Periodismo Cronopio – Sala Negra de el Faro

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—Eso ha de traer consecuencias brutales. Supongo que luego los narcos colombianos regresarán a cobrar con sangre lo que les quitaron —le digo a Matías, aplicando a este Caribe sin turistas la lógica que asumo luego de investigar durante años la forma de operar de los mexicanos en México.

—Ja, ja, ja. No, hombre, no son pendejos. Prefieren tener tranquila la comunidad. Ellos llegan a la comunidad en cuestión de horas, a veces los mismos que fueron asaltados. Los tumbadores en un ratito llegan a la comunidad y venden a uno de los acopiadores, que es conocido de todos, y luego los colombianos llegan donde él: Hey, mirá, nos robaron tantos kilos, y como es nuestra, te vamos a dar solo tantos miles de dólares por ella. Llegan a un acuerdo. No pasa ni un día desde que los tumbadores roban hasta que los colombianos la llegan a comprar.

El comisionado policial Benjamín Lewis, miskito y jefe de Matías, me explicó hace dos días, en una entrevista larga realizada al amparo de una destartalada máquina de aire acondicionado, que incluso los cárteles colombianos se comunican entre ellos cuando hay un tumbe. Esos paquetes de droga marcados de tal manera y robados cerca de tal aldea son nuestros. Los demás cárteles, víctimas también de los tumbadores, cumplen el pacto y no aceptan comprar, sino que la dejan para que su dueño original llegue a negociar el precio de lo que le robaron.

Según el capitán de fragata Castañeda, en cambio, no todo es negociaciones. Durante nuestra charla allá en su oficina del muelle dijo que los tumbadores ya habían cambiado el signo pacífico de este litoral. Sus palabras fueron de una resignación extraña en un militar.

—Hace unos seis años atrás, cuando nos identificaban, tiraban las armas, y la captura se hacía pasiva, menos cuando era de noche y no había visibilidad, pero al grito de ¡Fuerza Naval de Nicaragua! todo cambiaba. Ahora, todo ha cambiado en un 100%. Es un combate. El año pasado, septiembre, un sargento perdió la pierna producto de un intercambio de disparos con narcos. El narco ya no nos respeta como autoridad. Cuando se ven perseguidos, se van orillando a la costa, y al verse cercanos a una comunidad, varan la lancha y te siguen tirando bala en lo que descargan y se esconden. Las comunidades ya saben qué hacer.

Es quizá porque los militares no terminan de adaptarse a las reglas de este Caribe. Los policías sí tienen bien asumidas las reglas del juego. Lewis utilizó un ejemplo genérico para explicarlo.

—Cuando llegamos nos abocamos al síndico, a los pastores de la Iglesia Morava o al consejo de ancianos: Miren, venimos a ver este cargamento que sabemos que está aquí. Y de ellos depende. No lo esconden: sí, vinieron, le dieron a fulano y mengano, se fueron y ya lo vendimos. Hay muy buena comunicación, pero como le digo, puede más el dinero.

Todo se trata de dinero, de necesidades. Ser pobre en un barranco, a la par de otro pobre, es asumible. Terrible, pero asumible. Ser pobre a la par de otro pobre que dejó de serlo y ahora vive en una enorme casa a la par de tu casucha debe de ser más complicado, sobre todo si uno mismo puede, de la noche a la mañana, entrar en el negocio que hizo prosperar a tu vecino.

Eso sí, a más red, a más gente metida en esto, a más dinero, más violencia. No necesariamente como la mexicana, guatemalteca u hondureña, donde los cárteles hacen performance de la muerte desmembrando gente, masacrando enormes grupos y dejándolos ahí, a la vista, y hasta con mensajes escritos. Pero sí más violencia, alguna que otra balacera y delitos de bagatela, de esos que hacen la vida más incómoda.

La tarde se nos va del todo, y desde el balcón del restaurante ya no se ve el Caribe, pero se escucha suave, meneándose y reventando en la orilla en discretas olas. Luego de haber escuchado a Matías, el agente de inteligencia policial, de saber que su mayor éxito según él es cuando decomisó dos pangas con barriles de gasolina, pero ya sin la droga ni los traficantes, le pregunto por qué demonios le interesa seguir en esta lucha, y contra qué exactamente lucha. ¿Contra unas pangas abandonadas? ¿Contra unas siluetas que disparan desde la playa de Walpasiksa? ¿Contra unos pastores, unos ancianos, unos miskitos que salieron de la miseria gracias a unos colombianos?

