Ahora Raymundo Sánchez brinca de la alegría porque ha descubierto un tesoro. Lo mandaron desde Chalatenango, en la zona norte del país. Debajo de una pila de huesos viejos, huesos de la guerra, hay un uniforme verde militar. Botas, pantalón y camisa. No es el primer uniforme de guerrillero que aquí se encuentra. También está Julio Américo, pantalón negro y camisa verde, todavía restos de plomo en la camisa. También está uno sin nombre, aparecido cerca del lago de Coatepeque, al occidente del país. A este lo ajusticiaron: adentro del cráneo todavía se observan los «improntes de bala». Son unas manchas verdes, metal oxidado. Pero este nuevo guerrillero es más atractivo, porque en la manga izquierda del uniforme tiene bordada una estampa de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL). Está perfecto el uniforme, y cuando Óscar Quijano entra al cuarto, se planea una rifa.
—¡Esto es pura historia, Humildad! ¡Ya la hicimos! —grita Quijano, al tiempo que extiende la camisa.
—Esto bien podría ir a parar a un museo, es historia nacional —secunda Quijada, reflexivo.
—Yo he oído que hay gente que paga buen billete por hallazgos así —remata Raymundo Sánchez, frotándose las manos.
—¡Ya estuvo! —sentencia Quijano—. ¡Este bolado lo vamos a rifar! ¿Se apunta cipotón?
Desgraciados todos, nos matamos de la risa.
* * *
Hace muy poco, mientras este equipo andaba desenterrando huesos, un equipo de arqueólogos encontró cuatro jaguares hechos de barro en las ruinas de Cihuatán, ubicadas en las afueras de la ciudad, en el caluroso municipio de Aguilares. Antes que ellos, otros arqueólogos han encontrado por todo el país otros cientos de piezas arqueológicas a lo largo del último siglo. En 2006, el Centro Nacional de Registros llegó a decir que en todo el país, allá adonde se abra una zanja aparecerán restos arqueológicos. Al paso que vamos, alguien tendrá que advertir a los cazadores de tesoros que hurguen con mascarillas y guantes de látex porque si la tierra ya no aguanta con la época precolombina ni con la época de la guerra, mucho menos lo hará con esta nueva época de huesos frescos.
* * *
Ahora las lluvias han mermado, y una corriente cálida cuece a San Salvador. En estos últimos días todo ha estado más calmado, y el equipo intenta acelerar los casos que no urgen, para tenerlos archivados, para estar listos por si alguien llega a pedir esos huesos. Son tiempos de laboratorio, y en esos tiempos cada quien anda en lo suyo. Quijada con sus cráneos, Quijano con sus esqueletos, Raymundo Sánchez y William Villanueva coleccionando muelas para que el laboratorio saque muestras de ADN, archivando reportes, ordenando osamentas. En uno de los descansos, entre cuentos de la guerra y bromas, Villanueva y el doctor Quijada bautizaron a una de las mascotas. El cráneo blanco hueso de un perro colmilludo se transformó en un monstruo de color negro, con crestas de color rojo, ojos de víbora y dientes sangrientos. El doctor Quijada revela el nombre que le pusieron a su creación.
—Este equipo es tan bueno que hasta presumimos haber encontrado la calavera del Chupacabras, ja, ja, ja.
Una llamada interrumpe la rutina. Quijada consulta a la mariposa.
—Siempre que llaman al mediodía es porque la Fiscalía quiere una exhumación.
* * *
A la orilla de una línea férrea creció, infinita, una comunidad marginal, y al inicio de la comunidad, dos familias abandonaron el lugar, y ahí en donde estuvieron sus pequeñas casas ahora es una cancha de futbolito macho, con dos pequeñas porterías de hierro en sus costados. No es larga ni ancha la cancha, a la orilla de la línea del tren.
Raymundo Sánchez descuelga todos sus utensilios en una esquina de la cancha, y saca un GPS para marcar el punto exacto de la excavación. Cuando sale al campo, Raymundo Sánchez nunca se despega unos lentes estilo Misión Imposible.
