Periodismo Cronopio – Sala Negra de el Faro

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Ahora los 206 huesos del doctor Saúl Quijada salen del cuarto y migran hacia la salida. San Salvador está a punto de conmemorar sus fiestas patronales, y el dueño de esos huesos que se mueven con lentitud, con pasitos cortos, se queja. Frunce el ceño, tuerce el labio superior y con él mueve un bigote fino.

—Este es uno de los problemas que tenemos como país —dice el doctor Saúl Quijada—. Esta mentalidad de pueblo que no se nos quita. ¿Cómo se les ocurre permitir que a la par del Centro de Gobierno se instale una feria? ¡Dígame en qué otro país ocurre eso!

En los arriates y en las aceras, a un lado del complejo judicial, del palacio de justicia, decenas de vendedores ya comienzan a armar sus puestos de feria. Dentro de poco aquí olerá a papitas fritas, churros españoles y enredo de yuca; pero ahora todo es muy pronto. Unos trabajadores han colocado el esqueleto de una Chicago sobre la calle. Cruzamos. Saúl Quijada deja de quejarse. Siguen los pasitos cortos, probablemente porque tiene dañadas ambas rodillas, o probablemente solo sea su manera de andar.

Llegamos a otra oficina gubernamental. Es pequeña, más pequeña que el cuarto de los huesos. «Banco de ADN de Migrantes. Procuraduría de Derechos Humanos». Saludamos. Una chica cuenta unas calcomanías adornadas con códigos de barras. Es un rollo bastante grueso. En una silla una anciana está llorando que su hijo se fue hacia los Estados Unidos y a la fecha no ha vuelto a saber de él. Saúl Quijada entra en otro cuarto y se despide. No saldrá sino hasta dentro de tres horas, después de haber entrevistado a tres familias, unas 15 personas, que han perdido a sus parientes en la frontera norte de Estados Unidos. Les ha preguntado por pequeños detalles, esos que pueden hacer alguna diferencia. El Banco de ADN de Migrantes, en dos años, de entre 500 muestras de familiares de desaparecidos, ha logrado ubicar 28 osamentas. En el último año, en una morgue de Arizona, Estados Unidos, se han congelado 800 osamentas de migrantes centroamericanos que aparecieron muertos en el desierto.

Los doctores Saúl Quijada y Óscar Armando Quijano son testigos de las tres principales desgracias de El Salvador: la violencia de la guerra; que impulsó la marcha de decenas de miles de migrantes; que a su vez derivó en el retorno de los pandilleros como los conocemos hoy; que ahora son una gran razón para huir de nuevo. Es la mariposa de Raymundo Sánchez repitiéndose en un círculo vicioso. Y lo triste es que no todos los que huyen regresan con remesas y encomiendas. Y esa es otra millonada de huesos vivos que no tiene ni idea de por dónde comenzar a buscar a aquellos que se perdieron en el camino hacia los Estados Unidos.

* * *

Ahora Saúl Quijada está de regreso en el cuarto de los huesos, obsesionado con otra calavera. Le da vueltas, la ausculta, le cuenta los dientes, los examina, parece que le habla, pero a él no le gusta ocupar esa figura. Audífonos en los oídos, tararea I was made for loving you, de Kiss.

—¿Cómo estuvo ayer?
—Es cansado. La carga emocional que transmiten los familiares de los desaparecidos es algo fuerte. Si uno no descarga, puede pasarla mal.

Saúl Quijada se descarga haciendo pesas. Intenta hacerlo tres veces a la semana. Por eso el pecho es erguido, los músculos anchos, la pinta de un Pedro Infante. También se distrae en su consultorio dental, al salir del trabajo. Alguna vez, a una pregunta boba («¿con cuál paciente se siente más cómodo?»), Saúl Quijada contestó: «Con el de aquí. ¡Los vivos mucho se quejan, ja,ja, ja!» Él, a pesar de todo, también puede hacer bromas.

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Los fines de semana intenta distraerse atendiendo un negocio familiar: un vivero—café en las afueras de la capital. Ideal para los románticos: un sitio despejado y fresco, apacible, con vista al volcán de San Salvador. Le gusta preparar cafés, pero le gusta más pasar tiempo con su hijo, de nueve años. Una vez, en una actividad del colegio, cuando el niño estaba más pequeño, la maestra le habló a Saúl Quijada un tanto extrañada. Los niños habían descrito a sus padres como médicos, ingenieros, abogados y ella no entendía por qué Saulito insistía en que su papá se dedicaba a cavar hoyos.

