Periodismo Cronopio – Sala Negra de el Faro

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Entre 1992 y 1993, un grupo de antropólogos argentinos vino a El Salvador para intentar comprobar que una terrible masacre había ocurrido en las montañas del norte de Morazán, al oriente de El Salvador, como denunciaban los familiares de los sobrevivientes, respaldados por Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador. En enero de 1982, una mujer, llamada Rufina Amaya, denunció al mundo que le habían matado a su esposo y a la mayoría de sus hijos unos soldados salvadoreños. Y no solo a ellos, sino a un millar de campesinos en el caserío El Mozote y en otros ocho poblados más. Cuando la denuncia fue publicada en el New York Times y el Washington Post, el gobierno de El Salvador negó esa masacre, y luego también la negó Estados Unidos, país que había adiestrado a los autores materiales de la misma: al teniente coronel Domingo Monterrosa y los soldados del Batallón de Reacción Inmediata Atlacatl.

Durante toda esa década, el Estado salvadoreño siguió ocultando todo, pero gracias a la presión internacional que levantó la noticia de la apertura del caso, en un juzgado del oriente del país, el órgano de justicia autorizó que se practicaran exhumaciones en El Mozote. Y como no había en esa época antropólogos forenses en El Salvador, se contactó al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que en la década de los ochenta había cobrado fama luego de descubrir algunos de los cementerios clandestinos de la dictadura argentina.

En El Mozote todavía hay gente que recuerda con mucho cariño aquellas exhumaciones. Juan Bautista Márquez es uno de ellos. Él es un anciano ya de pellejo pegado a los huesos que sobrevivió a esa masacre, huyendo de un caserío para refugiarse en otro; huyendo a un tercero, hasta que la masacre terminó —después de siete días— y pudo huir sin tantas prisas hacia los campamentos de refugiados en el vecino Honduras.

—Recuerdo a una de las doctoras que se quebró cuando encontró, en uno de los entierros, el juguetito de un niño cerca de los huesitos de su dueño. Creo que era un caballito de madera. Eso fue duro —dice Juan Bautista Márquez.

En una de las jornadas de excavación, muchos otros recuerdan cómo el entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Mauricio Gutiérrez Castro, ordenó la suspensión de las exhumaciones porque ya era demasiado tarde, porque no podían seguir toda la vida, porque los sobrevivientes siempre apuntaban a nuevas fosas, en donde aseguraban había muchos más huesos.

Desde las montañas del oriente del país, camionadas de huesos viajaron alrededor de cuatro horas hacia Santa Tecla, hacia un cuarto hechizo en un sótano, a «el nuevo Mozote», y ahí fueron estudiados por los antropólogos argentinos, en mesas improvisadas en los pasillos que dan al parqueo.

El Mozote es un cuarto oscuro, cuadrado y amplio, y ahora está atiborrado de contenedores fríos. La mayoría ya no sirven, y en su defecto hay un par de refrigeradoras más nuevas. Al final del cuarto hay un pasillo, y al final del pasillo una bodega. Ahí se guardaban las osamentas hasta que fueron estudiadas y más tarde restituidas a sus familiares. En una de las paredes hay un mapa antiquísimo de El Salvador, pero la custodia de El Mozote cree que no data de la época de las osamentas.

El Mozote ahora es el laboratorio de ADN para la región central del país. Sara de Lazo es quien recibe, todos los días, las muestras de sangre de los muertos por accidente, de los que se suicidan y de los asesinados. Pequeña, frágil, solitaria, ella vino aquí cuando a El Mozote ya solo le quedaba el nombre, pero dice conocer muy bien la historia. Le preguntamos qué sabe, y ella habla de todo: de los ancianos, de las ancianas, de las mujeres violadas, de los jóvenes masacrados, de los niños… Se detiene cuando en la cabeza se le cruzan las imágenes de los niños. Los labios comienzan a temblarle; ella pasa sola en ese cuarto, los ojos se le vuelven lágrimas; ella pasa sola en ese cuarto, y nosotros solo sabemos lo que pasó antes, y eso está bien, pero ignoramos lo que pasa ahora. Ella, que apenas y se entera de las historias en el nuevo El Mozote, que a su oídos solo llegan fragmentos de relatos detrás de unas muestras de sangre, que ella después convierte en unos códigos numerales, fríos, sin historia… Hasta ella se quiebra.

