Periodismo Cronopio

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Sao pablo y otras crónicas sobre brasil

SÃO PAULO Y OTRAS CRÓNICAS SOBRE BRASIL

Por Ómar Javier Umaña*

Muy, muy grande es Sâo Paulo. Tiene cientos de barrios. Seis millones de carros. Casi veinte millones de personas. Cuatro aeropuertos. Dos centros. Y nada, nada heterogénea es. Por sus miles de calles los millones de personas son descendientes de cientos de países: de todos los de América y de todos los de Europa, de muchos de los de Asia y de muchos de los África. Y todos, todos enriquecen la ciudad. Los africanos con su música y su comida, los asiáticos también con su comida, los europeos con su trabajo, los americanos con su gentileza. Y acaban todos integrándose e influenciándose, sintiéndose brasileños. Comen todos hamburguesa y feijoada, beben todos cerveza y jugo, escuchan baladas y samba, gustan todos del fútbol y de la televisión, de la moda y de las playas. Y se miran desde la misma altura, se miden con la misma vara, se casan entre todos: hombres entre hombres, mujeres con las semejantes, descendientes de japoneses con descendientes de árabes, descendientes de africanos con los de Alemania, los de Latinoamérica con los de la India, los de Israel con los de Hungría.

Se fundó São Paulo para servir de paso al tránsito de caña. La fundaron pensando que era una comarca más y creció hasta el siglo XIX como un estadero más. Apareció entonces el boom del café y con él cientos de inmigrantes y de ricos que le llegaron para hacer fortunas, para construir hermosas mansiones, para industrializarla y modernizarla; inmigrantes también que la rodearon para trabajar en sus vastos campos, para cultivarle granos. A comienzos del siglo XX ya era la ciudad una metrópoli de rascacielos y puentes de inspiración inglesa, francesa e italiana, de familias como la Matarazzo que podían a su antojo construir hospitales, albergues y bodegas; de familias con una indisoluble amistad con la realeza inglesa y la portuguesa.

Se volvió São Paulo la ciudad más grande del Brasil, la más codiciada. En su centro toda importante empresa tenía sede, toda familia de la alta sociedad un apartamento, todo aspirante a una mejor vida un negocio. Fue entonces cuando llegaron los pobres del nordeste y del interior de la Brasil olvidada, y los asiáticos y americanos de la guerra y la miseria, y no pudo contener São Paulo esa expansión del desempleo y la necesidad, no pudieron integrarse muchos y acabó ese hermoso centro de iglesias y colosos edificios en el centro histórico no más. Mataron los dirigentes y empresarios lo que quedaba del centro en los años 80 cuando se llevaron cada oficina y cada trabajador a la Avenida Paulista. Quedó el antiguo centro viejo y arrugado para los mercados populares, los pobres y los sin techo, para el turista que de día lo visita pero de noche no lo puede transitar so pena de ser atracado. Y quedó entonces hecha la Paulista el corazón económico y laboral de la ciudad, la Wall Street, la calle de mostrar y del progreso. Se tumbaron las cientos de mansiones (quedan sólo cinco como patrimonio histórico) y se levantaron en sus lugares imponentes e interesantes edificios, exclusivos y bellos restaurantes. Tienen allí sede las más grandes marcas del mundo, trabajan allí los más ricos del país, pasea por allí todo el que quiere conocer la más visible cara de la ciudad. Cambió São Paulo su centro pero siguió siendo casi la misma, llena de mucha gente que se choca entre sí al caminar, llena de muchos carros que se trancan entre sí en cada semáforo. Y manteniendo ese toque que le da el carácter de entidad. Sobrepasa ser ciudad, supera ser un lugar, llega casi a convertirse en un ser que siente y grita, que pone y ríe.

Está loca, muy loca São Paulo. Es seria de día pero muy loca en la noche, cosmopolita, muy salida de madre. Por la calle Augusta es posible todo: trabajadores bebiendo, artistas trabajando, prostitutas tirando, adolescentes drogándose, homosexuales gozando, ladrones bailando, policías durmiendo. Y están con todos ellos todo el libertinaje de la modernidad y mucha de su creatividad, mucho de las pinturas que por los varios museos cuelgan y mucha de la arquitectura que por todos los barrios se observa. Son llenas de droga, sexo, alcohol y de música las noches de la ciudad, pero aun cuando son noches pesadas, son noches que románticamente una que otra luz artificial, una que otra estrella, y la brisa de uno que otro de sus millones de árboles, cubren al caminante como protegiéndolo del hostil concreto.

