Tanto tiempo después, sin caballos ni salvajismo móvil, las apetencias de diversión siguen exigiendo efectos de realidad. La pesada espada y el incómodo yelmo fueron sustituidos por un micrófono y una guitarra eléctrica cada vez más livianos (la armonía ha perdido peso). Los esbeltos signos de un tiempo sin permanencia ni reverencia exageran para poder sentirse desafinados. Es que los procónsules escasean y los descendientes de Nerón tienen preocupaciones más importantes que incendiar ciudades y asesinar a sus familiares. El fuego de las circunstancias es otro (Prometeo no lo robó completamente), pero la necesidad de divertimento sigue siendo la misma. A eso, a satisfacerla, llegarán los Rolling Stones al Sur del mundo, convertidos a esta altura de su prolongada racha en libro oficial del artificio: un audiogame, «un juego para escuchar», como dijo el Indio Solari refiriéndose a las músicas de la época. El monopolio de la impostación nunca había ido tan lejos y sin embargo, estado tan cerca. Los tiempos han cambiado, incluso para quienes cantaron para cambiarlos (y pensar que alguna vez ellos fueron los outsiders, o al menos una de sus probables versiones). ¿Quién ahora se anima a ocupar esa aura indomesticable, ese préstamo de subversión?
Los Rolling Stones disfrutan un idilio senil con el poder y la gloria. Son la impostación de lo que alguna vez representaron. Una incisión a quemarropa en la tardía memoria del presente. Un cliché del oportunismo. Les sienta mejor su sobrenombre actual: The Strolling Bones (los huesos ambulantes). Tratando de vivir en ciclos idénticos, se han convertido en la suma consecutiva de todos sus años. Los rockeros trasplantados al Neolítico posmoderno devinieron señores respetables, cautos profesionales del narcisismo. Pertenecen al pasado igual que los discos de vinilo, por más que los jóvenes se salven de recordar lo que no saben. De allí que mantengan in vitro a sus ídolos, como si fueran emisarios inmortales que por un rato hacen olvidar la mortalidad de todo (o pensar menos en ella). No en vano, son compartidos con igual intensidad por la plebe, el poder político, y la feroz industria del entretenimiento. Su regreso en gran escala al Sur americano servirá para nuevamente demostrarlo, y para demostrar que el rock and roll continúa siendo un espectáculo democrático, en el cual caben mitificaciones, redundancias y epílogos innecesarios. A la máquina de entretener la mueve un motor de afinidades imperfectas: el gozo parcial del instante, la frágil continuidad de lo efímero. La única majestad es la diversión (mejor dejar en paz a la trascendencia).
Ex abanderado de la imaginación, Mick Jagger se sabe de memoria su rol expuesto a las mutaciones asociadas a los designios de la edad. De un lado a otro del comportamiento: de rebelde a bufón; de sedicioso a no tener sed de subversión. El viejo Mick, que a los 72 años de edad ha hecho obsoleta a la canción de los Beatles, When I am Sixty-Four («Cuando sea más viejo y se me caiga el pelo»), sigue al pie de la letra (parado, pues vende actividad) las reglas del entretenimiento. Habitante de un innuendo, su decadencia entronizó los recursos que le van quedando. Ya está en la edad en que el tiempo puede ser él mismo. Dandy autodidacta, con su biblioteca de movimientos invitados salta, revolotea, asombra con sus piruetas (sobre todo porque ha entrado a la tercera edad, que es la última) y deja a todos regodeándose con un guiño condescendiente. Más no se le puede pedir, y menos swing. Hijo de la gestualidad, hizo del cuerpo un paradigma y de sus acciones una mascarada. Vive de lo que trae el futuro para no salir del pasado.
Es que los Rolling Stones han sabido utilizar los descubrimientos del hombre (los avatares de la tecnología son milagros cada vez más irrefutables) y los aplican en sobredosis. Quizá, después de todo, la fuente de la juventud es solo fabula y no son eficaces los complejos multivitamínicos, pero los avances de las inverosímiles máquinas creadas por el hombre permiten engañar la temporalidad de ojos y oídos, así sea por dos horas, desviando la atención hacia los oropeles de la performance. Hace 20 años, en Buenos Aires pocos notaron que aquel desfile de cuerpos semi embalsamados se sentía realmente incómodo.