—Es importante conocer el pasado, para saber de dónde venimos. Y me alegra que estén conscientes de eso… Ustedes me hablan de El Mozote, quieren que les que diga qué sé de los niños de El Mozote, y lo que sé es lo que he leído, así que mejor le voy a contar de los niños de ahora: ¿Saben cuántos niños y niñas vienen aquí violados, estrangulados, desenterrados, asesinados por aquellos en quienes confiaban? ¿¡Saben cuántos son!? ¿¡Tienen una idea de cuántos son al año!? A veces uno quisiera tener tiempo para sacar esas estadísticas, para hacer una investigación que explique qué nos pasa, pero no se puede. No se puede…

* * *

Ahora Raymundo Sánchez se divierte en un cuarto contiguo a El Mozote. Está a carcajada amplia, degustando un segundo desayuno que le convidó uno de sus amigos reencontrados. «¡Ya voy! ¡Ya voy!».

El doctor Saúl Quijada también sale al paso. Hace un resumen del nacimiento del EAF salvadoreño: tras las exhumaciones en El Mozote, una recomendación de los argentinos quedó bailando en la mente del desaparecido Juan Matheu Llort, quien por años fuera el director de Medicina Legal de El Salvador. Así que se crearon plazas y se capacitó a los postulantes para que se convirtieran en antropólogos fuera del país, porque en El Salvador a la fecha no hay ninguna carrera de antropología forense. Uno de esos iniciados fue Saúl Quijada. Estudió en Monterrey, México, y en El Salvador se juntó con el doctor Pablo Mena, hasta 2006 jefe del EAF. A finales de los noventa a las oficinas del IML llegaban oenegés que pedían ayuda para desenterrar víctimas de la guerra, amén de que las familias querían reencontrarse con los huesos de sus familiares asesinados. Y entonces Pablo Mena, Saúl Quijada y un tercer doctor más salían mosqueteros en su auxilio.

En el año 2000, a solicitud de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el órgano judicial aprobó una segunda exhumación en El Mozote y los caseríos aledaños, en el oriente del país. Y hasta allá fueron enviados Saúl Quijada y Pablo Mena, para encontrarse por primera vez con el equipo argentino. Con el tiempo se hicieron amigos, y con el tiempo Saúl Quijada fue adoptado por los argentinos. En 2005 incluso se lo llevaron hasta Argentina, para entrenarse junto a ellos.

—Recuerdo que al principio desconfiaban, sospecho que por las experiencias de inicios de los noventa, cuando les interrumpieron el trabajo.
—¿Cómo ganó su confianza?
—Fue fortuito. Ellos nos vieron trabajar, y ocurrió que se interesaron en mi experiencia en odontología forense. Yo tenía la suerte de haberme capacitado en México, y entonces creo que el quiebre fue eso.
Conocer de calaveras, mandíbulas y dientes muertos.
—Una vez, mientras analizaba un cráneo, una de las líderes del equipo, Patricia Bernardi, me observó. Se acercó, me hizo preguntas y me escuchó con atención. Fue como una prueba de fuego, digamos. Cuando terminamos, ella me ofreció un trato: vos nos enseñas de dientes y nosotros te enseñamos de esqueletos, ja, ja, ja.

Un año después de que Saúl Quijada viajara hacia Argentina, el equipo original de antropólogos salvadoreños se deshizo. Pablo Mena se salió de Medicina Legal y recaló como director de un hospital nacional. Otro médico que estaba junto a ellos se cambió a patología, y fue entonces cuando el IML decidió que una de las viejas dirigiera al equipo de antropólogos. La vieja original lo recuerda como un chiste:

—¿Va’ creer? A mí me zamparon en este huevo, y me tuve que venir a trabajar con esta otra vieja. Yo allá estaba bien con mis muertitos, ja, ja, ja —dice el doctor Óscar Quijano.
—¿Se arrepiente?
—¡Para nada, papá!

Desde entonces las viejas son un debate constante: se pican para ver quién termina primero sus peritajes, para ver quién definió mejor la edad aproximada o quién tiene más razón en una probable causa de muerte.

