Después de comer, fui a buscar un teatro antiguo de kabuki. El teatro Kabuki-za había sido reabierto después de haber sido destruido por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, por eso en las indumentarias se insistía en la imagen del fénix, que como el teatro, se había alzado de entre las llamas. Esperé para poder comprar un boleto y se me dio una lista en inglés de las reglas para esperar en la fila. Decía que no se podía guardar el lugar para nadie, así fuera tu esposa o tu padre, si llegaba tarde tendría que esperar al final de la línea. Cuando te formabas en la fila, dos personas traían un banco cubierto con una franela roja y religiosamente cuidaban que nadie violara la fila. Llegado el tiempo para comprar el boleto, podías entrar y por 1.800 yenes ver una representación doble de teatro.
El lugar estaba impecable. En el centro había una cortina con una pintura del monte Fuji nevado. La primera obra con dieciséis músicos y ocho actores duró 20 minutos y era una obra que se alternaba con unos cantos y música típica de Japón. Los actores aparecían ataviados con ropajes elegantes y las mujeres con el rostro emblanquecido. El teatro kabuki significa teatro de la belleza que se alimenta de los gestos del Noh y del teatro de marioneta. No importa la historia, sino que sea bello. Es un teatro sensorial que estiliza la realidad y se dirige a las emociones. En el oeste, el teatro se dirige a la mente, es representacional. En Japón el teatro a diferencia del teatro occidental que intenta parecer la realidad, el teatro japonés es visto como teatro que no pretende pasar por realidad. Los trucos son obvios, como las sombras que son ayudantes ocultos tras una cortina negra que ayudan al actor y el público quiere ver esos recursos del artificio. Las voces de los actores se alargan como lamentos. La historia platicaba de una mujer que quería impedir que su marido fuera a la guerra, porque eso significaba la muerte segura. Hay algunos cambios dramáticos en el vestuario, de personajes que muestran su identidad verdadera y se abren como capullos mostrando su verdadero ser y atuendo.
Ver estas representaciones fue uno de los mejores días en Japón, escuchar cómo el público grita los nombres de los actores en medio de la representación como una muestra de reconocimiento a su trabajo actoral. Antes de la representación, se nos dio otra hoja con instrucciones, para no inclinarnos porque podía impedir la vista de otro asistentes, guardar silencio, etc. Había personas en cada fila como ayudantes, una sofisticada burocracia del orden. Renté un audio con la explicación de la obra y también incluía una serie de instrucciones, por ejemplo, no poner el auricular muy afuera de la oreja porque eso permitiría que se escapara el sonido y molestara a los otros espectadores. Lentamente empezaba a entender que tal vez el éxito de esta cultura radicaba en una serie de reglas o información para las personas, pero también en un numeroso grupo de cuidadores de esas reglas.
Esa tarde fui al museo de Ukiyo-e (pinturas del mundo flotante). Ver esas pinturas de Moronobu, Hiroshigué y Hokusai renueva el arte de ver. En algunos dibujos se presentan escenas cotidianas de la vida y de la naturaleza, como si fueran haikús pintados. Tal vez la pintura más conocida, aunque no exhibida es «La espalda de la ola fuera de Kanagawa» que corresponde a las «36 vistas del monte Fuji», pintado por Hokusai. Resalta en ellos el color azul, que era popular en la época, se llamaba el «azul índigo» y que después se cambió por el «azul Berlín», también conocido como «azul prusiano», que modificó el impacto visual de este arte. Las palabras que acompañan las imágenes son de la misma altura que el grabado; son como palabras de lluvia que se deshilan sobre el papel. La blancura de la nieve del monte Fuji resplandece como un trapecio. No pude dejar de escribir en mi cuaderno algunos haikús, por ejemplo:
Vestida de gris
el agua en la nube
desploma en Tokyo.
Salí con los ojos llenos de imágenes, todo parecía estar cargado de poesía. Pensaba en la luna llena como si fuera la tela henchida de un navío que impulsaba este archipiélago de poetas. Después del museo caminé al templo Meiji que estaba como un secreto entre un bosque. Adentro había una paz de agua que fluye y se recoge en un vaso de madera. Los visitantes dejaban pensamientos y peticiones en cuadritos de madera. Tocaban los tambores y llegó una delegación de policías con unos carros último modelo. Esa tarde llegaba el Presidente Obama a cenar con el Emperador Akihito y estaría visitando el templo. Los policías hablaban en sus radios y esperaban con una paciencia monacal, sin hacer bromas, guardando un silencio profesional en sus sacos negros. Regresé por el camino del bosque, la tarde estaba nublada, pero sin frío.