—Ja, ja, ja. Cuando le expliqué mi trabajo la maestra dejó de hacerme preguntas.
Saúl Quijada regresa a su rompecabezas.
—¿Qué le dice?
—No, nosotros no hablamos con los huesos, pero eso no significa que ellos no dejen de explicarnos muchas cosas.
—¿Hombre o mujer?
—Mujer. Con los cráneos es más fácil definir el sexo. También con las pelvis. Las pelvis de las mujeres están diseñadas para expandirse, para dar la vida.
—¿Y los cráneos?
—Ellos nos dicen que las mujeres están anatómicamente más adaptadas para la comunicación. El paladar, vea, es más angosto y más profundo, como una caja de resonancia. Tendrá que ver con la evolución: ¿qué hacía el hombre? Se iba de caza, en silencio. ¿Y la mujer? Hacía comunidad, educaba a los hijos, y para todo eso necesitaba comunicar.

Repasamos la idea con el cráneo de El Pirata. «El hombre tiene el macetero más fuerte, más protuberante. Vea las cuencas de los ojos. Más profundas, como binoculares. Con el perdón de las feministas, pero la evolución como que fue machista y fue diseñando a los hombres como cazadores». Ahora nos pasamos a La Muchacha. «Vea las cuencas del cráneo. Es más rasgada, para que el lóbulo del ojo pueda tener una visión lateral o, como decimos, para ver mejor por el rabillo del ojo. ¿Y usted se preguntará por qué? ¿Ha visto cómo se defienden los pequeños camaleones, girando el ojo 360 grados? A pues, la evolución diseñó a las mujeres a la defensiva, como a las presas». La Muchacha tiene un golpe en la base del cráneo, que en vida fue la nuca. ¿Habrá visto cuando la atacó su victimario? ¿Habrá gritado un último auxilio?

* * *

Ahora Raymundo Sánchez y el doctor Saúl Quijada se preparan para una restitución. Se va El Pirata, y La Muchacha se ha acercado lo suficiente para despedirse. Se va la carcajada burlesca de El Pirata. Se van los huesos de un cazador por fin cazado del Barrio 18. A uno que ya lo tenían avanzado, uno que al fin se dejó morir. Le encontraron golpes en las cervicales, a la altura del cuello.

La primera vez que su hermana lo vio en el cuarto, lo reconoció de inmediato. Lo delataron las placas de titanio en la quijada y en el radio izquierdo. Ahora ha venido por él. La acompaña su marido, un simpático hombre bajito, de bigote largo y gorra. Un hombre de habla campechana.

—¡Sí, hombre! ¡Este es mi compadre! ¿Cómo no lo voy a reconocer? Sí, aquí están las señas: ¡ve! Yo no le creía a ella…
El Pirata, entonces, cobra vida en su cuñado.
—Este hombre caminaba así, mire: con la mano izquierda, esa que tiene la placa de metal, así, enjutada, y renco, como subibaja.
El Pirata era un pirata cojo.
—Imagínese cómo terminó mi compadre… Y estaba bicho, 32 años. Imagínese todo lo que le hicieron hasta que lograron matarlo. Yo solo me preguntó cuánto no habrá hecho con otros él.

* * *

Una semana después de la despedida de El Pirata ha llegado la hora para despedirse de La Muchacha. Los antropólogos forenses han concluido que la vapulearon, le destrozaron algunas costillas, con golpes secos, contusos; le dieron en la quijada, pero probablemente el golpe en la nuca, con un «objeto cortopunzante y cortoconduntente», fue el que acabó con ella. En castellano eso significa que alguien le introdujo en la nuca, con soberana saña, con precisa violencia, la punta de algo.

—Así ajusticiaban en la guerra… ¿No sabía? —dice el doctor Quijano, y con el cuerpo hace las veces de un verdugo que se para detrás de su víctima que, acurrucada, solo espera que se termine todo con un golpe certero en la nuca.
—¡Zas! —dice el doctor Quijano, al tiempo que hunde una vara imaginaria—. Eso ha de ser terrible.
—Muchos se preguntan por qué hay tanta violencia hoy, y nadie se ha puesto a pensar que solo estamos reproduciendo todo lo que vivimos en el pasado —interrumpe el doctor Quijada, reflexivo. El doctor Quijada es un hombre reflexivo.

