Escritor del mes Cronopio

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PLAZA DE MERCADO DE GUAYAQUIL: MADRE DE LOCOMOTORAS Y DAMAS DE VIDA AIRADA

Por Reinaldo Spitaletta*

1. OBERTURA CON BOMBILLOS Y EL BURRO DE ORO

Ese «como limbo de la monotonía» que describió Carrasquilla para referirse a la Villa de la Candelaria de buena parte del siglo XIX, con comerciantes y oro, con un mercado al aire libre en la plaza mayor, con camanduleros y gentes que se acostaban con las gallinas, con callejuelas que olían a orines y a mierda —que no había letrinas y el mundo era muy cortito—, despertó de su sueño tranquilo para convertirse, de pronto, como en una invocación de ricos y otros pioneros, en una activa aldea con aspiraciones (e ínfulas) de ciudad.

Desde los berridos de «¡Agua va!» con que los moradores advertían que iban a arrojar excrementos y bazofias a la calle, el paisaje se fue transformando. A finales del último decenio del XIX, la parroquial Villa de Medellín comenzó a iluminar sus noches no solo con la luz temblorosa de las estrellas, sino con la muy novedosa y alteradora de costumbres nocturnas de las bombillas eléctricas, cuando aún las ciudades europeas y norteamericanas se alumbraban con lámparas de gas, petróleo y aceite. La aldeíta apacible, con aires bucólicos, principiaba su despacioso y seguro despertar de chimeneas fabriles que modificarían la vida cotidiana de principios del siglo XX, al tiempo que, muy febriles, los comerciantes y prestamistas, los usureros y dueños de tejidos de lana, todos de misa de seis de la mañana e inalterables pagadores de diezmos, se repartían en la Plaza de Berrío. Todos demostraban entonces su innato talento para conseguir plata y hacer novenarios, combinado con las habilidades para la cacharrería y los rezos en público; trabajar y orar (y, ¿por qué no?, pecar) iban de la mano. Y así —como sin darse cuenta y agitándose a pequeñas dosis—, el arcadiano villorrio se colmaba de chismes de atrio y olores a almacén.

El siete de julio de 1898, ocho focos de 1.200 bujías iluminaron el Parque Berrío al son de voladores y campanas, con bandas musicales, aguardiente y fiesta. Fue por esas calendas cuando Marañas, que era el bobo más famoso de entonces, desbocó su talento de hombre de pueblo y exclamó: «Luna, ahora sí a alumbrar a los pueblos». Pero ¿qué era lo que estaba sucediendo que nueve años antes había llegado a Medellín el arquitecto francés Charles Carré, contratado por el obispo para construir la que hoy es la Catedral Metropolitana en terrenos donados por el ingeniero inglés Tyrrel Moore? ¿Qué estaba pasando cuando el próspero Carlos Coriolano Amador, que ya era dueño de las minas del Zancudo y de las cenagosas tierras de Guayaquil, también lo contrató (como también al italiano Felipe Crosti) para que le construyera un palacete y una plaza de mercado cubierto?

A Amador, en 1891, ya le había ganado de mano Rafael Flórez, que construyó la primera plaza cubierta en la villa para ofrecer una alternativa a los antihigiénicos toldos del Parque Berrío. Pero a un tipo como aquel rico de ancestros italianos y cartageneros, llamado el Amo del oro, y luego el Burro de oro por alguna razón de bajo vientre, no se le desplazaba impunemente. Él, conocedor de las Europas, que había llevado presentes de oro a los reyes de España, vio una oportunidad única para valorizar sus tierras y, a la vez, convertirse en una suerte de filántropo citadino y, sobre todo, de gran negociante (lo que, en una especie de eufemismo, se conoce como «visionario»).