El circo romano encontró en el ejército tecnológico a su mejor aliado (los desvíos de la realidad dependen del número de watts y hacia allí la empujan desde algún lado): un inefable contrato de disimulos y simulacros. Devolverle algo de lozanía a una voz en fase de ruina –la de Jagger– requiere un maquillaje sonoro tremendo, que cumple y promete. Porque se puede, casi todo se puede; nada supera al llamado de la distracción, coro de visualidades examinadas en su delectancia. Aunque la espontaneidad del pasado esté perdida, nadie la añora, pues la música pasó a ser una actriz de reparto. El escenario, las luces, los muñecos inflables, el humo, el fuego –postizo y fatuo– y los videos en pantalla gigante generan una energía esencialmente óptica, propia de un espectáculo que trasluce una dimensión premeditada y objetable cuya única finalidad, en que caso de que la tenga, es mantener insatisfecha a la percepción. Esta siempre tiene hambre. En el incumplimiento encontró la forma de perdurar con la ayuda de todo.
Como los chicles, los clichés y los blue jeans, los Rolling Stones son interminables. Son un consuelo expansivo para las apariencias, algo más que un anecdotario de emociones consagradas. Sin ellos, la última etapa del siglo XX hubiera sido menos leve, escasa. Sin ellos, desde el vamos, el siglo XXI se sentiría huérfano, habría nacido sin pasado. Podrían ser perennes y nadie se quejaría. Las horas perdidas no lo notarían. Cinco generaciones de gente en todos los idiomas crecieron viendo a Jagger & Richard llenando de instantes a una historia que asumía su corta plenitud, prolongándola hasta donde ha sido posible. Y el intento perdura. El carpe diem tuvo sus himnos y fue víctima de consecuencias tranquilas. Como todo lo que es para el momento y muere con éste, la canción duró menos de lo pensado, aunque pensar no estaba en los planes de nadie. Los tiempos corrieron de prisa. Mick, Keith, Ron y Charlie van camino a ser octogenarios y el viaje no tiene retorno. Ya lo sabíamos, pero ahora lo sabemos más. Han pasado a ocupar el lugar de Frank (Sinatra). También ellos lo hicieron a su manera.
Cuando los Rolling Stones comenzaron, simbolizaban una rebeldía hipotética y aventajada que se propagó por todo el mundo con tendencias distintas. Eran los embajadores del escándalo, de los comportamientos a contramano, también del cuerpo divulgado por la sexualidad. Encarnaron una conspiración anatómica que vivía de combustiones, desviando la perplejidad hacia zonas donde se entiende. Para las hordas de fans y sus fáciles inseguridades, aquellos londinenses llenos de peripecias fueron intermediarios del desencanto, y también lo fueron de quienes sin tener una ideología precisa querían cambiar al mundo. Su popularidad en Estados Unidos tocó la cima en los años de la guerra de Vietnam, cuando una insatisfecha y amenazada generación sintió afinidad con las proclamas de canciones como «(I can’t get no) Satisfaction». Los puso contentos compartir el descontento.
La historia de los Rolling Stones de ese período da para varios libros. Los hay. Su Insatisfacción es tan legendaria como el viaje del hombre a la Luna. Pero la guerra asiática ha terminado y hoy son otras las que hay. Son tiempos diferentes. Los vietnamitas cambiaron el odio al fascismo gringo por el amor al faxismo y otras tecnologías del imperio. También ellos ponen monedas en el jukebox. Por su parte, los Rolling Stones, reciclados y convertidos en adictos a la tecnología, dejaron a otros la vocinglería del desencanto. Las trampas de la utopía siguen funcionando y sus presas volviendo. Ellos, en tanto, hacen aquello que los tiempos ordenan; entretener, divertir y ayudar a olvidar el presente (y ellos también lo hacen, son su autoayuda: se olvidan de todo el tiempo que pasó). Protagonizan el resumen de su propia parodia y lo hacen a gusto. No es para más. Consiguen que un continente con varios millones dependa por varias semanas de su visita. Tanta metamorfosis ya los trajo al lejano Sur de América y los volverá a traer.
Décadas atrás eran los Rolling, ahora son los Stones. Hasta en el nombre son mutantes; un apócope de la descendencia. Con su pelo largo y sus arrugas de mayor tamaño, se asemejan hoy a cuatro damas venerables luchando contra el tiempo y sus azotes; no se resignan a las lentas derrotas de la edad cuando viene toda junta. Dándole a ésta la espalda transitaron los últimos 50 años, existiendo dentro y fuera de las horas, pero cada vez más adentro: el cuerpo comienza a darse por vencido, aunque la música no tenga fecha de vencimiento. Para postergar la debacle, y en esto no están solos, Mick Jagger hace jogging a diario y Keith Richards ejercita sus dedos jugando a los video games (no tienen la culpa de sentirse adolescentes justo a la hora que les toca jubilarse).
