Periodismo Cronopio

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Esperanza Ruiz tiene setentipico, el pelo blanco peinado ligeramente a un costado, una chompa roja, debajo de una chompa a cuadros, debajo de una casaca ocre que hace juego con su pantalón oscuro y sus botines altos de cuero marrón. Titus, su perro Shih-Tzu de diez años, se recuesta en sus pies. Si quieres saber más sobre Reynoso debes entrevistar a Esperanza Ruiz, me dijo la periodista Charo Arroyo, y Esperanza ahora está en la sala de su casa de San Isidro: paredes amarillo maíz, el piso como tablero de ajedrez, ventanales, maceteros y una biblioteca en la que se leen títulos de libros de historia, literatura y pintura. Esperanza es la mejor amiga de Oswaldo Reynoso, la mujer que lo aconseja.
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—Me lo presentó Eleodoro Vargas Vicuña. Ellos acababan de venir de Arequipa, rodeados de una aureola porque habían aceptado la rebelión de los estudiantes del colegio Independencia y habían participado en el repudio que el pueblo arequipeño le hizo a Odría. Eleodoro me llamó por teléfono y me avisó: te lo voy a presentar en el local Versalles. Pero ese día Oswaldito no se animó a entrar y pasó de largo. Tuvimos que salir a darle el alcance. Decía que tenía asuntos familiares que ver y yo pensé: este es un chico tímido. Pero era alto, buen mozo, pesaba setenta kilos. No como ahora que está gordo, gordo.

Esperanza Ruiz sonríe, los labios como un pequeño corazón rojo.

—Después lo volví a ver incorporado en el bar Palermo. Éramos solo tres mujeres las que nos reuníamos en el patio de letras de San Marcos y nos íbamos con los chicos al Palermo. Ahí empezamos a hacer vida social. Conocí su casa. Almorzaba con su mamá, sus hermanos y con su hermana Marita. Yo le llevaba el amén: me interesé por él, lo cuidaba. Íbamos por la playa con su mamá, una mujer bonachona que les preparaba leche nevada y, cuando niños, les transcribía poemas de Chocano, ese de la magnolia por ejemplo, para leérselos después en voz alta— agrega Esperanza Ruiz—. Un día le dije: Oswaldito, casémonos pues. Sí, casémonos, me dijo. Yo quiero heredarte mi pensión de jubilada, le dije. Es que es un amigo de lujo.

(Leo Bello)

Oswaldo Reynoso, su amigo de lujo, fue también profesor principal de Literatura en la Escuela Normal Central de La Cantuta, jefe del Departamento Académico de la Lengua y Comunicación, decano de Humanidades y director de Proyección Social. Poco después viajó a Venezuela, de donde regresó en 1964. Con el pretexto de que no era periodista pero sabía escribir, ese año pidió a Walter Peñaloza trabajar en diario Expreso y publicó crónicas en Sucedió en Lima, un espacio que duró hasta que un editor, dice, le jodió su texto. Apenas tres meses. En 1965 publicó En octubre no hay milagros, su tercer libro que, presentado otra vez en el bar Palermo, provocó que la crítica de la época se levantara. Esta vez llegó más lejos: dijeron que el único destino del libro era la basura. Reynoso se mantuvo en silencio durante los años siguientes. En 1977, cuando era vicerrector de La Cantuta, los militares tomaron la universidad y aceptó una propuesta de trabajo de la embajada china. Viajó al país de Mao para trabajar como corrector de estilo en la Agencia de Noticias Xinhua. Vivió ahí doce años. Durante ese tiempo, visitaba la biblioteca de la embajada de México, algunos chinos le sobaban el vientre porque creían que era un Buda revivido, no escribía mucho. Al Perú llegaba de vacaciones por un mes, una vez al año. A Esperanza Ruiz, todas las Navidades le llegaba, puntual, una postal con dedicatoria de su parte. Una tarde, mientras almorzaba con Esperanza Ruiz, Oswaldo Reynoso se enteró de la muerte de Marita.

