Periodismo Cronopio

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«SE ARMÓ LA ARRECHERA»: LA MASACRE DE BOJAYÁ CONTADA POR UNA CANTAORA DESPLAZADA DEL BAUDÓ

Por Angie Narciso García*

Bernabela Díaz Palacios era una baudoseña de piel negra y cuerpo macizo. Tenía el cabello trenzado y un rostro tan flaco que se marcaban sus pómulos al igual que sus gruesos labios. Una mañana fui a visitarle, ella se encontraba en el patio de su casa, vestía una camisa de color blanco, unas alpargatas deshilachadas y una falda azul marino sin pliegues. Permaneció sentada en una silla de plástico, rodeada de maleza y de unas cuantas gallinas que revoloteaban por el lugar.

Yo me encontraba ejecutando un trabajo de campo acerca de las músicas tradicionales de Bojayá, fue una expedición académica que muchos criticaron y que emprendí sola porque la universidad no me quiso apoyar. Ellos tenían miedo, sin embargo eso no era una opción.

Cuando empecé a hablar con Bernabela ese miedo que conocí, que por un momento sentí, se fue, se convirtió en empatía. Ella además de mostrarme su música, me puso al frente de otra realidad, la de la guerra.

No hubo llanto. Bernabela parecía contemplarse sin tristeza. Narró la historia de su vida como si esta hubiese sido una anécdota. Sus enunciados estaban cargados de palabras simples que al final terminaban siendo contundentes. Ella no fue ajena a los placeres y luchas de la vida. Entre suspiros y silencios se remontó a su pasado. Moviendo sus manos para escenificar lo que decía, relató que en sus años mozos, bailó, cantó, amó, le alegó a los hombres y estos a ella. Que tuvo un novio pero que nunca se casó con él, en su pueblo la violencia se desató, su tía se dio cuenta y del Baudó se la llevó al Atrato.

Mientras se abanicaba con un pañuelo para espantar a los mosquitos, explicó que todo empezó cuando estaba en pleno alumbramiento, una fiesta en la cual entonó sus coros a los santos, no se acordó muy bien a cuál de ellos le cantó, así que lo dejó en un san fulano de tal.

—Esa noche hubo una matanza, machetiaban por to’a parte. La gente gritaba. Yo me pude salvá’ pero después de eso no quería vivir ahí. Mi mamá no chistó pa’ nada y me dejó ir con mi tía. Agarré mis cositas y me fui. Después me cayó el novio allá. Mi familia no lo aceptó porque me trataba mal. Él era muy agresivo, si me casaba con él, me llevaba otra vez p’al Baudó ¡ay sí que me mataba! — me contó Bernabela. Sin embargo, no todo fue un sartal de desventuras. Ella dejó ver su sonrisa al hablar de los goces del amor. Lo declaró todo a calzón quitao’, de cómo los hombres chocoanos anudaban corazones persiguiendo a las muchachas y de los encantos gramaticales que usaban para hechizarlas haciendo de sus promesas imposibles algo creíble.

Explicó los hechos y evocó la pura realidad. Respiró profundo, arqueó las cejas y en la fluidez de su conciencia protestó: —los muchachos hacen lo que sea pa’ conquistar. Y a la hora de la veddá uno cae con ellos, y no salen con na’—. Bernabela no malgastó su existencia, los saberes que recolectó a sus 90 años no se reflejaban en sus canas, sino en sus decires. La mujer materializaba ese adagio que reza «más sabe el diablo por viejo que por diablo».

Ella tuvo sus delirios juveniles, pero tampoco fue muy enamoradiza. Alcanzó a tener sus novios y uno de ellos llegó a ser su marido; aquel, fue un personaje con cierta irreverencia confianzuda que al principio le buscó para endulzarle el oído. Pero las andanzas del hombre no fueron del todo buenas, de manera que no duró mucho. Bernabela no profundizó en ello, hacerlo implicaba decir una verdad que era como un dolor que no admitía alivio. Solo exclamó que el amor de sus tres hijos pudo exorcizar la muerte de eso querido que perdió, ellos al final le dieron el ánimo para seguir adelante, aguantando los desaires de la vida.