Pareciera que fue ayer cuando La Muchacha se evaporó en el caldero, y ahora está seca y tatuada. En todo este proceso, Raymundo Sánchez ha sido un fiel y celoso cuidandero. Nunca ha perdido ningún hueso, pero por precaución a todos les pone un código con plumón negro. «Si algún huesito se cae, ese código nos dice a qué caso pertenece», dice. Así, todita tatuada, La Muchacha está lista para partir. Ahora Raymundo Sánchez recoge uno por uno todos sus huesos y los introduce en una caja. En unas bolsas embala los vestigios de la que fue su última ropa. Un saco de yute y un lazo que lo cerraba, un pantalón, un cincho, un hilo y un sostén. Dos medias. Dos botas carcomidas. Raymundo Sánchez ahora sale del cuarto con La Muchacha en brazos.

—Para esto es importante este trabajo —dice, convencido, mientras camina—. Si me pregunta a mí, este trabajo sirve más para que las familias encuentren a los suyos que para que los fiscales capturen a los pandilleros. Si allá afuera nos vamos a seguir matando, y cada vez en eso están evolucionando más. ¿Que no ve que ahora están desenterrándolos y los dejan aventados en las calles? ¿Para qué hacen eso? Para que no los vinculen, porque saben que los están delatando.

En el parqueo de la morgue hay un viejecillo que espera a La Muchacha. Pellejos tostados de color café, es su padre. Él no quiere ver a su hija así, ningún padre quiere ver a su hija así, pero Raymundo Sánchez se acerca para animarlo.

—Venga, padrecito, le aseguro que esto le va a hacer bien.
El viejecillo trastabilla, pero se deja llevar por la mano de Raymundo Sánchez.
El doctor Quijada y el doctor Quijano le presentan al padre los huesos de su muchacha. Hace unos segundos la han sacado de la caja y la han recostado en un ataúd.
El viejecillo tiembla, y cuando ya no se resiste, estalla.
—Yo vine solo para que nadie viera esto… ¡Viera cuánto nos han ofendido! ¡Cuando nos preguntaban si la habían mutilado, para nosotros era una vergüenza! Pero así como la han puesto se ve completita, gracias a Dios…

Todos callamos. Un instante es una eternidad. El doctor Quijada se lanza confortador. Le toma el hombro al viejecillo, se lo acaricia, le habla al oído.

—Usted ya no haga reparos en esas cosas y sepa que aquí está su hija. Pídale a la gente de la funeraria que selle la caja, para que la gente no haga más comentarios en la vela.

El viejecillo le aprieta el brazo izquierdo al doctor Quijada. Llora todo lo que puede. Por más que se repita, no es lugar común: ningún padre debería ver morir a sus hijos; ningún padre debería enterrarlos así.

—Ahora, usted esté tranquilo, sereno, y transmítale esto a su familia: ahora van a descansar porque saben que ya la encontraron; y ella va a poder descansar en paz, porque ya regresó con ustedes.

El viejecillo se recompone. Inhala. Suspira. Inhala… Luego aprieta todas las manos que se le cruzan y da las gracias. «¡Gracias, doctores!». Antes de partir, desgraciados, preguntamos el nombre de su hija. Él responde orgulloso. La Muchacha se llamaba Fidelina. Tenía 33 años.

* * *

Ahora el cuarto de los huesos está sumido en un profundo silencio. La ausencia de La Muchacha ha trastocado todo. Raymundo Sánchez, cabizbajo, prepara remolino su refresco edulcorante. El doctor Quijano da vueltas por el cuarto, mudo, buscando respuestas en los huesos de las nuevas osamentas que hay que examinar. Al no encontrar consuelo huye de ahí. «Va pues, nos vemos», murmura. «Nos vemos, doc», alcanza a decirle Raymundo Sánchez. Saúl Quijada está derretido en una de las sillas y ni le responde. Tiene la mirada perdida. 3 p.m. Lo anuncia la mariposa que gira 360 grados. Hay tardes en las que la vida sabe a pura mierda, aunque esa tarde unos desgraciados hayan hecho un poco de bien.