En 1892, el Concejo autorizó a los representantes del millonario para construir un mercado cubierto en el sector que ya se conocía como Guayaquil, y el francés comenzó a diseñar la que iba a ser la plaza de mercado más grande de Medellín, en la que 400 peones aportaron su «fuerza de trabajo» en la construcción de una edificación jamás vista en la pastoril parroquia, con ladrillos, armazones de comino, treinta y una puertas de hierro, tres estatuas de bronce traídas desde Francia, servicios sanitarios (excusados) con pedales, asientos para paseantes y damas y agua corriente, galerías con los nombres de los productos, además de entradas para mulas y caballos. Una revolución arquitectónica que estuvo lista el 23 de junio de 1894 y que tendría capacidad, según su diseñador y constructor, para 15.000 personas con los brazos abiertos (como el leonardesco hombre de Vitrubio). Si empleáramos un anacronismo, podríamos decir que era el centro comercial más descrestador y electrizante de ese pueblito de mantillas y sombreros.

Y entonces, el sector, que antes eran terrenos lacustres y malsanos de zancudos y malezas, se transmutó en un barrio con calles nuevas, aires distintos, curiosos de todas partes, cargues y descargues, a los que se sumaron iniciativas comerciales de otros ricos, de propietarios de fincas cafeteras, de mineros que construyeron casonas alrededor —tal vez sin siquiera imaginar que años después, ahí, junto a ese emporio, se levantaría en 1914 la estación del ferrocarril—. En las calles Carabobo, la Alhambra, Cundinamarca y Cúcuta, florecieron sastrerías y otros locales de artesanos; sin embargo, muy cerca de la imponente plaza, los más pobres se arrimaron y construyeron casas de bareque y paja. La felicidad de los potentados no sería completa, porque, después, arribarían peregrinos e inmigrantes de todas las condiciones sociales para convertir la plaza y sus alrededores no solo en un puerto seco, sino en una sede de todos los oficios, incluidos los nada santos y muy profanos.

Con el advenimiento del nuevo siglo, la villa tomaría otros aspectos, las ideas de progreso ya eran suyas, y el puritano aire aldeano quedaría atrás con el surgimiento de fábricas de textiles, trilladoras, cervecerías, fosforeras, cigarrerías y, en especial, con la irrupción de la clase obrera. Los humos y sonidos de las recientes factorías convocaban, como las sirenas de Ulises, a los moradores del campo, que se urbanizaban sin abandonar del todo sus aromas de musgos y maizales. Y llegaron los primeros carros (el primer automóvil lo había importado Amador en un acto que causó estupor entre los lugareños), los trenes, los tranvías, y, con todo aquel estropicio de máquinas y mercancías, se acabó el silencio conventual.

Ya no había lugar para ninguna monotonía. Aumentó la presencia de las agencias de abarrotes, de bancos, ¡ah!, y también de iglesias, y ya había poetas y otros artistas que no solo hacían bulla en el café El Globo, lejos de Guayaquil, ahí, en una esquina del Parque Berrío, sino que escribían poemas perturbadores y reflexionaban sobre los valores bursátiles y el tamaño de las panzas de los ricos. Tras el humo de las locomotoras y sus pitos arribaron nuevos negociantes y curas, trabajadores y putas, malandrines y embaucadores, estafadores y almacenistas. La romántica década de los años veinte, la que en otras geografías era nombrada como la de los años felices y locos, la del foxtrot y el ragtime, se manifestó en Medellín con alcohol y lujuria, con cafetines y tertuliaderos, y alrededor de la plaza de mercado de Guayaquil —que después tomaría el nombre de Plaza de Cisneros, en honor al ingeniero cubano que trazó y diseñó en una suerte de epopeya criolla: el ferrocarril de Antioquia— florecerían bares en los que se hacían transacciones millonarias y los avivatos que inventaron el «paquete chileno», para engañar a incautos, pobres y ricos; bien advirtió Shakespeare en su Timón de Atenas que el oro es la «vil ramera de los hombres».