—Mis muchachos son mi esperanza y fortuna hasta que me entierren —decía ella, mutando sus facciones, con un semblante que demostraba el dolor que cargaba en el alma.

Me comentó que se trasladó a Puerto López. Después terminó viviendo en el viejo Bellavista, donde rehízo su matrimonio con alguien llamado Berenelito. Duró varios años con él, pero la relación tuvo su fin y no fue precisamente por odios nupciales. El señor traspasó las barreras del amor con otra persona, en palabras de Bernabela: —Él se puso a jode con una muje’ ajena. Al uno y al otro se les arrimó el diablo y tuvieron su amorío. Él nunca volvió a la casa.

Le pregunté a Bernabela si amó a Berenelito hasta el punto de no olvidarlo, pero ella me contesto que a pesar de haberlo querido mucho, eso fue algo que se desvaneció en el tiempo, —«si uno supera sus muertos, ¿por qué no sus amores? claro está que uno jama’ olvida. ¡Ay! pero ya no me amargo. Ya estoy muy vieja y cansada pa’ndar en esos trotes de enamorase y to’o eso»— me decía la mujer.

Por un momento, su voz se perdió en los ruidos de la selva, luego llevó sus manos arrugadas hacia un vaso con agua que había sobre el piso. Bebió un sorbo y ajustó su garganta. De sus experiencias sentimentales pasó hablar de las musicales.
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Describió su tierra natal, fue tan detallista en su elocuencia que yo sin haber ido al Baudó pude imaginármelo, incluso me vi entre laberintos de agua con islas de maleza y raíces colgantes, llegando a un caserío colmado de mujeres bendecidas no solo por una hermosura física sino también musical. Bernabela me confirmó eso cuando nombró las proezas sonoras de Valentina Torres, una cantaora de pura cepa que poseía una verraquera musical tan extraordinaria que podía amanecer entonando alabaos y seguir así por días como si nada.

—La seño Torres me llevaba a mí a cuanto gualí, novena o alumbramiento hubiera, así fue como me enseñó a cantar, —me decía Bernabela con nostalgia, a la vez con guayabo. Ella había probado el sabor de la vida buena, pero también de la amarga y dura. La muerte le coqueteó varias veces, primero se llevó a su mamá y no pasaron dos años para que luego siguiera con su hijo mayor. Un año después se metió la guerrilla en el viejo Bellavista y Bernabela padeció una vez más. —«Le cuento que la vida me dio un golpe tras otro. A mí no me gusta hablá’ mucho de eso. Lo único que puedo decí’ es que a mis muertos los recordaba cada vez que cantaba, pero había unos alabaos tan sentimentales que me sacaban las lágrimas, muchas veces no aguanté y no los entoné, los fui olvidando, por eso ahora lo que canto, es muy poco» —me narraba Bernabela sin titubear, ella se mantuvo firme, ninguna lágrima se dibujó en sus mejillas arrugadas. Ella suspiró levemente, volvió una de sus manos a su mentón, con la otra apretujó un pañuelo y se limpió una gota de sudor que resbalaba en su cuello. Entró en el silencio y luego levantó su mirada. Tomó la palabra acallada y la regresó al terreno de la voz y con un realismo impresionante empezó a contarme cómo vivió en carne propia la guerra en aquella fecha que muchos convirtieron en pura melancolía bélica: el 2 de mayo de 2002 en Bojayá.

«Cada vez que llovía el Atrato se desbordaba. Como el pueblo estaba muy cerca al río, las calles amanecían anegadas, podían durar así dos o tres meses. Un día el agua nos dio hasta la cintura, pero ya estábamos acostumbrados a andar así.

