GUATEMALA SE ESCRIBE CON ZETA
Por Óscar Martínez*
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Hubo un tiempo en el que los narcotraficantes guatemaltecos vivieron bajo un pacto de respeto. Un tiempo en el que eran casos contados los de «ovejas negras» que violaban el pacto. Una de esas ovejas descarriadas propició que las familias de la droga contrataran como sicario a ese grupo mexicano que ahora expande su control por el país. Agentes de inteligencia, militares, voces desde dentro del mundo del narcotráfico y un polémico Estado de Sitio, señalan el culpable de que en Guatemala la estabilidad entre criminales se rompiera: Los Zetas.
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La última vez que mezcló fue hace unos tres años, cuando él cumplía siete de estar preso. Un grupo de reos llegó a su celda en aquella ocasión a preguntar por el extranjero que sabía tratar químicos. Él respondió con otra pregunta: ¿para qué soy bueno? Desembalaron en su catre un plástico, que envolvía pasta base de cocaína, y le preguntaron qué podía hacer y qué necesitaba para hacerlo. Él contestó que lo imprescindible era el bicarbonato. Se lo consiguieron, y al día siguiente esos hombres disfrutaron sus piedras de crack. Aquella fue la última vez que El Colombiano mezcló. Antes mezclaba todas las semanas. De eso vivía.
El calor asfixia en esta cárcel guatemalteca, pero a El Colombiano no parece agobiarle, quizá por la costumbre: cuando en junio de 1997 llegó al país, recaló en la ciudad de Mazatenango, la capital del departamento de Suchitepéquez. Ubicada a unos 200 kilómetros de la frontera con El Salvador, y a unos 150 de la frontera con México, Mazatenango transpira el calor playero de una costa sin importantes puertos mercantes ni grandes complejos turísticos, y plagada de aldeas de vocación pesquera casi nunca nombradas, como El Chupadero o Bisabaj.
En la cárcel, algunos reos juegan fútbol, hablan en las esquinas, comen en los comedores o aguardan esposados su traslado a alguna audiencia. Aquí hay presos comunes —paisas les llaman—, y pandilleros, casi todos de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18. El Colombiano y yo nos alejamos a un solitario puestecito de chucherías, para conversar sin tener que susurrar. Es un hombre recio, de unos 35 años, que hoy está bien afeitado y calza unas Nike blancas y limpias. Me interesa hablar con él porque ha sido testigo en primera persona de cómo han evolucionado en la última década las relaciones entre los narcotraficantes en Guatemala. Ahora sabe que sus días pasaron, que afuera es otra la ley, y que esa ley vino con unos hombres que bajaron de México y que ahora no quieren regresarse.
Hasta que lo encerraron, El Colombiano era lo que en el mundo de las drogas se conoce como un agente libre. No trabajaba en exclusiva para ningún cártel: nunca fue químico del Cártel de Cali o del Cártel del Norte del Valle en Colombia, no llegó a Guatemala contratado por alguna de las familias chapinas que movían la droga, ni tampoco lo trasladó algún grupo mexicano para mezclar aquí, antes de que el alijo cruzara la frontera. Era un agente libre, un hombre que, como su padre y su hermano, sabe utilizar la acetona, el bicarbonato, las anfetaminas y el amoníaco.
Lo atraparon en una casa, en Mazatenango, junto a su padre y un militar guatemalteco que los apoyaba. Está convencido de que hubo chivato. El operativo llegó directo a derribar la puerta justo cuando El Colombiano tenía las manos enterradas en 22 kilos de cocaína.
—Es que, vea usté, así era la movidita: si había platica, yo te componía en 20 minutos un kilo, hacía la mezcla y la dejaba lista para volverla a cocinar.
El Colombiano atendía, sobre todo, a clientes desesperados porque recibieron una mala mezcla o porque en el traslado se les humedeció un cargamento, y también a aquellos que, sencillamente, tenían pasta base y químicos, pero no la habilidad para transformarlos en polvo blanco.
Recién llegado a Guatemala, El Colombiano se ofreció a quien le puso platica enfrente. Trabajó para familias tradicionales de la droga, familias con contactos en el resto de Centroamérica y en México, como los Mendoza y los Lorenzana. Trabajó también para grupos menos conocidos que operaban en la frontera oeste, la de los migrantes y el contrabando, donde el rudo municipio guatemalteco de Tecún Umán se topa con el estado mexicano de Chiapas. Trabajó para quien le pagó, y esto, aunque suene extraño en el mundo del narcotráfico, nunca le generó recelos entre sus clientes.