Eran los días en que en una ciudad conservadora como Medellín, los pelados pasaban, con una misteriosa precocidad y sin transiciones notorias, del biberón a la copa de aguardiente, de las canicas y los trompos al indescifrable azar de los naipes, de la escuela confesional a las casas de citas, y de las caricias maternales a las «sobaditas» de las meretrices, de tal suerte que entre ambientes de letras de cambio y transacciones comerciales, de plaza de mercado y talabarterías, aquel pueblo pacato que ya jamás se «acostaría con las gallinas» dedicaba parte del tiempo a la bohemia de cantina, al baile y los rubros secretos de la piel.

Y, entre tanto, Guayaquil, que debió en esencia su transformación urbanística y cultural a la creación de la plaza de mercado, se erigía como una zona variopinta, en la que durante muchos años se movieron más negocios y cuentas que en la neoyorquina Wall Street. Abundaron cafés tanto como pensiones y prostitutas. Recalaron en aquel excéntrico puerto seco gentecitas múltiples, venidas de todos los confines de Antioquia y el país. Era un universo de alucinación, una mixtura de papas y tomates con prenderías y ventas de baratijas. Un coro, quizá desafinado, de numerosas voces: mercaderes, vagos, ladrones, cuchilleros, guapos, prestamistas, vendedoras de arepas y morcillas. La plaza de mercado y las estaciones ferroviarias (la del ferrocarril de Antioquia y la de Amagá) atraían. Hasta la década del setenta, con su olor a fritangas y a dinero sudado, era el alma de la ciudad industrial y comercial.

Las actividades económicas fundamentales se trasladaron de la antigua plaza mayor a los alrededores de la plaza de mercado de Guayaquil. Peleterías, bancos, hoteles, restaurantes, cantinas, cacharrerías y tiendas, además de los terminales de camiones de escalera, carretilleros, cargamercados, coteros, emboladores, estudios fotográficos, taxis y pensiones, se ubicaron alrededor de la Plaza de Cisneros, que desde 1923 ya tenía un vigía: la estatua esculpida por Marco Tobón Mejía en honor al ingeniero cubano. Allí confluyeron las ventas de discos, fonógrafos, jabones de Europa y Agua Florida de Murray; las farmacias, el Confortativo Salomón, los puestos de revistas e instrumentos musicales… La idea concebida y concretada por Amador fue la célula que reprodujo un mundo de intercambios no solo monetarios, sino en el vestido, el lenguaje, el transporte y la vida cotidiana. Guayaquil se volvió «una ciudad dentro de otra», como la calificó el cronista Alberto Upegui Benítez, y tuvo momentos en los que muchos de sus almacenes y cantinas jamás cerraban.

El mercado, con sus galerías y puestos multicolores, era el lugar de convergencia de campesinos y obreros, banqueros y hombres de pro, señoras de té canasta y sirvientas. En los años veinte, Medellín tenía seis fábricas de tejidos, cinco de cigarros y cigarrillos, tres de fósforos (las primeras, fundadas por los hermanos Olano), quince tejares, once trilladoras de café, ocho productoras de velas y jabones, dos cervecerías y seis fábricas de chocolates. Era un ambiente productivo frenético, que permitía que mucha gente tuviera capacidad adquisitiva y abarrotara la Plaza de Cisneros.

2. LA MEZCLA MILAGROSA DE LA PLAZA

Las plazas de mercado, aparte de su condición evidente de venta de carnes y verduras y cereales y todo lo que hace parte de su esencia comercial, son un centro de intercambios verbales y no verbales, de culturas diversas, de expresiones populares. Son una fuente para el conocimiento de idiosincrasias y costumbres. Son como una suma de nombres, olores, sabores, culinarias, encuentros y conversación. La de Guayaquil, además, tenía un encanto particular por la diversidad de gentes, los rituales familiares, las habilidades del vendedor, las gracias ahorrativas de la señora que pedía rebajas para todo. Existía la posibilidad de hablar con el otro, de detenerse a «cachar» sobre la situación de la ciudad o de la economía. En ella había la posibilidad de tomar la temperatura de lo que estaba pasando, del chisme y el costo de la vida.