—Te diré por qué —me responde serio—. Si antes te emborrachabas aquí en Bilwi y te quedabas dormido en el parque central, amanecías con zapatos. Hoy no, amanecés sin zapatos y sin pantalón, porque los muchachos que fuman el crack hacen lo que sea para tener dinero y comprar. Esta gente es pacífica. Abandonados como están, siempre han sabido vivir comiendo de lo que cultivan y curándose con sus raíces. El paso de la droga crea necesidades. Le enseña al que no tiene nada pero es feliz, que otro tiene algo mejor, que eso otro es felicidad, y eso jode, jode a un pueblo. Contra eso lucho.

EL DILEMA DE SADÚ

Hoy nos hemos dado cita con Matías en el mismo restaurante con mirador. Ayer le comenté que necesitaba encontrar fuentes directas, algún ha–sido–de–todo» como le dicen por aquí a los multiusos. Matías prometió presentarme a un panguero que conoce muy bien las ofertas de los narcos y que una vez —solo una vez, dijo— les llevó una panga.

Puntuales, se bajan de un carro tan destartalado que a nadie le extrañaría verlo en una chatarrería debajo de otro carro. Sadú es un hombre negro y alto de 45 años, con los antebrazos fibrosos y marcados, como todos los hombres que trabajan las pangas y se la pasan jalando cuerdas, apretando tuercas y manipulando motores. Se sienta con la humildad de un campesino. Callado, sin mirar nunca durante mucho tiempo a mis ojos y agarrando sus manos entre sus piernas, encorvado hacia adelante.

—¿Y qué cuenta, Sadú? —pregunto, invitando a sonreír.
—Ayer, frente a laguna de Bismuna hubo persecución, pero no lograron, porque narco llevaba 800 caballo —reza el miskito con su imperfecto español, asumiendo que lo quiero para que me cuente persecuciones, fechas, nombres, lugares. Pero no es para eso que quiero escucharlo.

Ha sido imposible sacar a Sadú de esa lógica. Ha hablado, ha contado la lógica de las pangas: no siempre menos peso es más rápido, porque sin el peso suficiente mucha velocidad vuelca la panga en una persecución. Ha explicado cómo en Sandy Bay, tras lo de Walpasiksa, sitio estratégico para los colombianos, una panga se interna por la laguna, se esconde entre matorrales y por caminitos de tierra es descargada en menos de una hora por los locales. Ahora sé que esto es de ida y vuelta, que los pangueros suben la cocaína a Honduras y al bajar pasan por Jamaica para recoger marihuana y llevarla a Costa Rica. Sé que los estadounidenses están en el meridiano 82 y que las pangas se deslizan entre dos y siete millas mar adentro, que las persecuciones no son como las de los carros, a unos centímetros uno del otro, sino que es algo de millas, que a veces ni ves la lancha que seguís, pero que sabés que ahí va, porque alguien —normalmente los estadounidenses— te van dando las coordenadas. Sé que los narcos llevan GPS, mapas y brújula y que bien cargados alcanzan las 50 millas por hora. Todo eso sé, pero aún no sé nada de Sadú.

Al final de la tarde, le pido que nos lleve en su decadente carro. Él, de momento, vive de esa chatarra, es su taxi. En Bilwi, casi todos se mueven en taxi, pero una corrida normal se paga a 75 centavos de dólar. Aquí, en tierra, todo se paga mal.

En el camino logro arrancarle un pedacito de él. Dice que era pescador de langostas, que había logrado comprar un tanque de aire y una cámara fría para guardar la langosta. Dice que ahora mismo le va mal, que el huracán Félix, ese que se ensañó contra estos indígenas en septiembre de 2007, lo dejó cinco días de náufrago en altamar, agarrado a unos bidones de gasolina, viendo morir a sus dos compañeros de pesca. Cuenta que ahí perdió el motor y que la panga apareció tiempo después en una playa. Dice que desde entonces no levanta cabeza.