Tomé el metro hasta la estación Shibuya. Había escuchado de ese cruce de calles. Pude ver a la distancia, el hervidero humano en la intersección, confluir enfrente de ese edificio, Shibuya 109, que podría ser llamado el «palacio de las lolitas». Siete u ocho pisos destinados a la moda, a las ropas de muchachas jóvenes que se vestían de lo más estrafalario, con plataformas de diez pulgadas, sus cabellos pintados de rubio y lisos como un ventalle. Nunca había visto muchachas que igualaran o mejoraran a los maniquíes: largas piernas níveas y pestañas como si un cuervo aleteara en sus ojos. Los vestidos eran cortísimos, todo en su sitio. Había una mesa entera con playeras que decían: lolita. En las escaleras eléctricas había espejos en los techos donde las muchachas veían su rostro y se veían ser vistas. Veía a otros turistas que contemplaban el desfile de muchachitas, tomaban fotos, admiraban sus cuerpos de colegialas. No hay manera de no sentirse un sátiro entre esas muchachas y las vendedoras jóvenes que se visten para impresionar con sus zapatos que son obras de ingeniería del equilibrio.
En el último piso, digamos, en el cielo de ese edificio, había una oficina de cirugías plásticas, como si después de ascender por todos esas tiendas, nada le quedaba a la compradora, estaba la opción del bisturí. Vi que anunciaban en el escaparate cirugías para ojos, para hacer parecer los ojos más occidentales. Fue entonces que caí en cuenta de por qué había visto a algunas mujeres con un parche en el ojo. De pronto había pensado que se trataba de un picador de ojo serial o algún mal por las alergias, pero entendí que tenía sentido operarse un ojo y después el otro. Salí del palacio de las «loliñas» y afuera llovía. Algunas personas les pedían a algunas mujeres fotografiarlas, ellas lo hacían con gusto y orgullo por su atuendo y su belleza. La calle estaba iluminada por televisores. Busqué un lugar para cenar, pero no había nada debajo de 1.300 yenes. Me subí al metro y regresé a mi cápsula. Me esperaba un baño de vapor que sería un descanso para mis piernas. Esa noche dormí en la cápsula como una abeja en su hexágono de paz. Pienso antes de dormir:
Noche-dori
La noche en Japón
estalla en luciérnagas
(Kuyakushomae)
El 23 de abril, miércoles, fui a Yokohama, a la ciudad donde José Juan Tablada había hecho su hogar en 1900, en el barrio chino que era impresionante por su oferta de comida y por la belleza de sus calles. Llegar allí tomó una hora y media. La ciudad de Yokohama es donde llegaron los barcos internacionales y también donde salieron muchos japoneses durante sus migraciones a América Latina y Estados Unidos. El tren llegó a una zona donde había un centro comercial enorme, desde allí tomé otro tren hacia el barrio chino. El día estaba despejado por primera vez. Las familias estaban en la rivera del mar, tomando el sol, disfrutando el regreso del sol. Había un buque museo que era similar a los que llevaron a miles de migrantes. Cerca de allí estaba el Museo JICA (Japanese Overseas Migration Museum) que fue abierto en el 2002 para celebrar y documentar las distintas migraciones de Japón hacia el mundo. Había fotografías, relatos, muestras de las condiciones de los viajes hacia Estados Unidos, hacia Brasil y Perú. Había un carro de flores construido por inmigrantes japoneses para un festival en Oregon.
El museo estaba solitario, pero todas las exhibiciones eran de primer nivel, algunas relataban el racismo que sufrieron los japoneses, sobre todo en Estados Unidos, donde eran vistos como una amenaza por su influjo constante, lo que me hizo pensar en las mismas quejas que afrontan comunidades latinas o mexicanos en Estados Unidos. Regresé por metro hacia Tokyo, en el tren vi a una niña durmiendo el sueño de la inocencia, dormía tan profundamente como si estuviera en el regazo de su madre. Llevaba dos teléfonos celulares, uno en su bolsillo y otro en su mochila. Sonó uno de los celulares que la despertó, era su madre. La niña durmió por dos estaciones más, luego despertó, se talló los ojos y salió en la estación para perderse en un mar de gente. Un país que cuida de sus niños, que respeta sus derechos y los cuida en medio de la multitud es una civilización que ha alcanzado un alto grado de desarrollo. No hay el temor a que los roben, a que los rapten, son ciudadanos futuros y todos son responsables por ellos. Al salir del metro vi una mezcladora de cemento del tamaño de un piano, era impresionante ver cómo se había reducido un vehículo que en otros lugares es del tamaño tosco de un vagón de tren. Un grupo de jóvenes japoneses me hablaron en inglés y querían tomarse una foto, lo hicieron con sonrisas y tomaron una con mi cámara donde aparecieron felices, con sus uniformes perfectos y con sus cabellos a la moda, como si hubieran sido recientemente electrocutados. Seguí caminando y me sorprendía ver que no había muchas personas obesas ni indigentes. No puedo hablar con nadie, pero intento sintetizar el trayecto en metro en un haikú:
Letra trazada
el metro de la ciudad
letra que es mapa.