La plaza de mercado de Guayaquil, con sus vecindarios como el pasaje Sucre, la Calle de los Tambores, las zonas calientes como Orocué y la Guaira, el centro de mecánicos y vendedores de autopartes como Barrio Triste, las cercanías con La Calesita, un lugar en el cual los ladrones de banco y otros asaltantes se reunían a planear sus pillajes, en fin, tenía encanto. Y mucho sabor. Y la posibilidad de hacer lecturas mundanas acerca de la comida y su costo. Para algunos era una aventura de los sentidos entrar en esa geografía múltiple y multitudinaria, en cuya paleta reposaban todos los colores. Una polifonía de ofertas, a veces con algarabías y amontonamientos. ¿Qué comía la gente, qué era lo que más se vendía, por qué era conocido el nombre de cada vendedor, de la señora de las natillas? Hay una multiplicidad de preguntas sobre una plaza de mercado única, que marcó la vida de la ciudad durante más de ochenta años.

Una plaza como la de Guayaquil, corazón de un sector que gozó de simpatías y rechazos, fue la medida y el rasero de esa «mezcla milagrosa» de sabiondos, pícaros, negociantes, rateros, compradores cándidos y vendedores que eran capaces de hacer pasar una yuca vieja como recién desenterrada. Le dio carácter a la ciudad, porque fue el lugar para el encuentro de campesinos con obreros y banqueros con cacharreros, en una como reunión alucinadora de zocos árabes con bazares persas. Fluían las historias y las consejas, se podían encontrar desde culebreros hasta publicistas empíricos capaces de vender un pedacito de cielo. Fantasía y realidad eran posibles en aquel espacio, diseñado por un francés y financiado por un rico que hacía los más extraordinarios bailes de gala de Medellín y que tuvo fama de seductor de vírgenes y ser proclive a todas las aventuras de catre.

Y de pronto, aquella enormidad del principio se quedó pequeña ante la avalancha de ofertas, ante la informalidad y otras miserias, frente al rebusque de los olvidados de la fortuna. Y pasó de ser un símbolo del progreso y lo moderno a la expresión del desorden provocado por el descuadernamiento social. Entonces sus afueras se transformaron en una sucursal de ventorrillos, de toldos, de carretas con pescados y legumbres, de vendedores ambulantes y vagabundos, algunos de los cuales entonaban la canción del linyera: «Linyera soy, recorro el mundo y no sé a dónde voy…». El Pedrero, que así lo bautizó la voz popular, apareció entre pantanos y polvaredas, quizá evocando lo que fue el sector antes de urbanizarse; entre olores a podredumbre y desesperanza, Cisneros quedó en estado de sitio y la plaza perdió cartel. Ya la satanización de lo que se calificaba como una geografía turbulenta, decadente, llena de «indeseables», había calado en la ciudad, que en su centro histórico se guayaquilizaba, según las expresiones de planeadores y analistas urbanos.

El sueño de oro de Amador se tornaba en oropel, en latonería. Y llegaron incendios y presiones. Guayaquil, que había sido cuna de riquezas, de nuevas culturas —sobre todo de carácter popular—, pasó a ser la «puta del paseo», la zona de fetideces y marginalidades, a cuya agonía se sumaron, por ejemplo, el marchitamiento de los ferrocarriles y la crisis de la industria. Ya nadie se acordaba de los periplos de Tartarín Moreira, el poeta, el antiguo panida, a quien muy cerca de la plaza (aunque otras versiones dicen que fue en la estación Bolombolo) le habían robado su maleta, y que fungió como detective muchos años en la zona; ni del accidente fatal de Salvita y su desinflado globo; ni de la farmacia Pasteur o del café El árabe, y apenas había una leve memoria de los tugurios que pulularon en La Alpujarra y junto a la estación Medellín.

La decadencia arrasó con aquellos perfumes de albahaca y yerbabuena, con los aromas de morcillas y carnes frescas, con el perfume húmedo de tierra de capote y con la vocinglería multifacética que hacía recordar los cuentos de Las mil y una noches. La plaza se fue a pique, lo mismo que sus alrededores, y durante algún tiempo su centinela, Francisco Javier Cisneros, desapareció del espacio público, el mismo en el que hubo manifestaciones populares, discursos veintejulieros y demostraciones de habilidad infinita de carteristas y vendedores de mejunjes.

