otra faceta del mundo.

Al siguiente día, después de una sesión matutina de sauna y jacuzzi pude ir al mercado de pescado Tsukiji. No me levanté lo suficientemente temprano para ver las subastas de pescado y los cortes de los peces grandes, pero pude visitar las zonas del mercado exterior y ver la variedad de moluscos y verduras. Una verdadera delicia. Comí un plato de arroz con pescados recién salidos del mar. El platillo costó 1.300 yenes, los distintos pescados, el camarón y el salmón se derretían en la boca. Me gusta la expresión en español «frutos del mar» porque en efecto, un pez fresco es tan delicioso como una naranja arrancada de una ola.
(Continua página 2 – link más abajo)

1 COMENTARIO

  1. Excelente, es una delicia leer a Martin. Las palabras se van desenvolviendo en la mente y el corazón, como una deliciosa aceituna rellena en la boca. Una gran gama de sabores cambiantes y deliciosos de principio a fin.

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