—Es que, vea usté, aquí ningún cártel mandaba ni se entrometía con el otro. Aquí no te mataban por repartirte. Tú entregabas lo que componías, y ahí quedamos; usté lléveselo donde quiera y haga lo que quiera, que yo ya cobré y quedé tan a gusto.
Eran, dice El Colombiano, buenos tiempos, y Guatemala era un buen país para ser un agente libre. Diez años han pasado desde que lo atraparon y mucho ha cambiado afuera, pero no está de más probar con la pregunta.
—Y al salir, Colombiano, ¿vas a entrarle otra vez?
—Eso no lo creo, parce. Es que allá afuera ahora hay un problema, que con la llegada de Los Zetas todo cambió. Los brutos esos no entienden de pactos. Con ellos no hay negociación. Abarcan todos los delitos y entonces aprietan poco y calientan mucho.
—Y eso, Colombiano, ¿cómo lo sabés?
—Ay, parce, mire dónde estoy. Si aquí entra de toda gente, aquí uno se mantiene más actualizado que allá afuera.
LAS PRIMERAS ETAPAS: LOS CUBANOS Y LOS MILITARES
Si se asume la sonada frase de que, en tema de drogas, México es el patio trasero de Estados Unidos, bien se podría asumir que Centroamérica lo es de México. Un patio sucio y descuidado, conectado a México por una única puerta trasera. La frontera con Guatemala sería lo más parecido a esa puerta.
Con costa en los océanos Atlántico y Pacífico y más de 950 kilómetros de línea fronteriza con México, más que una puerta, esa frontera es un portalón. Eso lo saben los narcotraficantes desde hace décadas. Al contrario de lo que ocurre en El Salvador, por ejemplo, donde esta década ha sido la del descubrimiento de narcos locales de renombre, en Guatemala hay familias consolidadas desde la década de los 70, cuando los tambores de guerra civil sonaban por toda Centroamérica.
Para comprender qué es lo que Los Zetas han venido a trastocar hace falta remontarse a esa época, y Edgar Gutiérrez resultará un gran guía. Este economista y matemático de 50 años fundó organizaciones dedicadas a atender el retorno de refugiados guatemaltecos, a luchar contra la impunidad o a recuperar la memoria histórica. Gutiérrez también ha participado del otro lado de la línea: de 2000 a 2002 fue Secretario de Análisis Estratégico, o sea, jefe de la inteligencia guatemalteca, y desde ese año hasta 2004 fue ministro de Relaciones Exteriores. Ahora asesora a distintas organizaciones y gobiernos de Latinoamérica y Europa, sobretodo en temas de seguridad.
Casual para charlar y ordenado al estructurar sus ideas, Gutiérrez me plantea la cronología de la evolución del narco hasta convertirse en un pilar más del juego de poderes en Guatemala. Y esa cronología, durante la reportería, terminará validada por fuentes que van desde el mundo del crimen hasta la inteligencia militar.
—El narcotráfico no era lo que hoy día en términos de volúmenes de la cocaína que trasiega por acá y el tamaño del mercado. Hablo de los años 60 y mitad de los 70. En ese momento ocurrió una emigración de cubanos a Miami y de Miami a Guatemala, que llegaron atraídos por políticas fiscales. Estos cubanos sirven de puente a los colombianos y encubren las operaciones mediante sus actividades comerciales, exportaciones de camarón principalmente. Iban a Miami y en los paquetes escondían la droga. Algo ocurrió en los 70 ya que esta gente decidió abandonar el narcotráfico y se dedicó solo a sus negocios lícitos, y ahí han seguido.
Documentar esta etapa inicial suele ser complicado. Gutiérrez se basa en testimonios de gente que estuvo vinculada y que él conoció.
La segunda etapa, en cambio, tuvo pompa internacional y filtraciones de documentos de las agencias de inteligencia de Estados Unidos.
—Se trata del esfuerzo de la administración de Ronald Reagan por derrotar a los sandinistas en Nicaragua —dice Gutiérrez—. Recordarás el escándalo Irán–Contras, que prohibió a los Estados Unidos financiar a la Contra. En ese momento, inicios de los 80, Estados Unidos realizaba los primeros esfuerzos serios por reprimir a los narcos colombianos, pero la CIA decidió que la cocaína y heroína que pasara por Centroamérica fuera administrada por los ejércitos. Involucran al salvadoreño, guatemalteco y hondureño, para que parte de esas ganancias se destinara a financiar a los Contras. Hay testimonios en el Senado y en la Cámara de Representantes de Estados Unidos, donde asesores militares argentinos que formaron parte de la trama, dieron montos de plata: hablan de 2 millones de dólares a la semana.