Ya no hubo más trenes ni tranvías y todas las músicas que por allí sonaban en pianolas Seeburg y Wurlitzer —tangos y pasillos ecuatorianos, valses y bambucos, sones antillanos y canciones campesinas— se exiliaron. Y la plaza de mercado no existió más. Ni siquiera quedaron sus fantasmas ni los asustados.

3. EPÍLOGO CON UN PERRO NEGRO

Con la voz de los fantasmas de ese entonces, que a veces se sentaban a una mesa de bar a mirar el frenesí de la plaza, puede contarse una historia final: la del café Perro Negro, que estaba en los bajos del edificio Vásquez.

Bar de turbulencias y cuchillos en la pretina, de rocola luminosa y putas desilusionadas. Tenía seis puertas y veinticuatro mesas redondas; en alguna de sus sillas metálicas, rojas, se sentó un día (o una noche) el cantante Daniel Santos, al que los concurrentes bautizaron como El Jefe. También estuvo el argentino Óscar Larroca, que una noche de bohemia cantó ante la admiración de los presentes «Hacelo por la vieja». El bar, que en su primera licencia figuró como cantina, estaba en la esquina de La Alhambra con la avenida Estrada, que apenas tenía cincuenta metros de longitud. Junto a la plaza de mercado, el Perro Negro fue una especie de lugar emblemático de guarachas y mambos, de porros y tangos, con una historia pendenciera y pagana, al que a algunos les daba miedo entrar. No siempre fue un bar. Antes de 1956 era una agencia de abarrotes, de propiedad de Luis María Restrepo, en la que los productos que más se vendían eran municiones, escopetas y revólveres. Su nombre estuvo conectado con el misterio. Luis María, que era un «paisa templado», habitante de Tenche, solía tomarse sus tragos en la agencia. Comenzaba a las tres de la tarde y en tertulia con clientes y amigos lo sorprendía el ocaso. Entonces cerraba y se iba a su casa en bicicleta.

Una vez, cuando pasaba por un sitio cerca a lo que hoy es la calle 30, vecino del antiguo matadero de Medellín, sintió los ladridos de un perro, que lo perseguía. Era un can negro, de ojos brillosos. Ladraba sin pausa y con ferocidad. «¿Qué querrá este perro hijueputa?», se preguntaba el hombre, sin bajarse de la cicla. De pronto, el perro se atravesó en su camino, Luis María se llevó su mano derecha al bolsillo de atrás, sacó el revólver, pero no alcanzó a disparar. El animal saltó a una quebrada y corrió en dirección al cerro Nutibara.

«Hacelo por la vieja» cantado por Ocar Larroca

Cuando llegó a su casa, Luis María le contó el percance a su mujer, Teresa Londoño. «Mijo —dijo ella—, yo creo que ese perro era el mismo diablo. Debe ser que están matando mucha gente con las armas que vos vendés en la agencia». Don Luis amaneció deslumbrado por el entusiasmo y bautizó su negocio como Perro Negro. Ah, y siguió vendiendo a su clientela de cazadores armas y municiones durante mucho tiempo.

La explosiva agencia funcionó hasta el 28 de junio de 1956, cuando Luis María, ojiazul y calvo, decidió convertirla en una cantina, porque, según él, era más rentable. Entonces Guayaquil tuvo un bar más, al cual llegaban obreros, ladrones, guapos, trabajadores de la plaza de mercado y gentes del bajo fondo. Se decía que los que allí entraban «debían tener bien templada el alma y muy bien amarrados los pantalones», según le contó a este cronista, hace años, un hijo del cantinero, que después administró el legendario bar. Allí iban a beber tipos como Arturo el Pote Zapata, guapo de las décadas del cincuenta y sesenta, habilidoso manejador de cuchillos. Y así como aquel, entraban otros más atravesados y buscapleitos. Se protagonizaban trifulcas memorables, a puñal y botellazos. Y muchos quedaron tendidos en el piso para siempre.