Amanece. Ayer, luego de que nos dejara, acordé con Sadú que hoy nos volveríamos a ver. Le pedí que esta vez me enseñara su panga y su casa.

Su casa, como la de la mayoría de pescadores, está en el barrio El Muelle. Su casa es la de un pobre, de tablones viejos de madera, con apenas muebles, y los que hay muy viejos. En la sala, hace de asiento la palangana para las langostas que lleva cinco años en desuso.

—Esta es mi casa —dice Sadú, ceremonioso como es, estirando su brazo con lentitud, como lo haría una modelo de televisión para lucir el carro que rifan en su programa. Adentro, gris, poco—. Vamos a ver lo demás que tengo —me invita Sadú, y con eso se refiere a que vayamos a ver la otra pertenencia que tiene en su vida, una panga inútil.

Caminamos entre casuchas de madera de las que sale un olor a pescado. La gente saluda a Sadú, pero yo no entiendo ni pizca de miskito. Sadú saluda con su largo brazo.

—Ahí está —dice, cuando salimos a una pequeña playita atrás del barrio.

¿Y bien? Sí, ahí está, efectivamente. Es un momento de expectativa derrumbada. Una panga sin motor tirada en la playa es eso y nada más, una panga sin motor tirada en la playa.

—¿Y cuándo comprarás motor, Sadú?
—No puedo. Motor de 60 caballos vale 5 mil dólares. Aquí todo más caro, porque todos venden a precio de gente que puede pagar, y alguna gente puede pagar mucho.
—¿Y cómo es que antes lograste comprar tu motor?

Sadú me mira y sonríe apenado. Baja el rostro. Se me vienen a la mente las palabras con las que Matías me presentó a Sadú: solo una vez les llevó una panga. Cambio mi pregunta.

—¿Cuánto le pagan los colombianos a un panguero por llevar una panga de la frontera con Costa Rica a la frontera con Honduras, Sadú?
—Si va de marino simple, 35 mil dólares; si usté es capitán, hasta 80 mil.

¡Eso pagan los narcos por un recorrido que dura un día y una noche! Pagan en efectivo, sin trámites ni esperas. Es normal, un cargamento de una tonelada es vendido en destino final, en Estados Unidos, por alrededor de 60 millones.

Los estudiosos, los analistas, los políticos utilizan casos de otros políticos que fueron comprados por el narco por exorbitantes sumas, por millones de dólares. Políticos con buenos sueldos y excelentes carros que querían más y más y más, pero no porque no tuvieran. Pero, pienso yo aquí al pie de una panga inútil, si no es el dilema de Sadú el que explica mejor lo complicado —imposible— que es cortar este flujo que no solo tiene que ver con drogadictos y traficantes, sino también con gente pobre que necesitaba un motor, gente indígena que lo consiguió aceptando la única oferta que tenía a la mano, gente que perdió un motor, gente que de nuevo necesita un motor. Gente que de nuevo tiene solo una oferta.

La reverenda Cora Antonio coincide conmigo, pero encuentra que hay otros factores que han convertido a este Caribe en uno donde solo hay tres opciones: cocaína, pangas o langostas.

LOS TRES TEMORES DE LA REVERENDA

Cora me recuerda al personaje de un cuento de Truman Capote, Mr. Jones, un señor misterioso que recibía en su casa a cuanto visitante llegaba. Y llegaban muchos a contarle cosas, a preguntarle cosas, a contarle infidencias. El cuartito de Brooklyn donde Mr. Jones recibía a sus invitados cambia en el caso de Cora por el porche de su modesta casa de cemento, con una segunda planta en construcción, en pleno barrio Moravo de Bilwi, un sitio apacible. Cora pasa las tardes sentada en su mecedora, atendiendo a personas que parecen escucharla como lo haría un hombre juzgado cuando su abogado le cuenta las opciones que le quedan.

