Periodismo Cronopio

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Bailemos salsa en Nueva Delhi

BAILEMOS SALSA EN NUEVA DELHI

Por Carla Giraldo Duque*

Preferiblemente en casa, preferiblemente sentados alrededor de una coca plástica llena de vodka con nestea, preferiblemente de 5 a 6 juegos para emborracharse. Y el infaltable «mashora, mashora», que los coreanos cantan y bailan para que quien pierde «beba».

Son varios meses viviendo en Nueva Delhi, capital de India, y en un contexto bastante japonés y coreano, ya conozco sus protocolos de fiesta. ¿Pero y la «rumba» india qué? Bueno, yo traía la idea de envolverme en un sari, decorar con henna mis manos, estamparme un bindi en la frente y empezar a danzar muy a lo Bollywood a la primera oportunidad. Pero el sari está reservado para las mujeres casadas y las Bollywood party para Bollywood.

«No vas a querer ir a una discoteca india», decían mis amigos, «la música es absurdamente estridente y no la vas a tolerar por más de 10 minutos». Pero curiosidad es curiosidad y necesidad de mover el cuerpo es necesidad de mover el cuerpo.

Los persuadidos fueron cinco: Takuya, Reon, Oli, Jordi y Lily. Llegamos al lugar y en la entrada nos informaron que las parejas y mujeres solas no pagaban. Los demás —hombres solos— 500 rupias. Algo así como 15 mil pesos colombianos, pero que en la realidad india representan mucho más, creería yo que alrededor de 50 mil. Tragué saliva por los chicos, «yo no sabía nada y yo no consumo alcohol, pero pago los rickshaws —mototaxis—, ¿bueno?», dije. Y entré antes de que empezaran a divagar y se arrepintieran.

Sí, la rumba y el alcohol aquí son escasos y cuestan, pues no hacen parte de su tradición y además para algunos devotos de religiones como el hinduismo, budismo, islam, sijismo, yainismo, zoroastrismo y bahaísmo están vetados. Lugares como este; el «Urban Paid», en el GK1, una de las zonas residenciales exclusivas del sur de Delhi; son relativamente nuevos.

—¡Dios!, mi ignorancia no tiene limites.
—¿Qué, te los imaginabas de vestido punjabi y curta o qué?
—Nahin ji —no señor—, pero no sabía que estas mujeres ya domaban los tacones de 12 centímetros y las minifaldas. En el metro y la calle siempre van bien discretas y cubiertas.

Pero el «Urban Paid» no era ni la calle, ni el metro, ni un lugar al que se va con los papás, mas bien lo contrario, un sitio para desentenderse de la fiscalización familiar. Era moderno, las paredes decoradas con una mezcla de diseños indios y occidentales, iluminación rosa y violeta. Nada que evocara a la India ancestral, pues hasta siete grabados en relieve y gran formato del Kama Sutra se habían liberado, dando un salto cuántico de lo autóctono a lo global.

La música estaba en un nivel decente, no, no aturdía, y le sacamos gusto a bailar el «Tu mera hero» indio y a intentarle a los pasos del «Gangnam style» coreano. Canciones de Bollywood también las hubo. Cruce de miradas con uno que otro «trigueño de fuego», sí, claro que sí. Nada de maharajás ni sultanes, pero «trigueños de fuego, ojos del desierto» al fin y al cabo, porque el cliché de lo «exótico» convoca.

La escasez de chicas era evidente, las que había ya estaban emparejadas, y en lugar de grupitos de amigas, abundaban los de amigos, que competían por los mejores pasos y bailaban muy de cerca entre ellos, se cogían de las manos e incluso «parecían coquetear». Lo que no es raro, pues también se ve en las calles: policías, obreros y estudiantes de la mano… Nunca mujeres, sólo hombres. Un gesto de familiaridad, de amistad del alma.
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A las 11:30 nos echaron del lugar y ante la falta de otra opción: pa’ la casa. Nos fuimos antojados de más y pensando en las potencialidades que ofrecía ese segmento de mercado. «Ni un solo café abierto, ni donde comerse un sánduche o rematar así sea con yogurt», decía Jordi. Entonces Oli contó que en Delhi, una metrópoli con cerca de 23 millones de habitantes, las universidades eran de los pocos espacios despiertos a esa hora, pues durante este verano de cerca de 50 grados muchos preferían usar las noches para estudiar.