—Salimos corriendo a su casa. Fue la primera vez que lo vi llorar.

Marita fue la única hermana de Reynoso. Marita y él, me dijeron, eran cómplices. Le tenía tanto cariño. Era alegre, delicada. Ella le regaló un perro llamado Láizer, un pastor alemán con quien Reynoso se sacó fotografías. Una de esas fotos —Láizer tendido sobre un sofá junto a él, pura felicidad— está en la contratapa de la última edición de En octubre no hay milagros. Láizer murió de cáncer un octubre, doce años después de llegar a casa. Reynoso dice que está reuniendo dinero para hacerle un monumento en el parque Alberti, que está al frente de su departamento. La vez en que lo visité me contó que una mañana estaba descansando y Láizer entró a su cuarto con la típica premura de un pastor alemán. Sus ladridos advertían algo, una amenaza tal vez, entonces fue a la sala. Se habían entrado tres palomas.

«Mira cómo son las cosas de la vida —me dijo Esperanza Ruiz—, él ha visto morir a los suyos, a sus buenos amigos. Dice que me ría de la muerte. Yo lo intento, pero bueno. Quién sabe si me verá morir a mí».

4.

Hubo un tiempo en que Oswaldo Reynoso dejó de frecuentar los bares limeños debido a la diabetes. A veces, algunos de sus lectores le toman fotos bebiendo cerveza y las suben a Facebook, ese barrio donde tiene 2613 amigos. Rosita, su sobrina, hija de Marita, trabaja en una clínica y es amiga del doctor que lo trata. Cada vez que ella ve esas fotos se pone seria y habla fuerte, y Reynoso asiente como un niño reprendido. El escritor irreverente solo se disciplina ante su sobrina. Dice que se llama cariño.
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Pasaron dos meses desde la primera entrevista. Es medianoche. Todas las miradas lo han seguido hasta el fondo del bar Sabor del Norte, donde acaba de pedir una cerveza. Ha mirado la calle, ha mirado el reloj, ha contestado dos llamadas. Ahora, mientras marea los cubos de hielo, dice que suele reunirse con sus amigos en algún bar antes de empezar a escribir un cuento, una novela.

—Cada vez que lo cuento lo voy perfeccionando más, hasta que llega un momento en que ya está maduro y lo escribo.

—¿Funciona siempre?

—Como la vida intensa y la cerveza.

Quién es. De qué está hecho.

Hace unos años, en 2006, el Instituto Nacional de Cultura le rindió homenaje en su condición de alto exponente de la Generación del 50, y su fondo editorial publicó Las tres estaciones, cuatro cuentos que seleccionó de entre las setecientas páginas que había escrito en Arequipa y que su hermano había guardado en cajas, por más de cuarenta años, con la intención de que algún día vieran la luz. Entonces Reynoso no pensaba en que iba a dedicarse a la escritura ni que lo iban a reconocer con un Honoris Causa.

Ahora toma cerveza. Después cuenta un viaje, habla sobre unos predicadores: «llegaron a mi casa y les dije váyanse porque mi religión me permite matarlos». Sobre un calambre: «en un hotel de provincia me dio un calambre en la pierna y me quejaba y alguien gritó a la puerta: no se permiten puta, y yo les dije: no son putas, señor, es el calambre». Los parlantes rugen reggaetón, salsa, rock, una cumbia. Entonces Reynoso se levanta, sale a la calle y toma un taxi. No sé si meó la calle, no recuerdo.

Desde adentro, un dedo de luz galáctico apunta su cabellera.
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* Luis Paucar (Piura, Perú). Ha sido redactor del diario El Tiempo de Piura y de la revista Público. Sus crónicas y reportajes han aparecido en el dominical Semana. En 2013 ganó el Concurso Nacional de Periodismo Turístico, organizado por la Red de Prensa Turística del Perú y la Universidad Privada Antenor Orrego. Cuando lee y escribe, Kena, su perra, se recuesta a su lado.

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