Es de las mujeres más respetadas de todo el Atlántico nicaragüense, y una de las personas que mejor lo conoce. La reverenda fue la primera mujer en formar parte del Sínodo de los moravos, su organismo de dirección, y hasta mediados del año pasado cuando dejó el cargo, la primera mujer en ocupar el cargo superior, superintendente. La protestante Iglesia Morava es la que tiene mayor presencia en este Caribe, y lleva una ventaja abismal sobre las demás. La explicación se mide en años. Fue en 1849 cuando los primeros misioneros traídos por los ingleses llegaron a estas costas a evangelizar a los indígenas. Casi cada comunidad tiene un pastor moravo que si bien ya no tiene el poder absoluto que tenía hasta la década de los ochenta, sigue siendo uno de los que lleva la voz cantante en las comunidades de este litoral.

Acudí a Cora para que me ilustrara sobre hacia dónde ir y me presentara a algún pastor con quien conseguir entrada en una comunidad, ya fuera Sandy Bay o Walpasiksa. Pensé, por alguna extraña razón, que un pastor moravo estaría lejos del dilema de Sadú, y me podría hablar de lo que pasa en su comunidad mientras me llevaba en una panga hacia ella. Cora me ayudó a aterrizar.

—¿Para qué te voy a mentir? Sí hay muchos pastores involucrados —dice Cora, y cuenta una anécdota de cuando un taxista le reclamó que por qué denunciaba la droga si la droga les daba de comer, si la droga ponía las ofrendas que llenaban su charola los domingos, si la droga le construía sus templos en las comunidades. Y Cora le respondió que eso era diferente a aceptar dinero de un narco, y luego me dice que ella misma retiró a un pastor cuando supo que aceptó 5 mil córdobas.

—¿Cómo vas a predicar cuando los narcos entran y violan a las muchachas y pagan a las muchachitas de 13, 14 años, 20 dólares para dormir con ellas? Ellos entran, tienen el dinero y van… Incluso, si se enamoran de la esposa de una persona van a acostarse con la esposa del señor, y las muchachitas ahí andan, porque quieren dinero —recuerda Cora que reprendió a su pastor.

Convencido de que el ingreso a una comunidad no será a través de ningún pastor elijo cerrar la conversación preguntando a Cora por el futuro, por sus miedos de lo que se viene. Los tiene muy claros, en la punta de la lengua. Tres cosas, dice, levantando tres dedos.

—La primera —dice— es la tenencia de tierra, porque mucha gente del Pacífico —así nos llaman a los que no somos de aquí— está viniendo a comprar tierra al ver que hay cómo hacer negocio, y los afectados van a ser los indígenas desplazados. La segunda —sigue—, aquí hay armas, y las personas que se meten en este trabajo ven la ambición, el dinero, no ven que tarde o temprano entre ellos se van a matar, o que otros narcos los van a venir a matar. Y la tercera, que el paso de la droga esconde otros problemas de comunidades que siguen siendo pobres, con muy poca educación, con casi ningún puesto de asistencia médica en lugares a los que solo por mar se llega.

Así cierra su enumeración de temores. Pero tiene algo más que decir.

—Los gobiernos se despreocuparon de esta costa Atlántica, y otros se hicieron cargo, eso es lo que pasó —lamenta y luego me lanza una recomendación—. No vaya solo a Sandy Bay, que alguien de aquí lo acompañe. No gusta mucho la gente del Pacífico que llega sola allá.

MANSIONES ENTRE COCOTEROS

Llegar a Sandy Bay ha sido una peripecia. Es domingo, y hoy no suelen salir pangas de pasajeros, por lo que la única que llegó, la del lanchero con el que ayer apalabramos la salida, fue la nuestra, a la que más gente se subió aprovechando la inusual ocasión. Pero claro, como no declararon salida, el ejército nos interceptó con otra panga apenas unos 300 metros pasado el muelle en dirección a Honduras. Nos devolvieron, nos revisaron, solo cuando el capitán de corbeta Castañeda me vio a bordo suavizó la medida y no retuvo la panga.

—Es que ando revisando si no llevan licor, porque ese es el trato, allá no se permite tomar —dijo, para mi total admiración el capitán de corbeta.

La incomodidad de dos horas bajo el inclemente sol y el dolor en las nalgas causado por el golpeteo de la lancha con el oleaje empiezan a valer la pena cuando nos desviamos por la laguna rodeada de manglar que da entrada a Sandy Bay. Esta es la capital de la droga en la RAAN, según los militares y los policías. A simple vista, un lugar hermoso. Compuesto por 11 barrios, Sandy Bay se muestra primero a través de uno de ellos, Lidaukra. Guardando las distancias, esto recuerda a la isla de los famosos de Miami, casas de dos plantas con fachada a la laguna, amplios ventanales y jardines bien recortados.