Tiene ganas São Paolo de ser una ciudad del primer mundo pero es una ciudad brasileña y latinoamericana. Cuenta con todas las comodidades y los espacios de la modernidad, pero también con la pobreza y el crimen de la humanidad. Por sus miles de metros se levantan miles de edificios y cientos de parques pero también cientos de favelas y miles de casas sin agua. No es ajena São Paulo a la corrupción y al tráfico de drogas. Se roban mucho pero mucho los empresarios y los políticos. Se confabulan y delinquen mediante el tráfico de personas, de arte, de animales y de drogas. Se esclavizan bolivianos en las empresas de los textileros, animales para el gusto de los europeos, mujeres para el gusto de los asiáticos. Se mercadea con mucha, mucha droga; con crack para desgracia de cientos de miles. Se convirtió el viejo centro de São Paulo en Cracolandia: moran y se destruyen en sus calles niños, adultos y ancianos de todo tipo de origen. No puede hacer ya nada el gobierno, tampoco las ONG, mucho menos las religiones, mucho menos la gente que apenas mira como el adicto pierde peso, después la conciencia y finalmente el habla. Pero es muy, muy rica São Paulo. Tanto como para que sus gobernantes construyan la ciudad perfecta, tanto como para darles educación y salud a todos. Se enriquece con los impuestos, con el sector financiero y con el sector de servicios pero se empobrece con un sólo sector: el de la corrupción. Protestan los Paulistas pero las cosas no varían: se construyen opulentos estadios a sobre costos e innecesarias decoraciones a falso costo.

Pero sigue gustando mucho, mucho Sâo Paulo. Gusta al que llega a vivir y a pasear, gusta por su dimensión y multiculturalidad, por la amable gente, porque todo lo que existe en el mundo del hombre, lo hay allí para el disfrute del hombre. Tiene la capacidad São Paulo de ser una distopía y también una utopía: se encuentra la mano de Neymayer y la imagen de Senna, la planificación de algunos dirigentes y la voz de los intelectuales, se encuentra también la tolerancia y la solidaridad, y siempre, un grafiti para fotografiar.

Y encuentra también la ciudad dos preguntas: la una que para otra ciudad se respondería en una frase pero que para esta se necesita al menos un libro: ¿Cómo es Sāo Paolo?; y la otra que sencillamente no tiene respuesta: ¿Cómo es el Paulista?
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RÍO EN ENERO

Impresionó el Pan de Azúcar a cada colonizador que desde el mar lo vio por vez primera. Se hizo famoso para los franceses que lo quisieron suyo y luego para los portugueses que lo hicieron escudo y fortaleza. Se hizo así mismo una postal que cientos pintaron y acerca de la cual miles escribieron. Se hizo tiempo después un símbolo y ya hecho un símbolo se convirtió en el mejor mirador del territorio brasileño.

Gustaron las playas de Copacabana, Ipanema y Leblon a todos los amantes del verano y el mar, y ya en el entrado 1900 gustaron a las estrellas del naciente Hollywood y a las familias de las decadentes casas reales. Se convirtieron las playas en pinturas y fotografías y hechas esto, en las principales atracciones de Sudamérica.

Fascinó el Corcovado a todo el mundo católico, y por la visión que de él se tiene de la ciudad, a todo el mundo turístico. Se hizo este una maravilla y hecho una de las siete del mundo moderno, se convirtió en el sitio más visitado del Brasil.

Se llevó a cabo en Río de Janeiro una exposición universal en 1908. Tuvo lugar a los pies del morro de Urca, a escasos metros del Pan de Azúcar, a pocos kilómetros de las mayores playas, y desde donde podía observarse el lugar que sería sede del Cristo de Corcovado. Ciudadanos de muchas partes del mundo asistieron, y tanta suerte la ciudad tuvo, que además de hacerse conocida (lo era medianamente por haber sido la capital del imperio de Portugal durante varios lustros del siglo XIX), fue llamada desde entonces «La Ciudad Maravillosa». Tanta visión un empresario del café tuvo, que a partir de ese furor hizo construir un teleférico que va desde el suelo mismo, al Pan de Azúcar. Y tanta excitación surgió en la dirigencia política y empresarial que por las siguientes décadas se construyeron parques naturales, exclusivos hoteles y vastas atracciones.