* * *

Todos estos huesos todavía tienen mucho que contar. Las fiestas patronales de San Salvador ya finalizaron, y la pestilencia que dejó la diversión de la ciudad ya se ha ido con el viento; los charcos de aceite, orines y heces han desaparecido, y el doctor Saúl Quijada se ha quitado esa roncha de la cabeza. Desde la restitución de Fidelina, al cuarto de los huesos han llegado cinco osamentas que aparecieron botadas en cinco puntos de la ciudad, otros cinco parientes han venido buscando huesos, pero los suyos todavía no están aquí; y Raymundo Sánchez y los doctores han hecho dos exhumaciones más. En una de esas, Raymundo Sánchez, el hombre que no le teme a la muerte, entró en feroz batalla con una tumba, ubicada en el centro del cementerio de San Juan Opico, un pueblo alejado a una hora de la capital. Íbamos a descabezar a un muerto, a traer la calavera de aquel caso que un fiscal quería que le resolvieran estudiando solo unas fotografías. Fue aquella una batalla épica, de cinco largas horas entre la ubicación de la tumba, la excavación y la resucitación de esos huesos. Y aunque Raymundo Sánchez diga lo contrario, la muerte esa vez parece haberle vencido. Era aquel el cadáver más putrefacto que hayan olido un grupo de cavadores, dos policías, un fiscal y un periodista. Golpeaba como las olas golpean los despeñaderos: unas veces calmas; otras, demasiado fieras. El único que se mantenía estoico, sin mascarillas, supervisando la obra, era el doctor Saúl Quijada. Eso se explica gracias a su esposa, quien ha descubierto que su marido ha perdido la sensibilidad en el olfato. El cadáver estaba envuelto en cinco bolsas plásticas, un año de enterrado, embadurnado de cal. «Un macerado», dirá Raymundo Sánchez. Era un joven de 13 años que murió a manos de la Mara Salvatrucha. Sabía de un asesinato, creyeron que era un soplón y le mataron. Disfrazado como cazafantasmas, Raymundo Sánchez se aventó al nicho y batalló con la osamenta, que no quería soltar el cráneo. Un millar de moscas le hicieron trampa. Un minuto. Dos minutos. Cinco minutos, siete minutos y Raymundo Sánchez apenas pudo sostenerse de la mano de William Villanueva, un auxiliar forense que se desvive por conseguir una plaza con el equipo de antropólogos. Villanueva, un gordito serio, también tiene dos décadas jalando muertos, y en los últimos meses ha comprobado que reaparecer a los desaparecidos es un trabajo que quizá valga más la pena. Sale de sus turnos nocturnos y en lugar de irse a su casa, con sus hijos, ocupa sus días libres para ayudarle a Raymundo y a los doctores, como esa tarde, en la que sacó a un pálido de una tumba, porque la muerte lo había dejado noqueado. Lo tufeó a Raymundo Sánchez. Le costó reincorporarse antes de llegar a 10, para reanudar la batalla, porque al final decidieron que tenían que traerse todo el esqueleto.

—¡Fue la cal! ¡Fue la cal! —dijo media hora más tarde, todavía desencajado, defendiéndose de las preguntas.

De regreso en el cuarto de los huesos, el doctor Óscar Quijano, experto en reconocer detalles, no dudó un instante cuando resumió todo lo que había pasado.

—¡O sea que ese hijuelule estaba sabroso!

* * *

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Ahora partimos junto a Raymundo Sánchez y Saúl Quijada en un viaje en el tiempo. Todo gracias a una casualidad. Ayer una tormenta desnudó la vulnerabilidad del cuarto: cuando llueve recio, el agua se cuela por el techo, y cerca de la puerta que da al patio cae una catarata. La inundación mojó las bases de las cajas que hacen de soporte a las mesas de trabajo. Y los ambientes húmedos arruinan los huesos. Seis de las cajas dañadas contienen las osamentas de 17 personas masacradas por el ejército salvadoreño en El Mozote, hace más de 30 años. Y es ahí donde radica la casualidad.

Resulta que este cuarto de los huesos que conoció La Muchacha no es el primero ni el original. Antes hubo uno que retuvo más de 400 osamentas, la mitad de ellas eran de niños. Y aunque ese ya desapareció para siempre, sobrevive el segundo cuarto de los huesos, que está escondido en el sótano de otro palacio de justicia, ubicado en la ciudad de Santa Tecla, a escasos minutos de la capital. La cuna del EAF. Los huesos que hay ahora en el nuevo laboratorio de antropología forense son contemporáneos a los que hace más de dos décadas se estudiaron en el primer cuarto de los huesos de El Salvador. Y ese primer cuarto, aunque ya no tiene huesos, aún conserva su nombre bautismal.

Llegamos al parqueo del Centro Judicial de Santa Tecla. Raymundo Sánchez y Saúl Quijada desaparecen instantes después de bajarse del carro. Se han perdido, emocionados al reencontrarse con sus viejos amigos. En estos sótanos, oficinas hechizas en el centro de un parqueo, nació hace casi 15 años la unidad de antropología.

—¿Dónde está El Mozote? —preguntamos a un motorista del centro judicial.
—¿El Mozote? Es el cuarto de la esquina. Vaya a ver. Solo toque la puerta.
(Continua página 4 – link más abajo)

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