Entre 1985 y 1986 se desató el «Irangate». Todo empezó por el descubrimiento, luego aceptado por la administración Reagan, de que Estados Unidos vendió de forma ilícita más de 40 millones de dólares en armas a Irán durante la guerra que libraba contra Iraq. El intrincado asunto no terminó ahí: El presidente Reagan, en conferencia de prensa, aceptó que cerca de 12 millones de la venta de armas se destinaron a la Contra.
A raíz del escándalo, el flujo de ingresos quedó bloqueado. Entonces surgió la segunda parte de la trama, una mucho menos esclarecida a pesar del paso del tiempo. En 1996, el San José Mercury News publicó un reportaje que vinculaba a traficantes de cocaína y crack de finales de los 80 en Los Ángeles, con el financiamiento de la Contra y el beneplácito de la CIA. El material causó tanto escándalo que incluso el Senado abrió investigaciones. Según esa información, algunos militares centroamericanos participaban en el traslado como encargados de almacenamiento y transporte de la droga por el istmo. Ese vínculo permitió que llegaran algunos capos con olfato al saber de la privilegiada puerta que abrió la omnipotente CIA.
—Esta actitud permisiva de los Estados Unidos facilitó en los 90 la llegada de colombianos a Centroamérica, sobretodo a Guatemala. Los primeros padrinos aquí son colombianos que se mudan con sus equipos administrativos, sus financieros, sus contadores. Lo que hacen cuando deciden que es una plaza importante para contactarse con México es acudir a viejos agentes del Estado, del Ejército. Los que se involucran son ex agentes de aduanas, ex comisionados militares, ex especialistas del Ejército.
—¿Por qué ellos?
—Porque ellos están en el terreno y conocen la frontera. Están dejando su pertenencia activa en las fuerzas de seguridad del Estado, pero mantienen contactos. Usan las ganancias de la droga para compra de tierras, abrir líneas de transporte, gasolineras, negocios que sirven para blanquear pero que posteriormente se estabilizan. Ahí vienen los Mendoza, cuyo nicho es Izabal. De ahí salen también los Lorenzana, de Zacapa. Waldemar Lorenzana era un agente de aduanas y luego cuatrero. Muy exitoso en los negocios.
Esos son los tiempos que extraña El Colombiano, cuando había paz entre las familias del narco, cuando Guatemala se consolidaba como el discreto portalón de Centroamérica. Faltaba que entraran a escena los invitados incómodos.
SOPLÓN DE UNOS, HALCÓN DE OTROS
Este furioso y pequeño indígena quekchí me acosa con una pregunta ofensivamente retórica.
—¿Usted llevaría a sus hijos a jugar a un parque donde hay unos borrachos con unos fusiles?
Me clava la mirada porque ansía escuchar el monosílabo obligatorio.
—No —respondo.
Se queda feliz, como reivindicado, mientras menea la cabeza en círculos y repite con gesto de satisfacción.
—Esa es la diferencia, esa es la diferencia.
Este indígena es un confidente de los militares guatemaltecos. Di con él cuando un contacto de confianza me lo presentó en Cobán, la fría capital del norteño departamento de Alta Verapaz. Gracias a su testimonio, el Estado halló una casa que Los Zetas utilizaban para guardar armas. Fue una de las tantas personas que, a pesar del miedo, susurraron lo que sabían a los soldados cuando estos instalaron el Estado de Sitio aquí, en Cobán. Claro, la rabia no exime el miedo. Por más valiente que parece, el señor me ha citado en una esquina solitaria cerca del mercado y de la terminal de buses. La muchedumbre cobija.
Pronto lanzará otra pregunta retórica, la veo venir. Me ha explicado que a él no le enfurece tanto el tráfico de drogas, sino que quien lo haga le afecte su vida. Antes él salía con sus hijos al parque San Marcos, ubicado en uno de los accesos al centro de la ciudad, pero de finales del año pasado hasta el día en que llegó el contingente militar, esos hombres se sentaban ahí a vigilar, con sus fusiles y tomando cervezas, gritando y molestando a las muchachas. Esos hombres eran zetas. Y viene la pregunta: ¿usted a quién ayudaría, a unos que hagan lo suyo pero que no le molesten la vida, o a los que sí le molestan la vida?