Han aprendido a negociar con el tiempo, aunque este nunca sale perdiendo. A sus pruebas y tribulaciones la vida se remite. En vivo, la voz de Jagger perdió brío. Debe forcejear para alcanzar su tono. Depende cada vez más de los camuflajes de la tecnología. Ya no estamos tan seguro de que siga siendo verdad lo que nos había dicho cuando cincuenta años atrás cantaba con tono de profecía: «Time Is On My Side». La vida ya le augura a corto plazo un futuro de crooner, cantando las canciones lentas del grupo en algún concert hall de un hotel en Las Vegas. A su lado, Richards parece conocer todos los trucos de la guitarra, pero su fabulosa técnica pertenece ahora a un programa en retroceso; la fulguración del entusiasmo ha sido expropiada, se contrajo, dejando todo a merced de una prolija previsibilidad: otro trofeo sin Orfeo de la parafernalia. Es que los Stones, como tantas cosas tocadas por la ingrata era de hoy, inverosímil aunque no tan superflua, pasaron a depender demasiado de la generosidad tecnológica. El ocio de las máquinas los mantiene ocupados. La tecnología los resguarda y a ratos logra liberarlos de la rutina que caracteriza a sus discos recientes. Mejor dejarlo así. De altezas públicas a súbditos de su propio narcisismo. Ya son menos que sólo rock and roll.
En los inventos propicios de la tecnología han encontrado el alter ego para mantener sus egos a flote. Ante el insistente alud sensorial provocado por luces y sonidos, los espectadores se olvidan del efecto de presencias desfilando sobre el escenario. En el hogar de lo inmodificable, sitio de todas las transacciones, la realidad se confunde con su desaparición. Todavía más, confunde a los protagonistas con marionetas a pila que han venido a ocupar el lugar de los pasados agitadores. Es el mundo antiguo de hoy, el confort de la hibernación. Mundo de artificialidades, como las que los RS ofrecen a un alto precio. El suyo es un oficio de artificios. Parecen personajes escapados de un video game, seres de Sega o Nintendo que cobraron realidad por algunas horas para luego regresar dócil, mansamente, a sus complejos mecanismos de laboratorio. Están siempre disponibles de manera gratuita en el disco duro de la imaginación. Representan el optimismo de una dimensión incluida en el tiempo y en la realidad por casualidad.
Mecanismo big bag de una big band siempre a punto de anunciar las escenas del próximo capítulo, los Rolling Stones entran y salen del escenario iluminado, como si entraran y salieran de la realidad para cambiar de sitio a la mirada. Qué importa el agotamiento vocal de Jagger, el spleen «politóxico» de Richards, las distracciones de Ron Wood o el desinterés premeditado de Charlie Watts, tocando a menos watts. Lo único que cuenta es la sublimación de la envoltura, el plan irradiado por las superficies. Un lapso de brillos pantagruélicos. La remasterización atañe en exclusiva a los exteriores. La música es apenas una coartada momentánea para cautivar a los ojos, porque los ojos han venido a oír. No pueden dejar de hacerlo. Video games, cómics, televisión por cable y los últimos pasatiempos mediáticos asociados a las redes sociales ya no resultan tentaciones supremas. Entre todo y nada, la línea divisoria es muy tenue. Antes era sólo rock and roll, pero ahora, tal parece, rock and roll solo es insuficiente.
En tiempos de apropiaciones indebidas, de vidas carentes de propiedades, sus majestades mediáticas usan como mejor excusa para prolongar su reinado temporal, la imagen discontinua de lo que alguna vez fueron. Van hacia adelante, para poder seguir yendo hacia atrás. Viven a costa de una percepción caída en desuso y que, no obstante, quiere estar ahí todo el tiempo. Sobre un escenario, esa ubicuidad tiene efectos hipnóticos. Es viagra para la melancolía; éxtasis y speed para quienes desconocen que tienen memoria. A los veinte, nos pasa a todos. La marea exterior se hizo cómplice de una distracción de factores, de una suma de imponderables originada por anhelos colectivos. Es que los Rolling Stones son desde hace mucho el tema de una historia insoslayable y cada vez más amorfa que pocos quieren ver concluida. Con esa geriatría en marcha apabullante, la avalancha tecnológica ayuda a posponer el fin completo, prolongando por un rato los espejismos del deseo. El resultado a la vista sintetiza la totalidad consumada de sus excesos. Todo tiene la trascendencia de un videoclip.
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DIEZ IMPRESCINDIBLES
Let’s Spend the Night Together
Lady Jane
Out Of Time
Ruby Tuesday
Waiting On A Friend
She’s A Rainbow
Sweet Virginia
Emotional Rescue
Start me up
Miss You
Lady Jane
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* Eduardo Espina es poeta y ensayista uruguayo nacido en Montevideo, Uruguay, y radicado desde 1980 en Estados Unidos. Sus libros más reciente son La imaginación invisible. Antología (1982-2015). Editorial Seix Barral, 2015, y The Milli Vanilli Condition: Essays on Culture in the New Millennium, Arte Público Press, 2015.