»El 1 de mayo me levanté, preparé el desayuno y atendí a mis nietos. Mi hijo —el segundo de tres hermanos- se fue temprano al trabajo, salió a embarcarse para recoger unos trasmallos, unas redes de pesca tradicional que se lanzan al anochecer, cuando los pescaos están en auge, quedan enredados allí. En la mañana, la red se levanta y salen to’os los animalitos, a veces en montones grandes o pequeños.

»Aquí se come un pesca’o que se llama doncella. Recuerdo que después de lavar unos trastos y terminar los quehaceres, me antojé de eso. Entonces puse atizar el fogón. Cogí una champeta, le eché agua y un poquito de sal. Saqué unos pescaos y los arreglé. Como a un buen cocina’o no le puede faltar su plátano, fui y busqué mi racimo, de ahí cogí un plátano, lo lavé y lo rajé por la mitad y cuando le quité la primera cascarita de la nada oí unos tiros. Eso sucedió en un momentico, yo me quedé quieta, luego las ráfagas dejaron de sonar. Yo seguí pelando ese plátano. Pero, voy jalo otro pedazo de cascarita y otra vez escucho ¡tra ta tatatata! Me dije —¡ay, Virgen del Carmen! ¿eso qué fue?— apenas quedé pasmada, eso me escurría el agua en las manos. Después golpearon duro la puerta. Me asusté. Lo pensé pa’ abrir, hasta que una muchacha gritó to’a desesperada —¡Berna! abrí rápido, abrí rápido. —Yo no tuve tiempo de secarme, con las manos mojadas corrí hacia el portón, abrí la puerta y vi que era mi nuera Maximina.

»—¡Ay! Berna nos acabamos manita, se metió la guerrilla ¡ay! dios mío y mi marido que anda embarcado —me decía ella. Ay, a esa muje’ se le iba el aire. Yo no sabía que decirle, lo único que hice fue rezar dios míos por to’a parte.

»¡Tra ta tatatata! Se escucharon las balas otra vez. Juemadre se fue armando una arrechera. Afuera la gente empezó gritar y adentro yo me puse a temblar. Empecé a caminar por to’a la casa de un lao’ a otro, entraba a la sala, luego a la cocina y no sabía lo que hacía.

»Me asomé a la puerta varias veces pa’ ver si mi hijo había llegao’. Sin darme cuenta el muchacho entró a la casa y me dijo que solo pudo sacar un trasmallo, la vaina estaba caliente y no se pudo quedar, le tocó salir pitao y dejar todo atrás.

»Yo vivía en un rancho de madera, este era bueno pero el de Maximina estaba mejor construido, entonces con lo que teníamos en el cuerpo, con eso apenas nos juimos. Nos resguardamos mientras los disparos arreciaban. Pasamos to’a la noche sin pegar el ojo, echando rezos y sudando frío.

»¡Ay! le cuento que ese 2 de mayo Bellavista amaneció caliente, solo se escuchaban tiroteos. Cuando caían las balas sobre los techos de las casas, parecía que alguien hubiera lanza’o una manotá’a de piedras.
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»Luego las personas salieron con un cuento, nos dijeron que cogiéramos pa’ la iglesia, entonces con mi hijo y mis nietos salimos pitaos del rancho, cruzamos por un caminito estrecho y llegamos a un puentecito. Íbamos llegando al templo cuando se acercó una gente y nos preguntó pa’ onde íbamos, mi hijo les dijo que íbamos pa’ la iglesia y ellos nos dijeron que no podíamos cruzar pa’ allá —“más bien váyanse pueblo abajo” —nos dijeron.

»Nos devolvimos. Esta vez llegamos a una casa, adentro era solo sudor y piel, había solo mujeres, cada una con sus niños. Como los pelaos estaban pasaos del hambre, entonces nos ingeniamos un cocina’o y les dimos. A mí me ofrecieron un pedacito de plátano pintón, pero la comida no me bajaba. Lo único que hice fue recostarme en el suelo junto a Maximina.