Parece ser que él mismo se hizo esa pregunta en algún momento. Antes de que Los Zetas se tomaran el parque, algunos empleados de la familia Overdick, los narcos locales, hacían de halcones desde ahí, atentos a los operativos. Dice que ellos sí saludaban con corrección, escondían, cuando mucho, alguna pistola en el cinto, y no se dejaban ver borrachos, sino como feligreses a punto de entrar en una iglesia. Alguna vez, dice este prieto quekchí, él mismo les alertó cuando al regresar en bus de la capital veía algún retén militar. Para los otros, para los borrachos con fusil, solo tiene el gesto compungido que se adueña de su rostro cuando achina los ojos y aprieta los labios.
El 19 de diciembre de 2010 el Gobierno del presidente Álvaro Cólom decretó Estado de Sitio en Alta Verapaz. Un Estado de Sitio, como establece la Ley de Orden Público, es el paso previo al Estado de Guerra: limita la libre circulación y permite cateos sin orden judicial. Al menos a varias de mis fuentes, entre ellas un ex ministro de Defensa, un ex jefe de Inteligencia Militar, un coronel, un general y el ex canciller, les pareció que la declaratoria tenía más de publicidad que de realidad. En Cobán, coinciden todos ellos, lo que se vivió fue un Estado de Prevención, el más leve en el listado que termina con la guerra abierta, y que apenas supone más policías, más militares, más retenes, más fiscales y, por tanto, más órdenes judiciales y más decomisos. En Cobán, dicen categóricos, los militares nunca tuvieron el control, sino que estuvieron bajo las órdenes del Ministerio Público. Al menos dos de ellos utilizaron la palabra ‘show’. Sin embargo, para evitar confusiones, lo llamaremos como al presidente le dio por bautizarlo.
A finales de 2008, Los Zetas eligieron Alta Verapaz como base de operaciones para Guatemala y, dicen algunos, para toda Centroamérica. No hacía falta ser un genio para escoger este departamento. Alta Verapaz es el cuello de botella de Petén, un departamento que casi duplica en extensión a El Salvador, que acapara la mayor extensión de la frontera con México, y que tradicionalmente ha sido punto de trasiego de armas y drogas. Para llegar a Petén, Alta Verapaz es un paso casi obligado, y ofrece la ventaja de que se encuentra a tres horas en carro de Ciudad de Guatemala.
El Ejército, el Ministerio Público y la Policía se desplazaron aquí por orden presidencial cuando la situación era humillante. Las noticias que bajaban de la neblinosa Cobán parecían llegar de algún pueblito de narcos de la frontera entre México y Estados Unidos: narcos violando a mujeres indígenas en aldeas otrora pacíficas, jefes narcos poniendo perímetro alrededor de un McDonalds para comerse un combo, hombres borrachos en las plazas que ejercían de halcones con sus Ak–47 a la vista.
―¡No! Don Overdick no actuaba así. Yo no sé en qué andaban metidos, pero ellos son gente respetuosa que quieren a las personas de aquí y las ayudan.
Esa fue la respuesta del iracundo quekchí cuando le planteé yo mi propia pregunta retórica: ¿son iguales Los Zetas que la familia Overdick? Sin embargo, algo de culpa debe tener el que mete al zorro en el gallinero.
DE EMPLEADOS A AMOS
―No, pues claro. Seguramente se estén jalando los pelos, pero ahora no les queda otra que hacerle pecho a la situación.
Tengo enfrente a un agente de inteligencia militar que estuvo en Cobán en diciembre, cuando inició el dudoso Estado de Sitio. La escena que me reconstruye es la de los patriarcas de las familias viendo cómo su invitado les desbarata la casa. Juan Chamalé en la frontera del contrabando y los migrantes con México; Waldemar Lorenzana en las fronteras con El Salvador y Honduras; Walter Overdick en Alta Verapaz; y Los Mendoza en Petén, frontera selvática con México, y en las costas cercanas al golfo de Honduras. Todos buscados por Estados Unidos. Todos preocupados ahora al ver cómo el terrible invitado recorre la casa.
Hablamos en el restaurante del hotelito donde me hospedo en Ciudad de Guatemala. La conversación con este militar dicharachero y directo tiene dos objetivos: saber si la inteligencia militar da por hecho que fue el asesinato de un narco, Juancho León, la carta de entrada de Los Zetas al país, y saber qué tanto de ‘show’ tiene un operativo como el realizado en Alta Verapaz.
Respecto al primer punto, la conversación es corta. La respuesta es un rotundo sí.
En marzo de 2008, tras un enfrentamiento armado de media hora entre dos grupos de al menos 15 hombres, quedaron tendidos varios cadáveres en el balneario La Laguna, en el departamento de Zacapa, fronterizo con Honduras. Uno de esos cadáveres era el de Juan José «Juancho» León, un importante narcotraficante guatemalteco de 42 años, líder de la familia León, que operaba en Izabal, el departamento encajonado entre Petén, Belice, el mar Caribe, Honduras y Zacapa. Juancho León es el hombre que probablemente será recordado como el punto de quiebre en el pacto de convivencia que tenían entre sí las familias guatemaltecas.