El siguiente día, 24 de abril, fui a los museos de Tokyo en la zona de Ueno. Allí me encontré con unas fuentes brotantes donde asistían algunos jóvenes y familias. No había la algarabía de un parque latinoamericano, los japoneses son por lo general silenciosos o respetuosos del espacio del otro. Por ejemplo, en las calles, las personas guardaban cierta distancia con los otros peatones, una distancia de casi un brazo (claro, con excepción del abrazo cordial y grupal del metro). En los museos recorrí la historia de este archipiélago desde que se pobló hacía más de 40 mil años hasta las expresiones de arte más reciente, las armaduras de los samuráis y sus espadas que son el alma de estos guerreros, las pinturas de ukiyo-e entre otras exquisitas maravillas del museo. También en otra de las colecciones había una exposición retrospectiva de Balthus, que al final de su vida se casó con una japonesa. La exhibición mostraba los dibujos de muchachas japonesas jóvenes. También exponía sus pinturas más conocidas, de muchachas dormidas con las piernas abiertas, ensoñando, ruborizadas, como enardecidas por malos pensamientos.
Viajar es tirarle una pedrada al vidrio de lo cotidiano. Subirse al avión es la esperanza de volver a lo habitual, a lo que activa también el viaje futuro. El avión estaba lleno, era uno de esos artefactos que en una sola fila había tres, cuatro y tres asientos. Vi por la ventanilla cómo ascendía el avión después de haber tenido una hora y media de retraso por una falla mecánica, que es la peor noticia a recibir cuando estás por embarcarte en una cafetera a treinta mil pies de altura sobre el frío pacífico. Mi esperanza era ver el monte Fuji a la distancia. El día estaba nublado, pero entre las nubes vi el monte a sus 3.776 metros como un ojo protector. Quise tomar una fotografía pero la aeromoza me miró con otro monte:
El monte Fuji
veo en su ceja alzada
cuando me mira.
No tomé la fotografía, pero pude ver los campos de arroz cercanos al aeropuerto de Narita, después rápidamente llegamos a la playa, las olas que me recordaron la pintura de Hokusai, el poeta que le puso garras y pezuñas al mar y que lo pintó de azul como una madeja de cabellos marinos. Después nos adentramos en la noche para llegar al día anterior que ya fenecía en Japón, a lo lejos vi el sol como una raya carmesí que me hizo pensar otra vez en las pinturas de Ukiyo-e que hacían uso de la anilina y ¡cómo se beneficiaron los atardeceres con la llegada del pigmento! (perdón por la exclamación modernista) De pronto siento todo el cansancio del día que perdí en el trayecto, siento el peso de la noche y las caminatas por Japón. Me invade una nostalgia por este país en el que apenas he estado seis días, el país del sol, pienso y me entrego a unos sueños iluminados como un mediodía.
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* Martín Camps es autor de los poemarios: Desierto Sol (2003), La invención del mundo (2008), La extinción de los atardeceres (2010) y Poemas de un Zombi (2012). Además del libro de ensayo: Cruces fronterizos: hacia una narrativa del desierto (2008). Actualmente es profesor asociado en la University of the Pacific en Stockton, California. Se especializa en la literatura latinoamericana, recientes ensayos publicados versan sobre Roberto Bolaño, el realismo mágico, la narrativa de la frontera de Ciudad Juárez, México. Ha ganado dos veces el premio para publicación de sus poemarios por el Instituto Chihuahuense de Cultura. En Madrid, acaba de aparecer su novela: Horas de oficina (2014).
Excelente, es una delicia leer a Martin. Las palabras se van desenvolviendo en la mente y el corazón, como una deliciosa aceituna rellena en la boca. Una gran gama de sabores cambiantes y deliciosos de principio a fin.