Bajamos en Nina Yari, hasta cuyo muelle se llega adentrándose en los caminitos que dejan los manglares, una especie de callejuela de agua que abre camino a otros callejones que la maleza esconde, un verdadero laberinto salado. Unos hombres descansan frente al desembarcadero. Caminamos ante sus miradas fijas. ¿Hacia dónde van?, se escucha que pregunta uno. Y el fotógrafo Edu Ponces esquiva con su respuesta. ¿Para dónde caminan?, insiste, y Ponces señala a Ruth Jackson, la periodista miskita que nos acompaña, a lo que le dijimos es un viaje para conocer su comunidad, nada más. El hombre nos deja en paz. Es un hecho. Entrar a Sandy Bay sin ser detectado es una fantasía, hay ojos por todas partes y los motores fuera de borda se escuchan desde lejos cuando navegan por los callejones del manglar.

El wihta Seledón López nos espera en su casa de cemento de dos plantas. Él es el jefe máximo de la comunidad. Asesorado por el consejo de ancianos, es quien dirime cualquier problema y ordena prisión a quien sea. Lo interrumpimos, ya que veía un partido de fútbol en su enorme televisión de plasma. Como muchas de las casas de Sandy Bay, esta también tiene antena propia, que le da comunicación y televisión por cable. Al poco tiempo, se escucha el rugido de varias motos [motocicletas]. Afuera de la casa del wihta, que nos pidió esperar un momento antes de hablar, estacionan sus Yamaha nuevas siete hombres recios. Se trata de la comisión de seguridad de Sandy Bay. Desde que los miskitos echaron a la policía y los militares de aquí en 2009, mantienen su propio grupo encargado del orden, esos hombres que patrullan en sus motos.

El comisionado policial Lewis me dijo que entre los 23 miembros de esa comisión hay algunos reconocidos maleantes que trabajan con los colombianos. La policía incluso envió una carta de protesta al gobierno regional, el GRAAN, pidiendo que sacaran a algunas personas de la comisión, porque ellos los tenían fichados como operadores de los narcos.

De Sandy Bay, tanto Lewis como Matías, el capitán de corbeta y el investigador Orozco coinciden en lo mismo, que se puede resumir en una sentencia de Lewis.

—Ahí mandan ellos, los vinculados a los narcos. Tienen el poder económico y armado. Ahí operan colombianos, jamaiquinos, ticos, hondureños. Llegan, se están cuatro, ocho días, hacen sus contactos, salen; se habla de dos, tres pistas clandestinas en lugares bien difíciles de acceso, difíciles para nosotros. Hay personas que nos han querido llevar a fotografiar, pero no hemos hallado por dónde entrar, no hay modo sin que nos miren.

Todos coinciden también en que los narcos buscan primero o al pastor o al wihta o al consejo de ancianos para crear base social; todos coinciden en que sin ellos no hay negocio. Sin embargo, Seledón, diminuto, con lentes, moreno, como cualquier campesino centroamericano, con su graciosa forma de hablar español y sus 50 años, parece tan inofensivo…

Con toda la amabilidad del mundo escucha nuestras peticiones, recorrer todas las comunidades desde ahora mismo hasta que anochezca. Acepta y nos dice que para eso ha llegado la comisión, que ellos nos llevarán en sus motos si queremos hacer el recorrido.

Es descarado cómo estos hombres pretenden llevarnos solo a conocer el Sandy Bay más precario. Decimos que queremos ver el muelle, para acercarnos a las casas tipo Miami de Lidaukra, y nos llevan al margen casi inaccesible de una pequeña laguna. Decimos que queremos conocer el centro del pueblo y nos llevan a la casa de una anciana que no habla español y que ayer perdió su choza de palma de coco y madera por un incendio accidental, y se ha quedado sin nada, nada de nada. Pedimos ir hacia el centro una vez más y nos llevan a enseñar su cárcel, una mazmorra asfixiante donde encierran a los borrachos y problemáticos.