Es del Morro de Urca (200m) y del Pan de Azúcar (396m) de donde mejor y más completamente se puede contemplar la ciudad. Puede verse desde distintos miradores, de pie, sentado o acostado, puede tomarse un helicóptero y puede también el que sepa, practicar escalamiento. Abajo, muy abajo está sobre el nivel del mar la ciudad. Al respaldo algunos morros que del mar abruptamente salen para espigarse con sus árboles por unos cien metros. A la izquierda otros morros pero con una mayor y pictórica grandeza están las famosas playas que como hileras blancas de definición ovalada perfecta, dividen el azul mar del verde y del concreto. Copacabana parece el rímel de la ciudad; Ipanema y Leblon la sombra que embellecen sus párpados; los morros que las gobiernan, el rubor. Y Playa Vermehla menos conocida y más tranquila, el sexy lunar que sobre los labios sobresale.

Contemplar Río es una gracia. Se puede observar al que a lo lejísimos se zambulle en el mar o al que aún más lejos camina para llegar a su casa en un cerro. En frente y a la derecha de los morros se presenta el resto de la ciudad que tiene dentro de sí todo lo que pueda imaginársele a una ciudad y casi todo lo que pueda imaginársele a la naturaleza. Hay en esa porción de mundo edificios, casas y parques, barrios exclusivos y favelas, árboles, montañas y lagunas, carreteras, ferrovías y túneles, puentes, gente caminando y gente en patines, carros, bicicletas y motos, letreros y publicidad, luces y sombras, mucho sol y algo de anaranjado, el azul cielo de verano que todo lo cubre y una que otra nube perfecta en su grosor. Se puede detallar en esa porción todo lo que inventó el hombre y lo que el hombre usa, los aviones que desde el aeropuerto despegan, los helicópteros que por Pan de Azúcar pasan, los barcos que a puerto llegan, los yates que flotando en la bahía reposan, el metro que invisible atraviesa media ciudad y los carros que en un fluido tráfico parecen suaves olas; puede verse desde el Urca tanto las ficciones de las utopías como las realidades de las metrópolis, lo bueno y lo malo, lo exclusivo y lo marginal, lo planeado y las favelas, la elegancia y lo colorido, lo encantador y lo extremadamente encantador. Todo puesto de la manera más extraña, todo pareciendo instintivo: no es el territorio de Río el territorio de una ciudad, son sus morros y el corte de espacio que hacen las playas una barrera, pero curiosa y afortunadamente el alma y la palabra de una comunidad.
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No estaba llamada Río a crecer tanto, mas los ingleses en el siglo XIX con sus imposiciones comerciales y la miseria y el desempleo en los siguientes, la convirtieron en la segunda ciudad del Brasil, en la sede del Petróleo y los medios, en el ícono del turismo y la música, en el ejemplo del mundo manipulado por el hombre. Es el hombre lo peor que le ha sucedido a este planeta y a las demás especies; es el hombre el diablo de la tierra que todo lo acaba y su diablo mismo que así mismo se acaba con gas, átomos y pólvora; es el hombre una vergüenza tras otra y el gatillo y la bala; pero viendo a Río desde el Urca y el Pan de Azúcar (y también desde el Corcovado), lo poco bueno que tiene florece y se muestra el hombre como un ser que a pesar de todo, es también capaz de crear belleza y sentido, de usar la ingeniería y las artes, la inteligencia y la visión, de despertar fascinación y con ella tributar cada forma y signo de la naturaleza. Tiene Rio en cada trazo y en toda sí, la perfecta amalgama del concreto y el verde y el azul. Sus construcciones acaban siendo el espejo de la floresta que la protege y del mar que le sopla brisa; su desarrollo acaba siendo el perfecto paisaje de una ciudad que es a la vez llena de tránsito y llena de zonas verdes. Tiene Río mucho sol y mucho calor a veces, mucha delincuencia y pobreza siempre, tiene explotación, corrupción y opresión, pero tiene también todo lo demás y con ello y ese mismo sol y ese mismo calor, y el folclor y la tenacidad de muchos, tiene espíritu. Acaban entonces los cariocas dedicándose a vivir en Río. Y los visitantes dedicándose a narrar lo que vieron en Río.

EL CIELO EN LA TIERRA

Se alza Jericoacoara en un semidesértico rincón playero del nordeste brasileño en donde el sol y la brisa pegan fuerte, el mar es cálido, cristalino y altivo, y unas dunas bordean la costa, las llovidas lagunas, las pocas casas, y una pictórica piedra en forma de arco.