A ese cafetín, hasta donde llegaba el rumor de la plaza de mercado y que tenía una iconografía de cantantes cubanos, argentinos y puertorriqueños, también entraban mujeres bravas, como la feroz Lola Puñales, temeraria y temida prostituta del sector, que apuñaló a más de un amante de ocasión. El establecimiento tuvo un cielorraso de cuadritos negriblancos, como un ajedrez fantástico, y sus baldosas eran amarillas y rojas. Su techo, de madera barnizada, imitaba a un vagón de ferrocarril. Con el tiempo, y a la par de la crisis de la plaza de mercado, sus paredes quedaron desnudas, sin los retratos de Daniel Santos, Bienvenido Granda, Alberto Echagüe y Carlos Gardel.

Fue el bar de Guayaquil que más cerveza vendió en los tiempos de esplendor de la zona. Mercaderes de la plaza de Cisneros aguardaban con ansia el término de la jornada para darse una pasadita para escuchar la Sonora Matancera y el Trío Matamoros; otros querían meterse en las historias tristonas de algún tango sentimental.

Luis María Restrepo, que llegó a vender bolas de cristal, cabuya y porcelana neoyorquina, además de pertrecho y armas, cambió el arsenal por la venta de aguardiente y cerveza. Dos generaciones más de Restrepos continuaron con el Perro Negro y su bohemia agitada, y el bar se vino a menos después de la desaparición de la Plaza de Cisneros; en los ochenta entró en estado de coma irreversible. Ni siquiera algunos parroquianos tristes y antiguos comerciantes de Cisneros que iban a buscar recuerdos en el sector pudieron salvarlo. Y nadie más se acordó de la noche en que un cantante porteño decía con su voz gruesa: «Hacelo por la vieja, si no lo hacés por mí». La muerte de la histórica plaza mató también al Perro Negro y, de paso, se llevó otras construcciones del sector. Y tal vez por esos contornos el mundo fue de nuevo como un melancólico limbo de la monotonía.

(Febrero de 2015)

***

El presente texto hace parte del libro Medellín, ¡cómo te siento!, publicado por la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana en 2019.

GLOSARIO

(*Anexo del editor).

Cabuya: Cuerda de fibras vegetales de fique.

Cachar: Conversar.

Cicla: Bicicleta

Culebrero: Vendedor de pócimas, ungüentos y curas milagrosas.

Descrestador: Sorprendente, asombroso.

Guapo: Bravucón con ínfulas de seductor, portador de armas blancas. En otro contexto (no el de este escrito) también se dice del valiente.

Pelado (o pela’o): Prepúber, adolescente o persona muy joven.

Templado, da: Aguerrido, valiente.

Veintejuliero, discurso: Arenga o discurso airado. Se refiere en sentido figurado al grito de independencia de Colombia, que ocurrió un veinte de julio.

Ventorrillo: Tienda pequeña al aire libre, en la calle.

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*Reinaldo Spitaletta. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Es columnista de El Espectador, colaborador de El Mundo, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como «el mejor columnista crítico de Colombia». Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Coordinador de la Tertulia Literaria de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín y el Centro de Historia de Bello. Coordinador desde 2010 de seminarios de literatura en Comfenalco-Casa Barrientos.

Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (Relatos, 2013), Viajando con los clásicos (coautor Memo Ánjel, 2014), Escritores en la jarra (ensayos literarios, 2015), Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas, 2015), Historias inesperadas (crónicas, 2015), Macabros misterios y otros ensayos (ensayos, 2016), Tango sol, tango luna (crónicas, 2016), Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017), Balada de un viejo adolescente (novela, 2017) y Tiovivo de tenis y bluyín (2017).

En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro «Espíritus Libres», como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.

Reinaldo Spitaletta

 

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