Sin embargo, nada les da resultado. Sandy Bay es alucinante y para verlo no hay que detenerse a mirar, basta con pasar zumbado en una motocicleta. Para llegar a la laguna, para ir hasta la casa de la viejita, se atraviesa el centro de Sandy Bay por la callejuelita de cemento que hace de único camino vehicular en este extraño sitio. Es un paseo de lujo. Casas, mansiones que no tienen nada que envidiar a las de veraneo que los millonarios centroamericanos tienen en la playa. No una, decenas de casas de tres plantas con piscina, revestidas de azulejo. Recuerdo lo que dijo Matías: cemento en esas comunidades es igual a narco. Es carísimo, mucho más que en Managua, hacer una construcción de cemento aquí, porque tienes que transportar los sacos en pangas, y eso no está al alcance económico de un pescador.

Volvemos de noche y Seledón, amable, nos invita a salir de su casa de dos plantas, cruzar la pequeña callejuela y pasar a la cocina, que los miskitos suelen tener separada de su lugar de habitación. Nos sentamos a comer mientras Seledón habla de la paz que ha traído la comisión de seguridad, de lo tranquilos que están los 16 mil habitantes de Sandy Bay, de la falta de medicinas y atención médica, de cómo solo una enfermera los atiende. Lo interrumpo a cada frase e intento meter, solapada, la pregunta. Al final, lo logro.

—¿Y por qué tienen tan mala fama los de aquí?
—¡Claro, todos saben de qué habla ahora! ¡Traficantes! Dejamos pasar, no encarar nosotros a ellos porque andan arma, dejamos pasar.

Eso fue todo sobre el tema.

Temprano, agradecemos a Seledón la comida y el techo para pasar la noche y nos vamos. Regresamos sin novedades. A medio camino, el panguero se ilusiona al ver un barril azul asomando en una playa desierta. Da un giro vertiginoso a la panga y dice algo en miskito a su ayudante, que se abalanza al agua hasta llegar al barril. Vacío. El panguero le dice algo en miskito al muchacho. Solo entiendo la palabra droga. El muchacho da vuelta al barril, que solo deja caer unas gotas de agua, y se encoje de hombros. Seguimos hacia Bilwi.
Drogas
UN BUEN DÍA

Mañana nos iremos de la RAAN. Al mediodía sale nuestra avioneta hacia Managua. Es la única forma de llegar hasta aquí en un tiempo razonable. Por tierra, el recorrido puede ser de entre 16 y 28 horas, dependiendo del estado de la precaria calle de terracería.

Me llama Matías.
—¿Viste algo raro por allá? —pregunta.
—No, nada.
—Es que estamos persiguiendo un cargamento que llegó. Iremos a ver hoy, mañana te cuento.
Amanece.
—Matías, ¿fueron?
—Sí.
—Ajá, ¿y qué?
—Nada, nos dijeron que ya la habían vendido. La encontraron los pescadores de un barco caracolero que andaba allá por los cayos y la vendieron en Sandy Bay al acopiador. Eran 200 kilos que los narcos tiraron en una persecución. A cada marino le pagaron 5 mil dólares.
—¿Y cuántos marinos eran?
—80.
—¡Qué! ¿Será eso posible?
—Ay, hermano, salí y mirá las calles.

El sol resplandece con fuerza y Bilwi está alegre, los negocios están repletos de gente y el muelle bulle con pangas que salen y entran con más gente que viene a hacer compras.
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* Óscar Martínez es periodista salvadoreño de 28 años. Fue coordinador del proyecto En el Camino y actualmente es coordinador del proyecto Sala Negra, ambos del periódico Elfaro.net y dedicados a periodismo de profundidad. Es autor del libro de crónicas Los migrantes que no importan (Icaria, 2010), coautor del libro de crónicas Jonathan no tiene tatuajes (UCA Editores, 2010) y ha sido recopilado en en el libro de antología Crónicas de Otro Planeta (Debate, 2008). En 2008 recibió en México el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez, entregado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, es premio Nacional de Derechos Humanos por la Universidad José Simeón Cañas de El Salvador y tercer lugar en 2009 del premio de periodismo de investigación entregado por el Instituto de Prensa y Sociedad.

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