No es muy conocida esta población pesquera ni dentro ni fuera del país a pesar de ser reserva turística desde los años 70. Se llena de todos modos en verano y durante semana santa cuando bocanadas de paseantes despliegan sus equipos para hacer wind y kitesurfing, y surfing y sunboarding.

Está conectada Jericoacoara con Jijoca a una hora en carro por una desértica ruta costera, y a cuatro horas con Fortaleza por otra desértica ruta pero ya interior y que atraviesa uno que otro río y una que otra autopista. Recorrí yo la versión costera de noche en la ida y de día en la vuelta, ambas veces en una especie de jeep que es al mismo tiempo una especie de chiva [autobús]. Son esos tramos por sí solos, un memorable e icónico paseo. Va el carro a hasta 70km por hora en vías de arena y dunas; mientras va, al no tener sino techo y ser en lo demás descarcazado, la brisa llega a todos los pasajeros quienes refrescan sus rostros y sienten bailar sus cabellos; salta un poco de cuando en cuando a causa de los morros de arena; y se adentra en ocasiones mucho en la playa hasta casi recibir las mermadas olas del mar, y en otras en menguados lagos cuyo hídrico rastro las llantas llevan al pasajero. No hace más este que aferrarse a su porción de la butaca de madera que le sirve de silla, y disfrutar de un paisaje que está a su altura en el día cuando lo llamativo son las amarillas dunas, el celeste mar y el despejado cielo; y hacia lo alto en la noche cuando lo interesante son las miles de estrellas. Hubo mucho, mucho viento en mi ida de noche, y a causa de ello ninguna nube por lo que veía con claridad cada constelación, cada titilar de luz, y esa blanca luna que ya en el trópico adquiere un tamaño razonable. Y hubo mucho, mucho sol en mi vuelta de día, y por ello, un paisaje interminable de agua salada a un lado, y uno de arena al otro.

Jericoacoara es ameno y paradisíaco. Por decisión mantiene todas sus calles en arena y por obligación las edificaciones son ecológicas. Como consecuencia, un aceptable equilibrio entre lo nativo y lo moderno se alcanzó: se mantienen los pilares naturales, la zona de dunas, playas y rocas, y aunque adentro se construyen hostales, hoteles, restaurantes, mercados y almacenes se siente aún la brisa del mar en cada casa, a sus cuartos entran los granos del desierto, se mantiene el agua clara y la playa limpia, y a excepción del ruido de las motos, de los buggies y de las pocas discotecas, se escuchan únicamente los sonidos de las olas, las ramas y de la escasa lluvia que cae. Ojalá no suceda con Jeri (como de cariño todos acaban llamándola) lo que pasó con Montañita en Ecuador y lo que está sucediéndole a Máncora en Perú; son lugares tan frágiles que soportan sólo una porción de turismo y de extralimitarse éste, la degradación se hace inevitable.