Días después, ante mi grito de «salsa, bendita internacionalización de la salsa», Shekher, el amoroso y siempre bien peinado novio indio de Oli, decidió acompañarnos a una nueva fiesta. Esta vez en Hauz Khas Village, un área en la que aunque ahora abundan los restaurantes, galerías de arte, tiendas de ropa y artículos de lujo, todavía quedan una mezquita, un estanque y tumbas de la realeza musulmana. Evidencias de la medieval Siri, una de las siete ciudades antiguas sobre las que se extiende Delhi.

El nombre del lugar, no lo recuerdo; el decorado, tampoco. Sólo sé que era un segundo o tercer piso con una pista amplia y vacía. Pocas personas tomando y conversando. Y lo más importante: la cancioncita esa de El ratón, de Cheo Feliciano, que yo canté así de mal… «De Guatemala, salió un ratón, oye, de Guatemala…»

—Yo sé como es esto —me decía Shek entusiasmado —hace un tiempo pagué por dos meses unas clases de salsa ¿Puedo poner mi mano aquí, cierto?
—Sí Shek, pero no tienes que estirar ni tensionar tanto los brazos, ni las piernas. Suéltalas un poco.

Yo, empoderada de mi «latinidad», repitiendo lo que tantas veces me han dicho los amigos que se burlan de mi mal bailar. Shek, con el rostro serio y concentrado, el cuerpo rígido, los movimientos exagerados. Me recordaba las poses del tango. Yo, disfrutando por primera vez de sentirme más coherente y fluida que cualquier otro en ese lugar. Feliz de que aunque la música fuera la misma —el Gran Combo, Buena Vista, Héctor Lavoe, Cheo Feliciano, Oscar de León, Wllie Colón, Rubén Blades, Joe Arroyo— no se tratará ni de Cali, ni de ninguna ciudad con expertos salseros, y de que ninguna de mis amigas estuviera por ahí para decir, «ay hermosa, divina, mirala como baila».

Pero los minutos pasaron y empezaron a llegar parejas que no pudieron haber asistido a la misma academia que Shek. Salsa aeróbica, artística, aérea, ¿cómo se llama eso? No sé, pero daban vueltas, se cargaban y se deslizaban por el piso. Muchos entre ellos parecían profesionales, otros principiantes, pero disfrutaban. Según yo, se movían muy bien. Según Pedro, un venezolano que nos encontramos, «no se lo gozan mujer, no mueven el culo, parecen compitiendo». Sí, la mayoría bailaba igual una bachata, salsa, merengue o el «bailalo, ay ven bailalo», único reguetón que sonó. Y se les dificultaba el cambio de velocidad entre una suave y una mas rápida, pero por favor, es India.

Yo reasumí con orgullo mi humilde posición de mala bailadora, pero buena gozadora, y me dejé zarandear por un señor barrigoncito, de turbante y camisa azul. A mi cuerpo lo magulló su ímpetu, pero mi corazón celebró que en un país donde el contacto físico con el sexo opuesto sigue tan vetado, la música que les llega de otras latitudes esté haciendo su aporte para sanar tanta segregación.
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La salsa y otros ritmos latinos no podrían haber nacido aquí, en un lugar en el que el saludo nacional, el famoso «námaste»; que se caracteriza por la unión de las palmas de las manos a la altura del pecho y se puede utilizar como un hola y chao; se centra en el absoluto respeto por el espacio vital propio y del otro, evitando al máximo el contacto físico.