* * *

En el camino al segundo cuarto de los huesos, el que todavía sobrevive, Raymundo Sánchez y el doctor Quijada nos señalan un pilar del centro judicial. Hay un vehículo funerario parqueado frente al pilar, porque el pilar está a la vista de todo mundo. Está ahumado también el pilar, manchado por una gruesa capa de hollín. Antes de que Raymundo Sánchez creara fuego con un tambo de gas, fósforos y una hornilla, lo hacía a la base de este pilar como lo hicieron alguna vez los cavernícolas. El presupuesto del Órgano Judicial, que durante años se jactó —y se jacta impune— de gastar millares de dólares en ordenanzas de lujo y secretarias con sueldos de diputadas, no tuvo, sino hasta 2012, una partida para comprarle a este equipo un tambo de gas. Hasta hace un año, las sopas humanas se cocinaban a fuego lento de leña.

* * *

Ahora estamos en el segundo cuarto de los huesos. Es irrespirable. Ha pasado tanto tiempo cerrado, desde que trasladaron al EAF hacia San Salvador, que la humedad, el encierro y los huesos delatan los hongos que se están apoderando de todo: de las cajas, de los huesos, de esas historias. En el segundo cuarto de los huesos hay, con redundancia necesaria, demasiados huesos. Más de 300 cajas rellenas con huesos, más de 100 bolsas de cartón rellenas con huesos. Desde 1997 hasta mediados de 2012. Llegan hasta el techo las cajas, y en un estante sobresalen una veintena de cráneos. Aquí hasta el doctor Quijada usa mascarilla porque el tufo a moho y hongo de hueso es tan fuerte, y tan peligroso, que también su nariz lo reciente. Si los familiares de todos estos huesos dieran con este cuarto se volverían locos tratando de adivinar cuáles son los suyos.

—Ray, ¿te acordás cuál era la caja del niño? —le pregunta voz de mascarilla el doctor Quijada a Raymundo Sánchez.

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En una caja que fue creada para resguardar papel bond están los restos de El Marcianito. Es pequeñito El Marcianito, y Saúl Quijada tuvo que pegarle los huesos del cráneo porque la naturaleza todavía no los había soldado. Está completo El Niño, con todos sus huesitos en versión miniatura. Este niño no fue abortado, este niño no fue aventado a un basurero, este niño apareció cuando alguien abrió una zanja. El Salvador es un cementerio, dijo alguien ya. El niño estaba envuelto en una camisa de niño: azul con verde, marca Bebe Crece.

—Si se dan cuenta, este niño tenía su camisita; y eso explica que alguien lo cuidó. Ahora la gran pregunta es: ¿lo desapareció la mamá o la mamá también desapareció con él, y aún no la hemos encontrado?
—¿Qué edad tenía?
—Este es el desaparecido más pequeño del país.

Tenía entre cinco y ocho meses de nacido.

Antes de salir del segundo cuarto de los huesos, Raymundo Sánchez encuentra una nueva mascota. Alguna vez hurgó por ahí, hasta que quedó hecha huesos. Es la diminuta osamenta de una pequeña rata. Es el animal más raro de la tierra la rata, porque salvo la calavera pegada a la columna, el resto —pura columna, costillas y cola, pero sin patas— es una sola línea larga como el ciempiés.

* * *

En el viejo cuarto de los huesos ya no hay huesos de El Mozote, pero en el nuevo cuarto de los huesos hay seis cajas que cuentan esa terrible historia. No hace mucho, tres antropólogas canadienses catalogaron a los nuevos huesos de El Mozote. Esos huesos reaparecieron en 2010, un juzgado los requirió un año más tarde, y hasta dos años después vinieron a parar hasta aquí. Muchos de esos huesos guardan la terrible y triste historia de Orlando Márquez, un hombre robusto que cuando joven huyó de la guerra y de El Mozote, porque no quería convertirse en guerrillero y tampoco en militar. Orlando Márquez huyó de Morazán justo un año antes de la masacre, y la última vez que vio con vida a su padre con él le mandó saludos a su madre, a su nana y a sus dos pequeñas hermanas. La menor era una bebé que se cargaba en brazos.

Orlando Márquez se enteró de la masacre en la víspera de la navidad de 1981, y cuando se sintió solo en el mundo decidió que nunca más regresaría a su tierra. Sin embargo, una vez terminada la guerra, y sobre todo a finales de la década de los noventas, muchos comenzaron a repoblar El Mozote, y hasta los oídos de Orlando Márquez llegaron las noticias que decían que se estaban adueñando de la tierra de su padre. Fue así que decidió ver qué pasaba, con la angustia de reencontrarse con un pasado doloroso. Desde el año 2000, Orlando Márquez hizo visitas esporádicas a El Mozote, pero en su cabeza ya había borrado la idea de buscar a los suyos. Viajaba para poner cercos que alguien más luego le robaba; y así, hasta que un día se cansó y decidió regresarse a vivir por largas temporadas en El Mozote.