Al norte el vasto Atlántico se expande, pero inmediatamente comienza en Jeri es perfecto para tomar baño, sol y color. También se pesca pero no a gran escala, y también se navega, pero no con tanto interés. Es mejor quedarse en tierra y desde esa amarilla y en ocasiones anaranjada arena, caminar y contemplar los alrededores. Al este, a treinta minutos caminando, se encuentra la famosa piedra por la que es más conocida Jeri. Es una oscura y pronunciada piedra que al comienzo del mar se espiga unos cinco metros en forma de arco: su textura es llamativa y más su fotográfica y perspectivesca estructura. Bajo ella la playa termina y el mar inicia, y en alta mar pasa este por entre el medio una y otra vez como entrando y saliendo de su casa. Pero como en los procesos humanos, más fantástico que la piedra es el camino que desde Jeri a ella se hace. Se atraviesan dos colinas medio rocosas y medio dunosas, y algo verdosas y algo desérticas, que estando a unos cincuenta metros sobre el nivel del mar, permiten una vista de primera y la sensación de encontrarse, como dicen los ingleses, en el top del mundo. Hay quienes transitan la ruta a caballo o incluso en buggie, pero la mejor opción es caminar y hacerlo descalzo sintiendo la textura de la arena que es oscura, fría y tiesa al comienzo, rojiza y áspera después, amarilla y puyante casi al final, y blanca, cálida y suave al terminar el trayecto. Hay tramos en los que la roca que acompaña el sendero es roja y otros en que es negra dando hacia el mar y del lado opuesto, amarilla. Hay partes en las que la vegetación es tropical y en otras en que está compuesta de cactus. Puede en algunas zonas caminarse dando patadas a la suave arena pero en otros con cuidado, a causa de las pequeñas piedras. Puede en un tramo lanzarse quien quiera, una y otra vez, por diez metros y al ser la arena tan abundante, ninguna herida le ocurre al cuerpo; en cambio en otros hay trozos de roca incrustados, o la mismísima y grande roca negra sobre la cual cualquier cosa estallaría. Están eso sí siempre, los sonidos de las olas que contra las piedras pegan en alta mar y que sobre la arena se deslizan en marea baja; la inmensa y fortísima brisa que podría tumbar a un niño; y el sol que al caer se hace manso y melancólico.
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Al oeste están las más grandes y hermosas dunas. Son amarillas y limpias, de fácil acceso a su cúspide y con pendientes en sus costados del norte, estupendas para lanzarse en tabla. En esas dunas es donde más puede descansarse y meditarse en Jeri, y de allí es de donde mejor se ve el amanecer, el atardecer y cuando éste ha acontecido, desde donde mejor se observan las estrellas. En el día son muy, muy visitadas, pero en la noche no va nadie y puedes sentarte en el más completo silencio del viento a pensar o a escribir, o puedes bailar o ver el firmamento y con él tu vida, o besar y fornicar con una chica, o mear y gritar pero en todo caso, al cabo de dos horas de pasarla en las dunas, no habrá más que sonrisas en tu rostro. Y arena en la cabeza.

En el sur la laguna a la que fui estuvo más que bien. Es el sur una zona solitaria y árida: hay una que otra casa, una que otra tienda, y casi todo a causa del turismo. La laguna la rodean dos pequeñas villas y tres apartados restaurantes. El agua es tibia y de lento caudal, transparente al inicio y gris en el interior, hay poca profundidad y sólo tierra y barro en el fondo. Cerca de la orilla y todavía dentro del agua dos butacas de madera se levantan para hacer las veces de trampolines a los chicos y asoleaderos a las mujeres. Pero lo más llamativo son los chinchorros que frente a las butacas cuelgan de improvisados postes, y elevando casi todo el cuerpo del usuario, excepto la cola y parte de la espalda que en el agua quedan, crean una realidad paradisíaca, como sucede con todo en esa región. Puede ser Jericoacoara con cada uno de sus puntos, el inicio del mundo. Es posible danzar en sus playas; caminar descalzo por entre sus arenosas calles; rodar desde sus frescas dunas; cenar bajo sus iluminados árboles; y bañarse al otro día en su caliente mar sintiendo una rápida brisa y de cuando en cuando las tiernas gotas que desde las poquísimas nubes caen. Se hace inevitable en Jeri, entender la grandeza de una naturaleza que todo lo tiene y todo lo ofrece sin recambio.

Pone una canción: You gave us some place to go.
I never said thank you for that.
I thought I might get one more chance.
What would you think of me now, so lucky, so strong, so proud?
I never said thank you for that.

EN EL RÍO

No es nada educada una de las meseras del barco. A cualquier pregunta o responde de mala gana o no responde. Ante un error contesta con gritos y hasta insultos. Nunca ríe y mira mal a todos. Es diminuta en su tamaño, vieja, delgada y tiene arrugas, cabello largo y negro, y un rostro indígena. Un día ante su grosería tuve ganas de gritarle, pero después reflexioné: es mejor no hacer nada, no contestarle siquiera, no delatarla siquiera. Si esto último hiciese podría ser reprendida o incluso despedida lo cual a su edad es una tragedia; no le sería fácil encontrar otro trabajo y lo más probable, caería en una situación de miseria. Causaría entonces mi acción su desgracia que pienso, ya ha sido mucha pues es descendiente de indios que en esta región no son otra cosa que la mano explotada, esclavizada y asesinada. Vendrá ella de los legendarios indios que encontraron los Orellana, de los que luego se llevaron a Bahía y a Minas Gerais para la extracción de minerales, vendrá también de los indios de las seringueiras del imperio de Arana y de los que después acabaron con Chico Méndez, vendrá también de los que han sido usados en la transamazónica, las madereras, los campos de la Carguill y la Monsanto, y de aquellos que cuanta tarea difícil e impaga hay, son llevados a hacer.