»Al rato, sentimos un estruendo. —¡Ay Dios mío! —grité yo. El ruido fue tan fuerte que todos quedamos pasmaos. Al momentico vino alguien y dijo que en la iglesia había explotado algo y que por allá no quedó nada. Nosotros estábamos desesperao’s y aun así esperamos un tiempo en el rancho y luego salimos. En el camino nos encontramos un grupo de guerrilla, nos dijeron que cogiéramos un bote y que cruzáramos al otro la’o del pueblo. Sin chistar nos montamos en la panga, ahí bogamos con las manos, con pedazos de canalete, de palo, con todo lo que uno hallaba. Luego alguien cogió una camisa blanca y la levantó como si fuera una bandera pa’ indicar que éramos civiles.

»La pipeta que cayó en la iglesia se llevó un poco de gente, otros quedaron heridos. Después de eso, empezaron a pasar un poco de helicópteros con una mano de soldaos, cuando la guerrilla los vio llegar se fue.

»Hasta que llegó la fuerza armada pudimos cruzar a Vigía. Recuerdo que cogí a mis nietos y salí corriendo con ellos hacia la champa, me embarque tan rápido, que el borde de esa me levantó el pellejo. Resulté con la rodilla toda pela’a. Todavía tengo la cicatriz de eso.

»Después de un tiempo, supe que mi sobrina cayó en la toma y que una de mis cuñadas quedó herida de una pierna. A ella se la llevaron a Medellín pa’ curarla, esa mujé’ se quedó allá, nunca volvió. Para los muertos no hubo canto, muchos no se pudieron reconocer, quedaron tan mal que tocó recogerlos con pala. Con miedo y to’o, la gente levantó los cadáveres o lo que quedó de ellos en la iglesia.

»Pasé siete meses en Vigía del Fuerte hasta que el gobierno dio la orden de retornar al viejo Bellavista. Ellos dijeron que nos iban ayudar si el caserío se trasladaba a otro lugar. Así fue como terminé aquí, en este pueblo nuevo.
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»Yo quedé enguayabada, porque se supone que uno llora y se conforma de ver el familiar de uno hasta su último momento, pero ese dos de mayo no pudimos hacerlo, los difuntos se fueron sin sus cantos y sus rezos. No pudimos arreglarlos como uno acostumbra, porque le cuento que las muertes fueron tan crueles que tocó enterrar a los cadáveres como si fueran animales.

»Después de esa masacre yo no salí mucho. Tampoco me dieron ganas de cantar. Hasta el 2010 participé en la conmemoración que se hace a las víctimas. Allí rezamos la misa y cantamos, luego las personas empezaron a echar su poesía. Uno se queda su rato allá y luego se devuelve a la casa a terminar sus quehaceres.

»Solo recuerdo que ese primero de mayo nunca terminé de pelar ese plátano. Eso se quedó ahí, solo. Nunca supe que pasó con ese cocina’o».

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* Angie Narciso García Perfil es Comunicadora social y periodista especializada en música. Fue asistente de producción para Señal Radio Colombia y es codirectora del corto documental «Se Armó la Arrechera», una pieza audiovisual que reúne distintos relatos de mujeres que cuentan su experiencia sobre la masacre de Bojayá. Este trabajo fue publicado en Canal Capital en el programa ‘El Espejo’. También es autora de la investigación «Canto, memoria y conflicto: Una mirada hacia las orientaciones comunicativas en la práctica musical en Bojayá (Chocó), después de la Masacre del 2 de mayo del 2002», una etnografía que se centró en analizar cómo la guerra en el país ha sido la causa de la discontinuidad de las prácticas musicales de las cantaoras oriundas de Bojayá y el Baudó. Actualmente es redactora de Revista Metrónomo.

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