Pero Orlando Márquez tenía familia, y su familia lo extrañaba. Lo extrañaban aún más, sobre todo cuando en 2005, la colonia donde vivían, ya no aguantaba con los gritos que provocaban unos pandilleros. Su esposa, Miriam, alcanza a recordar que a pocas casas de su casa alguien pegaba alaridos, perseguidos por un horrendo silencio. «Un día supimos que habían decapitado a alguien», recuerda Miriam. Tenía la mala suerte la nueva familia Márquez de haber crecido en Lourdes, Colón, uno de los municipios que con el transcurrir del tiempo se convertiría en uno de los más violentos del país. Un territorio en el que la guerra entre las pandillas se volvió —y sigue siendo— peculiarmente violenta y sádica, con cuerpos descuartizados en las calles de las colonias, cabezas jóvenes decapitadas y desfaceladas, máscaras hechas con piel de cara sobre el pavimento, cementerios clandestinos por todas partes: en los maizales, cafetales, cañales, en los patios de las casas. Un territorio en el que una calavera que se llamaría El Pirata sobrevivió muchas muertes antes de caer aniquilada. Huyendo de esa violencia, la esposa y los hijos de Orlando Márquez lo persiguieron hacia El Mozote, el lugar al que hace 30 años había jurado que nunca regresaría. Fue entonces cuando Orlando decidió que la nueva familia Márquez repoblaría también El Mozote, el lugar del que había huido por culpa de una guerra, el lugar al que regresaría para refugiarse de otra.

La familia creció, y para 2010 ya no cabían en un solo cuarto, así que decidieron hacer una nueva edificación. Temía Orlando Márquez encontrarse con su pasado, así que cambió los planos: ya no debajo de un amate, porque al escarbar la tierra podían encontrarse con sus padres y hermanas. Cuál sería su sorpresa cuando descubrió que allá donde por fin decidió abrir una zanja brotarían todos sus huesos.

Un año más tarde, Orlando Márquez no sabía qué hacer con todos esos huesos, así que los guardaba en la sala de su antigua casa, en la que toda la familia se sentaba alrededor de un televisor. Toda su familia, incluyendo a sus padres Santos y Agustina; y sus hermanos José, Edith y Yesenia, todos muertos. Retazos de ropa le decían a Orlando Márquez que aquella era su familia. Unas sandalias que él había mandado para su hermana menor, le decía que los huesos que acompañaban a esas sandalias eran los de su hermana menor. Reconoció a su madre en una dentadura postiza, medio chamuscada. Detalles importantes. En noviembre de 2011, el juzgado de San Francisco Gotera le quitó a su familia, y durante un año volvieron a desaparecer. La antigua familia Márquez no fue enviada al cuarto de los huesos, en calidad de depósito, sino hasta enero de 2013.

* * *

Ahora nadie está estudiando los huesos de la familia Márquez porque no hay fiscales interesados en su causa. Pero alguien hurga entre los huesos de la vieja familia Márquez y cree reconocer a Agustina y a Santos. Allá en donde aparece una clavícula o un fémur pequeño sospecha que son las niñas Edith y Yesenia. Pero es que son demasiados estos huesos, demasiados, y solo estas seis cajas son suficientes para callarle la boca a todos aquellos que insisten en que en El Mozote no ocurrió lo que ocurrió. En seis cajas hay tres cráneos reventados, pares incompletos de fémures, tibias y peronés; decenas de costillas, una colección de marfil de dientes, pesados como canicas; cientos y cientos de fragmentos de huesos que ya sueltan polvo de hueso, porque el tiempo está acabando con ellos. Es curioso el polvo de hueso: al aspirarlo por accidente evoca al aserrín, y raspa las paredes nasales como una lija. Causa alergia. Es como si tuviera algo que decir. En los huesos de El Mozote hay 1,659 fragmentos de huesos, mas 1,221 gramos de hueso fino, a punto de polvo. Llenarían esos gramos tres latones de leche. No hace mucho, tres pasantes canadienses concluyeron que en estas cajas están los restos no solo de la familia Márquez, sino de otras 12 personas más. Así de grande sigue siendo esa masacre, más de 30 años después.

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(Continua página 5 – link más abajo)

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