Viene pues ella de la explotación, y si no es así totalmente, viene del olvido. Su vida habrá sido dura y apática y por ello —aunque no totalmente pero sí en mucho—, su comportamiento es justificado. No tuvo nada fácil; no tiene nada fácil, su trabajo es sofocante y fatigante; y no tendrá nada fácil: ni pensión, ni diversión, ni opciones. Aquí en el barco paso yo medios días difíciles a causa del sol y el calor, pero son una aventura. Pasa ella las mismas horas y muchos pesares y no son más que lo mismo de siempre. Viene, repito, de un mundo que el hombre hizo atroz desde la llegada de Colón: no tiene ella, ni tendrá ya, los beneficios que en contraposición al daño, llegaron desde entonces. Veo en su cara la herida de los muinanes, los mortales castigos que a todo indio se le infería, los heridos árboles que desangrados después morían, veo también en sus brazos las deudas del caucho y la ruta que se llevó vidas, dinero y la historia misma. Veo también en sus manos las limitadas opciones de vida; los siguen matando hoy la soya, la madera y la cocaína que legales o ilegales son iguales de dañinas.
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Hace poco más de 100 años en cada uno de los puertos a orillas del Río Amazonas, se comerciaba el caucho que de los árboles se extraía para su embalaje hacia Europa y Estados Unidos en donde era convertido en llantas, cepillos de dientes, accesorios, comodidades e inutilidades. Los mayores centros de extracción se alzaban en el Putumayo colombiano y en el Amazonas peruano, pero se cargaba otro tanto a lo largo del río. Lo despachaban los indios, la embalaban los indios, la amontonaban los indios, la recogían los indios pero no era ese un negocio de los indios, el negocio era de emperadores que esclavizaban a los indios y los dirigían a través de otros indios o mestizos con licencia, no sólo para matar sino también para torturar. A los indios los ponían a trabajar sin límite de horario, cansancio o peso, les vendían hasta la comida que no podían comer y las residencias en las que no podían dormir, les vendían todo más caro a tal punto que las deudas nunca se saldaban y debían pagar los hijos las de sus padres que luego se acumulaban con las suyas en una cadena que no terminaba sino hasta que moría todo un linaje, o hasta que la explotación se fue de allí y los estadounidenses la trasladaron —aunque de manera no tan cruel— a Malasia y Ceylán.

Los hacían morir en cepos, en hogueras, a palazos, a tiros, por perros, de hambre, de enfermedades, y no los dejaban siquiera suicidarse. Los dejaban vivir a veces pero mutilados y habiéndoles matado en frente a su esposa, su madre, su padre y sus dos o tres hijos, no sin antes violar las mujeres y torturar con estimulada paciencia cada espalda, cada una de sus piernas y cada cabeza. Se mataron, dicen, hasta el 90% de varias tribus, se desplazaron todas, todas, y se erradicaron sus costumbres. Hoy nadie quiere hablar del caucho y nadie ríe cuando se habla del caucho, pero en el río —aunque el mundo se ha empeñado en no recordar este genocidio—, son muchas las heridas que se encuentran. Basta ver los rostros de los indígenas que quedan, que como el de la cocinera, fueron condenados, junto con innumerables generaciones, al servicio.
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* Ómar Javier Umaña, nacido en 1987. Es abogado de la Universidad Externado de Colombia, graduado con la Tesis «Aproximación a los Estudios de Derecho y Cine: El Hecho Cinematográfico Socio Jurídico del Cine Colombiano». Candidato a Magíster en Comunicación Audiovisual de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Mención Especial en el XXIV Concurso de Cuento Corto Universidad Externado de Colombia, Cuento «La vida, más cine». Autor y administrador del Blog Inmundo, blog invitado por El Espectador en la Feria del Libro de Bogotá del 2012. Fundador y director del Cine Foro «El Cineirómano» de Buenos Aires, Argentina. Comentarista y crítico de cine del folleto de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Fundador y director del foto estudio Perro Shoot.

1 COMENTARIO

  1. Omar muy buenos días, me alegra bastante saber que hay una persona muy creativa y orgullosa de su formación, que Dios continúe proporcionándole ese ingenio y creatividad que lo caracteriza, para que siga describiendo en sus narraciones las vivencias que lo han hecho escritor.

    Mil felicidades y que Dios los siga bendiciendo

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