La fiscal del caso es una mujer que se ve cansada, hastiada. Para protegerse del sol ha llevado una sombrilla. Suda. Suda mucho. Le cuenta a un policía que ella tiene una hermana gemela, y que alguna vez decidieron estudiar medicina.
—Pero yo al final ya no quise para no estar viendo muertos, y mire en las que ando…
Un hombre en una motocicleta atraviesa sospechoso sobre la línea férrea. Unos policías hacen como que lo detienen y él les muestra sus papeles. Lleva lentes grandes, oscuros, y coloca el casco a un costado de la cancha, cerca de la línea del tren. Los policías le dicen que ya puede irse, él se pone el casco y desanda su camino. A la vuelta de la esquina hay otros policías esperándolo, para retenerlo. Él es el testigo criteriado.
Durante una hora, un hombre cavará un profundo hoyo, con la complicación que provoca dejar intacta una tubería que se le atravesó a medio camino. Y en ese no encontrará nada.
Los investigadores, dos policías jóvenes, le dicen a la fiscal que les dé tiempo para ir de nuevo por el testigo, para sacar esos cuerpos de ahí. La fiscal se impacienta, les da tiempo, pero les instruye que no se tarden más de lo debido.
Media hora más tarde regresan los dos investigadores, seguidos de un tercer policía, todos encapuchados. El tercer policía es bastante delgado, como el hombre de la moto. Se mete en la cancha de fútbol y con la punta del zapato restriega la arena allá donde cree recordar que enterraron a las víctimas. Dos cuerpos, dos jóvenes. Luego se dirige hacia una de las metas, y en la esquina de la cancha restriega de nuevo la planta del zapato. «Ahí hay otro cuerpo», murmura. Ese es de otro caso.
Ya es mediodía, el sol arde, los detectives se impacientan, todos queremos terminar rápido esto. Los niños de la comunidad han salido de la escuela, observan curiosos la escena; les están jodiendo su canchita; jóvenes se atraviesan en bicicletas, una mujer en faldas observa todo con detalle. «Esa es la mujer de uno de los palabreros», le susurra el testigo a un investigador, y entonces deciden sacarlo de ahí.
Dos horas más tarde, casi dos metros más hondo, y la tierra no escupe nada. Los investigadores blasfeman, se quejan, dicen que ¡no puede ser!, si ellos saben que ese es un cementerio clandestino, ubicado a las narices de los vecinos que entran a esa comunidad infinita, ubicado bajo la canchita en la que juegan todos los niños. Los investigadores piden auxilio a los forenses, y el doctor Quijada le ofrece una salida a la fiscal:
—Paremos aquí —le dice— Y vengamos mañana con más apoyo de la alcaldía para seguir cavando, podemos hacer una zanja en…
La fiscal lo interrumpe, ni lo deja terminar.
—No. Yo creo que ya no. Si ya dos veces el testigo se equivocó, la información no es tan fiable que digamos.
Los investigadores le ruegan. Ella hace que llama a su jefe.
—¡No! Se acabó. ¡Nos vamos! Van a disculpar por la molestia —le dice al doctor Quijada.
La comitiva se sale de la comunidad, y los investigadores vienen maldiciendo desde detrás de los pasamontañas. «¡Como no es ella la que se arriesga!», dicen. «Como que no supiera que el año pasado solo de ahí sacamos tres cuerpos», dicen. «No sé cuál es la urgencia, si a su oficina a aplastarse va nomás», dicen. «Ya mañana esos cuerpos ya no van a estar ahí», lamentan. La comitiva se detiene en la salida de la comunidad, los investigadores corren al otro lado de la calle. Ahí hay una sorpresa. A menos de 15 metros de la canchita está la subdelegación policial de Ciudad Delgado, un edificio de dos plantas incapaz de hacer algo contra el cementerio clandestino que tiene frente a sus narices.
* * *
Ahora escuchamos la última llamada en el cuarto de los huesos. El doctor Saúl Quijada se le adelanta a Raymundo Sánchez.
—¿Qué caso me dice?
—…
—Permítame… ¡Ray! ¿Sabes si había un caso de restitución para hoy? ¿Cuál es?