Mi amigo del turbante me dijo que para los bailes tradicionales están el cine, los festivales, las bodas y los sitios para turistas. Pero que si lo que quería era salsa, habían muchas academias para aprender, y que de martes a domingo podía ir a un bar diferente cada noche y aprovechar las veladas latinas que organizan. Lo que no me dijo es que esto es así sólo en Delhi, Mumbai, Bangalore, Goa y otras áreas urbanas con una población más receptiva a lo «nuevo», a lo «diferente».

En la India profunda, donde la tradición es todavía ley viva, existen pocos bailes en pareja. Bailes que haciendo un paralelo con Colombia, se aproximarían más al bambuco —en el que hay interacción, pero un acercamiento físico moderado— que a la salsa. Por ejemplo el Garba y el Dandiya, danzas de la región del Guyarat, al noroeste del país, en las que un circulo interno de mujeres y un circulo externo de hombres van girando, aplaudiendo o chocando unos pequeños bastones entre ellos.

Dejamos ese lugar cacheticolorados, sudados y agotados. Una brisa monzónica nos recibió en la calle. Las lluvias estaban cerca y supe que durante los meses que vendrían —con Delhi semi inundada— si quería divertirme, lo haría en casa. Por eso aunque regresé al «mashora» coreano, con la complicidad de Oli, bogotano, y Jordi, catalán, empezamos a incorporar salsa a nuestros encuentros de fin de semana.

Recopilamos un paso a paso de salsa para beginners: lado-lado, adelante-atrás-adelante-atrás, mismo-sitio, vuelta 1, vuelta 2, vuelta 3, coqueteo y suelte a su pareja y muévase como quiera.

Al principio los japoneses y coreanos no reaccionaron con entusiasmo. Pero fue ante La Rebelión, de Joe Arroyo, que el pequeño y macizo Takuya se decidió a soltar su cerveza y buscar hiperactivo mis manos. «Carla san, yo quiero dar esa vuelta. Enseñame». Me reí, para él como para mí el cachete con cachete y pechito con pechito representaba tedio puro e «incómoda cercanía». Fue el movimiento rápido, las vueltas y todo lo que pareciera invocar vuelo, juego y diversión, lo que terminó por convencerlo a él y a los demás de dejarse de preocupar por las formas y lanzarse al desorden.

Que éxito, hasta Sam, una chica coreana, me entregó a su novio YouBin, con la sagrada misión de entrenárselo en esa maroma en que el hombre se lleva una mano a la espalda, se la ofrece a su pareja, y con las cuatro manos atadas inicia un enredo y desenredo que finalmente deja a los dos involucrados en descruzada de brazos y frente a frente.

No sé si un purista de la salsa habría disfrutado estar ahí, pues lo dijo Pedro, el venezolano, que si los indios no saben mover el culo, los coreanos y japoneses no saben es mover nada… Pero ¡Falso! ¡Falso!, digo yo, cada cual con su ritmo, celebrando con humor y amor el milagro de esta salsa que nos mezcla y une.
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—Carla ji, practiquemos —dijo Shek al verme llegar a nuestra última fiesta juntos.
—¿Qué?
—Una salsa que sé que vas a amar —respondió, y muy rápido fue a buscarla en YouTube. Regresó a mí sonriendo.

La canción empezó a sonar… No era salsa, no era tango, era flamenco. El famoso «Señorita», banda sonora de la película india «Zindagi Na Milegi Dobara». Da igual, porque sí la amé.
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* Carla Giraldo Duque es periodista independiente, egresada de la Universidad Pontificia Bolivariana. Es una enamorada de la investigación, la Historia y las historias. Viajera de geografías lejanas y cercanas y autora del libro Se dice río, Sílaba Editores, 2012. Fue practicante de redacción de la editorial Artes de México y el mundo, de la cual es director el escritor Alberto Ruy Sánchez.

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