Edgar Gutiérrez, el ex jefe de inteligencia, me había contado que Juancho León, quien durante algún tiempo fue lugarteniente y yerno del patriarca de Los Lorenzana, empezó a tener demasiado poder, a expandir sus actividades y, sobretodo, a pasarse de bocón.
—Representaba una amenaza, porque fanfarroneaba —me dijo Gutiérrez en una de mis primeras entrevistas—. Yo puse a tal presidente, yo puse a tal… Y los otros grupos empezaron a decir: este tiene actitud monopólica y rompe el equilibrio, está tomando contactos en sur y norte.
Cuando le explico la teoría, el agente de inteligencia militar asiente con fuerza con los ojos cerrados y sonríe mientras mantiene el dedo índice levantado en este agradable patio del hotelito colonial muy bien conservado en el centro de la capital.
―Eso es cierto, pero falta un elemento en esa ecuación: Juancho fue el que puso de moda los tumbes. Gran parte de su poder económico vino de toda la droga que se robó.
Los famosos tumbes, la rapiña entre narcos, en la práctica no son más que robos de cargamentos de droga. En el fondo son una muestra de cómo el pacto entre familias había estado pegado con saliva, incluso antes de la entrada de Los Zetas.
Juancho León, como otros narcotraficantes e incluso jefes policiales, realizaba labores de inteligencia para saber dónde, cuándo y qué cantidad de droga iba a ser transportada por, pongamos un ejemplo, la familia Lorenzana. La droga entraba por algún punto ciego de la frontera con Honduras, y los hombres de León la esperaban más adelante, cuando a través de Alta Verapaz pretendía trepar hacia México. La robaban y luego la vendían a otra familia que la introducía por otro punto de la frontera. Ingenuo sería pensar que los agraviados no se enterarían de quién robó su cargamento.
Según el militar que ahora toma café en el patio del hotel, la gota que rebalsó el vaso fue un tumbe de droga que Juancho León realizó a Los Lorenzana a principios de 2008, cuando transportaban un cargamento de cocaína para el Cártel de Sinaloa, el más poderoso del continente. Eso, sumado a su boconería, su preocupante expansión de territorios y su prontuario de tumbes, derivó en un pacto entre Los Mendoza y Los Lorenzana: era necesario matar a Juancho León, pero el hombre tenía un ejército a su disposición, se movía bien custodiado, y, desde que en 2003 fue asesinado su hermano, Mario León, había aumentado su cautela. Era necesario recurrir a unos expertos que ya antes habían venido a Guatemala a dar protección a cargamentos especiales, a entrenar a sicarios de Los Mendoza o a reclutar kaibiles, esos soldados entrenados en la selva bajo el lema de avanzar, matar y destruir. Fue justo ahí cuando las dos grandes familias abrieron las puertas de par en par al terrible invitado mexicano.
A Juancho León lo citaron en el balneario aquel día de marzo de 2008. La excusa fue negociar la entrada por su territorio de un cargamento de cocaína. Entonces, lo atacaron con fusiles Ak–47 e incluso con RPG–7, un lanzacohetes antitanque de fabricación rusa. Luego de la batalla, fueron detenidos tres mexicanos originarios del Estado de Tamaulipas, en el norte mexicano, la sede desde donde Los Zetas controlan todas sus operaciones.
Las familias invitaron a Los Zetas sin tener en cuenta ningún otro factor que su capacidad para matar. No reflexionaron en que, justo a finales de 2007, ese grupo liderado por ex militares de élite se había escindido de su cártel padre, el del Golfo, que estaban huérfanos y en búsqueda de nichos de control y actividades delictivas para suplir su falta de contactos en Suramérica. Solo vieron su capacidad de matar y atemorizar, y aún la siguen viendo.
El Estado de Sitio en Cobán fue la primera jugada fuerte del Estado guatemalteco para tratar de imponer reglas al huésped incómodo. Un aviso de que esta es casa ajena, un regaño por el descaro. Y nada más. Los Zetas especularon con que el ‘show’ del Estado terminaría pronto y decidieron no plantar cara.
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Estimado Oscar: Te felicito por tu excelente trabajo y por los logros que has obtenido a lo largo de tu vida literaria. Te invito a leer «Los colonos» en esta misma revista. Un abrazo fraternal, Chente.