Raymundo Sánchez busca en los archivos, encuentra por el que preguntan, ubica la caja, está al fondo del rimero de cajas que hay en una esquina. Amenazan avalancha los huesos. «Es el 48». Son pocos huesos en la caja: un fémur, un par de vértebras, unas pocas costillas. El doctor Quijada le habla al teléfono.
—Mire, me va a disculpar con lo que le voy a decir, pero nosotros siempre procuramos decirle a los familiares que cuando hay pocos restos piensen ahorrarse el dinero de un ataúd grande…
—…
—Sí, son poquitos huesos. Con que consiga un ataúd pequeño, de esos para niños…
—…
—Está bien. No hay ningún problema. Es su decisión y nosotros la respetamos. Espero que no haya tomado a mal la sugerencia.
* * *
Llueve el cielo como si quisiera dejar caer toda su furia en una sola vomitada. El Muchacho entra a la morgue, donde lo esperan los doctores Quijano, Quijada, y los auxiliares Raymundo Sánchez y William Villanueva. Llega empapado.
Inicia el acto de restitución, y El Muchacho es como si estuviera ausente, como que no entendiera nada de lo que está ocurriendo ahí. Los doctores le explican que esos huesos son los de su pariente, que ve uno de los huesos cortados, porque de ahí se sacó el ADN que hizo match…
—¿A usted le tomaron la muestra? —pregunta el doctor Quijada.
—Sí, yo di mi sangre —dice El Muchacho, que sigue serio, desinteresado. Es como si entre esos huesos y él no existiera nada. Ni un vínculo. Nada. ¡Nada!
Y entonces Raymundo Sánchez comienza a sacar los huesos, uno por uno, y los coloca en un ataúd para adultos, pero al muchacho ese gran vacío sigue sin decirle nada. Un fémur, una vértebra, una costilla… En el ataúd hay un rompecabezas al que le falta un 90 % de sus partes. Raymundo Sánchez saca otro hueso, largo, blanco, y es hasta entonces cuando El Muchacho deja de estar muerto, reacciona, menea las piernas, que están paradas, desesperadas.
—¡Momento! —dice El Muchacho—. Déjeme ver eso…
A ese último hueso se le ha enrollado una pulserita, sencilla, de hilos entrelazados, con líneas azules, celestes y moradas.
—¿Puedo quedarme con esto? —pregunta El Muchacho, pero en realidad la pregunta es un ruego, que antes de pronunciarlo ya le ha partido la voz.
Agarra la pulsera, la observa en la palma de su mano, y es entonces cuando sus huesos le llaman, para despedirse, para decirle que ahora ya pueden descansar en paz. Ambos. El Muchacho aprieta la pulsera, con todas sus fuerzas, con todas sus fuerzas, con todas sus fuerzas, hasta que desde el corazón le sale un grito seco, uno que le cauteriza el alma, y eso le duele, y sin embargo, por curioso que parezca, ese instante es mil recuerdos, la mariposa de Raymundo Sánchez girando en dirección contraria a millón por segundo, el ardor en el pecho es un reencuentro que después de cauterizar, reconforta. Reconforta. Reconforta…
—¡¡¡Mi hermano!!! —grita El Muchacho, y ahora aprieta la pulsera contra su pecho. Por fin su hermano de toda la vida ha reaparecido, su hermano mayor, su único hermano en este mundo desgraciado.
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* Daniel Valencia Caravantes es periodista desde los 19 años y trabaja desde 2002 para el periódico El Faro.net. Actualmente es miembro de Sala Negra, equipo que cubre temas sobre violencia, narcotráfico, crimen organizado y pandillas en Centroamérica. Graduado de la Universidad Centroamericana, fue incluido en el libro de crónicas Jonathan no tiene tatuajes (UCA, 2009), es periodista del año por la Asociación de Periodistas de El Salvador (2009), premio de derechos humanos de la Universidad Centroamericana (2007) y mención honorífica en la sexta convocatoria del premio IPYS.
El presente reportaje es material cedido por el periódico El Faro (www.elfaro.net) y su sección Sala Negra (www.salanegra.elfaro.net)